viernes, 13 de octubre de 2017

¡Gloria a los almendros!




¡Gloria a los almendros!

El almendro, como el cerezo, florece de un día para otro, como en una explosión cuya onda expansiva no es sonora sino visual, un inmaculado blanco de contorno esférico que percute sobre la mirada y sublima nuestra sensibilidad, que hasta ese momento permanecía en suspenso desde el otoño. Florece y lo hace antes de que le salgan las hojas, acrecentando el factor sorpresa. Un día el árbol parece muerto tras el paso del invierno, todo lo más dormido, hibernando, y al siguiente es una bola que arde al blanco incandescente. Pero las flores apenas permanecen intactas el tiempo suficiente para que nos acostumbremos a su belleza. Sus pétalos comienzan a desprenderse casi desde el mismo instante en que se despliegan. Al observarlo desde la distancia, la copa del almendro que ha florecido unos días antes parece tremolar por la miríada de esquirlas de flor que se precipitan al vacío agitadas por la brisa, su contorno es un temblor que se difumina en el aire como una ventisca cargada de nieve. Es evidente que ha de existir un mecanismo que dispara esta floración en emboscada. Un grano de maíz estalla para convertirse en una palomita cuando el aceite en el que lo hemos bañado y lo recubre alcanza una determinada temperatura -Ay, ese cómico afán de explicar los misterios del mundo-. Del mismo modo, la copa de un cerezo debe disparar su floración cuando una determinada variable, por demás mensurable, climatológica o astronómica, adopta un determinado valor. Nunca he sabido con certeza cuál es esa incógnita que al ser despejada ubica en la derecha del signo de equivalencia la expresión matemática de la belleza, quizá la duración de la noche, como en otras especies vegetales, quizás la temperatura media del día. No lo he sabido nunca, pero he de reconocer que tengo mis sospechas.

Justo tras pasar la verja en la entrada sur de la Escuela de Montes, había un almendro, y yo siempre sabía qué mañana al ir a clase iba a encontrármelo cuajado de flores. Año tras año me recriminaba no haber hecho partícipe a nadie de mis sospechas el día anterior. Pero, claro, saber cuándo van a florecer los almendros tampoco es uno de esos súper poderes que te convierten en un héroe Marvel. Además, estamos hablando de una capacidad cuya efectividad abarca tan pocos días de todo el año, que más que poder parece debilidad o castigo, una gripe de 24 horas. Dígale usted a uno de sus compinches de facultad, a uno de esos tipos que solo piensan en impresionar a las compañeras de clase con su recién estrenada hombría, algo tan cursi como que mañana cuando vuelvan camino de las aulas van a encontrarse los almendros floridos y ya veremos qué cara le pone. Y si se equivoca, mejor que le pille a usted en un bunker en la cima de la colina, porque la rechifla puede ser fenomenal. Un día de demora en la predicción puede ser como una temporada en el infierno con vocación de eternidad, si acaso usted encaja mal las bromas. En realidad sé de lo que hablo, no conjeturo. Cierta vez, solo una, me fui de la lengua. Había una chica a la que quería impresionar con mi hipersensibilidad botánica. El caso es que al día siguiente nevó y el resultado fue que el resto de machos de la manada, hasta el más gañán, me dejó muy atrás en la carrera por el apareamiento. Ya no importó que justo tras derretirse la nieve el almendro tuviera a bien darme su aquiescencia. El mal ya estaba hecho. Sobre todo en mi raquítica autoestima. Cuando escampó le regalé a la chica una ramita florida como desagravio, como burdo intento de hacer ver que estaba por encima del cachondeo de mis rivales. La puse sobre su pupitre al inicio de la primera clase. En el mismo momento en que la vio le dije: “Verás como las flores del almendro huelen a miel”. La acercó a su nariz pecosa y, al comprobar mi apunte, y en ese mismo instante me convertí en su amigo más entrañable, en un aspirante a confidente, aunque ya nunca pude ser para ella un macho creíble.

Todo era más fácil en primaria, cuando la relación entre sexos era menos compleja, con muchísimas menos expectativas en juego. Entonces yo ya era capaz de predecir la lluvia. Horas antes de arreciar, porque solo podía anticipar las tormentas, sentía una sensación en las articulaciones que no llegaba a la categoría de dolor, que ni se le acercaba, que era casi placentera, además de inconfundible. No la podías confundir ni con las ganas de orinar, ni con el hambre, ni con la rabia de haber perdido un partidillo de fútbol. En el momento en que la sentía le decía a mis amigos: “Se va a poner a jarrear” mientras saltaba a la pata coja fingiendo que me acababan de amputar una pierna de rodilla para abajo, o ilustrando la advertencia con alguna otra broma autoparódica parecida -Reírse de uno mismo es un conocimiento que no adquieres sino que desaprendes según te haces más adulto y más serio y la sed de reconocimiento lo contamina todo-. Ellos, avisados de mi don -que todos asumíamos más propio de los personajes de los tebeos de la editorial Bruguera que de los de la Marvel, aunque sin problemas. ¿A quién a esas edades no le molaba ser Mortadelo disfrazado de Mariano Medina?-, se reían de mí patochada, y si acertaba, como tantas veces ocurría, me convertía por un día en el rey del recreo. Cuántos momentos de gloria en mi infancia no le deberé a mis chivatas articulaciones. Ahora ya no tiene gracia. Predigo los cambios bruscos de clima, el advenimiento de frentes fríos o cálidos, hasta cuatro días antes de su llegada, pero casi nunca le hago caso a los timbres corporales y abro la puerta. Soy el satisfecho propietario de un paraguas, también para las emociones. Además, a nadie le sorprende que a cierta edad uno acabe teniendo un barómetro en vez de esqueleto. A casi todos nos lo acaba instalando en alguna parte de la anatomía ese chapuzas a domicilio que es el paso del tiempo. No hay posibilidad de lucirse, que es a lo que en realidad se reduce todo, porque, seamos sinceros, ¿a quién que no haya sembrado en la era o venga de la peluquería le importa de verdad que llueva? Más bien puede ser un motivo de desdoro: “Hay que ver que pocho estás. Pareces un pastor con los huesos resabiados. Cuida esa artritis, viejo”, te dirán los compañeros de partida de mus del hogar del jubilado.

Al contrario que los almendros, los madroños tienen la deferencia de florecer en una época mucho menos problemática, en una que no da lugar a equívocos. En otoño. Todo lo más en invierno. En el arboreto de la escuela había un pequeño rodal cuya provisión de frutos esquilmábamos todos los años Susana, Enrique y yo. Fue una tradición en los primeros cursos de la carrera. El catedrático de Botánica nos había contado en clase una curiosa anécdota de Linneo, el padre de la taxonomía. El egregio naturalista había catado el fruto de un madroño que el mismo había arrancado de un arbusto, ignoro si en uno de sus viajes a la piel de toro, porque no me imagino madroños en su Suecia natal, y había exclamado: “No está mal del todo, aunque tampoco es que sea para convertirlo en la base de un banquete. Se deja comer. Uno por vez, si acaso, porque aquello de que hay que probarlo todo, pero no más”. Y por eso le puso al arbolillo el nombre científico de Arbutus unedo. Sus flores son carnosas, un tanto translúcidas, aovadas, de color blanco moteado de carmines y fucsias, como medusas diminutas, como chopitos antes de ser rebozados en harina y fritos. Cuando sus frutos maduran dice el tópico que fermentan y adquieren cierto contenido en alcohol. Comer en exceso puede provocar ebriedad. Enrique, al que le gustaban tanto que se comía también los que rescataban entre la hojarasca del suelo, hubo que velarle una o dos borracheras por sendos atracones otoñales.

Pero si había flor que me gustaba en aquel bosquecillo de hadas, era la de los arces. Tres especies de este género había entre la foresta: arces de Montpellier, de hojas trilobuladas, como los dígitos palmeados de una anátida; arces reales, de hojas anchas, parecidas a las del plátano de sombra, que tanto abunda en Madrid; y sicomoros, de hojas también enormes, pero de contornos festoneados. Todas ellas daban en otoño unas flores rusticas, para nada conspicuas, diría que recatadas, tímidas, de pétalos tan verdes que parecen sépalos, con algo de bozo y texturas tan textiles, que creo que eran los retales con los que Campanilla, la novieta de Peter Pan antes de la irrupción de la cursi Wendy, se confeccionaba sus minifaldas.

Pero son los almendros los que me ponen a prueba con su ejemplo. Hay un momento del año en que el aire, probablemente por el efecto del calor, se aligera lo suficiente como para que al rozar las mejillas transmita una sensación distinta a la del día precedente. De repente hay indicios de algo nuevo en la brisa. La densidad es distinta, la forma de fluir por el contorno del rostro, la temperatura que transmite a la piel del alma. No es un truco de magia, estoy convencido de que es mera fisiología botánica. Y cuando llega ese momento impreciso en que la primavera se despereza, cuando aun está completamente en entredicho, camuflada de invierno, esperanza más que certeza, serán solo los almendros los que se atrevan a recorrer al galope tendido el peligroso trecho entre la gelidez del sueño y la tibieza de la vida. Una vez leí que cuando la Wehrmacht alemana invadió Polonia, en el 39, con sus riadas de divisiones acorazadas, nada ni remotamente comparable en cuanto a poder militar pudo enfrentársele. El ejército polaco era de otro siglo, apto para enfrentarse en todo caso a los cosacos de antes de la Rusia prerrevolucionaria. En su desesperación la caballería polaca cargaba de forma suicida contra los tanques del general Guderian, tratando de herir con sus sables la insensible piel de acero del monstruo llegado del futuro. Siempre he creído que aquel hecho histórico, sea cierto o no, con la leyenda me vale para explicar esta historia, es una metáfora perfecta del florecer de los almendros. Una lección de coraje, de fe en la vida, en la victoria de los valientes, de quienes se atreven a cruzar el páramo para ganar la otra vertiente del angosto valle. Una carga que acabara en desastre por las heladas tardías o en una bella pero efímera victoria, en una estampa magnífica que se deshará al poco tiempo en una lluvia de sables o de pétalos, tal como en un festival romano. Supongo que esa es la actitud correcta, la forma que hay que vivir la vida, sin aspiraciones de acceder al instante de después en que se hace balance. Pero yo nunca me vi capaz de ser jinete, de seguir tan audaz ejemplo. No obstante, ese es mi don y mi carga, tengo asiento de primera fila para el glorioso espectáculo, para ver evolucionar a las brigadas de húsares sobre el campo de batalla. Solo me queda gritar a pleno pulmón: “¡Gloria a los almendros!”. Cómo les habría gustado a mis compinches de recreo este grito de guerra. Estoy seguro.



















lunes, 9 de octubre de 2017

Lecturas en cadena (1) - “Lesbia mía” de Antonio Priante




Lecturas en cadena (1) - “Lesbia mía” de Antonio Priante

El deslumbramiento por el descubrimiento de la obra de Catulo me llevó a indagar sobre el poeta. Como ya expliqué en alguna otra ocasión, Catulo vivió en la que quizá es mi época histórica preferida, la del paso de Roma de república a imperio. Son unas tres generaciones llenas de acontecimientos convulsos y personajes fascinantes. Supongo que no soy el único que suele marginar la componente cultural a la bélica a la hora de elegir lecturas para informarse sobre una determinada época del pasado. Buena parte del atractivo de ese proceso que menciono son sus célebres batallas. Farsalia, el célebre enfrentamiento final entre César y Pompeyo, y Accio, una de las tres batallas navales de mayor envergadura de toda la Historia, por poner dos ejemplos, estarían incluidas en la lista. Quizás por eso, a pesar de haberme tropezado con Catulo en infinidad de lecturas, no había llamado nunca especialmente mi atención, porque era un elemento meramente cultural, todo lo más sociológico, en el gran mosaico que ha dejado la Historia. Nunca empuñó la espada, lo cual, en el momento que le tocó vivir, resulta hasta raro para alguien cuyo nombre ha trascendido. Hasta Cicerón, que era más de palabras que de hechos, tuvo que hacerlo para sofocar la conjura de Catilina cuando era cónsul de Roma. Catulo ni siquiera desempeñó cargo o papel político alguno. A un escritor lo recuerdas si has leído su obra y la poesía grecorromana, como para casi nadie, nunca ha sido una de mis prioridades. Haber tenido que sumergirme en el “Carmen 64” para documentar el cuadro “Baco y Ariadna” de Tiziano es lo que me abrió los ojos, y también el apetito de conocimiento. Indagué en los archivos de las bibliotecas públicas y descubrí la existencia de dos novelas sobre los amores de Catulo y Clodia. Siempre es más suave el aterrizaje en la pista de la narrativa que en al del ensayo, aunque esta última ha de ser necesariamente la escala final del viaje si lo que realmente se busca es conocimiento. Las dos novelas eran: “Lesbia mía”, de Antonio Priante, un filólogo, traductor habitual de textos clásicos, que en su madurez se decidió a intentar la escritura de novelas, a verter sus amplios conocimientos en el formato de la ficción; Y “La muchacha de Catulo”, de Isabel Barceló Chico. Tenía más a mano la primera, en una biblioteca del Barrio de Salamanca, y me decidí por ella. Pospuse la lectura de la segunda para más adelante, porque la biblioteca que la tiene está cerca de Puente de Vallecas, que me pilla más lejos. Además, la sinopsis despierta mis recelos. Una cosa es tratar de dar árnica a un personaje histórico al que se le ha etiquetado desde siempre como malvado, como es el de Clodia/Lesbia, suavizando los hechos para hacérnoslo más amable, o buscando otros puntos de vista para hacer sus actos más comprensibles, y otra bien distinta es tratar de convertirlo en un modelo a seguir, como parece que intenta Isabel Barceló Chico, según se desprende de la sinopsis que he leído. Estamos, parece, ante un ejemplo más de esa estrategia tan socorrida de echar la culpa a los otros, en este caso a los hombres. No es que Clodia fuera mala, es que la historia es profundamente machista y carga las tintas sobre todo sobre las mujeres que destacan. Ni con el comprensible punto de vista actual se puede pasar por alto, no ya que Clodia fuera promiscua, sino que fuera incestuosa y probable homicida. Cuanto mal ha hecho la bandera del feminismo en algunos campos.

Es inevitable que al leer “Lesbia mía” uno recuerde “Los idus de marzo” de Thornton Wilder, incluso aunque la hayas leído hace media vida, como es mi caso. Ya de entrada, una novela que evoque la de Wilder, considerada como una de las obras maestras de la novela histórica, y que, además, resista con dignidad las comparaciones, lo que en mi opinión es algo que ocurre, creo que merece ser elogiada. Los paralelismos son evidentes muy probablemente porque Priante haya utilizado a Wilder como modelo y como referente. Además de coincidir en la narración de algunos hechos, al encuadrarse ambas novelas en mismo marco histórico, el periodo que se precipita hacia la muerte de Julio César, y compartir algunos personajes, ya que ambas novelas se centran en personajes reales en aras de la verosimilitud, también comparten el formato narrativo y la estructura cronológica. Ambas son novelas epistolares. En ambas el tiempo avanza trazando círculos.

Al igual que su referente, “Lesbia mía” es una novela epistolar. Cuatro amigos se cartean entre sí, uno de ellos es Cayo Valerio Catulo. Las cartas están ordenadas de forma cronológica, en ciclos de tres, entre los que se intercalan diálogos, a modo de entremeses teatrales, en los que Catulo y Clodia son los únicos personajes sobre las tablas. Cada capítulo, ya sea carta o breve teatral, transcurre un año después del anterior, y en el que se extracta lo más notable de lo acontecido en el marco histórico, mezclado con las reflexiones y vicisitudes personales de los cuatro amigos. Catulo escribe una carta a Manlio Torcuato. A renglón seguido Manlio Torcuato lo hace a Licinio Calvo. Y una carta de Licinio Calvo a Helvio Cinna cierra cada ciclo de tres. El cuarto de los amigos no le escribe a nadie, es destinatario pero no remitente, si bien Priante incluye, a modo de epílogo, un cuaderno de notas de este personaje que recorre otra vez todo el arco cronológico descrito por la novela.

Indro Montanelli reseña en su “Historia de Roma”, al grupo de los neoteroi, corriente poética en la que se encuadrarían Catulo y sus amigos Calvo y Cinna, de la siguiente forma, no demasiado favorable, pero sí muy interesante:
Los gustos literarios de aquella sociedad rica y frívola no se orientaron hacia el más gran poeta de la época, Lucrecio. El autor de De rerum natura fue, probablemente, un aristócrata, más vivió retirado también por razones de salud: parece ser que estaba afligido por una forma cíclica d manía depresiva y su inspiración era demasiado elevada, trágica y profunda para estar de moda. El que hacía furor era Catulo, poeta fácil y sentimental, algo entre Gozzano y Géraldy. Era un burgués de Verona, acomodado y avaro, quejumbroso siempre de su pobreza, pero que poseía una casa en Roma, una villa en Tívoli y otra a orillas del Garda. Gustaba a las señoras porque hablaba solamente de amor y había convertido en flexible y elegante una lengua que parecía hecha tan sólo para códigos de leyes y proclamas de victoria. Con el iban frecuentemente Marco Celio, un aristócrata desdinerado, simpatizante con las ideas comunistas; Licinio Calvo, un diletante de poesía y oratoria no carente de ingenio, y Helvio Cinna, quien, después de la muerte de César, fue confundido con uno de los asesinos y muerto por la multitud. Eran todos «intelectuales de izquierda», que se oponían a la dictadura sin hacer nada para defender la democracia. Pero ejercieron una influencia tal vez superior a sus méritos, porque entonces tenían a su disposición, además de los salones y las mujeres, una verdadera editorial para propagar sus propias obras.
Ático había introducido el pergamino y hacía «volúmenes» (que quiere decir rollos) con páginas compuestas de dos o tres «columnas» de manuscrito. Dedicados a llenarlos a mano estaban los esclavos especializados, a los que se pagaba solamente su manutención. Tampoco los autores eran retribuidos más que con algún donativo ocasional, por lo que, prácticamente, solo los ricos podían dedicarse a la literatura. Una edición alcanzaba casi siempre el millar de ejemplares que se distribuían entre los libreros en cuyas tiendas iban a comprarlos los aficionados. Fue uno de éstos, Cayo Asinio Polión, quien instituyó la primera biblioteca pública de Roma”.
Catulo, Calvo y Cinna podrían asimilarse a los jóvenes actuales de ciertas izquierdas, que se enfrentan a los poderes establecidos más desde la algarada callejera que desde el terreno de la acción política. A todos ellos les gustaba escribir pasquines, así como líbelos y sátiras contra los actores políticos, aunque sin proponer actuaciones alternativas a las emprendidas por las instituciones.

Lucio Manlio Torcuato llegó a ser cónsul, el cargo político más importante durante la República Romana, en el año 65 a. de C. Pertenecía a un linaje muy ilustre: el de los Manlios. El apodo de Torcuato se lo ganó, para sí y para sus descendientes, uno de sus antepasados, que también llegó a ser consul, hasta en tres ocasiones en su caso, algo muy poco habitual. La anécdota es narrada por Tito Livio en un pasaje del séptimo libro de su “Historia de Roma” (“Ab Urbe Condita”. ¡Qué elegante suena en Latín!). Corría el año 361 a. de C. y Roma andaba inmersa en una guerra de pura supervivencia contra los galos. Hasta las mismas puertas de la ciudad habían llegado los bárbaros, estableciendo su campamento a orillas del río Anio, un afluente del Tíber, a un tiro de piedra de las murallas de la ciudad. Se decretó la movilización general de todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas y el ejército romano salió de la urbe para enfrentarse con los invasores. Establecieron la línea de defensa en la orilla opuesta a la ocupada por el enemigo. Un estrecho puente separaba ambos ejércitos. Hubo escaramuzas para tratar de ocuparlo sin que se llegase a un desenlace claro. Entonces, en mitad de la calma establecida en un periodo de tregua no pactado, un gigantesco galo se adelantó de entre los suyos y retó a los romanos. A gritos, con palabras llenas de desprecio, exigió un combate singular con aquel que los suyos consideraran el mejor de los romanos. Se produjo un tenso silencio, lleno de tensión, vergüenza y miedo, que Tito Manlio Imperioso fue el único que se atrevió a romper aceptando el desafío. De forma protocolaria, los Manlios eran famosos por su fidelidad a las normas, pidió permiso a su superior para poder abandonar las líneas y batirse en duelo con el ogro vociferante. Aunque empequeñecido por el tamaño de su oponente, como David frente a Goliath, sin embargo logró vencerle gracias a su mayor disciplina y pericia en la lucha con espada cuerpo a cuerpo. Mientras el galo trataba de lucirse ante propios y extraños con gestos y bravuconadas, Tito Manlio puso en práctica el abecé de la esgrima marcial aprendida en el cuartel, sin mayores alardes, economizando al máximo las palabras. Una vez muerto y caído por tierra el gigante, Tito Manlio le arrancó un collar (Torques en Latín) que portaba al cuello, aun chorreante de sangre, y se lo colgó en el suyo. Este gesto, casi displicente, en el que no puso énfasis alguno y que realizó en completo silencio, en claro contraste con su parlanchín oponente, le valió el sobrenombre de Torquatus (el que luce collar) entre sus entusiastas camaradas, en las canciones de cuartel que, a partir de entonces, empezaron a rememorar la hazaña. El apodo tuvo éxito inmediato y acabó incorporándose a los apellidos del linaje. Casi tres siglos después aun lo lucía el Manlio de la novela de Antonio Priante.

Otro Manlio Torcuato, probablemente de una generación posterior al de la novela, es el destinatario de la epístola de Horacio en la que incluye su conocido elogio a las borracheras: “¿Qué no destapa la ebriedad? Descerraja secretos, confirma esperanzas, empuja al cobarde al combate, exime de carga a espíritus angustiados, adiestra en artes. ¿A quién unos cálices fecundos no hicieron elocuente, a quién no aliviaron su estrecha pobreza?”. En definitiva, un hombre bebido, aparte de un ser una persona sin pudores, es alguien que se gusta mucho más a sí mismo y que, por tanto, se atreve a más, que es más capaz de sacarle el jugo al presente, ideas que están muy en línea con la celebérrima sentencia, también de Horacio: “Carpe diem, quam minimum credula postero”. Vive el presente, que tal vez pronto no tengas un futuro al que poder apelar. Por el contenido de la epístola a Torcuato, colegimos que el destinatario de la misma es abogado. En ella Horacio le exhorta a dejar sus responsabilidades a un lado por una noche, a darse un respiro y a vivir el momento, a ir a su casa a cenar con él y unos cuantos amigos. Le promete que habrá buen vino y grata conversación. ¿Qué mejor forma de extraerle el jugo al instante presente?

Entre el cuarteto de amigos que se cartean en la novela de Priante hay también un abogado, pero no es Manlio Torcuato sino Licinio Calvo, que en una de las cartas que le dirige a Helvio Cinna, el destinatario fijo que le asigna Priante, le explica como estuvo presente en los tribunales la mañana en que Cicerón pronunció su famoso discurso contra Clodia, en el juicio que enfrentaba a ésta con su ex amante Rufo, con su tablilla de cera sobre las rodillas para poder tomar notas y recoger ideas que luego poder utilizar en los litigios en los que le tocara ejercer como letrado. La diferencia de treinta años que media entre el momento en que se transcurren los hechos que narra la novela de Priante y el momento en que suponemos que Horacio escribió su epístola, sugiere que los Manlios Torcuatos de ambas obras no son la misma persona, que pertenecen a generaciones contiguas pero distintas.

