jueves, 7 de octubre de 2010

Susana

Barra libre
Lun Ago 30, 2010 3:09 am

Susana
Me gustaría acordarme mejor, pero apenas me quedan recuerdos. Estaría bien tener memoria de la felicidad, de la que llena o de la que duele. Los cabellos de su flequillo flotando ante su frente, eso si lo recuerdo. Tenía el pelo más liviano que el aire y aquellos que escapaban de la presa de su trenza flotaban ante su cara como los insectos de verano. Y la tinta azul al secarse en su cuaderno de dibujo. Es cierto, sabía dibujar. Un dragón que asaba manzanas mientras planeaba escapar de un laberinto. Nunca acabe aquel cuento. Me arrepiento mucho. Ayer vi las cuartillas que logré redactar en una caja repleta de papeles viejos. Están escritas por ella, me empeñé en que lo hiciera, no solo las ilustraciones, y ahora son un tesoro de valor incalculable que no hace otra cosa que acumular polvo y olvido.

Era morena y tenía la frente combada como los niños. Su timbre de voz era agudo pero melodioso. Siempre tomando mentas en el bar de la escuela para combatir sus bajadas de tensión. El último día que estuve con ella le narré Doctor Zhivago. Y cuando le contaba la escena de Varykino, esa en que ella niega ser la mujer descrita en los poemas de Yuri, tuve que volver la cara para que no viera la emoción asomando a mis ojos. El último día con ella, tiene gracia. Cualquiera otro recuerdo no me haría sentir tan tonto. Como siempre, caminando de aquí para allá como si el mundo nos pareciera pequeño. Llegamos hasta el Instituto Meteorológico y luego volvimos camino de la piscifactoría. Y cuando subíamos las escalinatas del edificio me dijo que la estaban esperando, pero que tenía que contarme algo.

Ojalá la pudiera recordar, algo más que la forma como ataba los cordones de sus zapatos, encaramada al alfeizar de la ventana como un gato a un tejado. Tacón corto, mocasines azules o negros. A veces esas zapatillas que parecían de ballet con las que danzaba por los pasillos de la Escuela. Yo creo que el profesor Cerillo también estaba enamorado de ella por que siempre le tomaba la tensión cuando nos cruzábamos. Nos ofrecía de su sandwich de jamón york y queso Filadelfia a Enrique y a mi para que su madre pensara que era capaz de desayunarlo sola. Nos lo comíamos en el primer descanso entre clases. Que rico estaba. Más que una tarea era un premio. Lo mordíamos por turnos y los que mediaban entre los nuestros eran solo para ella. Al segundo trimestre su madre lo supo y empezó a meter un segundo sandwich en su tartera. El ventanal que había ante el aula de segundo era nuestro cuartel de invierno. No la teníamos que compartir con nadie, nosotros dos la protegíamos. Solo mentas-poleo y algunos bocados, eso es todo lo que la vi ingerir en las tres vidas que compartí con ella, para animar su figura desmayada, para activar el negro de sus pupilas y volverlo coque.

Tenía los hombros diminutos. Siempre peleada son las cintas de colgar de todos sus bolsos. Un día calculé sus dimensiones y llegué a la conclusión de que no me hubiesen llenado ni medio abrazo. ¿Cuanto hubiera dado por uno de esos abrazos medio vacíos? No lo recuerdo, pero seguramente mucho. Un dragón imaginario, todos los insectos de verano. Le conté Doctor Zhivago para no tener que hablar de otra cosa. Para no hablarle de lo otro. Pero se me acabó el tiempo. Siempre se acaba cuando pospones lo que admite demora. Se iba para siempre y yo le conté Doctor Zhivago. La tinta azul secándose, eso es lo que más se me ha quedado gravado. Llegaba muy temprano a la escuela para sentir la emoción de verla en aquella inmensa aula sola, ilustrando el cuento que jamás escribiera. Ahora lo voy recordando. Esbozaba trazos curvos con su pluma de escribir sobre la cuartilla holandesa y la tinta oscura palidecía a los pocos instantes para revelar un dibujo. Era mi cuento, eso era lo que me emocionaba. Y mientras la veía dibujar, encorvada sobre el pupitre, completamente ajena a todo, me dedicaba a observar cada uno de los detalles del silencio. Estábamos solos. Luego ella se daba cuenta de que estaba sentado muy cerca y me preguntaba cuando había llegado. "Ahora mismo", le decía. Todas la mañanas la misma rutina. Seguramente por eso no acabe el relato, pero no lo recuerdo.

Doctor Zhivago y no otra, al menos ahí había un mensaje. Tantas clases fueron las que nos "fumamos", como ella decía. Mañanas enteras recorriendo el arboreto de la escuela, recolectando madroños en otoño o nueces de los nogales que había junto al campo de fútbol de tierra. Apenas recuerdo de lo que hablábamos, pero debía de ser importante o divertido por que no parábamos de hacerlo. A veces también venía Enrique. Ella siempre tenía sueño. La daba un beso de buenas noches todas las mañanas cuando nos encontrábamos para burlarme de ella. Al primer síntoma de desmayo subíamos al bar a por su menta poleo. Verla remover el azúcar en el líquido caliente y verde era casi tan hipnótico como el apagarse de la tinta de su pluma Shaffer. Es cierto, no recuerdo de que hablábamos. Solo que le conté Doctor Zhivago el día que nos separamos.

El estanque de las carpas era nuestro refugio los días de lluvia. Eran los que peor llevaba. Tarde tres años en saberlo. Por que estaba tan triste, por que tomaba constantemente mentas-poleo. El agua resbalaba sobre su frente cuando lo supe. El paraguas estaba cerrado junto a ella, sobre el poyete de ladrillo que rodeaba la piscina de los peces. Me acabo de acordar. Tenía todos esos pelos huidizos pegados a los rasgos de su cara. Los aparte con un gesto de la mano. Y es raro, por que yo nunca la tocaba. La Inmaculada Concepción la llamaba Enrique mientras ella le sacaba la lengua como los personajes de los tebeos. "Yo solita", decía imitando el hablar de una niña cuando quería ayudarla a saltar desde un lugar elevado. Pero aquel día no se quejó. Y tras contármelo todo, abrí el paraguas para protegerla del invierno, tan indefenso por no poder ayudarla, mientras veía las gotas de lluvia lavar las lágrimas de su rostro. Ojalá eso lo hubiera olvidado.

El Fantasma del Foro
Lun Ago 30, 2010 3:09 am

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