Rokko tenía un blog que le abrió su amigo Angelc
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Sáb Jul 24, 2010 9:18 pm
Rubicón
Tres minutos y treinta y tantos segundos es lo que se tarda en cruzar el Rubicón. Puede que César tardara menos. Pero el no lo hizo solo, y fue desde luego para otros propósitos. Cambiar las reglas, establecer nuevos baremos, decidir quien precede al resto de la manada, a veces es una tarea que incumbe a varias generaciones. Un gesto de audacia o la simple progresión lógica de los hechos. Si se pudiera caminar sobre las aguas hace tiempo que conoceríamos ambas orillas. Pero son los pasos los que miden las distancias. Hay que recorrer el camino para conocer su longitud. Y de orilla a orilla existe un calado que calculo en al menos 20 años.
Cuando recuerdo a Mariano Haro, su imagen se mezcla con la de Gregory Peck en “Matar a un ruiseñor”. Héroe discreto. Rural. De alma tranquila. Costaba apercibirse de su grandeza. En la escena de la película en la que Atticus intenta abatir de un disparo al perro rabioso ante la atónita mirada de sus hijos, que apenas dan crédito a que su padre se atreva a exhibir su impericia, Gregory Peck es Mariano Haro. Su figura nada gallarda se cuadra con lentitud para poder apuntar con cuidado al objetivo. Duda un momento. Decide ponerse las gafas y repite el ritual. Y con la lentitud en la victoria de la que solo son capaces los héroes, abate en el primer disparo a la alimaña. La misma expresión de asombro y duda con que le miraban a Atticus sus hijos es la que asomaba a mi cara cuando veía correr a Mariano Haro. Dos palmos de grandeza a lo sumo. Diría que poco si la grandeza fuese moneda común y no materia exótica en este universo mediocre. Un héroe con gafas tal vez lo parezca menos, pero los logros han de medirse con las capacidades no con su capacidad de brillo.
Mariano Haro fue el mejor corredor de fondo de su tiempo. Título honorífico conseguido más por un ejercicio de honradez en el trabajo que por el talento surgido de una carambola genética. Muchos kilómetros en sus piernas cada mañana para conocer el sufrimiento de las carreras de larga distancia bien de cerca. Entrenamientos espartanos, en la soledad y el silencio de los paisajes palentinos. Hasta tres veces subcampeón del Mundial de Cross, decían que para lograr el triunfo en esta prueba, que a él siempre le fue esquivo, bastaba con aguantarle el ritmo de carrera. Algo en absoluto sencillo, por que Mariano Haro imponía una cadencia severa en su zancada. En otras palabras, para que la tragedia no le sorprenda a nadie desprevenido: Mariano Haro carecía de cambio de ritmo. Algo inaudito para un corredor de fondo con aspiraciones a estar en la élite. Más inaudito aun si tenemos en cuenta que fue una aspiración coronada con el éxito.
Le ví correr los 10.000 metros en la Olimpiada de Munich. Dicen que solicitó a la Federación Española de Atletismo participar en la Maratón, y a mi no me cabe duda alguna de que si hubieran accedido a su deseo, cargado de lógica, no tendría que estar escarbando en mis recuerdos para hablar de este atleta. Por que la gloria se habría personado sin falta en la vida de este hombre apocado. Siempre al frente del pelotón, cada vez que era engullido por los que le perseguían avivaba el ritmo para volver a ser el guía del grupo. Verle morir mansamente en la última vuelta para obtener un triste cuarto puesto es posiblemente uno de los momentos más amargos de mi vida. Por que siempre he pensado que Mariano Haro sabía que ese era su puesto, su valor como corredor de fondo. El valor de todo un país, pintado en grisalla en el reverso del cuadro. El retrato real del mundo no incluía España.