A Manlio Torcuato está dirigida también la que muchos consideran la reina de sus odas de Horacio, la séptima del libro cuarto. Y el dato viene a colación porque en ella insiste en uno de sus ideas preferidas: el carácter cíclico del tiempo, idea que casa muy bien con la estructura narrativa de la novela de Priante. Horacio trata de poner en evidencia el contraste existente entre el carácter cíclico de la naturaleza y el lineal e irreversible de la vida humana. Terrible paradoja: Todo seguirá aparentemente igual cuando ya no estemos, aunque nuestra ausencia debería modificarlo todo, como sugiere un punto de vista subjetivo.
Se han disipado las nieves, ya les vuelve la hierba a los prados y a los árboles su cabellera. Pasa la tierra a una nueva estación y los ríos, menguando, discurren sin rebasar sus orillas. La Gracia desnuda se atreve a guiar sus cortejos, unida a las ninfas y a sus hermanas gemelas.
Este primer párrafo recoge una de las estampas preferidas por Horacio, y por todos, claro está: la irrupción de la primavera. Que los ríos mengüen en Italia en primavera puede chocarnos, pero hemos de achacarlo a las diferencias climáticas, a que no en todos los sitios es cierto el rezo de que “en abril, aguas mil”. Las Gracias (Charites en Griego) eran tres divinidades menores, hermanas entre sí, que simbolizaban la belleza y la alegría de la vida. Se las solía representar desnudas, danzando cogidas de las manos, como cortejo de los dioses principales, ya fuera participando como musas o como ninfas.
Que no esperes que haya nada inmortal te aconsejan el curso del año y las horas que nos arrebatan el día vital. Los céfiros templan los fríos, a la primavera atropella el verano, que ha de morir una vez que el pomífero otoño derrame sus frutos; y luego viene de nuevo la inerte invernada. Pese a todo, los quebrantos del cielo los repara el correr de las lunas; en cambio nosotros, tan pronto caemos donde el piadoso Eneas, el rico Tulo y Anco cayeron, no somos más que polvo y sombra.
La trágica fragilidad y brevedad de la vida humana, que camina de forma lineal hacia un desenlace sabido, en comparación con la aparente eternidad e imperturbabilidad de la naturaleza, en la que las cosas retornan constantemente a los inicios en un ciclo sin fin. Los fenómenos aparentemente singulares, lo que Horacio denomina quebrantos, y que podríamos interpretar de forma literal como fenómenos atmosféricos extraordinarios, en nada quedan con el correr de los meses, esto es, de las lunas. Y nada importa que hayas sido piadoso como Eneas, hayas traído riqueza para ti y para los tuyos, como Tulo, uno de los primeros reyes de Roma, que amplió notablemente los territorios dominados de la ciudad, u honrado y bondadoso como su sucesor Anco, acabarás dónde todo el mundo: en el hoyo. Estamos en una vanitas en toda regla, como las del Barroco. Pero, seamos sinceros, si ante la brevedad de la vida Horacio exclama Carpe diem, que nos quiten lo “bailao”, que apechugue el que venga detrás, los pensadores del Barroco trataban de buscar una solución centrándose en aquello que puede trascender a la muerte: en los cuidados del alma.
¿Quién sabe si a la cuenta de hoy le van a añadir el tiempo de un mañana los dioses del cielo? Escapará a las ávidas manos del que haya de heredarte cuanto en ti mismo te gastes, como con un buen amigo. Una vez que hayas muerto y Minos pronuncie sobre ti su sentencia, por favorable que sea, Torcuato, no te han de volver a la vida linaje, elocuencia o piedad. Pues tampoco al púdico Hipólito libra Diana de las infernales tinieblas, ni tiene fuerza Teseo para romper las cadenas de su amigo Piritoo, tan querido”.
Minos, el famoso rey de Creta, era uno de los jueces que decidían en función de los méritos contraídos durante la vida en qué lugar del reino de Hades merecían morarlos difuntos, ya fueran los Campos Elíseos o el Averno. Nada escapa a la muerte una vez Minos dicta sentencia, nos dice Horacio. Lo prueba que ni Teseo pudo rescatar del Averno a su amigo muerto, aunque fuera uno de los héroes más capaces. Hipólito era hijo de Teseo, al que su madrastra Fedra acusó falsamente de intentar violarla. Teseo la creyó y pidió a los dioses que acabaran con la vida de su hijo, ya que él no era capaz de castigarle por su propia mano. Poseidón hizo oídos a su súplica y envió un monstruo marino. Este asustó a los caballos que tiraban del carro del muchacho, desbocándolos y causando su muerte al caer por tierra y ser arrastrado por los animales. Luego ya nada importó que se destapase el engaño y que se hiciera pequeña justicia con el suicidio de la mentirosa Fedra.

Después de Lesbia, quien, lógicamente, es la primera en esa particular lista, Licinio Calvo es la persona más veces mencionada por Catulo en su poemario. Aparece por primera vez en el “Carmen 14”, un poema de corte satírico en el que Catulo se burla de los malos poetas coetáneos suyos, con el pretexto de un librito de poemas que le ha regalado su amigo. “Si no te quisiera más que a mis propios ojos, simpatiquísimo Calvo, por ese regalo te odiaría con el odio de Vatinio”, así comienza el poema. Su discurso contra Publio Vitinio, uno de los peones políticos de Julio César, había sido el mayor éxito de Licinio Calvo como orador en los tribunales, según opinión incluso del mismísimo Ciceron, el number one entre los leguleyos en aquel momento, por lo que ya nos podemos suponer cual era el odio feroz que Vatinio profesaba hacia Calvo. “Pues, ¿qué he podido hacer yo para que me mates con tan malos poetas?”, continúa quejándose Catulo, y añade: “¡A ese cliente tuyo los dioses le otorguen toda clase de males, a ese que te ha enviado de regalo tal cúmulo de herejías!”. Según parece, se trata de un libro que ha llegado hasta las manos de Catulo de rebote, el día de las Saturnales, una fiesta en la que era costumbre que los amigos se hicieran presentes. Las Saturnales eran las mejores fiestas del año. Duraban varios días, desde el 17 hasta el 23 de diciembre, y, salvando las distancias, eran algo así como una mezcla de las Navidades y el Carnaval, en las que la gente se disfrazaba y a los esclavos se les concedían ciertas libertades de las que no gozaban el resto del año. El despepite que significaban las Saturnales era algo a lo que los primeros cristianos quisieron ponerle coto eliminándolas del calendario. Al final hubieron de transigir con una solución de compromiso, unas fiestas de carácter más piadoso y comedido: Las Pascuas. Catulo se queja de que Calvo le haya arruinado un día tan propicio para la felicidad: “¡Grandes dioses!, ¡horrible y condenado librito! ¡Por cierto, se lo enviaste a tu querido Catulo en el mejor de los días, el de las Saturnales!”. Tamaña ofensa, dice Catulo, exige venganza. Piensa aplicar la ley del talión, vengarse de forma proporcional al daño recibido: “¡No, no, falso; esto no va a quedar así, pues en cuanto amanezca acudiré corriendo a las estanterías de los libreros, cogeré los Cesios, los Aquinos, el Sufeno, todos esos venenos y con ellos como tormento te devolveré el regalo”. El uso del plural para nombrar a sus contemporáneos poetas es claramente despectivo. Con Sufeno no lo usa, pero en un poema posterior, el 22, se despacha a gusto con él. Dicen, a mí se me escapa porque no sé griego, que el “Carmen 14” en el idioma original en que fue escrito imita el mal estilo de estos poetastros que denuncia Catulo. El final del poema lo deja bien claro, por si aún persisten las dudas en alguien: “Vosotros, por el momento, adiós, idos de aquí, volved allí de donde habéis salido con pie maldito, castigos de mi generación, pésimos poetas”.

Que existía una enorme camaradería, un cariño fraternal y una gran complicidad entre Calvo y Catulo es algo que ya se intuye leyendo el “Carmen 14”. Pero, ¿qué opinión le merecía a Catulo como poeta su amigo?”. Es difícil responder a esta pegunta. Y se ha intentado mucho. El “Carmen 50” es un poema enteramente dedicado a Calvo, en el que le expresa su admiración y su cariño, aunque hay quien ve incluso más: una declaración de amor homosexual en toda regla.
Ayer, Licinio, desocupados nos divertíamos mucho con las tablillas de escritura, como convenía a unos jóvenes refinados: Los dos jugábamos escribiendo versos, ya en un ritmo, ya en otro, con respuesta alternativas en medio de las bromas del vino. Y de allí me marché excitado por tu gracia, Licinio, y por tus golpes de ingenio, de forma que, desdichado de mí, ni el alimento me agradaba, ni el sueño cubría con su tranquilidad mis ojos. Al contrario, presa de un loco delirio, me agitaba por la cama, deseoso de ver amanecer para hablar contigo y estar juntos. Una vez que mis miembros agotados por la fatiga yacían medio muertos en la cama, te hice, mi dulce amigo, este poema, por el que puedes dar cuenta de mi dolor. Ahora, guárdate de ser soberbio, y te pido que no desprecies mis súplicas, niña de mis ojos, no sea que Némesis se vengue de ti. Es una diosa apasionada: guárdate de ofenderla”.
Conociendo el carácter burlón e irónico de Catulo, es difícil interpretar esa comparación de Calvo con la niña de sus ojos. Tal vez sea una frase que haya que interpretarse de forma literal y no figurada. Tal vez pura ironía. Tal vez hasta autoparodia. Aclarar que Némesis era la diosa de la venganza.
El “Carmen 53”, un poema muy breve y que narra una supuesta anécdota ocurrida a Catulo mientras asistía al juicio en el que Calvo hizo su famoso discurso en contra de Vatinio. Contiene una de las expresiones que más han dado que hablar del poemario de Catulo:
Me he reído hace poco con no sé quién del público, qué, como mi querido Calvo hubiera explicado maravillosamente sus acusaciones contra Vatinio, con admiración y las manos en alto, gritó: ¡Grandes dioses, elocuente pito!”.
El vecino de Catulo entre el público del tribunal bien puede ser una invención, un recurso literario de Catulo para hacer el chiste del final del poema, que es su meollo, y ponerlo en boca de otro, dándole así un carácter más universal a las virtudes de Calvo que la proclama declara. “No es que lo piense yo”, es lo que viene a decir Catulo, “es que lo gritan en las gradas de los tribunales”. La palabra que trae la controversia, cuyo significado exacto nadie conoce, menos aun el sentido que quiere darle Catulo, es salaputium, que podría significar renacuajo, dando lugar a que se haya dicho de Calvo que era un hombre de baja estatura. Porque la idea es esa, que el espontáneo entre el público del tribunal habría dicho algo así como: “chiquito, pero matón”, alabando su contundente oratoria. Hay quien apuesta por pito, como el traductor de la edición de la Editorial Gredos, que conserva la alusión al pequeño tamaño. También pichabrava. Una vez más es imposible saber cuánto de sincero elogio, aunque expresado en forma de chascarrillo, y cuanto de sarcasmo hay en el breve poema. En esta línea, hay quien ha apuntado la posibilidad de que la alusión a la pequeñez de Calvo no sea una referencia a sus particulares características anatómicas, ya sea la estatura o el volumen de los genitales, sino a su talla como literato. En una versión bastante más benigna de esta idea, hay quien ha apuntado que en lo que trata de hacer hincapié Catulo con la broma de marras es en la enorme fuerza que tenía la poesía de Calvo a pesar de la poca extensión que solían tener sus poemas y sus libros.

Lástima que nunca podremos formarnos una opinión propia sobre la calidad de la poesía de Calvo, sobre si su talla como poeta era comparable a la de Catulo, porque casi toda su obra se ha perdido irremisiblemente para siempre, solo quedan fragmentos de poemas menores, ninguna de sus elegías amorosas que tan elogiadas fueron por sus contemporáneos y los poetas de la generación siguiente (Propercio, Cicerón, Plinio, Ovidio, etc.). En todo caso, Priante sabiamente elude las dos incógnitas que se plantean, el de los posibles celos artísticos entre los dos amigos y el de la posible componente sexual o sentimental de su relación personal haciendo que Catulo le escriba cartas, de entre los tres amigos incluidos en la trama, al único que no mencionó nunca en su poemario.

El último de los poemas dedicados por Catulo a Calvo es el “Carmen 96”, una consolatio, con el que trata de consolar a su amigo tras la pérdida de su esposa Quintilia. Aquí suponemos que bromas hubo pocas o, más bien, ninguna:
Si un poco de alivio y satisfacción, Calvo, puede llegar a los mudos sepulcros con nuestro dolor, cuando es tal la añoranza con la que hacemos revivir los antiguos amores y lloramos las perdidas amistades, sin duda Quintilia no experimentará tanto dolor por su temprana muerte como disfruta como dichosa se siente por tu amor”.
De Helvio Cinna hay muchos menos datos que de Licinio Calvo. No siquiera escarbando en Google se haya gran cosa. Es aludido muy de pasada en dos poemas de Catulo, el 10 y el 113, y es el protagonista de un tercero, el “Carmen 95”, en el que Catulo comenta su poema “Esmirna”, que debió de ser algo así como el parto de los montes, porque le llevo nada menos que nueve años redactarlo.
La Esmirna de mi querido Cinna, después de nueve veranos y de nueve inviernos de haberla empezado, al fin ha sido publicada, mientras tanto Hortensio quinientos mil versos en un solo año. La Esmirrna será enviada hasta lo más remoto de las cóncavas aguas del Sátraco; los siglos encanecerán leyendo atentamente la Esmirna. En cambio, los Anales de Volusio irán a morir hasta las mismas márgenes del Po y muchas veces ofrecerán holgadas envolturas a las caballas. Séanme queridas las pequeñas obras maestras de mi amigo, pero goce el vulgo con el hinchado Antímaco”.
Sin embargo la anécdota mencionada por Cátulo en su “Carmen 10”, con indirecta participación de Cinna, es explicada in extenso en una de las cartas que Catulo le dirige a Manlio Torcuato en la novela de Priante. Cuenta el poema como una ramerilla de Roma, cierto día que había sido invitado por su amante a la casa que compartía con ella, le preguntó por su peculio, intuimos que para evaluarle como posible cliente, que eso es lo que insinúa Catulo con malicia y bien poco tacto, el de Verona le respondió con sinceridad que era más bien escaso.
Mi amigo Varo, habiéndome encontrado en el foro desocupado, me había llevado a visitar a su amada, una putilla, según me pareció a primera vista, no rpivada , en verdad, de encanto ni de gracia. Al oco de llegar a su casa entablamos conversación sobre diferentes temas; entre otros, cual era actualmente la situación de Bitinia, en qué circunstancias se encontraba; ¿había hecho yo algún capital?. Respondí la pura verdad: que ni los propios pretores, ni su séquito sacaban con qué perfumarse mejor la cabeza a su regreso, sobre todo los que tenían por pretor a un desvergonzado a quien su séquito no le importaba un bledo, «Pero, al menos -arguyen ellos- habrás adquirido lo que, según cuentan, es el producto típico del país: hombres para tu litera». Yo, para dármelas de un poco más afortunado que todos los otros a los ojos de aquella jovencita, respondo: «no me fue tan mal, a pesar de la mísera provincia que me tocó en suerte, como para que no pudiera adquirir ocho mozos bien plantados». Aunque en realidad yo no le tenido ni aquí ni allí uno solo que pudiera cargar sobre su espalda la pata rota de un mísero lecho).
Entonces, aquella, como cuadraba a una grandísima desvergonzada, me dice: «por favor, mi querido Catulo, préstamelos un poquito, pues deseo que me lleven al templo de Serapis». «Espere un poco -respondí a la muchacha-, no sé dónde tengo la cabeza. Te acabo de decir que eran míos; mi compañero Cayo Cinna... fue él quien los compró. Pero, en verdad sean de él, o míos, ¿a mí que más me da? Me sirvo de ellos como si los hubiese comprado yo. Pero tú eres tremendamente sosa y antipática, y por culpa tuya no se puede ser distraido»”.
A pesar de la rechifla, primero, y la irritación, después, la pregunta de la chica parece en cierto modo pertinente porque Catulo acababa de regresar de un viaje a Bitinia. Había formado parte del séquito del gobernador de la provincia. El viaje había tenido como primer objetivo, o como pretexto si se quiere, dar correcta sepultura a su hermano, muerto cerca de Troya y enterrado sin las adecuadas pompas fúnebres, y como segundo, o como razón principal, si nos creemos el personaje que se inventa Catulo para dar más dramatismo a su vida y un contenido romántico a su corpus poético, alejarse de Roma y de la influencia de Lesbia, perniciosa para su salud anímica. Era norma que los gobernadores provinciales fueran escogidos entre los cónsules y pretores que acababan mandato, en una práctica muy parecida a lo que hoy día denominamos de “puertas giratorias”. Durante sus mandatos los gobernadores tenían la oportunidad de enriquecerse ejerciendo un saqueo sistemático y tolerado de las poblaciones autóctonas. Julio César logró saldar todas las deudas contraídas en su juventud, que eran astronómicas, ejerciendo el gobierno de la Galia, que el mismo había conquistado. A fin de cuentas, salir elegido exigía un elevado dispendio en sobornos y pago de chantajes, y era justo, a los ojos de la élite que ejercía la política, resarcirse de esos gastos. Quien más se enriquecía era, lógicamente, el titular del proconsulado, pero formar parte de su séquito ofrecía amplias oportunidades de “pillar” algo. Sin embargo, Catulo afirma en su poema que la actitud avariciosa de su jefe le privó de esas oportunidades. Había vuelto tan pobre como se había ido. Pero para impresionar a la chica que dice despreciar, bromea acerca de que ha adquirido porteadores para su litera, el principal producto de exportación de Bitinia.

Priante aprovecha esta anécdota narrada por Catulo en el “Carmen 10” para explicarnos que en ese viaje había sido acompañado por Helvio Cinna, que el gobernador ingrato con su subordinados era un tal Memmio, poeta también, y la persona a la que Lucano dedicó su poema “De rerum natura”. A pesar de su supuesto maltrato, Memmio pide a Catulo y Cinna su opinión sobre la obra de Lucano, a la que acaba de tener acceso. El comentario sobre el poema reflejado por Catulo en la carta a Manlio Torcuato es bastante negativo. Unos se pregunta si existía alguien que mereciese su beneplácito.

Cinna murió joven, el mismo día que Julio César. Y no fue una coincidencia sino una desgraciada consecuencia. A pesar de contarse entre sus partidarios, el populacho le confundió con uno de sus asesinos y fue despedazado por una turba enloquecida.

El arranque de la novela de Antonio Priante rima con el inicio del libro de poemas de Catulo. En su primera carta a Manlio Torcuato, Catulo narra su primer encuentro con Clodia. Se conocen un día en Verona, la ciudad natal del poeta, cuando el pajarillo amaestrado que es propiedad de Lesbia elude por un momento su compañía y va a posarse en el pretil del pozo que hay en el jardín de la casa familiar de Catulo. Él está dormido, pero le despierta una voz. Cuando abre los ojos ve a una joven que le habla, asomando la cabeza por encima del seto que bordea el recinto. La muchacha le pide que le devuelva su pájaro. Él lo localiza junto al pozo y trata de agarrarlo sin éxito. Ella se enfada por su torpeza y exige que le deje pasar para recuperarlo. Cuando accede al jardín el pájaro echa a volar, se posa sobre el dedo extendido de Clodia y comienza a picotearle la yema. Es un inicio encantador para una relación, lleno de ternura e inocencia, y que tiene su reflejo en los dos primeros poemas del Carmina de Catulo, dedicados a esta avecilla, quien sabe si regalada por el propio Valerio, ya que tanta consideración parece tenerle.
Carmen 2: Himno al pájaro de Lesbia”.
Pajarillo, objeto de las delicias de mi niña, con quien suele jugar y retenerlo en su regazo, a quien, en su agresividad, acostumbra a ofrecer la yema del dedo e incitar sus duros picotazos, cuando a mi radiante amor le gusta entregarse a no sé qué apacible pasatiempo, pequeño consuelo a su dolor, para calmar, supongo, su ardiente pasión. Pudiera yo, como ella, jugar contigo y aliviar los tristes cuidados de mi alma”.
En el original en latín del “Carmen 2”, Catulo utiliza el vocablo passer, que significa pájaro, pero que también es el nombre científico del gorrión (Passer domesticus). Es por eso, y por tratarse quizás del ave de pequeñas dimensiones más común en el ámbito urbano, por lo que en la edición de la Editorial Gredos se traduce passer con la palabra gorrión, cuando los traductores de otros sellos editoriales (Aguilar, Hiperión y Cátedra, de las que yo haya consultado) emplean el término “pajarillo”, que no compromete. Tiene sentido colegir que el pajarillo de marras se trata de un gorrión. Es la especie que, por defecto, se nos viene a la cabeza cuando pensamos en genérico en aves pequeñitas, esto es, en pajarillos. Además, inspira una ternura instantánea en quien tiene la suerte de poder observarlo de cerca. Pero sabemos lo difícil que es amaestrar a un gorrión, que aquellos que son enjaulados lo normal es que acaben muriendo en cautividad víctimas de la tristeza. Extraña que el pajarillo de Lesbia, si es que es un gorrión, se avenga a quedarse quieto en el regazo de su ama. Otras especies son mucho más proclives a la obediencia. En mi casa se criaban canarios, y alguno hubo que tras nacer se comportó como una cariñosa mascota. Hubo uno en particular, un canario con flequillo, al que dejábamos libre y que se iba a posar en las cabezas de la gente. Y, feliz, se ufanaba en picotear los cráneos, quien sabe si para librarnos de parásitos, como hacen los picabueyes (Buphanus africanus) con los búfalos en las sabanas africanas, porque los cabellos le parecían gusanitos con los que saciar el hambre o, simplemente, por amargar la vida del prójimo con lo que creía una broma divertida.

Se me ocurre que tal vez el gorrión, considerado como ave de difícil domesticación, sea una metáfora del tipo de relación que exige Lesbia a quienes se aproximan a su corazón. Yendo más allá en esta línea de argumentación, tal vez Catulo se vea reflejado en el gorrión. Solo se puede acercar a Clodia si muestra total sumisión, si acepta todos sus caprichos. La agrede con sus poemas y eso, al menos al principio, causa excitación en Clodia. Pero Catulo, al contrario que el resto de sus amantes, es un gorrión, incapaz de medrar en cautividad. Su tóxica relación con Lesbia acabará minando su salud y, si hacemos caso a su poesía, terminará muriendo muy joven víctima del desamor. Recuerdo el impactante inicio de cierta película, creo recordar que inglesa, en el que se narraba la historia de un personaje histórico femenino. “A lo largo de la historia, son muy pocas las personas que se sepa a ciencia cierta que murieron de amor”, decía una voz en off. “La protagonista de esta historia es una de ellas”. Pocos han muerto de amor. En la actualidad nadie. Catulo sería uno de esos pocos, y antes de cumplir la edad de Cristo. También el pajarillo de sus poemas se nos va pronto, apenas en el poema siguiente al de su debut, en el “Carmen 3”, que es un treno, es decir, un lamento fúnebre destinado a ser ejecutado por un coro con acompañamiento musical.
Carmen 3: Treno por la muerte del pájaro”.
Llorad, ¿oh Venus y Cupidos!, y vosotros, cuántos hombres hay sensibles al amor. El pájaro de mi niña ha muerto; el pájaro, objeto de las delicias de mi niña, a quien ella amaba más que a sus propios ojos, pues era como de miel y la conocía tan bien como a una hija a su madre y no se apartaba de su regazo, sino que, dando saltos de un lado para otro, solo a su dueña piaba siempre. Ahora avanza por aquel camino cubierto de tinieblas, de donde dicen que no vuelve nadie. Pero os maldigo, malditas tinieblas del Orco, que todo lo bello devoráis. Tan bonito pájaro me habéis robado. ¡Oh maldito crimen! ¡Oh gorrioncillo, digno de lástima! Ahora, por tu causa, los ojitos de mi niña enrojecen hinchados de llanto”.
¿Cuánto duro el idilio de amor entre Catulo y Lesbia? Parece que bien poco. Muy pocos versos del poemario del poeta que aluden a Lesbia parecen haberse escrito desde la felicidad. Siquiera desde el sosiego. Sabemos que no están ordenados de forma cronológica, pero ya es curioso, que esos pocos estén situados al principio de la antología. Es como si el editor de la obra, muy probablemente el propio Catulo, hubiera querido despacharlos cuanto antes para poder centrarse en lo mollar del amor inspirado por Clodia: El extrañamiento y el tormento. Entre esos pocos positivos destacan los dos de la serie denominada “De los besos” en los que Lesbia es la destinataria. Hay otros en esta serie, pero quien recibe los besos es algún muchachito del que se ha encaprichado el poeta. El primero de los dos, el “Carmen 5”, suele considerarse en la línea de la máxima Carpe diem de Horacio.
Carmen 5: Primer poema de los besos”.
¡Vivamos, lesbia mía, y amemos, y todos los rumores de los viejos, demasiado severos, valorémoslos en un solo céntimo! Los soles pueden morir y renacer; nosotros, cuando haya muerto de una vez para siempre la breve luz de la vida, debemos dormir una sola noche eterna. Dame mil besos, luego cien, después otros mil, y por segunda vez ciento, luego hasta otros mil, y otros ciento después. Y cuando sumemos ya muchos miles, los borraremos para olvidarnos de su número o para que ningún maligno pueda echarnos mal de ojo cuando sepa que fueron tantos nuestros besos”.
En el original del poema la moneda con cuyo valor tasa Catulo las opiniones de los demás es el As, de muy escaso valor. Besémonos mientras haya pulso en nuestras venas y no nos importe lo que diga el prójimo, viene a decir, algo con lo que habría coincidido Horacio, aunque sepamos que para él el amor era una quimera. No así el sexo.

