martes, 19 de octubre de 2010

El subsuelo de Madrid (5) - Lisboa

El subsuelo de Madrid
Mar Ago 24, 2010 12:33 pm

3.- Lisboa
(Leviatán escribió el otro día que los mensajes largos desaniman la lectura. Y como me gusta devolverlas todas, una por una, aquí va una nueva entrega, y ya era hora, de mi cuasi-blog sobre los tesoros enterrados de Madrid).

Dicen que el que un escrito sea bueno o malo depende solo de su primera página. Igual que al abrir un melón el primer tajo, la primera lectura nos dará toda la información necesaria acerca del grado de madurez de la narración y su punto de sabor. La belleza es tan solo un estado de ánimo. Será hermoso aquello capaz de hacernos sentir plenos, de confabularse con nosotros para procurarnos estados alternativos del alma, de obligar a lo que permanecía estancado a que fluya. El sentimiento, el bosquejo del sentimiento que se dibuja en lo que miramos. La belleza tiene su propia música. En Ragtime, de Milos Forman, un pianista nos atrapa desde el primer instante y nos arrastra a lo largo de todo el metraje con su melodía llena de aristas melancólicas. Por que es la música el verdadero lenguaje universal con el que pueden expresarse todas las cosas, todos los conceptos, nombrar todas las cosas que llenan el orbe. En un escalón inferior, la narrativa, que habla desde el silencio de la escritura, solo puede aspirar a dar un tono adecuado al discurso. Inspirar en vez de hacer que las cosas ardan en nuestro entorno, de abrasarnos, de calcinar nuestros recuerdos. Solo lo que es ceniza tiene pasado.

Reconozco haberme aburrido algunas veces en las conferencias del Museo del Prado. Como aquella vez en que Fernando Marías glosó sobre el autorretrato de Velázquez que cuelga en el Museo de Pintura de Valencia, sobre lo que delatan sus ojos oscuros, quizás la sangre turbia del pintor, con orígenes no solo judios, como se creía hasta ahora, sino también moros. Tema apasionante que se deslizó entre mis dedos aquella tarde de invierno de atardecer prematuro. Desgraciadamente no siempre el asunto es garantía suficiente, y a quien vive por voluntad propia en la encrucijada de las razas, aquella charla sonre mestizaje secreto se le hizo un tanto larga. No es oro todo lo que reluce si de temática hablamos. Pero, sin duda, si de alguna charla guardó un grato recuerdo es de la Maria Kusche. Es obvio que es la capacidad del ponente para hacer conectar a los oyentes con los temas tratados lo único capaz de inocular la prisa por saber, la curiosidad siempre sin saciar a pesar de la avalancha de datos, que será la estrategia del narrador, su tono, lo que hará que prenda la llama en la mente del espectador y se propague por ella como el fuego en el pasto seco. Bosques de ceniza que procura el sonido de la palabra, por que al escuchar adquirimos pasado. Sobre todo si de quienes nos hablan son de nuestros ancestros.


(La dama vestida de armiño, de El Greco. Colección particular.

“Dama vestida de armiño”, de la mano de El Greco, ese era el cartel de reclamo a la puerta de la sala de conferencia. Recuerdo con claridad las primeras palabras de Maria Kusche, pronunciadas con su marcado acento alemán, pero con frases construidas en un perfecto Castellano. Como el actual Papa, que para mi cuando habla con ese Castellano tan florido pero con un acento tan espeso se convierte en el mayor misterio vaticano. “Aun están a tiempo de irse si así lo desean. Lo entenderé. Por que la obra de la que les voy a hablar no es el retrato de una dama desconocida. Ni siquiera viste un amiño. Y desde luego no es obra de El Greco”. Varios fuimos los que arrancamos a reir al escuchar aquello. De forma tímida, eso sí, ahogando el ruido, por que la sala de conferencias del museo es un lugar cargado de solemnidad sobre la que gravita la Sala XII de Las Meninas. Pero risas cómplices, al fin y al cabo. Risas de quienes creen que van a ser depositarios de algún curioso secreto de familia. Risas que convirtieron nuestras expectativas en certeza de estar a punto de escuchar un relato de intriga, apasionante. Memorable tal vez. La primera página de aquella novela había conseguido el tono adecuado. Incluso el estado de ánimo propicio. Escriba y pirómana, nuestra guía se mostraba segura de poder inocular la semilla de la duda acerca de la autoría del cuadro. El Greco se convierte en ceniza que suplanta el pasado de otro.

Desde luego Maria Kusche no es persona a la que pueda tomarse a la ligera. Experta en la retratística de la dinastía de Los Austrias, tanto de la rama española como de la que tenía su sede en la ciudad de Viena, María Kusche ha dedicado parte de su carrera también a sacar del olvido a una pintora del renacimiento español, difuminada por el tiempo y desterrada al olvido quien sabe si por oscuras razones. Sofonisba Anguissiola le debe a María Kusche buena parte del catálogo que hoy en día se la atribuye. Obras arrancadas una a una de los curriculos de sus contemporáneos. De origen italiano, tenía cargo en la corte de Felipe II como retratista real y tutora de las infantas en el arte de la pintura. Que el tiempo y el correr de los siglos haya ido poco a poco enterrando su existencia puede que no sea solo producto del desgaste de la memoria y se deba también al escándalo que en los tiempos más cercanos a nosotros, supuestamente más progresistas. El escándalo que provoca saber que una mujer pueda ser maestra entre la gente de su gremio, y capaz de aventajar a sus competidores varones.