La mejor carrera de 1.500 metros de la historia tuvo lugar en la Olimpiada de Los Ángeles. Por enésima vez José Luis González nos defraudó a todos y no pudo correr la final. Había mucho brillo en el corredor toledano, pero la misma sumisa obediencia a los baremos establecidos. Encaramados al taburete de la mediocridad para intentar sobresalir del resto, fue José Manual Abascal nuestro representante en aquella cita. También carecía de cambio de ritmo. La capacidad de correr la última vuelta en aceleración sostenida era su mejor virtud. Engordar para morir. Hacer de liebre para los verdaderos titanes. La única táctica plausible era mantenerse a la expectativa y morir como un toro de lidia en la última vuelta. La vuelta al ruedo arrastrado por la reata de mulillas. Aquel día estaba todo el pescado vendido. Sebastián Coe era el favorito. Aquiles entre los mortales. El mejor corredor de 1.500 m metros de la historia del atletismo. Y el enemigo lo tenía en casa: Steve Ovett y Steve Cram. El primero campeón olímpico de los 800 metros. El segundo el último vástago de una interminable estirpe británica de campeones.
Pero uno lucha con las armas que le son propias. Y por eso a falta de una vuelta para el final ocurrió algo asombroso. José Abascal tomó el liderato de la prueba y aceleró el ritmo de la carrera. Optar a lo imposible es la única forma de conseguir lo que no es factible. Chapotear en las aguas del Rubicón. En mi mente el grupo de corredores es una goma elástica que amenaza con romperse. Abascal tira desde el extremo delantero con todas sus fuerzas tratando de abrir hueco, aviva de forma progresiva la amplitud de su zancada. Su cabeza se ladea por el esfuerzo en tensionar la goma. Desde el extremo opuesto Coe, Cram y Ovett tratan de restar tensión, de no perder la estela del Cántabro. Por un momento parece que la goma fuera a partirse. Yo mismo llevo 25 años tironeando desde el mismo extremo que Abascal lo hacía. Es un sueño que tengo a veces cuando estoy despierto. Por que de ese instante es de lo que está hecho lo que ahora somos.
Abascal fue superado por Coe, camino de la eternidad, y por Cram, en su última tarde de gloria. Pero en cierto modo la goma llegó a romperse. Ovett se partió literalmente tras el esfuerzo reiterado y tuvo que abandonar la carrera. Omar Khalifa, el sudanés, empezó la recta final con cierta desventaja respecto de Abascal, pero habiendo ahorrado más energía. Camino de la meta un africano nos disputaba la medalla de bronce. La misma agonía de Munich. Las imágenes de ambas olimpiadas que tienden a converger en mi memoria. Sería hermoso, pero cruel al mismo tiempo, decir que Abascal obtuvo lo que no consiguió Mariano Haro por que el si que decidió optar a lo imposible. Cruel y erróneo, por que en los logros colectivos siempre nos alzamos a hombros de los que nos preceden. Cruzar el Rubicón, cambiar el orden establecido, marchar sobre Roma a su conquista. Rememorar las glorias olvidadas. Despertarse de un sueño de mediocridad para ver marcar a Torres e Iniesta.
Igual que a veces sueño que no he acabado la carrera y que alguna asignatura se me resiste, a veces sueño que la goma no llegó a partirse nunca, que Khalifa superó a Abascal en la meta. La imagen de Cacho anticipando la victoria en el Estadio Olímpico de Barcelona es pura claridad matutina, es saber que estoy despierto, que todo aquello fue posible. Por que después ya todo fue más fácil. Después de cruzar el Rubicón por el lugar más caudaloso, en la misma época en que Delgado bajaba los puertos de los Alpes tumbado sobre el manillar de su bicicleta, en que Ángel Nieto destrozaba un mono en cada carrera de tanto rozar con el cuerpo el asfalto, en que un veinteañero Michael Jordan necesitó marcar una canasta desde el centro del campo, sobre la bocina, para evitar la humillación de llegar al descanso del partido empatados con unos tipos llegados de un país con medio cuerpo metido en el territorio de África. Por que no somos menos que nadie. Es más, casi diría que somos mejores que cualquiera. En ausencia de talento es necesaria la audacia. Y cuando la hay optar a lo imposible es deber ineludible. Abascal fue el primero en aplicar el algoritmo. Lo demás vino tan rodado que incluso se logró ganar el mundial de Fórmula 1. Se lo debemos todo a abascal. El fue quien conquisto la cabeza de playa armado con un tirachinas.
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