Desmesura, obcecación, fiebre, son los sinónimos que se nos ocurren para el amor que sentía Catulo por Lesbia. ¿Era ella realmente tan malvada? ¿Realmente él la quería tanto como afirma? Preguntas apasionantes para las que, quizá afortunadamente, el suspenso bien puede durar otros veinte siglos para deleite de todos, no hay posible respuesta. En todo caso, son carne de novela, como demuestra el magnífico relato de Antonio Priante.

Es especialmente evocadora la última escena narrada en la novela, en la que Catulo visita a César en su domicilio. Mantienen una agradable conversación, con un tercer personaje en segundo plano, oculto en la penumbra de una esquina de la estancia. Se trata de la madre de César, o eso es lo que supone Catulo cuando al llegar primero al lugar, y mientras espera a César, conoce a la mujer y charla brevemente con ella mientras ella teje con la ayuda de una rueca. Su descripción física: una anciana extremadamente delgada y con un ralo pelo cano que apenas cubre su cráneo, la hace parecer una de las parcas que hacia el final del “Carmen 64”, el celebérrimo canto nupcial -epitalamio denominaban los griegos a este tipo de composiciones líricas para ser cantadas para exaltar el amor de los contrayentes- de Catulo, leen el provenir a los amantes que se casan: la ninfa Tetis y el héroe Peleo. Lo que en principio solo es una intuición, se confirma al recordar un detalle: La madre de César ya había muerto en la fecha del supuesto encuentro entre el poeta y el estadista. Las parcas eran las diosas que regían el destino de los hombres, urdiendo su presente en un tapiz en el que cada hilo era una vida, decidiendo para cada uno cual es el momento propicio para que sea cortado. La anciana teje en su rincón y de esa manera urde el inmediato futuro de los allí presentes, mientras cavila cual es el momento adecuado para morder con su boca desdentada la fibra que significa la vida de cada uno de ellos. En todo caso pronto para Catulo. A no mucho tardar también el de César.

Tras completar la novela tuve la certeza de que era imperativo releer a Thornton Wilder. Si, como creo, la principal misión de un libro es propiciar en el lector la necesidad de realizar nuevas lecturas de algún modo relacionadas, está claro para mí que la novela de Priante cumple con creces su cometido.



domingo, 8 de octubre de 2017

Quinto Horacio Flaco vs. The Police. Recusatio de la elegía amorosa




Quinto Horacio Flaco vs. The Police. Recusatio de la elegía amorosa

Pasos de gigante son los que das cuando caminas por la Luna”, dice Sting, mientras trato de inspirarme en su canto, y al menos la geografía me cuadra. Un horizonte muy próximo, el mismo paisaje desolado, el polvo que levita sobre un aire sin brisas. Me siento a escribir a orillas del Mare Serenitatis, con un claro de Tierra en el firmamento estrellado. Y de repente soy Albio, merecedor de los reproches de Horacio:
Albio, no sufras más de la cuenta recordando a Glícera, la arisca; y no cantes sin parar llorosas elegías, preguntando porque brilla más que tú otro más joven, una vez que la fe jurada se ha quebrado".
Pero ni ella es de natural dulce ni nunca fue arisca conmigo. El desdén es herida más dolorosa. Tampoco me propongo cantar llorosas elegías ni se ha quebrado ningún voto dado. Entonces, ¿por qué me doy por aludido? ¿Porque él es más joven y también tiene más brillo? Vaya, eso sí. Sabía que había un razón caminando con pasos de gigante, a lo Pepito Grillo, por mi desértica conciencia.
A licóride, tan bella por su breve frente, la tiene en ascuas el amor de Ciro, y Ciro se inclina por la dura Fóloe, pero los corzos se han de ayuntar con los lobos de la Apulia antes de que Fóloe caiga en manos de tan feo amante. Así lo ha querido Venus, que gusta del juego cruel de someter a su broncíneo yugo dispares cuerpos y dispares almas
A vueltas con el dramatis personae de la oda trigésimo tercera del libro primero. Glicérida y Folóe son nombres que Horacio usaba mucho en su lírica amorosa, habituales entre las meretrices. Sabemos cómo se las gastaba. Glicérida significa dulce, y por eso, en un juego de opuestos, calificarla de arisca. Licóride, nombre que emborracha, es el pseudónimo que Cornelio Galo empleaba en las romanzas para su amante, Volumnia, amante también de Marco Antonio, luego o mientras, desconozco los pormenores de la historia, la mujer más deslumbrante de su época, modelo de cortesana: hermosa, distinguida, culta y ocurrente. La brevedad de su frente no alude a su corteza mental si no a la longitud de su coqueto flequillo. Solo Ciro me concierne. Es el apodo genérico que los poetas griegos daban a los zoquetes, quizá por aquello de que era el nombre del rey bárbaro que quiso someter a la Hélade.

El juego de Venus ya no es posible porque Ciro y mi Licóride se corresponden. Sobran las Foloes y las Glicéridas. Sobro yo que no tengo siquiera nombre. He ahí el drama que me hace lloriquear por las esquinas. Quiero callar y, sin embargo, escribo, elegías camufladas de palabras sin remite. Horacio y los dioses me perdonen:

Walking on the Moon”, canta Sting, y yo escribo elegías amorosas, aunque enerven a Horacio. Y los acordes repetitivos de guitarra de Andy Summers, “Rum-tu-rúm, plaun, Rum-tu-rúm, Rum-tu-rúm, plaun, Rum-tu-rúm”, tienen el sonido del choque de un casco de cedro contra las olas, y mi Naxos es un cráter de impacto, y tu Egeo un mar de silencio, y el ovillo de lana ensangrentado yace olvidado en el núcleo del laberinto. ¡Cáspita!, por no decir ¡cojones!, qué manera tan pobre y ridículo de plagiar a Catulo. Mi musa parece sacada de un cuadro de Rubens. Con tanto exceso de carnes las manos se le hacen chicas para tapar sus vergüenzas.

Keep it up. Keep it up. Rum-tu-rúm, plaun, Rum-tu-rúm, Rum-tu-rúm, plaun, Rumturúm”… «Nunca más acertado que para tí esa máxima de que la ausencia de noticias es siempre una buena noticia. Siempre que te pierdes del mundanal ruido, que te olvidas de mi existencia, es porque andas navegando en amores, en singladura con vientos favorables. Ahora que leo a Horacio -me he vuelto culto desde que no me tratas-, te diré aquello de “Carpe diem, quam minimum credula postero”. A gozarlo que nunca se sabe a qué hora cerrarán la discoteca. Así que despliega todo el trapo y no mires por la popa hacia el puerto de partida. Yo te escribo tranquilo desde la orilla, aunque reconozco que es ésta una realidad que me sabe agridulce. Dulce, porque, a pesar de lo que digas, te conocí quejosa, herida, escéptica en cuestión de amores, a pesar de haberlo buscado siempre con ahínco, y saberte ahora enamorada y correspondida es una dicha, pequeña pero que llena toda la estancia, como una rosa en su jarrón a pesar de sus espinas. Doblemente agria, porque una parte de mí, la más utópica, la más insensata y, oh cielos, la más cobarde, te quería para mí. Y porque, no nos llevemos a engaño, tu novio es memo con avaricia, un cretino de manual y hasta con certificado de garantía. No obstante, seamos sinceros, nada hay que objetar: A nosotros nos gustan las furcias, las que enseñan cacha porque pueden y porque les renta, y a vosotras sus hijos, esto es, los hijos de puta. Ese siempre ha sido tu perfil preferido, el formato que siempre has buscado. Los novios que te he conocido, más bien de los que me has hablado, porque cuando estás en pareja no quieres saber de mí y olvidas algún dígito de la cifra, han sido casi siempre de ese tenor, y los que no lo han sido aun te han servido menos. Te va la doma, tirar del bocado con la brida, fustigar los flancos de la montura para volverla obediente. Eres buena amazona. Y si no lo fueras por esta vez, si te descabalgan, aquí estaré cuando tu memoria complete mi número de teléfono, cuando se acuerde de mi nick en las redes sociales, de mi careto de pánfilo. Aunque, Dios no lo quiera, porque si ya con mis tristezas no alcanzo, se me agota la logística, como para tratar de hacerme cargo de las de la gente que de verdad me importa»… “Keep it up. Keep it up. Rum-tu-rúm, plaun, Rum-tu-rúm, Rum-tu-rúm, plaun, Rumturúm”…


Retorno al Prado (19) - El Prado en el exilio (10) - El Camerino de Alabastro (3) - "Baco y Ariadna" de Tiziano


Baco y Ariadna” de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)

Retorno al Prado (19) - El Prado en el exilio (10)– El Camerino de Alabastro (3) - "Baco y Ariadna" de Tiziano

Tiziano finalizó el segundo de los cuadros de la serie del Camerino de Alabastro, la “Ofrenda a Venus” en torno a 1519. Como se explicó en el escrito dedicado a aquel cuadro, Tiziano había heredado el encargo en 1518 tras la muerte de Dosso Dossi, pintor a quien le había encomendado Alfonso I de Este la tarea en un principio. La misma jugada se produce en relación a la obra que debía ilustrar el triunfo del dios Baco. Así, 6 de abril de 1520 muere quien debía haberla ejecutado, el gran Rafael Sanzio, según dice la leyenda, propalada por el biógrafo Giorgio Vasari, víctima de unas fiebres causadas por el exceso de sexo. El ardor guerrero le indujo a ejecutar durante toda una madrugada un auténtico maratón sexual con su amante La Fornarina. Al no confesarle por pudor a su médico la verdadera causa de su debilidad, éste probablemente no pudo prescribirle el tratamiento más adecuado para su dolencia. Moriría abrasado por las fiebres pocos días después, con tan solo 37, en la cúspide de su fama. Una edad quizá algo avanzada para un hombre hecho y derecho para abandonarse a los excesos físicos adolescentes, pero aun pronta para un pintor para que pueda decirse que le ha dado tiempo a alcanzar la plenitud de su arte. Al astrónomo Tycho Brahe le pudo la gula y el no quererse levantar de la mesa de un opíparo banquete para visitar el excusado, como le reclamaba su organismo. Al parecer a Rafael la lujuria, el no querer ponerle bridas al ímpetu del cuerpo y tirar de ellas para sosegarlo en un desenfreno de otra índole.

El encargo a Rafael debió realizarse hacia 1517. El pintor de urbino realizó un dibujo preparatorio, que fue trasladado al lienzo por Pellegrino de San danielle, un pintor de la corte de Ferrera al servicio de los Este. El resultado no fue del agrado del duque. Rafael solicitó nuevas instrucciones. Se barajaron nuevos posibles temas, entre ellos, al parecer, la historia de la caza del jabalí de Calidón por Meleagro, un asunto ciertamente vibrante, aunque se me escapa su relación con el universo dionisiaco, pero el proyecto quedó interrumpido por la muerte de Rafael. Había que buscar un sustituto.

El contento del duque con el resultado del primer encargo a Tiziano para el estudiolo debió de ser aval suficiente para concederle también la responsabilidad del tercer cuadro de la serie. Pero se iba a producir una mínima variación en el discurso teórico. En vez de una representación de Baco como conquistador de tierras y hombres, una imagen de su campaña victoriosa en la India, en la que había creado una estela, un precedente, que luego seguiría Alejandro Magno, que era lo que había pensado Rafael o le habían aconsejado como tema central de su obra, Tiziano iba a representar a Baco victorioso sobre el amor, la historia de su romance con Ariadna. El cuadro narra un flechazo en toda regla, el momento poderoso del encuentro entre Baco y Ariadna en la playa de Naxos, cargado de tanta tensión sexual que se diría, por la imagen que nos muestra el pintor veneciano, que hasta es capaz de hacer levitar al dios del vino. Pero, ¿qué hacía la joven Ariadna sola en aquel paraje? La respuesta a esta pregunta es una apasionante precuela del episodio reflejado en la obra del Camerino de Alabastro.

Podríamos incluso remontarnos más atrás, pero estimo que para comprender bien todo el asunto de forma suficiente con todas sus implicaciones conviene comenzar por Minos, el mítico rey de Creta. Minos fue el resultado de ese affaire de Zeus con Europa que tanto ha dado que hablar en la Historia del Arte. Tiziano, sin ir más lejos, ejecutó una de sus obras maestras explicando la forma en que Zeus raptó a la doncella. Otra obra más del Prado en el exilio, porque fue encargada por Felipe II y ahora reside en EE.UU., pero de la que el museo conserva al menos una copia autógrafa de Rubens. El caso es que Zeus, tras arrebatar a la muchacha de la celosa vigilancia de sus dueñas, nadó con ella, llevándola sobre su lomo, hasta la isla de Creta, donde consumó su pasión. Y debía ser hermosa Europa, porque no todo quedó en asunto de una noche. Hasta tres hijos tuvo con ella: Minos, Radamantis y Sarpedón. Cuando se hicieron adultos los frutos de la relación comenzaron a batallar por el dominio de la isla. Radamantis logró las primeras victorias, expulsando de Creta a Sarpedón, que huyó a la región de Caria, donde fundó la ciudad de Mileto. Minos, a su vez, logró derrotar a Sarpedón. Esta lucha fratricida fue castigada mucho después por los dioses obligando a Minos y Radamantis a formar parte del tribunal encargado de juzgar las almas a su llegada al Hades, de dictar su destino, quienes merecían ir al Elísio y quienes al Tártaro. Algo así como nuestro cielo y nuestro infierno, respectivamente.

Para poder acabar con la lucha de poder en la isla y apaciguar los ánimos de otros posibles competidores aun por descubrir, Minos rogó a Poseidón que le enviase un animal como prueba ante el pueblo de sus derechos a detentar la corona de Creta, prometiéndole que si atendía su petición el animal sería sacrificado en su honor. El dios del mar atendió su súplica y de las aguas del mar emergió un imponente y hermoso toro, de piel completamente blanca, como si hubiese sido moldeado con la espuma de las olas. Tal era su belleza que a Minos le disgustó tener que matarlo, por lo que a la hora de organizar el sacrificio en ofrenda a Poseidón lo cambió por otro toro cualquiera de su rebaño. Pero el dios de los mares no estaba dispuesto a dejarse estafar. Le supo muy a mal el fraude y se vengó de manera rencorosa y terrible. Conviene advertir que impedir o negar un sacrificio a los dioses era uno de los pecados más graves a los ojos de éstos y que castigaban de manera más severa. Poseidón hizo brotar en Pasífae, la mujer de Minos, una pasión bestial por el toro blanco, en el sentido más estricto del término. La reina, en pleno frenesí sexual, exigió al arquitecto real, Dédalo, que le ideara algún ingenio que le permitiera copular con el animal sin tener que arriesgar la vida. El ingenioso ateniense le fabricó una vaca de madera, a modo e traje o disfraz, dentro de la cual podía introducirse y ocultarse, hurtando a los ojos del toro albino la visión de su condición humana, al tiempo que la volvía atractiva a su vista. Se pudo de esta forma completar la coyunda que tanto deseaba la reina y la tenía fuera de sí. De ella surgió un ser monstruoso, con cuerpo de hombre, pero torso y la cabeza de animal astado.

Llegados a este punto, no resisto la tentación de incluir ahora un pasaje del libro “Imágenes” de Filostrato el Viejo, quizá porque añoro a nuestro amigo de Lemnos, pero sirva como excusa que es pertinente y, además, que el escritor griego fue la fuente literaria principal del ciclo de pinturas del Camerino de Alabastro. Filostrato reserva una de las descripciones de los cuadros de la imaginaria pinacoteca napolitana que glosa en su obra a la pasión anómala de Pasífae. Se trata de la imagen décimo sexta del libro primero:
1. Pasífae está enamorada del toro y le pide a Dédalo que invente un reclamo para la fiera. Éste construye una vaca hueca, semejante a una de las que el toro frecuenta en el rebaño. Lo que sobrevino de su unión lo muestra la figura del Minotauro, de híbrida naturaleza. La unión no está representada aquí, pues esto es el taller de Dédalo: hay alrededor estatuas, unas esbozadas, otras concluidas, avanzando ya hacia delante y a punto de ponerse en marcha. Antes de Dédalo, ningún escultor había soñado semejantes ingenios. El propio Dédalo es típicamente ático por la sabiduría que revela su cara y la inteligencia que brilla en sus ojos. Su atuendo también es ático: lleva ese manto burdo y oscuro, y va descalzo, como acostumbran los atenienses. 2. Está sentado ante el armazón de la vaca y se sirve de los Erotes como colaboradores, a fin de comunicar a la obra un toque de Afrodita. Puedes ver, niño, a los Erotes que hacen girar el trépano, y, ¡por Zeus!, a los que alisan con la azuela las partes aun no terminadas de la vaca, y a los que miden las proporciones de las que depende el arte. Pero los que trabajan con la sierra superan todo lo imaginable en loq ue atañe a habilidad y sabiduría en tratamiento manual y en color. 3. Mira: la sierra ha atacado la madera y ya la está atravesando, y estos dos Erotes la manejan, el uno desde el suelo, el otro desde la plataforma, echándose hacia atrás y hacia delante. Hay que advertir que este movimiento es alternativo: mientras que ése está inclinado, pero parece que va a erguirse, aquel, erguido, parece que va a inclinarse; el que está en el suelo llena de aire los pulmones, y el que está arriba sopla desde el estómago mientras empuja hacia abajo con ambas manos.
4. Fuera del taller, desde la valla del redil, Pasífae contempla al toro, pensando que la fiera reparará en su belleza y en su vestido, que resplandece de forma divina y es más hermoso que el arco iris; pero en su mirada hay impotencia, pues no ignora la naturaleza de su amado, por más que arda en deseos de abrazarlo; y él, ajeno a todo, solo tiene ojos para su vaca. El toro está representado con orgulloso porte, como jefe de la vacada, con espléndidos cuernos, blanco, experimentado, con la papada colgante y el cuello macizo; está mirando entusiasmado a la vaca, la cual, paciendo libre en medio del rebaño, toda blanca a excepción de la negra cabeza, muestra desdén por él, dando un respingo, semejante al de una muchacha cuando intenta zafarse de un enamorado inoportuno”.
El texto de Filostrato destila ternura y melancolía. Ternura porque no hay reproches, aunque sepamos cuales serán las dolorosas y sangrientas consecuencias de la locura de Pasífae. Melancolía porque el texto es una historia de amores no correspondidos. Mueve a la simpatía la desazón de Pasífae al mirar al toro, queriendo reclamar su atención, seducirlo con su belleza y su atuendo, aunque una voz en su interior, seguramente en un tono muy bajo, apenas audible para su consciencia, le advierta que su pasión es impropia. Parte el corazón ver la actitud del toro hacia ella. Como buen ser bovino, pasa olímpicamente de los humanos y Pasífae no es una excepción. Su castigo es que la vaca que le gusta tampoco le haga caso a él. La ayuda que recibe Dédalo de los Erotes me recuerda a la que el zapatero remendón del cuento de los hermanos Grimm recibe de los duendes. Se dice que la maestría de Dédalo era tal que era capaz de construir estatuas dotadas de movimiento, y hasta del don del habla. Un trépano es una herramienta que en esencia permite practicar agujeros. Como se trata de madera en este caso, el trépano que menciona Filostrato debe ser algo parecido a un berbiquí. Por su parte, una azuela es una herramienta que sirve para desbastar la madera.

Minos, que ya tenía una larga y hermosa prole, entre la que se contaba la joven Ariadna, nuestra protagonista, pronto se avergonzó de su nuevo vástago. Ordenó a Dédalo, que ya vemos que andaba siempre trabajando a destajo, construir un palacio de intrincado diseño, con estancias dispuestas de forma tan alambicada que pudiera servir para ocultar al Minotauro. Nadie que accediese al palacio debería ser capaz de encontrar después la salida. Dédalo fue eficaz en el desempeño del cometido asignado y edificó el famoso Laberinto de Creta. Un problema añadido a la fealdad y agresividad de la bestia es que se alimentaba solo con carne humana, así que no solo se trataba de protegerle del mundo, sino de proteger a éste de él. Pronto fue necesaria la realización periódica de sacrificios humanos. El Minotauro parecía tener especial apetito por los jovencitos aun vírgenes de ambos sexos.

A todo esto, y al margen de otras consideraciones, hay que señalar que Minos era un gran rey, capaz de administrar su reino con justicia y eficacia. Decía la leyenda que las leyes que regían en Creta se las dictaba el mismísimo Zeus cuando estaba a solas. Su influencia se extendía hasta la mismísima Atenas aunque, eso sí, en una época muy anterior al momento de su mayor apogeo. Allí se involucró en las luchas intestinas por el poder. En una de ellas cayó asesinado uno de sus hijos, Androgeo, uno de los muchos hermanos de Ariadna, que andaba por el Ática atendiendo a los intereses políticos de su padre. En una de las versiones de la historia los atenienses encargan a Androgeo matar un toro enfurecido que habita en la luego famosa playa de Maratón, donde siembra el pánico entre la población. Es precisamente el toro blanco con el que había copulado su madre y que Poseidón había hecho enloquecer como parte de su venganza. El embravecido animal había escapado hasta aquella cota, b Brincando sobre los mares por lo que parece. La corrida, me refiero a la de Androgeo, acabó en tragedia, con muerte del torero. En represalia por su pérdida, Minos decidió someter a asedio la ciudad de Atenas y rendirla por hambre. El castigo a los vencidos fue especialmente cruel, aunque práctico. Se impuso como condición para la paz que Atenas entregase cada siete años a 7 jóvenes muchachos y siete hermosas doncellas, lo mejor de cada generación, con los que poder alimentar al Minotauro. Es aquí donde hace acto de aparición Teseo, uno de los grandes héroes de la mitología Griega, al que ya mencionamos, aunque de pasada, cuando analizamos el “Festín de los dioses” de Giovanni Bellini, el primero de los cuadros del Camerino de Alabastro.

Teseo, que llevaba toda su vida afrontando retos que sus contemporáneos juzgaban imposibles, decidió romper el yugo de esclavitud al que se veía sometido Atenas. Ciudad en la que tenía intereses particulares y de la que acabaría siendo rey en un sping-off de esta historia. Se adentraba en ese momento en la treintena y estaba en el mejor momento para acometer empresas verdaderamente heroicas por desmesuradas. Varias veces había realizado ya Atenas el execrable pago a Minos por lo que los ciudadanos eran ya muy conscientes del terrible daño social y moral que comportaba. No se equivocaba Teseo al juzgar que aquella hazaña, si la lograba, le traería enorme fama y el afecto incondicional de la polis. Para lograrlo se encomendó a Venus, a la que realizó ofrendas y que le prometió el éxito si permanecía siempre bajo su guía y protección. Es de suponer que fue la diosa del amor quien le facilitó la seducción de Ariadna, quien puso a la muchacha en suerte, por decirlo en términos taurinos. La hija de Minos, que a la postre resultó vital para los planes de Teseo, cayó rendida de amor nada más ver al hoplita ateniense.

Fue Ariadna la que puso el intelecto en la empresa e ideó la forma de poder salir del laberinto. Teseo se limitó a facilitar el músculo. Se adentró en los dominios del monstruo con la espada en la mano diestra, no una cualquiera, sino una forjada por el mismísimo dios Hefesto, y con el extremo de un ovillo de lana, regalo de su amante, anudado alrededor de la palma de la siniestra y agarrado con el puño cerrado para no perderlo. El otro extremo del hilo lo sostenía Ariadna en la puerta de acceso al laberinto. ¡Vaya imagen! Siempre me ha fascinado ¿Quién siendo hombre no ha soñado alguna vez con ser amado por una mujer como Ariadna, capaz de extraerle de los peligrosos laberintos en los que nos introduce la vida? Yo desde luego que sí. Es un mito del que me enamoré nada más escucharlo y reproducirlo inmediatamente a todo color en mi imaginación. En honor a la verdad deberé reconocer que es un amor en el que nunca he sido correspondido. Ariadna, si es que hubo alguna en la Creta a la que yo arribé, siempre me fue esquiva. Un precioso dato que encuentro en el maravilloso libro del filólogo Carlos García Gual “Diccionario de mitos” (Siglo XXI de España, S.A., 2003) me indica que mi fascinación es o, al menos, ha sido compartida por muchos: de las aproximadamente 900 cerámicas pintadas de la Grecia Clásica que se conservan en museos de todo el mundo y que aluden en su decoración al mito de Teseo, cerca de la mirad han elegido la imagen de Ariadna junto a la entrada del Laberinto del Minotauro como tema principal, y no son precisamente pocas las hazañas y hechos en los que es protagonista o partícipe Teseo entre las que poder elegir. Fue bastante prolífico a la hora d forjar su propia leyenda. El libro de García Gual, cargado de sugerencias, me permite meditar sobre esta imagen y aventuras algunas conclusiones, quizá no del todo descabelladas. ¿Por qué la heroína porta en su mano un ovillo de lana en la imagen que la ha hecho célebre? Es una pregunta fácil de contestar: Igual que Teseo empuña la espada hoplita ateniense, aspirante a héroe y, en definitiva, por ser varón, Ariadna blande el ovillo de lana, un objeto muy ligado a su condición femenina, ya que tejer era una tarea encomendada a las mujeres. La propia Atenea, a pesar de ser una guerrera, no por ello renuncia a ser una diestra tejedora. Aracne, que la reta en este apartado será terriblemente castigada por su insolencia. Pero aun se puede afilar algo más el argumento. En la Grecia Clásica el ámbito de las mujeres estaba circunscrito al hogar y, dentro de él, al gineceo, el lugar donde se reunían para realizar las tareas que les eran propias en aquella sociedad. Por el contrario, el ámbito de los hombres estaba en el ágora, en la plaza pública, el lugar de encuentro de los ciudadanos para hacer negocios y entablar relación con sus conciudadanos, así como en los tribunales, lugar donde se hacía la política que iba a marcar el destino de la polis. Creo que la imagen de Teseo y Ariadna en los dos extremos del ovillo de lana y el avance del primero hacia la segunda es una metáfora de la búsqueda del hogar, que a la larga está claro que a Teseo no lo sedujo lo suficiente. Ariadna en la entrada al laberinto no solo ofrece una vía de salvación sino un hogar. Y bien podría ser que ambas cosas fueran una misma. Me gustaría creerlo. Quizás porque no tengo alma de guerrero. Yo nunca tuvo uno propio, un hogar me refiero, uno construido por mí con la ayuda de alguien, amoldado a mis formas y costumbres, y quizás por eso tengo una idea idealizada de lo que es un hogar propio. Conocí el de mis padres, por supuesto, y aunque distaba muchas leguas de ser un lugar perfecto, si que le creí ver las suficientes ventajas y alicientes como para querer uno que pudiera llamar mío. Pero Ariadna siempre tuvo ojos para otro.

