martes, 26 de octubre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (3)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-TRES-

Recuerdo que durante la proyección lloré tres veces y que en las tres dejé que las lágrimas perduraran. Tal vez por que tenía la esperanza de que en la oscuridad de la sala no fueran reconocidas.

La fascinación tiene ojos enormes de pupilas dilatadas que todo lo distorsionan y magnifican. Los mismos ojos con los que miramos cara a cara al amor o con los que retrocedemos hasta el umbral de los momentos irremediablemente extraviados.

Es duro enfrentarse a los propios mitos. Es una lucha cruenta en la que nada hay a ganar y si mucho a perder. Una guerra fraticida con nuestro yo más vulnerable. Son demasiados los sueños que vi desvanecerse entre mis dedos como hilachos de humo, solo por no saber conformarme con las consoladoras mentiras de mi memoria. Y la realidad es demasiado parca en belleza como para que pueda saciar ella sola nuestra hambre de prodigios.

Es por eso que cada nueva revisión de “El tercer hombre” provoca en mí un terror ciego. Por que no concibo un mundo donde la vida verdadera no transcurra en la fascinadora Viena, en blanco y negro, de finales de los cuarenta. Por que dejé mi corazón caído en algún lugar entre las callejuelas menos transitadas, sobre la nieve sucia y el barro endurecido por el frío que cubre sus ruinas, sus heridas de ciudad devastada, mientras caminaba por sus aceras, por entre sus casas derruidas, entre montones de cascotes donde solo habitan las ratas, pisando la sombra alargada y veloz de Martins, su rastro fugitivo, y sería la más irreparable de las pérdidas descubrir que aquel lugar nunca existió, que aquellos momentos no merecieron ocurrir jamás.

Más preocupado en averiguar mis sentimientos, en analizarlos y pesarlos –como si hubiera una unidad de medida con la que se pudiera cuantificar las emociones y sensaciones-, tardé en entregarme. Fue mientras Martins le confesaba su amor a Anna, rendido a la fiebre del alcohol bajo la que tan fácil es confesar, mientras aquel gato se descolgaba desde el alfeizar de la ventana para caer entre las tinieblas grises de la calle. Cuatro pies menudos sobre losetas de piedra. Una silueta difusa de hombre entre derrames de sombras. Un fogonazo de luz para dar vida a un fantasma. Y la cínica y burlona sonrisa de Lime. Sin duda la mejor escena jamás filmada; nunca personaje alguno nos fue presentado en una narración, cobró vida para ella, de forma tan devastadoramente hermosa y perfecta; y creo que mi juicio subjetivo no es el único capital que avala esta afirmación.

Cuando retornaron las luces de la sala –un ritual que se complemente siempre con ese otro que consiste en que los acomodadores descorran las cortinillas de las salidas, mediada aun la última escena, con su ruidillo característico desasosegante que viene a avisarnos de que la proyección finaliza; un aviso muchas veces perjudicial para la normal evolución de la trama, por que rompe el encantamiento arduamente logrado después de aproximadamente dos horas de película- no podía dar crédito a mis ojos: solo habían acudido a la sesión dos personas, aparte de mí. Había achacado el hecho de que mi fila de asientos y las que la precedía estuvieran desiertas a mi manía de situarme excesivamente próximo a la pantalla. Así qué, a pesar de todo, aquel vacío me tomó por sorpresa. No comprendía como se podía haber cometido un sacrilegio tal, como podía provocar tal indiferencia una película tan hermosa.

Inicié el camino hacia la salida, recorriendo el sendero que discurría entre ordenados ejércitos de butacas vacías. Me sentía tan cansado, con la mente tan llena, que el simple movimiento de mis pies al arrastrarse por la polvorienta moqueta, que vestía de un sucio color granate el suelo, saturaba y desbordaba ya mi capacidad perceptiva. No le oí la primera vez, por lo que tuvo que repetirme la pregunta.

- ¿No le parece maravillosa?

- ¿Cómo dice?

- Me refiero a la película.

- ¡Ah! Sí. Desde luego que sí. Es mi preferida. –Contesté sin pensar lo primero que se  me ocurrió. Pero mi respuesta se correspondía escrupulosamente con la verdad.
- Me alegro de que opine de ese modo. No podría soportar que me dijese que ha venido por causalidad o simplemente a matar el rato, siendo como es el único espectador que ha asistido al pase; a parte de mí, claro.

- Había un tercero en las últimas filas –objeté. Pensé que la buena nueva le alegraría un tanto más.

- ¡Bah! No cuenta. He averiguado que es un amigo del acomodador bajito y que no paga entrada. –Realizó un movimiento brusco con la mano como descargando todo su desprecio. Luego su rostro se iluminó con una súbita sonrisa, que me recordó la de Welles en la escena del portal-. Es curioso. Es la quinta vez que vengo desde el estreno y en las cuatro anteriores no hizo siquiera intención de entrar a ver la película. Se conoce que tanta música de cítara y tanto sonido de disparos han acabado por despertar su curiosidad. Reconozco que es una mezcla extraña.

Al salir del local la noche nos acogió con frialdad. La mudez de las estrellas, colgando del cielo como diminutas arañas de plata suspendidas de sedas invisibles, una Luna mutilada por cuchillos de sombras y el escozor de la brisa arañando nuestras caras. Nada queda de la tibieza de la primavera en sus primeros días una vez que el sol se oculta.

Le encaré para despedirme, pero antes de que tuviera tiempo de hablar me agarró amistosamente del brazo y me dijo:

- Espero que no lo juzgue un atrevimiento por mi parte si le invito a tomar una copa. Conozco un lugar muy agradable por aquí cerca.

La propuesta me cogió tan desprevenido que no fui capaz de elaborar una excusa convincente. Le seguí Gran Vía arriba escudándome en lo que juzgué un discreto silencio, sin involucrarme del todo en ninguna de sus opiniones, asertos y sentencias, a las que al momento vi que era en extremo aficionado. Es curioso, la película parecía haberle surtido el mismo efecto que una tanda de cuatro ginebras bebidas sin respirar. Estaba como borracho de cine, lo que le provocaba, al contrario que a mí, unos irrefrenables deseos de hablar; una actitud que con el correr del tiempo averiguaría que estaba en el polo opuesto de su auténtica manera de ser.

Y mientras rememoraba para mí el drama de acabábamos de presenciar, fue como dejarse arrastrar, como retornar a las calles de mi querida pero jamás visitada Viena. El mismo misterio, la misma fascinación. Madrid pertenece también a esa raza de ciudades que sólo tras el crepúsculo se hacen visibles, se tornan comprensibles, crecen hasta adquirir su verdadera estatura.

Sentía en mi pecho un extraño hormigueo, el lento gotear de alguna desconocida energía; pero no reconocí en él, como ahora se que debí hacerlo, ni el suave tirón de los hilos no el tacto de los dedos del azar.

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