Felipe II, de Tiziano – Museo del Prado

Entre el Felipe II de Tiziano y el de Sofonisba Anguissola media un abismo que no puedo por menos que producir vértigo. El retrato del primero muestra a un Felipe II educado en el poder y para el poder, de mirada arrogante, vestido con su armadura de gala para procurar la admiración y hacer parecer lógica y natural la reverencia de quien le contemplase. El temor también. Quien no tiene autoridad y debe ejercerla es probable que sucumba a la tentación de vestir de armadura, de fingir un aire bélico pero apoyado en el derecho de vendeta, o de impostar un elevado rango en lo que circula en vuelo raso. El retrato del pintor veneciano casa bien con los que realizará del padre, ese bobo que confundió la búsqueda de la paz con la guerra permanente, la tolerancia con la semilla de la tiranía, pero a quien debemos no obstante los españoles que nuestro país tomara la ruta de la aventura y la ruina. Del esplendor de la miseria. Todo es brillo en la figura del futuro rey Felipe. Brillo que en ausencia de calidez al menos procura ardor en su mirada, de ojos severos, oscurecidos por lo que parece ser determinación, de una seguridad en si mismo, en sus capacidades, que sabemos por su biografía que nunca tubo.


Felipe II, de Sofonisba Anguissola – Museo del Prado

El Felipe II de Sofonisba Anguissola, sin embargo, es un hombre que provoca compasión y no temor, que hiela la mirada, que navega entre el gris y el negro. Solo el vellocino de oro que le cuelga del cuello, símbolo de su pertenencia a la Orden del Toisón de Oro, y el rosario cuyas cuentas mueve lentamente con los dedos de su mano izquierda, dan algo de colorido a un momento que parece pleno invierno. Sin adornos en el personaje, salvo los que le son propios y se han convertido así en atributos. Sin concesiones. El cuadro está vacío de cosas pero repleto de conceptos. Sentimientos petrificados convertidos en ideas. Ni siquiera un toque de plata en sus ropajes, tan característicos en los gentilhombres españoles de la época. Tal vez fuera un momento en que estuviera de luto. Eso explicaría que vistiese de riguroso negro y rezase mientras era retratado. En todo caso, ¿qué sentido tiene revestir de esplendor a quien es dueño del mundo? ¿Qué puede subrayarse o añadirse a lo dicho por la imagen de quien lo representa todo? El demonio del mediodía deja reposar su mirada de ojos grises, de un azul apagado como el agua quieta, en quienes le contemplamos, mientras nos muestra el orgullo de su linaje y la fortaleza de su fe, lo que le da el objetivo y un modo cabal de lograrlo. Entre aquel joven Felipe que se muestra al mundo en su faceta guerrera, y este que se enroca en si mismo como la cabeza de un galápago dentro de su concha, media un largo recorrido repleto de etapas amargas. Toda una vida viendo morir uno a uno a sus seres queridos, padres, hermanos, esposas e hijos. Una vida en perpetuo luto que al final fue premiada con una muerte horrible soportada sin una queja, casi como una penitencia, por los muchos pecados cometidos a sabiendas sin más motivo que hacer lo que consideraba conveniente para el buen gobierno.

De aquellas largas jornadas en El Escorial sosteniendo el mundo, entrerrado en papeles, en memorandums, en cartas llegadas de todos los rincones del globo, informes y requerimientos, peticiones y suplicas, quedan como únicos momentos gratos los ratos que pasaba con sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, hijas de su tercera esposa, a la que más amara y a la que tanto se parecían en belleza y temperamento. Aquella francesita que revolució la corte con sus maneras coquetas de niña risueña y consentida, llegó para casarse con su hijo Carlos, el jorobado, el ser deforme de cuerpo y mente, de quien renegara hasta el bobo cuando fue a visitarlo en su retiro en Yuste. Pero prendado por su encanto el rey la quiso para si. Dicen que el novio oficial, su tío, don Juan de Austria, y el primo del primero y sobrino del segundo, Alejandro Farnesio, se disputaban sus amores como tres mozalbetes de fin de semana a la caza de romances. La princesa francesa, su futura reina y madrastra, siempre trató con respeto y cariño a Carlos. Y tal vez por eso su mente turbia atisbo un amor donde nada hubiera. Podrá parecer asunto mediano, pero es en este hecho donde mana como un manantial la Leyenda Negra, que a lo largo de los siglos luego se convirtiera en río caudaloso.


(Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz). Alonso Sánchez Coello (A la espera de que María Kusche efectúe un examen de manos, supongo)

Dice Mariz Kusche que Sofonisba Anguissola no sabía dibujar manos. Según su criterio le quedaban siempre desproporcionadas, yermas, carentes de ida. Por eso lleva décadas tratando de cobrar esa pieza por todas las pinacotecas públicas y privadas del mundo. Las manos como especie de caza. Si queremos una huella dactilar seccionamos el miembro por la muñeca y lo analizamos. En las manos que sostienen el falso armiño cree advertir una desproporción acusada. La piel de lince en realidad, y más hispánica que esa vestimenta es difícil concebir otra. La misma falta de gracia y proporción que las manos que mueven las cuentas del rosario. Sofonisba llegó a ser amiga de ambas infantas, de Catalina Micaela y Isabel Clara Eugenia. Dejenme que pronunie sus nombres, tan españoles, tan sonoros, tan impropios de nuestro tiempo. Nombres prolijos que se demoran en la boca cuando los pronunciamos y da tiempo por tanto a saborearlos. La segunda de las infantas fue el único ser querido que sobrevivió al rey. Catalina Micaela murió de resultas de un parto, como sus dos últimas esposas, la francesita coqueta, hija del Rey de Francia que murio durante una justa, y su sobrina austriaca, de cabellos rubios y ojos tan azules y de agua tan quieta como los suyos. La que acompañaba a las niñas mientras jugaban con los papeles amontonados sobre la mesa del despacho de su padre. El escribía su firma bajo las breves notas añadidas a una carta recién llegada. Ellas echaban los polvos para secar la tinta y ponían el papel en el montón adecuado. Gobernar el mundo es una tarea de titanes o de hormigas. Modos distintos de llevarlo a cabo. Su padre lo hizo subida a la grupa de un caballo, siempre a la vanguardia de un ejército. Él prefirió hacerlo al pie del Guadarrama, alejado de todo y de todos. Una vez solo vio la guerra de cerca, y más que nada para tratar de imitar los modos de su padre, ser su perfecto heredero, un rey guerrero como todos los de su linaje. Y lo que descubrió le horrorizó tanto que jamás quiso volver a hacerlo. Rehuso la lucha mientras pudo, y cuando la juzgo inevitable o necesaria mandó a otros a comandarla. A eso le llamaron prudencia los favorables. Premiosidad los muchos detractores que tuvo en su tiempo y en los posteriores.

Tuvo que sacar al Duque de Alba de su retito forzado. Viejo y decrepito, el viejo general fue capaz sin embargo de organizar un ejército para conquistar Portugal. Con la certeza de que su sobrino Sebastián jamás volvería para reclamar su corona, muerto y desaparecido en lo que hoy es Marruecos, Felipe II juzgó estar en su derecho para reclamarla para sí y su linaje. Y que mayor derecho que un huestes invencibles. Camino de Lisboa no dejó de escribir un solo día a sus queridísimas hijas. En aquellas cartas poco es lo que les habló de la campaña. Sus palabras se centraron sobre todo en lo que de verdad le preocupaba: la salud de Magdalena Ruiz, la enana que le acompañaba en su periplo por tierras extremeñas y lusitanas. Aquejada de unas fiebres el mismo era quien la cuidaba y velaba por las noches. Gentes de placer se las llamaba. Hay quien quiere ver inhumanidad en el gusto por la compañía de los seres deformes que sentían todos los austrias. Quizás haya algo de eso. Pero lo cierto es que sentían adoración por ellos. Diego de Acedo, el enano del Conde Duque de Olivares, el dos veces Grande de España y que podía permanecer con el sombrero puesto ante Felipe IV, tenía más poder y era más temido que toda la Junta de Ministros de la Corona. Magdalena Ruiz yacía en el lecho llena de dolor y eso era todo lo que ocupaba la mente del monarca. A punto de hacer realidad un sueño acariciado durante siglos, recomponer los trozos de la España de los Godos, hecha trizas por los sarracenos, nada cabía en su mente aparte de la salud de la pequeña Magdalena. Esa es la verdad del monstruo que habitó El Escorial. Esa y un millón más que entran en contradicción con ella. Un hombre enfrentado a un reto imposible. El rey del hormiguero. Ceniza de lo que fuimos. Renegar de ella es renegar de nuestro pasado, de nuestras raíces. Y son las raíces las que sostienen el terreno. Forestal soy, lo se de buena tinta. Escribo y escribo para ver si lo que redacto esconde alguna respuesta. Casi escritura automática. Decía Miguel Ángel que esculpir era simplemente quitar del bloque de piedra lo que le sobraba, que las figuras yacían en la roca desde siempre. Escribir es transcribir lo que crees que te está diciendo la música. La melodía que interpreta el pianista de Ragtime. Si es que tienes suerte y eres capaz de escucharle. Por que Dios rara vez responde a las plegarias. La escritura es el poso que deja la música cuando se ha evaporado al calor de los sentimientos. Solo el agua pura carece de traza química. Trataré de encontrar la primera página de mi relato. Alguien me la cantará. Si no es Dios seguro que será Madonna. O Golpes Bajos. Malos tiempos para la lírica.

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