Teseo logró matar al Minotauro, escapar del laberinto, casarse con su amada y huir con ella por vía marítima. Pero a partir de aquí empezaron los problemas. Un terrible huracán vino a su encuentro de su barco cuando se aproximaban a la Isla de Naxos, en cuya costa encallaron. La mañana siguiente al naufragio los sorprendió a ambos tumbados sobre la arena de la playa, profundamente dormidos tras el terrible esfuerzo que había supuesto luchar toda la noche contra las olas y tener que nadar para alcanzar la tierra. La versión más benévola del mito dice que Teseo despertó primero y decidió reparar el barco para poder seguir el viaje, dejando a Ariadna dormida para que recobrara fuerzas. Mientras trabajaba en la cubierta de la nave se desencadenó otro huracán que lo llevó lejos de allí. La versión más cañera dice que Teseo simplemente se cansó de Ariadna -ya tenía de ella lo que quería: su golosa virginidad- y puso pies en polvorosa mientras ella dormía plácidamente arrullada por las olas del mar y soñaba tal vez con una aburrida vida marital. Aburrida para Teso, a quien solo le satisfacían las aventuras y al que le quedaba aun mucho por vivir, por ejemplo, el periplo heroico con Los Argonautas.

La imagen de Ariadna dormida, abandonada a su suerte en la isla de Naxos, ajena al drama que está viviendo y que le asaltará en cuanto despierte, es un icono de la Historia del Arte. Sin ir más lejos, el Museo del Prado alberga una hermosísima estatua sobre este tema de época romana, copia de un modelo de la ápoca griega del siglo II antes de Cristo, y que fue restaurada en el siglo XVII nada menos que en el taller de Bernini. Pero tampoco nos compadezcamos mucho de ella. De Ariadna me refiero. Menos de 24 horas tardará en olvidar y suplir su amor por Teseo. Tras vivir una mañana y un atardecer de tristeza desconsolada, durante el anochecer de ese mismo día conocerá a Dioniso, con quien entablará un amor instantáneo y fulminante. Salía ganando con el cambio. ¿Dónde va a parar? Dioniso era sin duda más divertido, andaba metido siempre en fiestas y no en fregados peligrosos como su anterior novio. Ese momento en que los dos jóvenes se conocen es el que inmortaliza Tiziano en su obra “Baco y Ariadna” para el Camerino de Alabastro. La segunda de las suyas en el estudiolo de Alfonso I de Este.

Ariadna dormida” (Museo del Prado, Madrid)

La fuente literaria de la obra no está tan clara como en el caso de la “Ofrenda a Venus”. Se acepta de forma generalizada que pueden ser dos distintas, quizás al tiempo: Un pasaje del poema número 64 de Catulo y un pasaje del “Arte de Amar” de Ovidio.

Cayo Valerio Catulo fue un poeta romano nacido en Verona, en la entonces Galia Cisalpina, en una de las épocas más fascinante de la historia: El momento en que Roma pasó de ser una república a un imperio. Unas fiebres de crecimiento social que en la práctica acarrearon tres generaciones de sangrientas guerras civiles. Contemporáneo de Julio César, Cicerón y Pompeyo, en una época caracterizada por la proliferación de estadistas y aspirantes a tales, parece ser que Catulo no tuvo ninguna inclinación hacia la política. No siendo afín a ninguno de los rivales que se disputaban el poder, acabó siendo enemigo de todos, algo que suele ocurrir a quienes intentan mantener una posición independiente al tiempo que crítica con lo que sucede.

Tres vocablos chocaron de forma abrupta contra mi ignorancia absoluta en cuanto empecé a recabar información, sobre la obra literaria de Catulo en general, y sobre el poema en particular que sirvió como fuente de inspiración a Tiziano para su “Baco y Ariadna”. El primero es la palabra Carmen, que yo confundí con un nombre propio. “Carmen 64” es el poema del que hablamos, y yo creí a bote pronto, que tal vez su nombre se debiera al hecho de estar dedicado a alguna persona del sexo femenino. Para mi sonrojo no hay tal. Carmen significa en Latin poema o, más exactamente, canto. Pues recordemos que en sus inicios toda literatura comienza transmitiéndose de forma oral. Los poemas empezaron a componerse para ser recitados, cuando no cantados. “Carmen 64” es sencillamente el poema sexagésimo cuarto dentro de la producción lírica de Catulo. El plural del vocablo sería Carmina. Ese sería, precisamente, el título del único libro del poeta veronés que ha sobrevivido hasta nuestros días. Se trataría de algo así como una antología poética. En el peor de los casos de unas obras completas, pues eso indicaría que a los arqueólogos, archivistas y filólogos ya no les quedaría nueva obra literaria inédita por descubrir del autor. “Carmina” de Catulo reúne un total de 116 poemas de métrica, extensión y temática muy dispares. Se ha planteado desde hace tiempo un debate acerca de si el libro fue editado con posterioridad a la muerte del poeta, quizá por algún amigo o algún entendido en su obra, o fue el propio Catulo quien se encargó personalmente de la recopilación y la ordenación de los cantos. En los últimos tiempos parece prevalecer cada vez más entre los entendidos esta segunda posibilidad pues, a pesar de que se sabe que los poemas no siguen en el libro un orden cronológico ni están agrupados por temáticas, sí que existe en su secuencia una sutil lógica interna que ha costado mucho desentrañar, y que por la complejidad y coherencia de su diseño solo estaría al alcance del propio autor. Los cantos de Catulo, tal como él los ordenara, formarían un mosaico que, al igual que los mosaicos decorativos romanos, dibujarían una imagen del poeta y de su obra basada más en los contrastes entre elementos contiguos que en su afinidad por colorido o asunto.

El segundo vocablo, en este caso de origen griego, es epitalamio. Se trata de un subgénero dentro de la lírica griega, también practicado más tarde por los poetas romanos, consistente en cantos de exaltación de una boda. Epitalamio significa literalmente “sobre el tálamo nupcial”. Se trataría de poemas compuestos en honor a los contrayentes de unas nupcias, cantados por un coro de jóvenes varones y doncellas, con acompañamiento de flautas y otros instrumentos, y entonados desde el umbral de la alcoba. Una forma como otra cualquiera, supongo, de infundir valor de los protagonistas ante lo que está por venir, y no me refiero necesariamente a lo inmediato aunque, ya puestos, también de enardecer los ánimos de cara a la noche de bodas. El “Carmen 64” es propiamente un epitalamio, concretamente uno dedicado a los esponsales de Peleo y Tetis, dos personajes de la mitología griega, el primero humano y el segundo divino. Se trata de una boda con muchos recovecos narrativos. Sin ir más lejos, y por poner solo un ejemplo, sobre la mesa del banquete alguien, al diosa de la discordia, arrojó una manzana, una proveniente de los manzanos del Jardín de las Hespérides, que llevaba inscrita la leyenda: “Para la más hermosa”. Como tres diosas reclamaban ser sus legítimas destinatarias: Hera, Afrodita y Atenea, hubo de organizarse un juicio, siendo el magistrado encargado de emitir sentencia París. Como decidió entregársela finalmente a Afrodita, aunque a nosotros nos pueda parecer una decisión correcta, hasta evidente, los celos y la rabia mal digeridos de las otras dos contendientes en el certamen de belleza acabó desencadenando la Guerra de Troya.

El tercer vocablo misterioso para mí, también de origen latino, es epilio, que se corresponde con un tipo de poema épico, caracterizado por poseer una métrica y temática particulares. Pues bien, el “Carmen 64” es también en cierto modo un epilio y, según algunos, uno de los más importantes de la literatura grecolatina. Para ser más exactos, el epitalamio que comienza siendo el “Carmen 64” se interrumpe en cierto verso para dar paso a un epilio, uno que narraría las vicisitudes de Teseo, Ariadna y Baco y de cómo casi llegaron a coincidir los tres cierto día en la isla de Naxos. Más adelante, tras un número más o menos extenso de versos el epilio concluye para que el canto pueda completar el epitalamio que ha quedado en suspenso. ¿Y qué tienen que ver Peleo y Tetis con el trío de personajes del cuadro de Tiziano? Pues en realidad nada. El “Carmen 64” es como un pequeño retablo, como esos que pintaba El Bosco para las pequeñas capillas familiares que algunos clientes tenían en sus casas, un retablo que con sus puertas cerradas dibujaría un epitalamio, pero que al abrir las alas descubriría en su interior un epilio sobre adjunto completamente distinto y que estaría oculto en un principio a los ojos del lector. La forma de justificar el canto épico es bastante curiosa. Mientras Catulo describe el palacio de Peleo, donde va a residir el nuevo matrimonio, todo el boato del palacio de un paladín de la Hélade, llama la atención sobre el cobertor, un nórdico diríamos en nuestros días, que cubre el que va a ser el lecho nupcial. Sobre esta colcha de color rojo estaría dibujada en varias viñetas, a modo de comic para entendernos, la historia de Teseo, Baco y Ariadna.
Cuentan que pinos nacidos en la cumbre del Pelión nadaron por las limpias aguas de Neptuno en dirección a las corrientes de Fasis y a los territorios eeteos, cuando jóvenes escogidos, lo más fuerte de la mocedad argiva, deseosos de arrancar a los colcos la piel de oro, se atrevieron a deslizarse por las saladas aguas con rápida nave, barriendo los azulados mares con remos de abeto. La diosa que protege las fortalezas de las cimas de las ciudades les construyó ella misma un carro que volaba al menor soplo de viento, entrelazando madera de pino en la curvada quilla. Fue aquella nave la primera que inauguró la inexperta Anfítitre con su carrera. Tan pronto como ésta cortó con su espolón el ventoso mar y, batida por los remos, blanqueó de espumas la ola, surgieron del brillante torbellino del mar unos rostros, las marinas nereidas, turbadas ante aquel prodigio. Aquel día y no otro, vieron los mortales con sus propios ojos a las ninfas del mar de cuerpo desnudo salir hasta los pechos del blanco torbellino. Entonces, se cuenta, Peleo ardió de amor por Tetis, entonces Tetis no desdeñó unas bodas humanas, entonces el propio padre de los dioses comprendió que Peleo se debía casar con Tetis”.
He de reconocer mi total fascinación por este pasaje que comprende los primeros 22 versos del “Carmen 64”. De la extrañeza total en la primera lectura, de la sensación como de haber aterrizado sobre la superficie inhóspita de otro planeta -¿de qué me está hablando este tipo?, me decía perplejo y ampliamente superado-, después de reiteradas lecturas, tras trabajar el texto de forma aplicada, como quien ara un campo endurecido por el largo invierno del desconocimiento, tras consultar todas y cada una de las dudas surgidas al paso, muchas por demás, acudiendo a diversos diccionarios de mitología, tratados varios y enciclopedias de papel y virtuales, y lograr así iluminar y poner a la vista uno por uno cada uno de sus puntos ciegos, pude pasar al más puro deleite del lector que transita por un hermoso sendero que conoce de forma tan pormenorizada que sus pies son capaces de recorrerlo solos sin ayuda de mapas, solo escuchando el paisaje, anticipando las circunstancias de cada paso antes de que se produzca. Ahora su relectura es como visionar una escena memorizada de una obra maestra del cine por la que uno siente especial apego. Lo digo porque estos primeros versos del “Carmen 64” me recuerdan la famosa escena de “Blade Runner” en la que el replicante perdona la vida al asesino de robots. Este pequeño fragmento de Catulo, como el corto parlamento de Roy Batty en la película mientras retiene en sus manos una paloma, tiene la capacidad de evocar con pocas palabras gigantescas historias, epopeyas ante las cuales poco parecemos quienes leemos o escuchamos, si bien es verdad que en el caso del poema son hechos conocidos por que muchos son los poetas que los narraron, mientras que en el diálogo cinematográfico se trata de hechos que no podemos saber ya que transcurren en la zona de sombra de la historia. Son asuntos silenciados. Pero la fuerza evocadora de las frases es la misma, la capacidad de engendrar el mito, a pesar de la extrema economía de palabras. Pocos versos bastan para componer un drama épico de dimensiones colosales. Como en Blade Runner, los hechos épicos narrados con tan pocas pinceladas líricas por Catulo, a pesar de envergadura, acabarán diluyéndose como lágrimas en la lluvia, tan saladas como las salpicaduras del mar de Neptuno. Sin duda el film de Ridley Scott para mí puede adscribirse desde ya al género literario del epilio y Roy Batty puede ser considerado un poeta alejandrino.

Catulo apela a los topónimos significativos como recurso literario de forma frecuente. El monte Pelión, con cuya mención arranca el canto, tendría para un lector de su tiempo al escuchar su nombre la misma fuerza evocadora que para nosotros pueden tener topónimos como la colina de Albuch, el valle de Balaclava, la playa de Omaha o la encrucijada de Bastogne, donde la historia, en este caso no fabulada, nos dice que sucedieron cosas extraordinarias que hicieron estremecer los cimientos del mundo. Nunca sobremos que ocurrió en el umbral de la Puerta de Tannhäuser, pero barruntamos que algo inconcebible. Para griegos y romanos, como para Ridley Scott y David Peoples, su guionista, historia y mitología estaban íntimamente mezcladas. Pero, vayamos por partes. Intentaré ayudar a quien ahora podría estar leyéndome para que pueda también transitar con soltura por los versos de Catulo. Iré desgranando tramo por tramo todas las dudas que pueden surgir al lector al enfrentarse con el texto del veronés. La comprensión final y el goce se alcanzarán cuando su trayecto se convierta en una costumbre.

El monte Pelión fue creado por los Alóadas, una estirpe de dioses insurrectos, como una escalera con la que poder acceder al Olimpo, situado un poco más allá en el mapa, ya que era la siguiente cadena montañosa, al norte de la Grecia continental, en Tesalia, y así poder asaltar el palacio de Zeus para intentar derrocarlo. Pero Catulo alude a él porque según la tradición sus bosques nutrieron de madera a los constructores de la nave Argos, la que utilizaron los Argonáutas para recorrer el Egeo y el Mar Negro de un extremo al otro. Eetes era el rey de la Cólquide, un reino situado en la costa oriental del Mar Negro, y el dueño del famoso Vellocino de Oro que robaron Jasón y sus compañeros.

El Río Fasis es una de las principales corrientes de agua de la Cólquide, por lo que los troncos de los pinos del Pelión habrían recorrido la ruta marítima existente entre la costa de Tesalia, al norte del Egeo, y la desembocadura del Fasis, en la Cólquide, aunque en forma de trirreme.

La diosa que protege las fortalezas de las cimas de las ciudades”, como el castillo que dominaba la acrópolis de Atenas desde el mismo lugar que ahora ocupa El Partenón, no es otra que Atenea, que ayudó a los argonautas a construir su barco, y que es mencionada numerosas veces a lo largo del “Carmen 64”, casi siempre, como ahora, de forma elusiva, sin siquiera mencionar su nombre.

Anfítrite era una ninfa del mar, casada con Neptuno y, por esta razón, muy arriba en el escalafón en el reino de los mares. Por eso se entiende que ante cualquier novedad, por ejemplo, el primer barco visto por los súbditos de Neptuno, ya que la tradición dice que el Argos fue el primer barco que surcó el Egeo, fuese la primera en acudir a disfrutar del nuevo juguete.

Tetis era, al igual que Anfítrite, una nereida, esto es, una ninfa acuática de la numerosa prole de Nereo. Normal que el amigo Peleo ardiese de amor o, más bien, de lujuria, al ver asomar sus pechos, que imaginamos cosa digna de verse, entre la espuma de mar creada por la estela del Argo.

La primera esposa de Zeus fue Metis, una ninfa marina, pero de otra estirpe distinta a la de Anfítitre y Tetis. Metis era una oceánide, esto es, una de sus primas, hija de los titanes Océano y Tetis –abuela y nieta tienen el mismo nombre para poner un poco más difícil lo que en sí es bastante enrevesado-, hermanos entre sí y hermanos a su vez de los padres de Zeus. En el principio de los tiempos no había mucho donde elegir, así que si uno quería formar una familia era frecuente el incesto, casi podríamos decir que obligatorio. Metis era la personificación de la inteligencia, la astucia y la prudencia. Tenía sentido que Zeus sintiera apego por ella pues había sido su aliada en el derrocamiento de su padre Crono, el anterior dueño del universo. Había sido además quien le había facilitado el emético para que Crono vomitara a sus hermanos, pues éste tenía la truculenta, aunque práctica, costumbre de ingerir a sus vástagos según nacían, en previsión de que pudieran crecer, hacerse fuertes y arrebatarle el poder. Bien sabía Crono a donde podía conducir el criar una prole de varones, pues el mismo había derrocado a su padre Urano, el abuelo de Zeus, tirano antes que él en el ámbito divino. Sin embargo, los abuelos de Zeus, Urano y Gea -literalmente, Cielo y Tierra-, también hermanos entre sí, le advirtieron de que su unión con Metis, con la que ya se estaba relamiendo, le haría incurrir en un grave peligro, ya que la ninfa estaba destinada a concebir con él una hija tan sabia como su padre y un hijo incluso más poderoso, destinado a ser el siguiente dueño del cosmos. En vista de los antecedentes familiares, Zeus se tomó muy en serio la advertencia y decidió matar a su esposa en cuanto supo que estaba gestando. El método al que recurrió vino a perfeccionar el que había utilizado su padre. En vez de esperar a que naciera el bebé para zampárselo, ingirió a Metis enterita y embarazada de su vástago, como quien se come un pavo relleno por Navidad. Aquella terrible acción tuvo un desenlace inesperado. Zeus comenzó a sentir una fuerte jaqueca. Sentía la cabeza a punto de estallar. Hefesto vino en su ayuda y le abrió el cráneo con un golpe de su hacha de doble filo, y por el resquicio del hueso surgió la diosa Atenea. Una trepanación en toda regla para aliviar la presión intracraneal. Atenas heredó la inteligencia de su madre Metis, cuyo nombre significa en Griego inteligencia práctica. Efectivamente, Atenea llegó a ser luego la diosa por excelencia de los artesanos, es decir, de aquellos que plasman su saber en cosas útiles. Por demás, no hubo posibilidad alguna a partir de entonces para que Metis pariera también un niño que pudiera derrocar a Zeus. Ya no hubo más golpes de estado en la esfera de los dioses.

Saturno (Crono) devorando a su hijo” de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)


También hay un hueco en “Imágenes” de Filostrato el Viejo para la leyenda del nacimiento de Atenea. Concretamente en la imagen 27 del libro segundo.
1. Esos seres estupefactos son dioses y diosas; ni siquiera las Ninfas faltan en el cielo, pues les ha sido ordenado que tanto ellas como los ríos a los que dan lugar se encuentren presentes. Todos se estremecen al ver cómo Atenea acaba de surgir, completamente armada, de la cabeza de Zeus, con la colaboración de Hefesto, como nos indica esa hacha. 2. En cuanto al material de su panoplia, uno no puede equivocarse: cuantos son los colores del arco iris, que cambian de matiz constantemente, tanto son los colores de la armadura. Se diría que Hefesto duda, pensando en qué regalo podrá atraerle el favor de la diosa, ya que no puede emplear su cebo habitual al haber nacido la armadura con ella. Zeus respira profunda y placenteramente, como quien ha hecho un gran esfuerzo para obtener un alto premio, y mira de hito en hito a su hija, orgulloso de su descendencia. Ni siquiera en el rostro de Hera se advierte el menor gesto de indignación; la diosa se alegra como si Atenea fuese también hija suya.
3. Dos pueblos celebran ya sacrificios en honor a Atenea sobre sus respectivas acrópolis; son los atenienses y los rodios, unos en tierra firme y los otros junto al mar, pues terrestres y marítimos son por su origen. Los rodios ofrecen sacrificios sin fuego e incompletos; en los ofrecidos por el pueblo de Atenas, en cambio, si hay fuego y olor a carne quemada. Se diría que el humo huele bien y se eleva con el aroma que exhalan las ofrendas. A consecuencia de ello la diosa se dirige a los atenienses como a hombres de superior sabiduría y excelencia en sus sacrificios; en cuanto a los rodios, se dice que les llovió oro del cielo, llenando sus casas y sus callejuelas, cuando Zeus rompió una nube sobre ellos, porque también honraron a Atenea. 4. En su acrópolis puedes ver asimismo al dios Pluto, representado como un ser con alas que ha descendido de las nubes, del mismo color dorado que la sustancia en que se manifestó. Aparece en la pintura dotado de vista, pues no por azar se dirige hacia ellos".
Sé que la historia del advenimiento de Atenea ni siquiera está en la periferia del tema que trato en este escrito, que es pura divagación por mi parte, pero el libro de García Gual viene en mi auxilio para ofrecerme otro dato interesante que quizá justifique la digresión, porque alude a Madrid. Como ciudad consagrada a la diosa Atenea, es lógico que el monumento más importante de Atenas, el Partenón, dedicase una mirada a este asunto. Fideas esculpió la escena en un relieve situado en el frontón oriental del templo. Sin embargo, las guerras entre otomanos y cristianos durante el siglo XVII destruyeron parte del edificio, incluyendo este relieve en concreto. Los turcos lo habían utilizado como polvorín y un cañonazo demasiado bien dirigido desde una galera veneciana obró el desastre. Pero la desdicha no es total, existe una copia excelente, y muy cerca de nosotros. Es el llamado “Puteal de la Moncloa”, un brocal de pozo (eso es lo que significa la palabra cuyo sonido nos escama a los profanos. En la latín la cosa empeora ya que se dice puteus), del siglo I antes de Cristo y origen romano, que debe su nombre al lugar donde fue hallado y que está decorado con relieves que son una réplica del fragmento perdido del Partenón. La pieza puede verse en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, a cuya colección pertenece. El centro del relieve que decora el pozo -permítasenos la expresión, aunque sepamos que un brocal es circular y, por tanto, no lo tiene- está ocupado por una imagen sedente de Zeus, majestuosamente aposentado sobre su trono celestial. A su izquierda se sitúa Hefesto, que se aparta de Zeus, como si quisiera huir de él espantado, pero que vuelve la mirada hacia donde está Atenea, arrebatadoramente hermosa y temible desde el mismo instante de su alumbramiento, porque surge de la cabeza de su padre como mujer ya en sazón y con toda la panoplia de un guerrero, esto es, con coraza, casco, escudo y lanza. Atenea, por su parte, avanza en sentido contrario a Hefesto y también vuelve la cabeza hacia el centro del trío, mientras es coronada por Niké con una guirnalda de laurel. El conjunto de las tres figuras tiene un hermoso equilibrio, con las figuras de Hefesto y Atenea moviéndose en sentido centrífugo respecto al centro, pero con sus miradas dirigidas en sentido centrípeto. Hefesto se enamora de Atenea nada más verla, por mucho miedo que al mismo tiempo pueda infundirle -Las mujeres pueden causar esa paradójica mezcla de sensaciones, sobre todo las que nos gustan-. Se pregunta que podrá ofrecerle para hacerse grato a sus ojos. Es el mejor maestro armero que jamás haya existido, señor de la forja y la fragua, pero ella ha sido parida perfectamente equipada para la guerra. Por ese camino no hay nada que rascar. Su físico tampoco le ayuda. Es patizambo y está contrahecho de resultas de un accidente doméstico. Su padre, Zeus, le arrojó a la tierra desde el Olimpo por metomentodo cuando se interpuso entre él y su madre, Hera, para tratar de protegerla durante una riña conyugal, y el aterrizaje, que tuvo lugar en la isla Lemnos, fue algo más violento de lo esperado. O tal vez a Zeus le importara poco los resultados de su exceso. Hefesto se sabe con pocas posibilidades para enamorar a Atenea, siquiera para entablar una conversación. Aun así pide a su padre en ese mismo momento, con el hacha aun en la mano, que le conceda la mano de su nueva hija -ya sabemos que el incesto no es tabú en la familia-. Este asiente en principio, pero pone la última decisión en manos de la diosa rampante, y sonríe cuando lo hace, porque sabe que Hefesto será rechazado, que Atenea se mantendrá doncella para siempre, que jamás regalará su virginidad a varón alguno, por mucho que hagan cola para tomarla por las buenas o por las malas lo más granado del Olimpo. Es parte de su plan maestro. El pobre Hefesto no puede contener su excitación cuando mira a Atenea y riega con su semen la tierra del Ática. Gea, su bisabuela, queda fertilizada y de esta unión involuntaria, aunque no fallida, surge un niño llamado Erictonio. Y podría seguir con esta historia porque los mitos son todos ellos narraciones interminables, a menudo adictivas.


Puteal de la Moncloa” (Museo Arqueológico Nacional, Madrid)

Retomando el hilo de la historia, tras desaparecer Metis se murmuraba en el Olimpo acerca de la existencia de otra diosa igual de peligrosa para Zeus. Y por la misma causa. Pero nadie conocía su identidad. Zeus sospechaba que esa información obraba en poder de su primo Prometeo. El conocimiento de ese secreto, que Zeus quería arrancarle, sería la auténtica razón por la que Prometeo sería castigado por el señor de los dioses, no su trato benevolente con los hombres, el haberles proporcionado el secreto del fuego, entre otros privilegios y conocimientos igualmente prohibidos. Zeus ordenó a Hermes y Hefesto, su chico de los recados y el herrero real, respectivamente, que mantuvieran encadenado a Prometeo mientras no revelase la ansiada información. Como elemento persuasivo para alentar la confesión ideó un suplicio estremecedor: Todos los días un águila devoraba el hígado de Prometeo, que acto seguido se regeneraba, dada su naturaleza divina, para poder servir de desayuno de la rapaz al día siguiente. Un Abu Ghraib en toda regla. En estas circunstancias se entiende que Zeus acabara averiguando a medio o corto plazo aquello que ansiaba saber. Tetis, la protagonista del “Carmen 64”, era la identidad de la diosa capaz de parir un ser más poderoso que Zeus. Y ya es mala suerte, porque a Zeus le gustaba la nereida y llevaba tiempo cortejándola, aunque ya sabemos que a él más bien le gustaban todas. También su hermano Poseidón andaba a la caza. Sin duda, el rey de los mares la tenía más a mano y podía verla de forma más frecuente haciendo cabriolas desnuda entre la espuma de las olas. Eso que a Peleo le pareció insoportablemente maravilloso. Se imponía un sacrificio. Zeus sabía que debía renunciar a Tetis. No era posible fornicar con ella. Quedaba descartado también cedérsela a su hermano o a cualquier otro dios. Habría sido un signo de debilidad, además de una probable fuente de celos. También una temeridad. La solución que se imponía al galimatías era emparejarla con un mortal, diluir el poder de su sangre, por así decir. Y Zeus pensó para rescatarlo de sus tribulaciones en el príncipe de Tesalia Peleo, que tenía un excelente currículo. Tampoco era cosa de dársela a cualquiera. Peleo, era, como ya sabemos por el poema de Catulo, uno de los argonautas que acompañaron a Jasón en sus correrías. Pero, aunque el poeta de Verona haga creer en alguno de sus versos lo contario, Tetis nunca estuvo por la labor. Un matrimonio con un mortal era algo que pensaba que estaba muy por debajo de sus expectativas. Cada vez que Peleo se le acercaba, Tetis se transformaba en algún animal, y algunas veces en uno sumamente peligroso por muy héroe griego que uno fuera. Peleo solicitó consejo a su amigo Quirón, un centauro que tenía su morada precisamente en una cueva del monte Pelión. Quirón era sabio y en extremo bondadoso y accedió a darle a Peleo la clave para lograr su deseo. Le aconsejó esperar a Tetis emboscado en la playa que frecuentara más a menudo, aguardar a que emergiera de entre las olas en la rompiente del mar para cogerla desprevenida, agarrarla sin mediar palabra y mantenerse firme fuese cual fuese el ser en que decidiese transformarse hasta que retornase a su condición humana y cediese en su negativa. Parece un consejo descabellado porque Píndaro nos cuenta que al verse retenida por Peleo Tetis se transformó primero en fuego, luego en un león de afiladas garras y después en una serpiente, antes de adoptar la forma de una sepia, que fue cuando Peleo pudo por fin dominarla y violarla, aunque queda más políticamente correcto decir que la convirtió en su prometida.

El sentido común, o la vena romántica si se prefiere, y si se tiene, nos alerta acerca de que algo no cuadra del todo en el relato: ¿Acaso no pudo esperar Peleo a que Tetis adoptara una forma más seductora que la de un cefalópodo? ¿Cómo pudo sobrevivir al envite? ¿Albergaba quizás ella algún tipo de sentimientos hacia él? Porque le hubiera bastado con muy poco para zanjar la disputa a su favor en su forma de serpiente, no digamos ya en la de fuego o salvaje felino. Ovidio altera la historia para hacerla más creíble. Es un decir. Según nos cuenta, el primer asalto de la contienda acabó en K.O. técnico en cuanto Tetis se transformó en tigre. Después de eso, Peleo simplemente la acechó y esperó a que se quedara dormida, momento en que la ató. Cuando se despertó no la soltó mientras se iba transformando hasta que recuperó su forma humana. Bueno, tal vez este relato tenga también sus grietas. Sea como fuera, el caso es que Tetis no ponía reparos tanto en la identidad de su esposo como en su condición de simple mortal. El caso es que le dio hasta seis hijos, y la media docena los fue malogrando uno a uno al someterlos a pruebas imposibles con el único objetivo de detectar en ellos cualidades sobrehumanas. Según unas versiones los fue escaldando uno tras otro sumergiéndolos en agua hirviendo, según otras los redujo a cenizas al arrojarlos al fuego. Al fin Prometeo no pudo aguantar más aquella locura y escondió al séptimo hijo habido del matrimonio de la insensatez homicida de su esposa. Luego se lo entregó a Quirón para que lo mantuviera a salvo y lo educara. Tetis se enfureció tanto con la decisión de Peleo que abandonó el hogar conyugal y nunca más volvió la vista atrás. Estaba harta de los mortales, incluso de los de su propia sangre. Está claro que hubiera sido mucho más feliz siendo la madre del siguiente jefe del Olimpo. Sin embargo, ya sabemos que siempre hay un pero, el séptimo hijo de Tetis se llamó Aquiles.

Tras describirnos la llegada de los invitados mortales a la boda y el esplendor del palacio de Peleo, Catulo llama la atención en su poema hacia la colcha que cubre el tálamo nupcial. Las imágenes bordadas sobre el tejido componen el epilio de Teseo, Baco y Ariadna, que comprende algo más de 200 versos. Los primeros, el fragmento comprendido entre los versos que van del 50 al 76 nos sitúan en el instante justamente anterior al momento que Tiziano plasma en su cuadro.
Esta colcha bordada con figuras de hombres de otro tiempo explica las hazañas de los héroes con arte admirable. En efecto, observando en la costa resonante de Día, ve a Teseo alejarse con su flota veloz. Ariadna con indomables explosiones de cólera en su corazón, todavía incluso no se cree que ve lo que está viendo, puesto que ella, despierta apenas entonces de un sueño engañoso, se contempla digan de lástima, abandonada en una playa solitaria. Por otra parte, el joven desmemoriado golpea en su huida las aguas con los remos, dejando unas promesas para disiparse en los vientos de la tormenta. La de Minos lo ve desde las algas de la playa, a lo lejos, con sus ojitos tristes, como la estatua de piedra de una bacante, ay, lo ve, y se agita en medio de las grandes olas de sus afanes, no sujeta en su rubia cabellera la cofia de fino tejido, ni protege su pecho con el ligero velo que lo cubre, ni somete sus tetillas en leche a la delicada faja, con toda la ropa que se le había caído por todo el cuerpo sin ningún orden delante de sus propios pies las saladas olas juguetean. Pero ella, sin cuidarse entonces ni de la cofia, ni del velo que revolotea, estaba pendiente de ti, Teseo, perdida con todo su corazón, con toda su alma, con todo su pensamiento. Ay, desdichada, a quien con repetidos ataques abatió Ericina, sembrando en su pecho las espinas del amor, en aquella época, desde el momento en que el arrogante Teseo, después de haber salido de las curvadas costas del Pireo, tocó los templos de Gortina, los territorios de un rey injusto”.
Pongamos luz primero a las zonas de penumbra:

Dia es la forma en que Homero nombra en sus poemas la isla de Naxos.

Ericina es una de las advocaciones de la diosa Venus, cuyo culto se realizaba en un templo situado en la cima del monte siciliano de Erix, erigido según la leyenda, Virgilio mediante, por el príncipe troyano Eneas. El nombre provendría de la vegetación de brezo (Erica sp.), también llamada ericina, que cubría el cerro y por ello le daba nombre y que tiene hojas aciculares que pueden parecer pinchos, exagerando un poco hasta espinas, en algunas especies del género, en especial cuando el arbusto se agosta y las hojas se endurecen un tanto. Venus Ericina personificaba el amor impuro. Era por ello la patrona de las prostitutas, aunque no creemos que al mencionarla Catulo quisiera señalar a alguien dentro de la historia que narra. O tal vez sí. Ya volveremos sobre este asunto más adelante.

Gortina era y es una ciudad de la isla de Creta donde existían unos famosos templos, así que este topónimo puede considerarse como sinónimo de la isla en su totalidad. El rey injusto es Minos por haber exigido a los atenienses un pago tan terrible.

Ariadna contempla desolada la partida de Teseo, cuyo barco navega en el mar a lo lejos. Se le puede localizar incluso en el cuadro de Tiziano junto al hombro izquierdo de Ariadna. Hasta hace justo un momento la princesa miraba hacia el mar, justo hacia donde se situaba la nave de Teseo, y algo le ha llamado la atención a sus espaldas. Un ruido estridente. De ahí el violento escorzo del cuerpo. Las ropas, flojas, sin ceñir, empiezan a deslizarse por su cuerpo, anunciando una incipiente desnudez, que ya se ha hecho dueña de sus hombros, tal como nos dice Catulo en su canto. Hay que señalar que Tiziano pinta las velas del barco de Teseo completamente blancas. Es lo habitual, pero contradice el relato que ilustra, como veremos más adelante.

Baco y Ariadna” (detalle: Barco de Teseo escapando de Naxos, con velas blancas) de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)


El siguiente tramo del “Carmen 64”, el que va del verso 75 al 116, no es propiamente una viñeta sino una sucesión de ellas. Casi podríamos decir que es un tebeo entero de aventuras, como los de El Capitán Trueno. Y uno de los gordos. Narra la hazaña de Teseo. La muerte del Minotauro, esto es, lo que sucedió antes en el hilo narrativo. Es un flashback en toda regla.
Pues cuentan que, un día, forzada por cruel peste a pagar la culpa del asesinato de Androgeo, Cecropia acostumbraba a entregar a jóvenes escogidos a la par que lo más honroso de sus doncellas, de banquete para Monotauro. Mientras sus estrechos muros eran vejados por estas desgracias. Teseo en persona deseó entregar su propio cuerpo por su querida Atenas antes que tales cadáveres vivientes de Cecropia fuesen transportados a Creta. Y así, navegando en ligera nave y con suaves brisas, llegó ante el soberbio palacio del magnánimo Minos. En cuanto con sensual mirada lo vio al princesa a la que un casto lecho que exhalaba suaves perfumes todavía criaba en el blando regazo de su madre, como los mirtos que ciñen al corriente del Eurotas o la brisa primaveral que hace brotar variados colores, no apartó de él sus ardientes ojos, hasta que concibió desde sus entrañas por todo su cuerpo una llama y en sus profundas médulas ardió entera. Ay, niño divino, que desdichadamente provocas locos amores con tu cruel corazón y mezclas en los hombres gozos y cuidados y tú, la que gobiernas Golgos y el frondoso Idalio, ¡en medio de qué oleaje habéis arrojado a una niña, puro fuego en su corazón, y que suspira sin cesar por su rubio huésped! ¡Cuántos miedos soportó ella con corazón desfallecido! ¡Cuánto más que el oro amarillento quedó pálida en repetidas ocasiones, mientras Teseo, deseoso de enfrentarse con el monstruo cruel, buscaba o al muerte o el premio de la gloria! Con todo, sin prometer ofrendas desagradables a los dioses, que podían resultar vanas, formuló sus votos con silencioso labio, pues como a la encina o al pino piñonero de corteza resinosa un indomable huracán con sus soplos de viento retorciendo sus troncos los arranca (él, sacado de raíz, ellos cae abatido, por doquier rompiendo todo lo que encuentra a su paso), así Teseo, después de domar el cuerpo del monstruo, le hizo hincar sus rodillas, embistiendo en vano con sus cuernos a los vientos sin resistencia. Luego se retiró a salvo con gran gloria guiando sus errantes pasos con fino hilo, no fuera que el difícil trazado del palacio le burlase al salir del complicado laberinto”.
Añade poca información respecto a lo que ya narramos cuando hicimos el spoiler de la precuela del cuadro de Tiziano. Sin embargo, como siempre, puede ser útil aclarar algunas dudas:

Cecropia es, literalmente, el país de Cécrope. Al ser éste, a su vez, el primer rey de la tribu ateniense, según una tradición que hunde sus raíces en lo mitológico, Cecropia sería, por tanto, un sinónimo de Atenas o del Ática, la región donde se asentaba la polis. Todos los pueblos que en el mundo han sido, también los actuales, y el de Atenas desde luego no fue excepción, han alardeado de sus vínculos con la tierra que habitan. Es habitual en los mitos de fundación de las ciudades griegas que quien inicia una estirpe en un lugar se alíe con algún dios local, generalmente un río cercano a la futura urbe, con cuya hija, por ejemplo, se desposaría. Esta idea la llevaron más lejos aun los atenienses, que afirmaban que Cécrope, su primer rey, había sido parido por la tierra ática, que había surgido de una grieta del suelo. Como era frecuente con los seres telúricos, a Cécrope se le representaba con una cola de serpiente en vez de piernas, por estar considerados estos animales muy ligados al mundo del subsuelo, seguramente porque era frecuente verlas entre las grietas de las rocas, las fisuras del terreno y las cuevas.

A Cécrope se le relacionaba con la disputa que mantuvieron Poseidón y Atenea por el patronazgo de Atenas. El primero en hacer acto de presencia en la polis fue el dios de los mares quien, con un golpe seco sobre el suelo con su tridente, hizo surgir un manantial de agua salada dentro del Erecteión, un templo erigido en honor a los dioses en el margen septentrional de la Acrópolis. Tras él llegó Atenea, quien repitió el teatral gesto, golpeando con la base de su lanza el suelo, haciendo surgir del terreno el primer olivo en toda Grecia. Se me escapa la utilidad de una fuente salada para una población más o menos recién instalada, por más que en los manuales de mitología que he consultado haya leído el poético dato de que el sonido del agua al brotar era idéntico al que hacían las olas del mar siempre que soplaba sobre ellas el viento del sur. El presente al pueblo ateniense de Atenea, siempre tan práctica, dales de comer no poesía, gana por goleada al de Poseidón, creo yo. Sin embargo Cécrope hubo de hacer de juez en la disputa, decantándose como es lógico por la hija de Zeus. Solía perder siempre Poseidón en este tipo de luchas. Y es natural, Se trata de un dios al que se le achacaban las inundaciones y los terremotos. Poco sosiego parecía que pudiera haber bajo su protección. En una curiosa narración del mito debida a Terencio Varrón, literato latino contemporáneo de Catulo, la decisión habría recaído sobre la totalidad del pueblo ateniense tras ser consultado el Oráculo de Delfos y precisar en su dictamen que ese era el procedimiento correcto. La votación de los varones se decantó masivamente por Poseidón, pero al ser las mujeres mayoría saldría ganadora su congénere Atenea, su preferida. Las mujeres son casi siempre más sensatas que nosotros. El enojo de los derrotados en el referéndum explicaría por qué en la esplendorosa democracia ateniense se suprimió el voto femenino.

Solo un apunte más sobre Cécrope, aunque solo sea para justificar una de mis abundantes digresiones. El hijo de Hefesto y Gea, Erictonio, quedó solo y desamparado en el Ática, pero fue recogido y adoptado por Atenea, que lo puso al cuidado de las hijas de Cécrope. Los hilos argumentales de la narrativa mitológica, por mucho que se extiendan y ramifiquen, en algún momento trazan quiebros para retornar hacia el lugar del que vinieron. Todo está entrelazado de una forma tan compleja que obliga a saber mucho para empezar a entender un poco. Lo bueno es que puede empezar a recorrerse por cualquier lugar de la maraña, ya que no hay un centro. En todo caso, la caminata es tremendamente entretenida.

El Eurotas es un río cercano a la ciudad de Esparta en la región del Peloponeso, en cuya vegetación riparia imagino que dominaba el mirto, al menos en aquellos tiempos. La planta, que da unas flores blancas muy llamativas, simbolizaba en la época clásica griega la fidelidad y la fecundidad, por lo que los contrayentes en las bodas solían adornar sus testas con ramillos floridos de mirto a modo de coronas. Tal vez lo que Catulo quiera sugerirnos con su mención es que la mera visión de Teseo despertó en Ariadna el anhelo de una boda, pero se me escapa, excede a mis capacidades interpretativas. Y tampoco el autor de la edición en la que consulto el “Carmen 64”, Arturo Soler Ruíz (Biblioteca Clásica de la Editorial Gredos, 1993), me ofrece pistas al respecto.

La que gobierna Golgos y el frondoso Idalio no es otra que Afrodita. Estamos ante una perífrasis, una frase retórica de construcción alambicada con la que se expresa un concepto, en este caso el de la diosa afrodita, y cuya utilización tiene por misión precisamente evitar el uso de la palabra que la frase define. Estamos ante un eufemismo, como ocurría anteriormente con el sustantivo Ericina. La mitología nos dice que Afrodita y Adonis tuvieron un hijo, Golgos, que tuvo escasa relevancia más allá de fundar una ciudad en Chipre a la que dio su nombre y que, como buen hijo, consagró a su madre. Idalio era también una ciudad chipriota igualmente consagrada a la diosa del amor.

Los primeros versos del “tebeo” explican porque Teseo viaja hasta Creta, la historia que ya sabemos del impuesto en especie exigido por Minos a la ciudad de Atenas. Los siguientes versos están dedicados al encuentro entre Teseo y la princesa cretense y contarnos como aquel despierta una ardorosa pasión en la aun infantil Ariadna, aun apegada al regazo de su madre, como casi parece convertirse en mujer en ese mismo instante en que sus miradas se cruzan. Catulo reprende a Afrodita y a Eros por haber insuflado un amor tan desmesurado en una niña tan párvula, el hacerla pasar tanto miedo con un amor tan aciago por la incierta suerte de su amado, que solo aspira a la muerte o la gloria como únicas alternativas vitales. Las últimas viñetas describen la muerte del Minotauro, que es abatido por la espada de Teseo igual que un viento huracanado abate un árbol en la cima de un cerro -Catulo menciona el Tauro como ejemplo, seguramente por su calidad eufónica-, y que acaba hincado de rodillas en tierra, embistiendo inútilmente el aire con sus cuernos para intentar matar a un enemigo que ya le ha vencido. El penúltimo verso del tramo menciona como de pasada el asunto del hilo de lana, de forma algo críptica. Sin mayor problema porque ya hemos explicado nosotros.

En el siguiente tramo del “Carmen 64”, el que comprende los versos que van del 117 al 202, Catulo da la voz a Ariadna y podemos oí sus pensamientos, lo que siente mientras ve marchar a Teseo. Es una de las partes más legibles del canto, quizás porque el del odio, que ya consume a la muchacha a pesar de que solo hayan pasado unos instantes desde que se sabe abandonada, es un lenguaje universal y porque abundan los insultos al varón que huye, y eso siempre se comprende, sea cual sea el idioma que se utilice. Una aclaración: Las palabras y frases inscritas entre <>, indican lagunas en el texto, zonas corrompidas en las copias del poema que han llegado hasta nosotros y que los estudiosos han rellenado acudiendo a su buen saber y entender. Tampoco son demasiadas y no desvirtuarían el sentido del texto si se restituyeran los huecos. Este tramo es importante para comprender la expresión de Ariadna en el cuadro de Tiziano.
“Pero, Por qué yo, apartándome del tema de mis primeros versos, voy a recordar más cosas: como la hija, esquivando al mirada de su padre, el abrazo de su hermana y, finalmente, el de su madre, que, desdichada apasionadamente con esta hija, prefirió el dulce amor de Teseo a todos ellos o cómo, transportada en barco, a las espumosas playas de Día o cómo ella, vencidos sus ojos por el sueño, la abandonó su amante al marcharse desmemoriado? Se cuenta que ella una y otra vez se enfureció con su corazón en llamas y dejó escapar de lo más profundo de su pecho agudos gritos y que luego escalaba triste montañas escarpadas desde donde dirigía su mirada el inmenso oleaje del piélago, después corría al encuentro de las opuestas aguas del mar agitado, recogiéndose el fino vestido sobre sus desnudas piernas y, entristecida, había proferido estas palabras entre lamentos de muerte, emitiendo escalofriantes sollozos con el rostro húmedo de llanto:
«¿Así, tú, pérfido, a mí, llevada lejos de los altares de mi patria, me has abandonado en una playa desierta, pérfido Teseo? ¿Así, al marcharte, despreciada la voluntad de los dioses, desmemoriado, ay, llevas a casa perjurios sacrílegos? ¿Nada pudo doblegar la decisión de tu mente cruel? ¿Ningún tipo de clemencia tuviste presente que indujera a tu duro corazón a compadecerse de mí? Pero no fueron estas las promesas que me hiciste en otro tiempo con halagüeñas palabras; no fueron éstas las que me mandabas esperar en mi desdicha, sino un matrimonio alegre, unas anheladas bodas, promesas todas vanas que los vientos disipan en el aire. Ahora ya ninguna mujer se fíe del juramente de un hombre, ninguna espere que las palabras de un hombre resulten fieles. Mientras su alma deseosa de algo quiere con fuerza conseguirlo, no tienen miedo a jurar, no se abstienen de prometer; pero tan pronto como el capricho de su codiciosa mente se ha saciado, no temen a sus palabras, nada le preocupan sus perjurios: por cierto que yo te salvé a ti, que te agitabas en medio de un torbellino de muerte, y decidí perder a mi hermano antes que faltarte a ti, embustero, en el momento supremo. En pago a esto yo voy a ser entregada al desgarro de las fieras y como botín de las aves de presa y, muerta, no me va a cubrir ni un puñado de tierra. ¿Qué leona te parió al pie d solitaria roca? ¿Qué mar te concibió y te escupió de sus espumosas aguas? ¿Qué Sirtes, qué voraz Escila, qué colosal Caribdis te engendraron a ti, que devuelves en pago de tu dulce vida semejantes premios? Aunque no te hubiese agradado el matrimonio conmigo porque temblabas ante las severas órdenes de un padre anciano, pudiste, al menos, llevarme a tu palacio, para que te sirviera de esclava con un trabajo alegre, acariciando las blancas plantas de tus pues con limpias aguas, cubriendo tu cama de colcha escarlata. Pero, ¿a qué lamentarme en vano, abatida por mi desgracia, a unos aires insensibles, privados de todos los sentidos, que ni pueden oír mis quejas, ni contestar a mis palabras? Y él ya casi se encuentra en mitad del mar y ningún mortal aparece en la costa vacía. Así una muerte cruel, ensañándose en exceso en mi última hora, quita oídos a mis quejas. Júpiter todopoderoso, ¡ojalá desde el primer momento no hubiesen tocado las naves cecropias las costas de Gnonos, ni, llevando crueles atributos al toro indomable, el pérfido marinero hubiese atado amarras en Creta, ni este malvado, ocultando con suave apariencia crueles proyectos, hubiese descansado en mi palacio como huésped! Pues, ¿a dónde volveré? Perdida, ¿a qué esperanza me puedo agarrar en mi perdición? ¿Buscaré las montañas del Ida? Pero apartándome con hondo abismo me separa la amenazadora superficie del mar. ¿Podría esperar la ayuda de mi padre? ¿No lo abandoné yo misma por seguir a un joven manchado con la sangre de mi hermano? ¿Es que podría consolarme a mí misma con el fiel amor de mi esposo? ¿No era tal el que huye curvando el abismo sus flexibles remos? Además, esta isla solitaria no está habitada por ningún albergue humano, ni se ofrece ninguna posibilidad de salida al mar con las aguas que la ciñen. Ningún medio de fuga, ninguna esperanza. Todo está en silencio, todo desierto, todo es una ostentación de la muerte. Sin embargo, mis ojos no languidecen con ella, ni mis sentidos se retiran de mi agotado cuerpo, sin que, traicionada, relame a los dioses un justo castigo y suplique su fidelidad en mi última hora. Por ello, Euménides, que castigáis los delitos de los hombres con pena vengadora, cuya frente coronada de una cabellera de serpientes muestra las iras que brotan del corazón, aquí, aquí, oíd mis lamentos, que yo, ay, desdichada, me veo obligada a sacar de mis profundas entrañas, sin recursos, enardecida y ciega de un furor que me enloquece. Ya que estas verdades nacen de lo más hondo de mi corazón, vosotras no consintáis que mi dolor se disipe, sino que con la misma memoria con que Teseo me dejó sola, con esta memoria, diosas, lleve el luto a sí mismo y a los suyos».

En esta ocasión resuelvo las dudas de este tramo no según el orden en que surgen en el texto, sino en el orden que más me conviene a la hora de ofrecer las oportunas aclaraciones, que espero que sean suficientes para quien leyera estas líneas.

Euménides es un eufemismo para designar a las Erinias, también denominadas como Furias, las diosas encargadas de impartir los castigos en la mitología griega, tanto a dioses como a mortales. Más que castigos por malas acciones, lo que ahora llamaríamos pecados, podríamos decir que se encargaban de ejecutar venganzas. Euménides significa benévolas, y era una forma aduladora de interpelarlas utilizada habitualmente, porque si se las convocaba usando su denominación verdadera, Erinias, se incurría en el grave peligro de propiciar su enfado. Poca broma con las Furias. Para entender de donde surgieron en el imaginario griego es necesario hacer un breve resumen –sucinto, lo prometo- sobre la génesis de los dioses, tal como se concebía en la cosmogonía griega. La primera división de poderes y asignación de cometidos en la esfera de la divinidad vino derivada de lo partición del mundo más simple que puede hacerse, distinguiendo entre tierra, mares y cielo. Cada uno de estos ámbitos fue encarnado por un dios: Gea, Ponto y Urano, respectivamente. Gea, que se la concebía como una entidad femenina, fue la primera en existir. Su génesis es confusa y no tiene sentido tratar de explicarla, si es que yo supiera hacerla. Baste con decir que Ponto y Urano, ambas entidades masculinas, fueron engendrados por ella, sin necesidad de varón alguno, por partenogénesis sería la explicación más sencilla, y los tres juntos formaron la primera generación de dioses, Gea y Ponto fornicaron y crearon su propia dinastía, pero los dioses que engendraron tienen muy escasa relevancia en la mitología griega y una presencia irrelevante en sus distintos hilos argumentales. Por su parte, Gea y Urano también engendraron su propia prole, dando lugar a tres estirpes diferentes: Los Hecatonquiros, seres con cien brazos y, por tanto, con cien manos, razón por la que también eran llamados Centimanos; Los Cíclopes, seres con un solo ojo, que no hay que confundir con Polifemo, que era hijo de Poseidón; y los Titanes, estos ya algo más normales, de aspecto antropomórfico, según se los representa en el arte grecorromano, aunque imponentes como su nombre indica. Con este desfile de monstruos se entiende un poco que Urano no quisiera saber nada de su prole, a la que odiaba con todo su ser. Convertido en el primer amo del mundo, devino en tirano debido a los malos tratos a los que sometía a sus súbditos inmortales. Gea estaba harta de la situación y en vano trataba de incitar a la rebelión a sus hijos. Ninguno se atrevía a enfrentarse a su padre. Sería Crono, el más joven de todos ellos, el primero en aceptar el reto. Armado con una afilada hoz que le facilitó Gea, que a su vez se la hurtó a su esposo, su verdadero dueño, se limitó a esperar emboscado en un escondite seguro a que Urano bajara de los cielos a yacer con Rea. Cuando estaba a punto de penetrarla Cronos se precipitó sobre él y de un certero tajo le castró, recogió los genitales cercenados, y los arrojó por encima de su hombro hacia el océano, en un gesto no sé si displicente o de repulsión. El viejo Urano era un tipo duro y para herirlo se requería de un armamento verdaderamente pesado, por eso la hoja de la hoz estaba fabricada con adamantio (adamantium), un metal de dureza parecida a la del diamante que, como sabemos, los guionistas de la Marvel rescatarían del olvido para dotar a Lobezno, el más popular de los X-Men, con unas garras poderosas que le permiten enfrentarse a los peligrosos supervillanos que pululan por los comix actuales. Tras serle quitada su hombría, a Urano se le bajaron los humos y los Titanes, que conforman la segunda generación de dioses, se adueñaron del mundo. Comandados por Crono, la nueva mafia de los cielos desterró a Hecatonquiros y Cíclopes al Tártaro, algo así como el sótano del infierno, para evitar rivales.


La mutilación de Urano por Júpiter” de Giorgio Vasari y Cristofano Gherardi
(Palacio Vecchio, Florencia)

Pero la historia de la génesis divina no acaba aquí. Gotas de semen impregnaban las partes pudendas cercenadas de Crono -recordemos que había sido sorprendido justo en el momento en que fornicaba con Gea-, que al mezclarse con la espuma de las olas formaron un curioso caldo de cultivo del que surgió la diosa Afrodita, que suele ser representada en el arte surgiendo de una concha a la orilla de una playa, como en el famoso cuadro de Boticelli. Pero, como diría Superratón, eso no es todo, aún hay más. A lo largo de todo el arco que fueron describiendo en el aire antes de alcanzar el agua, los genitales de Urano fueron derramando gotas de sangre sobre la tierra. Una lluvia que, al percolar en Gea, concibió tres nuevos tipos de seres: Las Melias, Los Gigantes y Las Erinias.

El nacimiento de Venus” de Sandro Boticelli (Galería degli Uffizi, Florencia)


Olvidémonos de Gigantes y Melias, que he hecho promesa de brevedad y estoy a punto de romperla. De los primeros poco interesante se puede decir que no diga ya su nombre. Las segundas son las famosas Parcas. En cuanto a las Erinias, este grupo de diosas tenía por misión vengar a los agraviados. Entraban en acción cuando eran invocadas por ellos. De ahí que Ariadna utilice el eufemismo “pelota” de Euménides, porque si las nombra es porque cree firmemente que se le van a aparecer y trata de curarse en salud, ya que el término Erinia era como un insulto. El tipo de ofensas a las que atendían eran aquellas infligidas dentro del seno familiar, en especial por los miembros más jóvenes hacia los de más edad, siendo la ofensa top, por así decir, la que había que vengar con mayor urgencia, la hecha por un hijo hacia su padre. Esta curiosa misión tiene cierto sentido si se cae en la cuenta de que la existencia de las Erinias fue una consecuencia, un daño colateral, de la ofensa infligida por un hijo hacia su progenitor, aunque, como nuevo jefe del cosmos, Crono fuese a quedar en un principio sin castigo.

Las montañas del Ida es un accidente geográfico real de la isla de Creta, que hoy día recibe el nombre de monte Psiloritis, que en el griego actual significa monte alto. Crono, al igual que el resto de los Titanes se casó con una de sus hermanas, Rea. Tampoco es que se lo tuviesen que advertir mucho en vista de lo que él mismo le había hecho a su padre, pero su madre Gea le profetizó que algún día sería derrocado por uno de sus hijos. Por eso, ya lo hemos explicado anteriormente, tenía la costumbre de devorar a sus vástagos según iban naciendo. Sin embargo, había una nueva rebelión en ciernes. Nada más parir a Zeus, el último de los hijos, Rea lo ocultó para protegerlo y le tendió a Crono una piedra envuelta en pañales para que tuviera que echarse a la boca y con qué para matar el hambre. Rea puso a su hijo bajo la custodia de su madre Gea para que tuviera un lugar donde crecer a salvo hasta hacerse lo suficientemente fuerte como para retar a Crono. Gea lo resguardó en su seno, lo cobijó en una caverna del Monte Ida. Allí vivió una infancia feliz, criado por las ninfas locales y alimentándose con la leche de la cabra Amaltea. Para evitar que los chillidos del bebé pudieran ser oídos por Crono, delatando su supervivencia y su posición, los Curetes, unas deidades locales menores de la isla de Creta dedicadas al servicio de Rea, bailaban sin cesar una ruidosa danza guerrera a la entrada de la cueva, que incluía entre sus pasos más repetidos el golpear con fuerza las lanzas que portaban en una mano contra los escudos que asían con la otra. A este extraño comportamiento aludía su nombre, que significa jóvenes guerreros. Con la mención del Monte Ida Ariadna trata de explicar que al haber traicionado a su padre, Minos, y haberse quedado sin marido que la proteja, sin Teseo, no existe para ella ningún lugar en el mundo donde pueda estar segura.

Las Sirtes, tal como explica Arturo Soler Ruiz en su edición de los “Poemas” de Catulo para la editorial Gredos, son unos bajos fondos marinos del mediterráneo, situados en la costa norte de África, entre Cirene y Cartago. Imagino que con su mención Ariadna trata de equiparar a Teseo con un pedazo de mar peligroso para la navegación porque es fácil embarrancar.

La prole de Gea y Ponto estaba formada básicamente por dos tipos de seres de naturaleza y aspecto contrapuestos. En un extremo estaban las ninfas marinas. Es el caso de las Nereidas, que eran señoras de muy buen ver que, principalmente, servían como solaz para dioses y héroes. Su nombre lo aclara: Nymphai, que significa jóvenes casaderas, en el sentido de disponibles, se entiende, a tiro de piedra del deseo masculino. En el opuesto se situaba una grotesca y variada colección de seres horripilantes. Buena parte de los monstruos más famosos de la mitología griega pertenecen a esta estirpe. Es el caso de las Harpías, cuyo nombre ha sido incorporado al diccionario castellano como sinónimo de mujeres perversas, con lo que huelga más comentario. También del can Cerbero, que guardaba las puertas de los dominios de Hades como buen perro guardián. De Equidna, un serpiente gigantesca encargada de custodiar las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides –siempre que en los mitos s habla de manzanas de oro esta es su denominación de origen-. De la Esfinge, un ser plagiado de la mitología egipcia. Del León de Nemea, con quien se las tuvo tiesas Heracles en uno de sus trabajos, creo recordar que el primero. De la Hidra de Lerna, que también sucumbió al garrote de Heracles, en este caso durante su segundo trabajo, etcétera. Pues bien, Escila era un término medio entre ambos grupos o, mejor dicho, perteneció a ambas divisiones en momentos diferentes de su vida. Nació siendo una hermosa nereida, como Tetis o Anfítitre, ya sabemos, que si el salitre dando sabor a sus suaves pezones, que si su melena mecida por las corrientes marinas, que si las olas masajeando sus corvas, pero al dejarse cortejar por el marido de la segundo, esto es, por Poseidón, provocó su irá y fue transformada por la reina de los mares en un ser horripilante, que tenía un número indeterminado de piernas, brazos, cuellos y cabezas, variable según la fuente literaria a las que se acuda pero, en todo caso, muy superior al que se consideraría normal. En su fase como monstruo marino, Escila se convierte en temible obstáculo en la singladura de los dos navegantes más memorables de la mitología griega: Jasón y Odiseo. En resumen, que te llamasen Escila era un insulto muy feo.

Caribdis era un monstruo marino de mastodónticas dimensiones, en este caso hija de Poseidón y Gea. Con forma de remolino en su parte emergida, tragaba enormes cantidades de agua varias veces al día, con todo lo que buceara en ella o se deslizara por su superficie, incluyendo barcos enteros. Caribdis y Escila habitaban en los extremos del estrecho de Mesina, el que separa Sicilia de la Península Itálica, como dos aguerridos centinelas apostados en una puerta. Lo angosto del paso marítimo obligaba a una navegación muy precisa, porque en caso de perder el carril central, aunque fuera por muy poco, se corría el peligro de ser devorado por una de las dos criaturas. Jasón pudo eludir navegar por el estrecho de Mesina al serle facilitada por Tetis una ruta alternativa, en principio incluso más peligrosa, ya que debía sortear las Rocas Errantes, cuyo nombre lo explica todo, pero contó para ello con la inestimable ayuda de las nereidas. Odiseo, que carecía de práctico alguno que le guiase, hubo de navegar a pelo por el estrecho, y prefirió arrimarse a la costa dominada por Escila, que a la vigilada por Caribdis, quien podía engullir su barco con un solo bocado. El asunto terminó costándole la vida de hasta seis camaradas.

Ariadna recrimina a Teseo el haberla sacado de su casa para dejarla abandonada a su suerte en una isla desierta a merced de las bestias. No tendrá siquiera la posibilidad de yacer en una tumba bajo tierra. Le recrimina, asimismo, su falta de memoria a la hora de cumplir la promesa dada de matrimonio. Se siente desamparada y desesperanzada, sin posible remisión, llena de odio. Se encuentra en una situación análoga a la de Teseo dentro del laberinto de Creta, pero sin un hilo de lana al que poder agarrarse, sin nadie que le muestre la salida. Su parlamento se cierra con la invocación a las Erinias, a las que pide que castiguen la blasfemia de Teseo, la rotura de su juramento.

El tramo del “Carmen 64” comprendido entre los versos que van del 203 al 251 se centra en el castigo infligido por las Erinias sobre Teseo, sutil aunque no exento de crueldad. Es de notar que la propia Ariadna pide que, al ser la falta de memoria la principal culpa del héroe, el castigo incida sobre ella. Como se verá, a las Erinias no les faltará inventiva.
Una vez profirió estas palabras de su entristecido corazón, exigiendo, desesperada, castigo para tan crueles acciones, asintió con su invencible poder el rey de los dioses. Ante este asentimiento, la tierra y los encrespados mares temblaron y sacudió sus estrellas brillantes la bóveda celeste. Teseo mismo, rociada su mente con una niebla cegadora, dejó escapar de su ofuscado pecho todos los encargos que antes mantenía con firme pensamiento y, sin izar la dulce señal de victoria para su preocupado padre, no dio a entender que él divisaba el puerto de Erecteo sano y salvo. Pues cuentan que en otro tiempo, cuando Egeo confiaba a los vientos a su hijo que dejaba en nave los muros de la diosa, abrazando al joven le dio los siguientes encargos:
«Oh, mi único hijo, más querido que mi larga vida, hijo, a quien yo me veo obligado a despedir por una arriesgada aventura, devuelto a mi hace poco, precisamente en el último límite de mi vejez, puesto que mi desdicha y tu ardiente valor te arrancan de mi lado en contra de mi voluntad, cuando mis ojos ya cansados todavía no se han saciado de la querida figura del hijo, yo no te despediré con corazón gozoso ni alegre, ni permitiré que lleves señales de una fortuna favorable, sino que primero, haré salir de mi alma muchos lamentos, mancillaré mis canas echándoles tierra y polvo encima, Luego colgaré una vela negra del mástil viajero, de forma que la vela oscurecida por la herrumbre ibera indique mi dolor y el ardor de mi pensamiento. Y si a ti te otorga la habitante del santo Itono, que consintió en defender nuestra raza y las mansiones del Erecteo, que empapes con la sangre del toro tu diestra, entonces, procura que prevalezca para ti, recordándolos, estos encargos míos, grabados en tu corazón y que el tiempo no los borre, de forma que, tan pronto como tus ojos divisen nuestras colinas, todos los mástiles arríen las velas de la muerte, e icen banderas blancas los retorcidos cordajes, para que yo, viéndolas, cuanto antes, conozca el éxito con alegría, puesto que una época feliz te devuelve».
Estos encargos que Teseo retenía antes con toda firmeza de su pensamiento lo abandonaron como las nubes disueltas por el soplo de los vientos abandonan la elevada cumbre de un monte nevado. Por otra parte, su padre, mientras observaba desde lo alto de la ciudadela, consumiendo sus ojos anhelantes en continuos llantos, tan pronto como vio los lienzos de la vela de luto se arrojó de cabeza desde la punta de los escollos, creyendo a Teseo traicionado por un destino cruel. Así, al penetrar en su palacio de luto por la muerte de su padre, el arrogante Teseo recibió en sí mismo un dolor tal como el que había ocasionado a la de Minos con su pérdida de memoria. Ésta, luego, triste al ver que la quilla se retiraba, revolvía herida múltiples cuidados en su alma”.
El puerto de Erecteo y las mansiones del Erecteo no son otros que el Falero y los palacios de Atenas. Erecteo fue uno de los primeros reyes de Atenas, no muy posterior a Cécrope ya que algunos expertos creen que existe convergencia entre él y Erictonio, el hijo de Hefesto, que ambas figuras son las dos formas en que el mito recuerda a una misma persona. Los reyes anteriores a él, como ocurrió con Cécrope y algún otro en el tiempo que medió entre los reinados de ambos, surgieron sin más de la tierra para hacerse cargo de comandar su pueblo, evidenciando así la estrecha relación que existía entre los atenienses y el lugar que habitaban. Con Erecteo/Erictonio los mitógrafos irían un paso más allá, surgiría de la tierra fecundada de parabienes, de la mismísima Gea preñada con la simiente de un dios íntimamente relacionado con la polis. Tal vez con la expresión “mansiones del Erecteo” Catulo aluda concretamente al Erecteión, el templo construido con mármol pantélico al norte de la Acrópolis en honor a Atenea, Poseidón, Zeus y el propio rey Erecteo, entre los años 421 y 406 antes de Cristo. El Erecteión agrupaba las reliquias más sagradas de Atenas, incluyendo las tumbas de sus dos reyes más célebres de su comienzos: Erecteo y Cécrope. Dentro de su recinto había tenido lugar la disputa por el patronazgo de la ciudad entre Atenea y Poseidón. Uno de sus santuarios contenía el pozo que recogía las aguas salobres de la fuente que había hecho manar Poseidón al golpear una roca con su tridente. La propia roca con la marca del impacto podía verse allí mismo. En otro santuario del templo estaba el olivo que había hecho surgir del suelo Atenea haciendo lo propio con su lanza, y que sobreviviría milagrosamente al saqueo al que sometieron la ciudad los persas en el 490 antes de Cristo, en los días previos a la batalla de Salamina. Tras la derrota de los espartanos en el paso de las Termópilas, los atenienses, tanto civiles como militares, abandonaron la ciudad embarcados en su flota siguiendo el consejo del Oráculo de Delfos. Las tropas de Jerjes sometieron la deshabitada Atenas a un terrible saqueo. Incendiaron los barrios de viviendas, derruyeron sus edificios sagrados, de los que no dejaron piedra sobre piedra, y talaron todo el arbolado, incluyendo el olivo de Atenea, pero éste revivió pocos años después rebrotando vigoroso de su propia cepa.

Egeo era el padre de Teseo. Aquí he de aportar alguna información adicional respecto a la que di cuando hablaba de la precuela del cuadro de Tiziano, para que pueda comprenderse en su totalidad el poema de Catulo. Egeo también fue rey de Atenas. Egeo siendo rey y en edad ya madura no tenía descendencia, a pesar de que se había casado dos veces. Era algo que le hacía sufrir porque se sentía solo en el poder y vulnerable, sin nadie en quien poder confiar, que pudiera heredar su legado, que prestara su brazo para empuñar la espada si se alzaban los enemigos. Consultó el Oráculo de Delfos en el Golfo e Corinto para buscar una solución y Apolo le dio, como era su costumbre, un enigmático consejo: que “no desatara el cuello del odre de vino hasta llegar a la altura de Atenas”. En realidad el mensaje no era tan complicado de interpretar. Apolo le decía a Egeo que no yaciera con hembra alguna antes de retornar a Atenas con su esposa porque en caso contrario tendría descendencia. Sin embargo, el ateniense andaba espeso y decidió desviarse en el camino de retorno a casa para visitar a su amigo el rey de Trecén, famoso por su sabiduría. Este hizo honor a su fama, pilló el sentido del mensaje de Apolo al vuelo y hurdió una trama para sacar ventaja en la ocasión, que la pintaban calva. Agasajó a Egeo con sus mejores vinos en un opíparo banquete la misma noche de su llegada. Luego, aprovechando su borrachera, metió a su hija Etra en su alcoba. A la mañana siguiente Egeo despertó dándose cuenta de la situación. Una mujer desnuda a tu vera en la cama sin duda aclara las ideas. O las opaca para siempre. No sé. El caso es que se tomó a bien el ardid de su amigo, pero le hizo prometer que guardaría silencio. Después ocultó unas sandalias y una espada suyas bajo una enorme roca en un lugar de los alrededores, y luego dio instrucciones a Etra: Si nacía un varón y al llegar a la edad adulta era capaz de alzar la roca, debía recoger lo que había ocultado y presentarse con ello en Atenas para que él pudiera reconocerlo como hijo suyo. Eso, efectivamente ocurriría algunos años después, siendo Egeo ya un anciano.

Itono era una ciudad de Tesalia. Según cuenta Apolodoro en su “Biblioteca mitológica”, en ella tuvo lugar el enfrentamiento entre Heracles y Cicno, un hijo de Ares, tan bravucón como su padre, y que pagó con la muerte su osadía de retar al héroe por excelencia de la mitología griega. Estrabón aporta alguna información sobre la ciudad, entre la que se incluye el dato que nos interesa: la existencia de un templo dedicado a Atenea. Por lo tanto, la habitante del santo Itono es un eufemismo de Atenea Itonia.

La Herrumbre ibera (ferrugine hibera en la versión en Latín) era un tinte para telas fabricado con minerales con alto contenido en óxidos de hierro y que otorgaba una coloración violácea oscura. Egeo había mandado que el velamen de la flota ateniense que había de enviar el tributo a Creta llevase el velamen teñido con herrumbre ibera en señal de luto por la marcha de Teseo hacia lo que se preveía como una muerte segura.

Aunque en el poema se habla de varios encargos en realidad es uno solo: arriar las velas de luto, teñidas con herrumbre ibera, y sustituirlas por velas blancas en caso de que Teseo venza al Minotauro y vuelva sano en la nave ateniense, a fin de que Egeo pueda anticipar la noticia antes del desembarco. Al ver el velamen oscuro en la nave debido al olvido causado por las Erinias, Egeo se arroja al mar. Una leyenda dice que a esta leyenda debe el mar de Grecia su nombre. Para redondear un tanto la historia, decir que cuando Teseo llegó por primera vez a Atenas, tras un viaje plagado de aventuras en la ruta existente entre su Trecén natal y la ciudad paterna, en el que derrotó media docena de villanos famosos para conformar un ciclo parecido al de los doce trabajos de Heracles, una de las misiones que le encomendó su padre cuando aun dudaba de que fuera su hijo y buscaba ponerle a prueba, fue acabar con el Toro de Maratón que había preñado a la madre de Ariadna y asesinado a su hermano. Quizá esto explique la buena acogida que tuvo en Creta y que se ganara la confianza de Minos. Asimismo, añadir que en alguna versión del la historia de Teseo quien yace con Etra, su madre, es el propio Poseidón, o Egeo y el dios a un tiempo, en un extraño ménage á trois. Eso explicaría su condición de héroe ya que, en puridad, héroes eran solo los hijos de parejas mixtas formadas por dioses y mortales.

Y llegamos por fin al tramo del “Carmen 64” que ilustra el cuadro de Tiziano, a la viñeta del epilio bordada en la colcha que en realidad nos interesa. Comprende los versos que van del 252 al 264.
Pero en otro recuadro de la colcha, Yaco, en la flor de su juventud, corría veloz con su cortejo de sátiros y de silenos de Nisa, buscándote, Ariadna, y enardecido por tu amor. Éstas, entonces, alegres por doquier, con su mente borracha se enfurecían; evoé, gritaban las bacantes, evoé, sacudiendo sus cabezas. Unas agitaban unos tirsos de punta cubierta de hojas; otras arrojaban los miembros de un ternero descuartizado; otras se ceñían de serpientes enroscadas; otras veneraban sagrados objetos en cestos profundos, objetos que en vano desean conocer los profanos; otras, con las palmas abiertas batían los tímpanos o sacaban del bronce redondeado agudos chirridos; muchas soplaban cuernos que producían roncos zumbidos y la bárbara flauta resonaba con terrible canto”.
Yaco era un dios menor, asociado a Deméter y Perséfone, de cierta importancia en el culto relacionado con los misterios de Eleusis, pero irrelevante en lo que a la mitología se refiere. Cuando Deméter andaba en busca de su hija perdida, Perséfone, vivió durante un tiempo entre mortales en la ciudad de Eleusis, cercana a Atenas. Allí se mezcló con los habitantes del lugar y les inició en ciertos secretos sobre la vida y la muerte. En especial, les aleccionó sobre la forma de prepararse aquí, en esta vida, para poder gozar de una mejor estancia en el más allá, en los dominios de Hades. Eso, en esencia, eran los famosos Misterios de Eleusis, que los lugareños se encargaron de propagar y administrar. El nombre de Yaco parece ser que deriva del grito ritual que proferían los iniciados en los misterios durante la procesión anual que recorría el camino entre Atenas y Eleusis. La imagen del dios abría la imagen dl contingente. Ese grito ritual del que hablamos sonaba más o menos como Iakch o Iakché. En la época romana, algunos identificaban a Yaco con Baco -mejor decir que los confundían, que es lo que hace Catulo en este caso-, siendo la única razón para ello la similitud fonética. Tampoco Baco y Dioniso son exactamente la misma deidad. En tiempos del Imperio Romano se identificó al primero, un dios particular del panteón romano, con el segundo, con el fin de derribar barreras culturales y teológicas. En resumen, estamos ante un error conceptual del poeta veronés de magnitud nueve en la cala de Richter. Pero es que él no contaba, como hago yo, con una montaña de enciclopedias y tratados sobre mitología para poder consultar las dudas. Por otro lado, en el poema “Dionisíacas” de Nono de Panópolis, un poeta egipcio del siglo V d. de C., Yaco era un hijo de Dioniso, habido con Aura, una integrante del séquito de la diosa cazadora Artemis, tan montaraz como ella e igual de celosa de su virginidad. De hecho, Dioniso solo podría copular con ella como resultado de una violación. Pero no la liemos más. Baste decir que, en lo que concierne al “Carmen 64” de Catulo, Yaco es un nombre más con el que poder mentar a Dioniso.

Nota: En el transcurso de la labor de documentación para el análisis del cuadro “La bacanal de los andrios”, el que culmina la serie del Camerino de Alabastro, averiguo que en cierta obra, las “Dionisíacas”, un poema escrito en Griego por un poeta del siglo V d. de C., Nono de Panópolis, existe una referencia a un tal Iaco. Se trataría del hijo de Dioniso y la ninfa Aura, que, tras ser rechazado por su madre, fue entregado a la ninfa Nicea para su crianza, la cual tuvo lugar en Eleusis. Así pues, según la narrativa de Nono, que no coincide con la de otros, el Yaco de los misterios eleusinos sería en realidad el hijo de Dioniso, en cuyo caso el error de Catulo nos ería tan grave. También es verdad el poeta egipcio vivió cuatro siglos después que el veronés.

Sobre el dios Yaco, el fetén, Herodoto cuenta una curiosa leyenda relacionada con la batalla de Salamina. En los momentos previos al choque entre ambas flotas, un contingente de marineros griegos enrolados en el bando de Jerjes vieron una gran nube de polvo formarse en el entorno de Eleusis. Al momento supieron que era un fenómeno sobrenatural puesto que toda el Ática había sido evacuada antes de la llegada del ejército persa. También oyeron claramente el himno yáquico del ritual de los misterios procedente de la misma nube, que al desplazarse hacia el campo griego, instalado en la isla de Salamina, supieron que significaba el inminente desastre de la flota de persa.

Los sátiros y silenos eran los espíritus de la naturaleza masculinos, el equivalente a las ninfas femeninas. Eran criaturas lujuriosas y dadas al desenfreno, tanto sexual como alcohólico, ideales por tanto para formar parte del séquito de Dioniso. Tenían siempre alguna parte de su anatomía completamente animal, luciendo a veces cola de caballo, pezuñas, piernas de macho cabrío, cuernos, etc. En un principio no había distinción alguna entre unos y otros. Con el transcurrir de los siglos los silenos se identificaron con los espíritus más maduros, con aspecto de viejos crápulas, y a los sátiros con los diosecillos más jóvenes.

Tras nacer, Dioniso vivió oculto a los ojos de su madrastra Hera en una cueva de la montaña de Nisa, en Caria en la actual Turquía. Este asunto ya se trató en el análisis de “El festín de los dioses” de Giovanni Bellini. Los sátiros, silenos y ninfas de los alrededor de la cueva constituyeron el primer contingente de la alegre tropa del dios.

Evión era una de los muchos nombres de Dioniso. La palabra Evoé, con o sin hache intercalada, que es una derivación del mismo, se convirtió en el “grito de guerra” de sus seguidoras, las Bacantes. Su repetición constante les ayudaba a entrar en trance, a entrar en comunión con la mente del dios y sus designios. Las bacantes no tenían que ser necesariamente ninfas, ni siquiera féminas, aunque éstas eran más numerosas que los seguidores masculinos. En el grupo eran bienvenidas las mujeres mortales, que formaban el grueso de la tropa de Dioniso. Las ninfas que se convertían en Bacantes, una minoría entre las bacantes, se denominaban Ménades.

El tirso era el atributo simbólico del dios Dioniso, con el que a menudo se le representa en el arte, pero que también portan sus seguidores. Consistía en un bastón adornado con ramas de vid y hiedra y, a veces, con lazos de colores, y rematado en su punta con una piña de pino. Era un símbolo fálico y representaba la fuerza vital y germinativa asociada al dios.

Una vez entraban en estado de éxtasis las bacantes podían adquirir una gran fuerza física, siendo capaces de descuartizar un ternero con las manos desnudas. Incluso a personas. Algunas de las venganzas del dios contra aquellos que se oponían a sus designios o a la introducción de su culto en los territorios que iba visitando se efectuaron de esta manera, llevando al paroxismo a su tropa, que en ese estado descuartizaba a los descreídos o enemigos, sin importarles siquiera que fuesen incluso seres queridos. Así murió Orfeo, el poeta hijo de Apolo, descuartizado por las seguidoras de Baco. Él que había sobrevivido a una temporada en el infierno, a donde bajó en busca de su amada Eurídice, muerta por una mordedura de serpiente; Él que había vencido con su lira al terrible canto de las sirenas cuando viajaba con Jasón y los argonautas; no pudo sobrevivir a un grupo de mujeres beodas. Y lo peor es que nadie sabe a ciencia cierta el motivo del asesinato, si fue un decreto de Dioniso o las Ménades actuaron por cuenta propia, con un motivo o víctimas de la locura. Muy lógico no parece porque Orfeo había ayudado a introducir el culto a Dioniso en su Tracia natal. Dice Carlos García Gual en su “Diccionario de mitos” que en opinión de algunos la posible causa fuese el resentimiento. Tras perder a Eurídice Orfeo hizo voto de castidad y rechazaba a todas las mujeres que se le acercaban. Con algunas está claro que nunca se acierta. Si eres infiel, malo, pero si eres fiel, peor. La moraleja de todo esto es que no hay que subestimar a las huestes de Dioniso como tropa de asalto.

Las bacantes se encargaban de cazar en los territorios por los que iba discurriendo la procesión báquica. La ingesta de la carne se hacía sin cocinar, cruda. Uno de los bacantes del cuadro de Tiziano, diríamos que un sátiro porque tiene las piernas lanudas como las de un macho cabrío, porta en su mano izquierda un tirso y en la derecha los cuartos traseros de un animal -seguramente de un ciervo, porque hay una cabeza de venado en el suelo del bosquecillo-, que alza como si fuese un garrote, pero que seguramente es más un gesto de júbilo que bélico. Completa su estrafalaria indumentaria con una faldita hecha con hojas de parra y una guirnalda de laurel en la cabeza.

Baco y Ariadna” (detalle: Sátiro con tirso y pata de animal) de Tiziano Vecellio
(National Gallery de Londres)

Baco y Ariadna” (detalle: Cabeza de vanado) de Tiziano Vecellio
(National Gallery de Londres)


La serpiente para los griegos era un ser telúrico, que surgía de las grietas del suelo. Recordemos que para simbolizar su comunión con la tierra Ática, el mito fundacional de Atenas aseveraba que los primeros reyes de la ciudad habían surgido de ella y tenían la mitad del cuerpo con forma de serpiente. Portar serpientes era una forma de empuñar la energía del terreno como un arma. Por eso Catulo nos dice que “otras [bacantes] se ceñían de serpientes enroscadas”. En vez de una ménade Tiziano pinta un sileno con serpientes enroscadas en piernas, torso y brazos. La sensación no es tanto que la porte por gusto como que lucha por desembrazarse de ellas. Por esa razón muchos historiadores de la pintura han creído ver en esta figura una representación de Laocoonte, un personaje de “La Odisea” de Homero, aunque su iconografía se la deba en mucha mayor medida a “La Eneida” de Virgilio.


Baco y Ariadna” (detalle: Sileno con serpientes enroscadas en su cuerpo) de Tiziano Vecellio
(National Gallery de Londres)


Laocoonte era el sacerdote del templo de Apolo en Troya. Había accedido al cargo recientemente tras ser ajusticiado su predecesor al no haber sido capaz de predecir la invasión de los aqueos. En la “Iliada” es un personaje marginal, mientras que en la “Eneida” adquiere cierto protagonismo en relación al episodio del caballo de madera, el ardid de los griegos para forzar las puertas de la ciudad sitiada. La Eneida cuenta este asunto más en extenso que otras obras, y con una variante significativa respecto a otros textos: Ni los troyanos se tragan la estafa tan fácilmente ni los griegos las tienen todas consigo antes de que vayan a poder vender gato por liebre. Por ese motivo envían a un tal Sinón, un primo de Odiseo, al campamento troyano para que, haciéndose pasar por desertor, les convenza de que el caballo de madera es un presente pata Atenea y que su entrada en la ciudad traerá dicha a sus habitantes. Sinón tiene éxito en su empeño, pero no todos los troyanos están de acuerdo con la decisión finalmente adoptada. Hay algunas voces discrepantes. La de Casandra una de ellas, la hija del rey Príamo con el don de la clarividencia. Casandra había sido castigada por los dioses a ver el futuro pero a no ser creída siempre que se lo narraba a alguien. Su don ha dado nombre a un síndrome que todos hemos padecido en mayor o menor medida alguna vez: el de advertir a nuestros seres queridos de un peligro que creemos evidente sin que se nos haga ningún caso. La imagen de Casandra llorando ante la imagen de Troya ardiendo por los cuatro costados, procurada primero en su imaginación y luego vista en la realidad por sus ojos, es uno de los momentos cumbre de la historia de la Literatura. Pero la voz cantante en la disidencia en la discusión que tiene lugar entre los troyanos al pie del caballo de madera, la tiene Laocoonte. Defiende con terquedad su postura. Hasta se atreve a golpear con una lanza los bajos de la figura arrancando ecos a la madera que suenan a hueco. Pero pierde la discusión. Para mayor desgracia, los dioses no le perdonen los obstáculos que ha intentado poner para impedir una ofrenda en su nombre. Dos serpientes gigantescas surgen del mar y atacan a Laocoonte y sus dos hijos dándoles muerte. Sin embargo, en la versión de Virgilio uno de ellos sobrevive. Se trata del padre Eneas, el iniciador de la estirpe romana.

Seguramente no era la intención de Tiziano que su sileno evocase la figura de Laocoonte, pero es muy probable que usase para inspirarse el grupo escultórico del “Laocoonte y sus hijos” de Agesandro, Polidoro de Rodas y Atenodoro, descubierto pocos años antes de pintar el cuadro, en 1506, por un agricultor al pasar el arado por un descampado de Roma, y que pronto fue adquirido por el papa Julio II, adquiriendo gran predicamento en el ámbito de arte. Esto explicaría además el cambio de género en el personaje que porta las serpientes respecto a lo que se indica en el texto de Catulo.

Un tímpano o timbal es un instrumento de percusión al que se arrancan notas de sonoridad grave al golpearse una membrana vibratil, generalmente con una baqueta, en el caso de la bacante del cuadro de Tiziano al entrechocar el tímpano que porta en una mano contra el que porta en la otra.


Baco y Ariadna” (detalle: Bacante portando tímpanos en las manos) de Tiziano Vecellio
(National Gallery de Londres)


Parecen muy pocos versos los que dedica Catulo al encuentro de los nuevos enamorados después de la larga y trágica historia que nos viene narrando en busca de este feliz desenlace. Es como si el poeta no quisiese recrearse en la dicha, suponiendo que crea en el amor que surge entre Baco y Ariadna. Tras estos pocos versos optimistas, retoma el epitalamio de Tetis y Peleo narrando la boda con partida de los invitados mortales a y la llegada de los inmortales al palacio de Peleo. Luego, tiene lugar el canto nupcial propiamente dicho, que llevan a cabo las Melias (Parcas), y que consiste en la adivinación de su feliz futuro conyugal. El canto se centra básicamente en las sangrientas gestas de su hijo Aquiles en el campo de batalla. El Carmen concluye finalmente con una reflexión del poeta, que se queja de la impiedad reinante en sus tiempos y como ello ha provocado que los dioses se alejen de los hombres y rehúyan su contacto.

Por lo que leo en la introducción de la antología lírica “Poesía de amor en Roma” (Ediciones Akal, S.A. Colección Clásica. 1993), escrito por Antonio Alvar Ezquerra, Catulo es representativo de un patrón habitual, casi un estereotipo, en la Roma de los siglos primero antes y después de Cristo. El retrato robot sería el siguiente: Joven de provincias, en su caso la Galia Cisalpina, que llega a la majestuosa Roma para completar sus estudios, orientados hacia el servicio público y la política, para ayudar a que pueda seguir prosperando su ya rica familia, la carrera de derecho tal vez, y que una vez que llega a la gran urbe queda deslumbrado por lo que le puede ofrecer, más por sus brillos que por sus sustancia, sexo y diversión antes que prosperidad o enriquecimiento vital, y que acaba ejerciendo el dudoso oficio de poeta alejandrino, convirtiéndose en parte de esos brillos. Para este muchacho dotado de sensibilidad y cualidades literarias, todo gira en torno al amor. Su vida y su obra lírica pivotan en torno a él. Un amor que nunca parece suficiente, que acaba siendo adictivo, que moldea con sus carencias y sus desengaños, y con las heridas que infringe, su poesía. A este grupo de jóvenes se les llamó despectivamente Nuevos Poetas (neoteroi). Neotérico es un término despectivo acuñado por Cicerón, que fue poeta nuevo en su juventud y renegó después de esta condición.

Son poetas malditos. Y entre todos los malditos, Catulo es el más maldito de todos, el primero de una manada de jóvenes hambrientos de emociones que morirán jóvenes por inanición. Para él, peor que haber sido rechazado fue haber sido amado en un principio y luego relegado por otros, por brillos más deslumbrantes o novedosos. Lesbia, el objeto de su deseo, es como la musa de tantos otros poetas (Tíbulo, Ligdamo, Propercio, etc.), sublime como una diosa, exquisita, experta como una ramera, dueña de su destino, casada con el dinero y el poder y enamorada solo de sí misma. Estará con Catulo hasta que comiencen a llegar las exigencias, hasta que el amor del poeta comience a concebir esperanzas. Porque solo el placer la mueve. El único amor que le interesa es el que ardiendo en otros le permite tomar posesión de ellos. Perfecta matrona romana en la cáscara de su huera vida conyugal -porque el que sea mujer de otro, parece siempre un acicate para los neotércios- y libertina de puertas adentro, aunque no falten los episodios en que realice una impúdica exhibición de sus apetitos, que acabará conociendo todo el populacho de Roma.

Amor y odio pueden coexistir en el corazón de Catulo, al igual que en el de Ariadna, porque lo contrario al amor no es el odio sino la indiferencia. Amor y odio en una mezcla catalizada por la pasión desmedida, por el sexo que ya no se sacia, porque los cuerpos ya no son capaces de encontrarse en el punto que equidista de ambos anhelos. El sufrimiento del amor es algo tan conocido por Catulo que es capaz de sentirlo y dramatizarlo por identidad interpuesta, incluso en la de una muchacha griega glosada por los poetas antiguos. Esta dualidad es expresada por Catulo una vez llega el desengaño en su amor por Lesbia en el “Carmen 75”:
A tal extremo ha llegado mi alma, Lesbia mía, por tu culpa y de tal forma ella misma se ha perdido por su fidelidad, que ya ni puedo quererte bien, por muy buena que seas, ni puede dejar de amarte, aunque a todo llegaras”.
Pero más claro, contundente y conciso, y por ello certero, es aun en el “Carmen 85”:
Odio y amo. ¿Quizá me preguntes por qué actúo así? No lo sé, pero siento que es así y sufro".
Me limito ahora a transcribir los comentarios de Antonio Alvar Ezquerra sobre este famoso poema, para que queda advertido quien distraídamente este leyendo estas líneas: “No es exagerado decir que estamos en presencia de la más breve de las elegías latinas, nudo gordiano de toda la poesía amorosa posterior en dísticos elegiacos; lo demás, partiendo de esta fecundísima semilla, cabría entenderlo como eruditas amplificaciones”.

Y en esos accesos de ira hacia Lesbia se muestra sospechosamente cercano en su forma de expresarse a la Ariadna del “Carmen 64”. El “Carmen 60” no puede sino recordarnos el pasaje del epilio sobre Teseo, Dioniso y Ariadna en el que la última insulta al primero de forma despiadada:
¿Es que una leona de las montañas de Libia o Escila que ladra por debajo de sus ingles, te engendró con un corazón tan negro y cruel que desprecias la voz de un suplicante en extremo peligro, ay, tú, de corazón excesivamente fiero?”.
Si Lesbia es para Catulo una hija de Escila, Teseo es para Ariadna un esputo del monstruo. Empezamos a darnos cuenta de que si Ariadna ha sido capaz de engendrar tan rápido, en apenas una jornada dentro del tiempo narrativo, un odio tan sólido hacia Teseo es porque es ayudada en gran medida por quien narra la historia de su desengaño amoroso.

Toda la poesía de Catulo, su corta vida en realidad, pivota alrededor de Lesbia, seudónimo que esconde la identidad de una mujer aristócrata que jugaba a ser parte del pueblo llano. Divorciada de su primer marido y viuda alegre del segundo, de cuya muerte se sospechó que fue autora, vivió una vida licenciosa, llena de escándalos, con numerosos amantes, Catulo uno de ellos. Y esa fue la clave del desastre para el poeta: Lesbia lo era todo para Catulo, pero Catulo era solo uno entre muchos para lesbia. El tormento de los celos explica buena parte de la poesía de Catulo, cuya rabia rayó en muchos poemas en el odio, fue fagocitado por él y le ayudó a no extinguirse.

Sería Apuleyo quien descubriría el personaje tras el seudónimo: Clodia, apoyándose en la descripción que de ella hizo en cierta ocasión Cicerón. Antes incluso de renegar de Catulo, Clodia mantuvo un idilio con Marco Celio Rufo, un íntimo amigo del poeta. El escarceo amoroso acabó ciertamente mal, con Clodia acusando a Rufo ante los tribunales de haber intentado envenenarla. En el juicio que se celebró para dirimir la cuestión, Cicerón ejerció la labor de abogado de la defensa, ganándose la enemistad ya para siempre de la supuesta víctima en razón del despiadado retrato que hizo de ella. Cicerón tenía un interés personal en el proceso ya que Clodia era hermana de uno de sus adversarios políticos: Clodio, un lugarteniente de César, su hombre en las calles de Roma. Los hermanos eran un frente único. Atacar o dañar a uno era hacerlo al otro. Eran inseparables. Hasta se Llegó a escuchar la palabra incesto en las habladurías de la gente. Este culebrón queda resumido en el “Carmen 58”:
Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia, la famosa Lesbia aquella, la única, a quien Catulo amo más que a sí mismo y que a todos los suyos, ahora por las esquinas y callejas se la pela a los nietos del magnánimo Remo”.
Es ciertamente un poema retorcido, aunque enternecedor, tanto como el alma atormentada de Catulo, que apela al que ya no es su amigo, pero que lo fue en su día, y también su confidente, para insultar a Lesbia/Clodia, llamándola ramera con todas las letras, o sin necesidad de usar ninguna de las seis que tiene el vocablo dada su pericia en el manejo del idioma y la metáfora. Tiene sentido después de estas averiguaciones la alusión a Afrodita Ericina cuando narra la desdicha de Ariadna, la suya: “Ay, desdichada, a quien con repetidos ataques abatió Ericina, sembrando en su pecho las espinas del amor”. No, no era casual usar la advocación de la diosa del amor que era patrona de las prostitutas. Le venía bien para el insulto velado.

Pero no solo soez, Catulo también puede ser despiadado. En el “Carmen 79”, valiéndose de una estratagema bastante transparente, airea los amores incestuosos de Lesbia/Clodia:
Lesbio es guapo. ¿Cómo no? Ese a quien Lesbia prefiere a tí, Catulo, y a toda tu familia. Pero, con todo, que este guapo venda como esclavos a Catulo y a su familia, si entre todos los que lo conocen encuentra tres besos”.
Hay quien cree, y a mi me convence esa tesis, que el epilio de Ariadna y Teseo es una narración metafórica del tormentoso romance entre Catulo y Lesbia, pero con un curioso intercambio de géneros. Así, Ariadna sería Catulo, abandonada por Teseo, que sería Lesbia en esta ficción lírica. Un rencor equivalente al que Ariadna muestra por Teseo puede advertirse en algunos de los poemas que Catulo dedica a Lesbia. Por eso el concepto de traición es tan importante en el “Carmen 64”.

Normal que Catulo no quisiese recrearse en el momento del encuentro de Ariadna y Dioniso. No cree en los finales felices. El suyo será consumir su vida antes de los 30 años, regodeándose continuamente en el dolor, si hacemos caso a sus poemas, como quien recoge una colilla del suelo para dar una última calada. Sea como fuere, el caso es que, aunque Tiziano sigue casi al pie de la letra a Catulo, y por eso se le considera casi sin discusión como una de sus fuentes literarias, hay en el cuadro bastantes más elementos que los que se describen en el texto, quizá por su brevedad. Por eso se han buscado otras fuentes adicionales y una de ellas se ha creído encontrarla “Arte de Amar”, una obra de Publio Ovidio Nasón, y que es algo así como un manual para la seducción, que incluye un pasaje donde se glosa el encuentro del dios y la mujer mortal en la playa de naxos. El texto aludido es el que se extracta íntegro a continuación:
He aquí que Líber llama a su poeta. También él favorece a los amantes y atiza el fuego con el que arde el mismo. La muchacha de Gnosos por ignotos arenales erraba enloquecida, por el lugar donde golpean las aguas marinas la pequeña isla de Día. Tal como estaba tras salir del sueño, por desceñida túnica velada, los pies descalzos, suelta su azafranada cabellera, daba gritos llamando ante las sordas olas al cruel Teseo, mientras una lluvia de lágrimas que no se merecía regaba sus mejillas delicadas. Lo llamaba y lloraba al mismo tiempo, pero la embellecían ambas acciones. No lograron sus lágrimas afearla, Y golpeándose una y otra vez sus suavísimos pechos con las palmas, «ese pérfido se ha ido: ¿qué será de mí?» volvió a decir. Sonaron unos címbalos a lo largo de toda aquella playa y tímpanos golpeados por frenética mano. Ella se derrumbo a causa del miedo e interrumpió sus últimas palabras. Ni una gota de sangre le quedaba en su cuerpo sin vida. Aparecen aquí las Mimalónides con los cabellos sueltos por la espalda. Aparecen los sátiros ligeros, la muchedumbre que precede al dios. Embriagado aparece aquí el anciano Sileno: va montado a duras penas sobre un arqueado asno y hábilmente se sostiene agarrándose a las crines. Mientras él va detrás de las Bacantes. Las Bacantes se escapan y lo acosan; mientras, siendo como es un mal jinete, fustiga con la vara a su cuadrúpedo, se cayó de cabeza al resbalarse de su orejudo asno. Los sátiros gritaron: «ea, levántate, levanta, padre».
En su carro, que él había cubierto de uvas por encima, venía ya el dios, dejando sueltas las riendas de oro a los tigres uncidos. El color y además Teseo y la voz habían abandonado a la muchacha. Tres veces ella acometió la huida y tres veces el miedo la retuvo. Se estremeció, igual que las estériles espigas agitadas por el viento, igual que una ligera caña tiembla en el húmedo pantano. A ella le dijo el dios: «Aquí estoy. Vengo para ser un amor tuyo más fiel. Oh, muchacha de Gnosos, pierde el miedo, esposa tú de Baco vas a ser. Como regalo mío acepta el cielo: te verán en el cielo como estrella. La Corona Cretense muchas veces orientará al navío dubitativo». Así habló, y desde el carro, para que ella no estuviese asustada de los tigres, saltó (se hundió la arena cuando él apoyó el pie), y se la lleva envuelta en un abrazo (pues ella ni siquiera tenía fuerzas para resistirse): fácil es para un dios poderlo todo. «¡Himeneo!» cantan unos. Otros gritan: «Evión, Evoé». Así en sagrado lecho el dios y su esposa se reúnen, el dios y la joven desposada se reclinan en el tálamo nupcial
Liber o Líber ("el libre", también conocido como Liber Pater, "Padre Liber"), en la mitología romana, era un dios de la fertilidad, la viticultura, el vino y la libertad. Era una deidad patrona de los plebeyos de Roma y fue parte de la tríada del Aventino junto a Ceres y Libera. Su fiesta, Liberalia, que se celebraba el 17 de marzo, llegó a asociarse a la libertad de expresión y los derechos inherentes a la mayoría de edad. Su culto y funciones se asociaron cada vez más con Baco y su equivalente griego Dioniso, cuyas mitologías llegaron a compartir.

La muchacha de Gnosos es Ariadna. Juego de palabras, por similitud fonética entre Cnosos, el palacio del rey Minos de Creta, y gnosos, palabra derivada de gnosis, que significa conocimiento.

El editor de la versión de “Arte de amar” que consulto (Ediciones Cátedra. Colección Letras Universales. 1997), Juan Antonio González Iglesias, me advierte que Ovidio incurre con su frase “que no se merecía” en una ambigüedad deliberada con fines retóricos. No deja claro si es Ariadna la que no se merece verter lágrimas al haber sido siempre leal a su pacto o es Teseo el que no se merece que las viertan por él al haberla abandonado.

Las Mimalónides eran la bacantes que participaban en los rituales orgiásticos gritando y con los cabellos sueltos.

Ovidio es aquí irónico con la figura de Sileno al decir “hábilmente se sostiene agarrándose a las crines”. A Sileno se le suele representar en el arte montado sobre un burro, con el lomo arqueado por su peso y al que maneja sin ninguna pericia, con algún compañero de borrachera a su lado, algo menos ebrio que él, encargado de evitar que se caiga del animal al suelo. Es una figura falstaffiana, un viejo entrado en carnes, barrigudo, siempre ebrio, de buen humor y muy parlanchín.

El Sileno que pinta Tiziano se ajusta a la descripción de Ovidio. Vemos un Sileno obeso de carnes melifluas, como un Buda de la abundancia, dormitando sobre el burro, que nos trae cara de pena, como de estar sufriendo con el peso excesivo que porta, con la cabeza vencida hacia un lado y el cuerpo escurriéndose hacia un flanco de la montura. Razón por la cual otro sileno se le acerca para socorrerle por ese lado.

Baco y Ariadna” (detalle: Sileno surmiendo sobre el burro) de Tiziano Vecellio
(National Gallery de Londres)

A pesar de esta imagen bufa del mentor de Dioniso, se considera que atesoraba toda la sabiduría del grupo de dioses que lideraba y la que daba nombre, que no era poca. A este respecto, se cuenta que el rey Midas de Frigia, seguidor y admirador de Dioniso y conocedor de todo lo relacionado con él, quiso atrapar a Sileno para tener acceso a su saber. Sabedor de la pasión del diosecillo por el vino mando a sus siervos que vertieran ingentes cantidades de esta bebida en la fuente favorita de Sileno, situada en Macedonia o Frigia según sean las fuentes en las que se consulte la historia, y que lo capturaran y ataran cuando se encontrase ebrio. Llevado ante el rey, éste le preguntó cuál era a su juicio entre las cosas humanas la mejor y la más deseable. Se negó a responder en un principio, pero ante la insistencia de Midas le reprochó el querer saber aquello que era mejor que desconociera. La respuesta, cuando llegó, no pudo ser más anticlimácica: Lo mejor para los mortales era, en primer lugar, no nacer y, en segundo en caso, de hacerlo, morir lo antes posible. Vamos, que Sileno era la alegría de la huerta en cuento despejaba la mente de los vapores del vino y se ponía a filosofar. Sobre esta leyenda versa el epígrafe I, 22, de “Imágenes” de Filostrato, titulado “Midas”:
1. El sátiro está dormido. Hablemos de él conteniendo la respiración, no sea que despierte y eche a perder la escena. Midas lo ha cazado en Frigia, en esas montañas, vertiendo vino en la fuente junto a al que ahora yace, mientras vomita el vino entre sueños.
Disparatada es la vehemencia de los Sátiros cuando danzan: delirante su gracia cuando ríen. Pese a la nobleza de su estirpe, también aman, sometiendo a su voluntad a las lidias por medio de astutos halagos. Y también es propio de ellos el que aparezcan representados con al piel curtida, violentos, con las orejas prominentes y los lomos torcidos, insolentes y con colas de caballo.
2. El Sátiro atrapado por Midas está aquí pintado con esa características, pero está dormido de resultas del vino y respira pesadamente a causa de la borrachera. Se ha bebido la fuente entera como quien se bebe una copa, y las Ninfas danzan y s burlan del Sátiro amodorrado. ¡Qué elegante está Midas, qué displicente! Va muy atento a su tocado y a sus bucles, porta un tirso y lleva una túnica dorada. Repara en su grandes orejas, que le dan a sus ojos, aparentemente atractivos, una aspecto adormilado y convierten su encanto en torpeza, aludiendo la pintura a que esta historia ha sido ya divulgada y difundida entre los hombres por al pluma, ya que la tierra no pudo guardar el secreto que oyó”.
Quien era Midas, personaje pintoresco escorado más bien hacia lo bufonesco, como Sileno, por eso hacen tan buena pareja en los cuentos, lo resumen muy bien Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Elvira en las notas de su edición de “Imágenes” de Filostrato el Viejo para Ediciones Siruela: “Rey de Frigia sobre el que los griegos forjaron varias leyendas. Se dice que, cuando se solicitó su juicio en una competición musical entre Apolo y Pan, optó por este último, lo que motivó que el dios, irritado, hiciese que le brotaran orejas de asno. Nadie conocía semejantes apéndices salvo el peluquero del monarca, a quien Midas había hecho jurar que no revelaría el secreto. Incapaz de guardarlo, el peluquero se lo confió a un agujero que había practicado en la tierra, dándose el caso de que unas cañas que por allí había, sacudidas por el viento, propalaran la historia”.

Hay otra historia, conocida por casi todo el mundo, que liga ambos personajes. En este caso Midas no captura a Sileno sino que lo libera de dos campesinos que lo han encontrado en mitad del campo, durmiendo la mona, tras quedar descolgado de la caravana del dios del vino cuando recorría los territorios de Frigia. Los campesinos llevaron al sátiro maniatado ante la presencia del rey. Midas, que había sido iniciado en los misterios de Dioniso por Orfeo, supo enseguida a quien tenía ante sí se contaba entre sus acompañantes habituales. Así que lo agasajó durante varios días, con sus noches, y luego se lo devolvió a su señor. La alegría de Dioniso al recuperar a su amigo, a su Sancho Panza, fue tal que en agradecimiento concedió a Midas un deseo. Éste optó por aquello que todos sabemos: Adquirir el don de convertir el oro todo lo que tocase. Sus nuevos poderes pronto se convirtieron en un grave problema cuando descubrió que también se transformaba en oro la comida y la bebida y no podía ingerirlas. Al borde de la inanición solicitó a Dioniso que le librarse del tormento que le había provocado su avaricia. El dios le aconsejó viajar a las tierras de Lidia y bañarse en el Río Pactolo. Tan pronto como lo hizo, el don se transfirió de su cuerpo a las aguas de la corriente, cuyo lecho y riberas se convirtieron en auríferas desde entonces.

Ariadna se muestra en ese momento igual que las estériles espigas al carecer de varón (acaba de perder a paladín Teseo). Ovidio establece una doble semejanza entre una espiga de trigo y la muchacha: la esterilidad y la agitación, la una por el empuje del viento, la otra al ser víctima del miedo.

Dice la leyenda que cuando Dioniso le pidió matrimonio a Ariadna esta se negó a casarse con él pues no quería hacerlo con ningún mortal tras la mala experiencia habida con Teseo. Para probar que era inmortal, Dioniso se quitó una diadema de oro que portaba en la cabeza a modo de diadema, fabricada por Hefesto, el gran orfebre del Olimpo, y la arrojó al firmamento, donde se convirtió en la constelación de la Corona Boreal. Otra versión de la historia, la que prefiere Ovidio, dice que la diadema fue el regalo de bodas que hizo Dioniso a Ariadna, y que la arrojó al firmamento cuando ella murió, para convertir a su esposa en constelación y hacerla inmortal.

Baco y Ariadna” (detalle: Diadema de Dioniso tras convertirse en la constelación  Boreal de la Corona) de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)

El texto de Ovidio añade respecto al de Catulo la presencia en la escena de Sileno, el carro tirado por fieras y la Corona Boreal, así como la cabellera pelirroja de Ariadna, cuando Catulo nos había asegurado que era rubia. Aunque como fuente adicional es verdad que solventa muchos problemas, también añade otros, aunque de no demasiada entidad, como veremos a continuación.

Aunque en la mayoría de los análisis del cuadro a los que he tenido acceso se considera que el escorzo de Dioniso se debe a su prisa por apearse del carro para poder calmar cuanto antes los miedos de Ariadna, a mí esta explicación no me convence en absoluto. Si el miedo, como se dice a menudo, se deriva de la presencia de los leopardos, estos son pintados por Tiziano en una actitud poco fiera. No están pendientes de la doncella sino el uno del otro. Se miran ensimismados con tal fijeza que nos recuerdan a Hipomenes y Atalanta, los leones del carro de Cibeles, enamorados el uno del otro y castigados por ello cuando aun tenían forma humana, pero esa es otra historia. Casi se diría que el leopardo que tenemos más cerca se mira en un espejo y el otro es tan solo su imagen especular, ya que sus posturas son idénticas.


Baco y Ariadna” (detalle: Tiro del carro de Dioniso formado por dos leopardos)
de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)
Tampoco Ariadna parece hacer mucho caso a los animales. Si es cierto que su expresión corporal denota miedo, al menos agitación, pero estaremos de acurdo en que los felinos no son lo más aterrador del cortejo de Dioniso. Más bien, como dice Ovidio, el miedo lo traía de antes, por haberse visto sola y abandonada a su suerte, y que por eso “por ignotos arenales erraba enloquecida”. Aunque es lógico que el hecho de verse de repente en medio de una bacanal se lo incrementase.

En todo caso, es de advertir como luce ya la Corona Boreal en el firmamento que pinta Tizano, que entendemos está en el comienzo del periodo nocturno por verse ya estrellado. La postura del dios a lo que recuerda no es a la de alguien que se apea de un medio de transporte, aunque sea las bravas, sino a la de un discóbolo que acaba de arrojar el disco, en este caso una diadema. Por cierto que la Corona Boreal no tiene la forma que le da el pintor, circular, sino arqueada, la de una curva abierta, aunque sus extremos tiendan el uno hacia al otro, como en una C mayúscula. Tiziano ha cerrado por completo el arco para asemejarlo al perímetro de un disco y así se entienda mejor la historia que narra. De ser así, estaría contradiciendo el texto de Ovidio.


Baco y Ariadna” (detalle: ¿Dioniso tras arrojar la diadema al cielo?)
de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)
Por otro lado, Ovidio habla de tigres, no de leopardos, que es lo que pinta Tiziano, lo que sería la segunda discrepancia con la supuesta fuente literaria de su cuadro. El motivo del cambio es fácil de explicar. Alfonso I de Este no contaba con tigres en su zoo particular de Ferrara, pero si con leopardos, que acaba de adquirir en Venecia, muy probablemente con el fin de que sirvieran de modelo para Tiziano.

Una tercera discrepancia con las fuentes literarias, en especial con Catulo, que dice textualmente lo contrario, es la presencia de habitantes en la isla. En el tramo de costa que podemos divisar tras los amantes se aprecia una población en mitad de una ensenada, y que diríamos habitada al salir una columna de humo, quizá por el fuego de un hogar, de lo que parece ser un castillo o casa solariega. “Además, esta isla solitaria no está habitada por ningún albergue humano, ni se ofrece ninguna posibilidad de salida al mar con las aguas que la ciñen”, es lo que se dice Ariadna a sí misma en el furibundo soliloquio que Catulo le adjudica. Podemos disculpar que Tiziano trazará algunas construcciones al fondo de la imagen, incluyendo un faro, que es indicativo de trasiego marítimo, en aras de mejorar la calidad paisajística de la obra.


Baco y Ariadna” (detalle: Ciudad costera) de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)
Ni Ovidio ni Catulo nos hablan del dios Pan, al que creemos identificar en la figura infantil del fauno situado en primer término. Es por eso que podría ser interesante conocer la versión que del mito realiza Filostrato el Viejo en su obra “Imágenes” que, los reiteramos una vez más a riesgo de ser pesados, es la fuente literaria principal de la serie del Camerino de Alabastro. El epígrafe decimoquinto del libro primero, titulado “Ariadna”, describe la misma escena que Ovidio y Catulo:
1. Que Teseo se portó mal con Ariadna –aunque algunos dicen que se limitaba a cumplir los designios de Dioniso-, cuando la abandonó dormida en la isla de Día, tienes que habérselo oído ya a tu niñera, pues esas mujeres son muy diestras contando semejantes historias y vierten cuántas lágrimas quieren con ellas. No necesito decirte que Teseo es el que está en la nave y Dioniso el que está en tierra, ni voy a pensar que no sabes y que tengo que decirte quienes es la que está sobre las rocas, tendida en apacible sueño.
2. No basta en este caso alabar al pintor por cosas que solemos alabar en otros; fácil es, en efecto, para cualquiera pintar hermosa a Ariadna y bello a Teseo, y son innumerables los atributos de Dioniso para quien quiera representarlo en pintura o en escultura, de manera que es difícil dar una idea, aunque aproximativa, del dios. La corona de hiedra, por ejemplo, es claro, atributo de Dioniso, incluso si la ejecución es mediocre, y una leve cornamenta en las sienes revela también al dios, a quien sirve de símbolo inequívoco una pantera apenas entrevista. Pero este Dioniso el pintor lo ha caracterizado solo por el amor. Ha prescindido de floridos trajes, de tirsos y de pieles de cervatillo, considerándolos aquí fuera de lugar, y las Bacantes no golpean los címbalos, ni los sátiros tocan la flauta, y hasta Pan detiene su danza para no turbar el sueño de la muchacha. Revestido de fina púrpura, con la cabeza coronada de rosas, Dioniso se acerca a Ariadna «ebrio de amor», como dice el poeta [Anacreonte] de Teos de aquellos que están ciegamente enamorados. 3. En cuanto a Teseo, también él está enamorado, sí, pero del humo de su patria, Atenas, y ya no conoce a Ariadna y nunca la conoció, y estoy seguro de que incluso ha olvidado el laberinto y no recuerda con qué finalidad navegó a Creta: tan fijamente dirige su mirada hacia lo que se extiende delante de su proa. Repara en Ariadna o, mejor, en su sueño, su pecho está desnudo hasta la cintura, su cuello se inclina hacia atrás y son visibles su delicada garganta y su axila derecha, mientras que su mano izquierda reposa sobre el manto para impedir que el viento la desnude del todo. ¡Cuán bella es, Dioniso, y qué suave su respiración! Si su fragancia es de manzanas o de uvas, podrás decirlo cuando la hayas besado”.
Con una simple lectura rápida del texto obtenemos la primera recompensa. Filostrato si que menciona a Pan, y su descripción se ajusta grosso modo a lo que pinta Tiziano: “Revestido de fina púrpura, con la cabeza coronada de rosas”. El fauno del cuadro lleva efectivamente un capa púrpura y porta una diadema de flores, aunque no podríamos asegurar que sean rosas. Su mirada, que se dirige al espectador, parece querer hacernos cómplices de la feliz escena que está teniendo lugar ante sus ojos y los nuestros, al del encuentro de los dos enamorados.

Baco y Ariadna” (detalle: Pan arrastrando un cabeza de venado)
de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)

La presencia de Pan tiene sentido ya que, no lo olvidemos, Dioniso regresa de su campaña de conquista de la India. Entre todos los habituales del cortejo de Dioniso no hay mejor compañero en el campo de batalla que Pan. Se decía que haciendo sonar su siringa, su flauta construida con cañas, era capaz de infundir pánico en el enemigo, que se comportara al oírla como una manada en estampida. Sobre esta extraña cualidad se cuenta una anécdota relativa a la Batalla de Maratón, ocurrida en el 490 antes de Cristo. Tras saber que los persas habían desembarcado en la Playa de Maratón, situada en la misma Ática, a unos 42 kilómetros al este de Atenas, todo el ejército ateniense se puso en camino hacia la costa, a marchas forzadas, para llegar a la playa antes de que a los bárbaros les diera tiempo de progresar hacia el interior. Atrás, en la ciudad, quedaron solo mujeres, niños y ancianos. Se dio orden a Filípides, el soldado más veloz del ejército, y habitual mensajero, de encaminarse a Esparta para solicitar ayuda. La Historia nos dice que los espartanos se desentendieron de sus aliados alegando como excusa estar en plenas Carneas, una fiesta que les impedía cualquier otra actividad, en especial la guerra. La misma fiesta que les serviría de coartada una década después para escurrir el bulto a la hora de defender Atenas, que acabaría saqueada. Solo la ciudad de Platea acudió al reclamo de Atenas. Pero cuando Filípides retorno al campamento ateniense en Maratón les hizo saber que en su carrera se había cruzado con Pan, quien le había hecho saber que estaba molestado con ellos por no haber solicitado su ayuda. Ya les había favorecido antes y volvería a hacerlo durante la batalla al provocar la desbandada del ejército persa en pleno encontronazo entre ambas infanterías.

Bonita anécdota, aunque creemos saber la verdad. Había muchos testigos aquel día, entre ellos algunos habituados a dejar testimonio por escrito, como es el caso del dramaturgo Esquilo. Ya se encargaría luego Herodoto de de editar su libro “Historia”. La verdad es que tras varios días de impasse, con ambos ejércitos el uno a la vista del otro, sin atreverse a dar el primer paso, parte del ejército persa embarcó en su flota y una parte de los trirremes levaron anclas. Aun así seguían siendo mayoría. Los atenienses fueron conscientes de que la desguarnecida Atenas iba a ser atacada por mar. Milciades no tuvo más remedio que ordenar cargar a su infantería. Los precisos arqueros persas obligaban a buscar la confrontación a la carrera. Aligeró el centro de su frente de batalla para reforzar de forma contundente las alas. Todo el peso del choque entre infanterías lo hubo de soportar ese centro, reducido a la mínima expresión. Pero pudo aguantar en base a su superior armamento y a su capacidad de agonía. Una vez desbordadas las alas del ejército persa la batalla convergió hacia el centro, convirtiéndose en una matanza. Una carnicería que salvó Europa, como veinte siglos después lo haría la que se produjo en Lepanto. El resto es historia, incluso olímpica. Sin siquiera descansar para reponer fuerzas tras la batalla, la infantería griega marchó rauda hacia Atenas, a la que llegó justo cuando las velas de la flota persa eran avistadas en el puerto de Falero.

La acción en el cuadro de Tiziano se organiza de derecha a izquierda, en sentido contrario al habitual, con los primeros integrantes del cotejo dionisíaco situados a la derecha, con Sileno al frente montado en su burro, luego las bacantes tocando los tímpanos, el sátiro con las serpientes enroscadas y finalmente Pan. El carro de Dioniso, que en realidad cierra el cortejo, aparece ya detenido en el borde de la playa. La secuencia se detiene justo a la izquierda, en el momento en que el dios salta, no sabemos si para arrojar la diadema al firmamento crepuscular o para abrazar a Ariadna y calmarla. El cruce de miradas entre los dos amantes es un poderoso polo de atención para el espectador. Tiziano se sintió tan satisfecho del resultado final que decidió firmar la obra: En el ánfora dorada situada sobre una tela blanca, en el suelo, en la esquina inferior izquierda, podemos leer una frase en latín: “Ticianvs F.”. La F es la abreviatura de Fecit, que significa “lo hizo”. Y no solo estaba satisfecho el pintor, también Alfonso I de Este, que encargaría la obra que completaría el ciclo del Camerino de Alabastro al pintor veneciano.

Baco y Ariadna” (detalle: Firma de Tiziano)
de Tiziano Vecellio (National Gallery de Londres)

Baco y Araida” fue colgado en las paredes del Camerino de Alabastro en 1522, donde ya estaba presente desde 1520 otra obra de Tiziano: “Ofrenda a Venus”, así como “El festín de los dioses” de Giovanni Bellini, desde el mismo momento en que se creó el estudiolo. Las vicisitudes del cuadro como objeto artístico fueron idénticas a las del cuadro de Bellini hasta su salida de Italia.

En 1598 el papado invadió para anexionárselo el ducado de Ferrara. La serie pictórica del Camerino de Alabastro, como el resto de obras artísticas de la Vía Coperta, se convierte en botín de guerra. El hombre fuerte en Ferrara pasa a ser el cardenal Pietro Aldobrandini, sobrino del papa Clemente VIII. Las colecciones de arte del ducado pasan a ser propiedad suya, decidiendo el traslado a Roma de la serie del Camerino de Alabastro al completo. Allí adornan las galerías de la Villa Belvedere, ubicada en la ciudad de Frascati, dentro de la provincia de Roma.

En 1621 la serie se desgaja para siempre. Dos de los cuadros de Tiziano: “Ofrenda a Venus” y “La bacanal de los andrios”, fueron donados por la familia Aldobrandini al cardenal Ludovico Ludovisi, otro sobrinísimo del papa de turno, en este caso Gregorio XV. El otro Tiziano, “Baco y Ariadna”, así como el cuadro de Giovanni Bellini, permanecieron en la Villa Belvedere. En cuanto a la obra de Dosso Dossi, hace tiempo que se le perdió la pista. Probablemente no viajará nunca a Roma. No se tiene al menos constancia de su inclusión en el inventario de obras del Belvedere.

Los dos cuadros propiedad de la familia Ludovisi fueron regalados en 1637 a Felipe IV por Nicolo Ludovisi, como pago por el Principado del Piombino, un pequeño estado independiente italiano que comprendía las ciudades de Livorno y Grosseto en la región de la Toscana, y que hasta ese momento pertenecía a la Corona Española. El trueque permitió a Nícolo Ludovisi convertirse en príncipe y al rey de España incrementar su ya nutrida colección de Tizianos.

En cuanto al Tiziano restante y el Gionanni Bellini, permanecieron en el Belvedere hasta el advenimiento de la Época Napoleónica. La conmoción que supuso la llegada de las tropas del general corso a la Península Italiana a comienzos del siglo XIX obligó a muchos propietarios a vender las obras de arte a prisa y corriendo como modo de supervivencia. Los dos cuadros fueron adquiridos por los hermanos Camuccini, dos marchantes sin escrúpulos que aprovecharon la situación política adversa para amasar una fastuosa colección de arte. A partir de este momento las dos obras toman rumbos vitales divergentes. Ambas acabarán en Inglaterra, aunque siguiendo periplos distintos. Tras varios cambios de mano y de país, “El festín de los dioses” será adquirido por el magnate estadounidense Peter A. B. Widener, quien lo donará, junto al resto de su colección, a la National Gallery de Washington. Por su parte, “Baco y Ariadna” fue adquirido en el año 1806 por el Sr. Irvine, un agente británico en Italia, para William Buchanan, quien también era comerciante, por 9.000 coronas. Al año siguiente, pasó a ser propiedad del señor Kinnaird, que lo vendió a su vez a Delahante en 1813. En 1816 el cuadro es adquirido por Thomas Aldea, que lo llegó a exhibir en la Institución Británica. Finalmente, fue comprado por la National Gallery de Londres en 1826, donde actualmente reside.

La escisión de la serie no puede considerarse más que como una tragedia para el arte. Nunca volverán a poder contemplarse juntos los cuadros como ocurría en La Via Coperta y, durante un tiempo, en la Villa Belvedere. Quizá sea un atrevimiento reclamar la propiedad moral de la serie al completo para el Museo del Prado, pero no debe olvidarse que esta institución posee la mejor colección de Tizianos del mundo. En ningún lugar estaría más a gusto “Baco y Ariadna” que en Madrid. Además, la Corona Española, a través de Felipe II y Carlos V, fue con diferencia el mejor cliente del pintor veneciano. Es para ponerse a rabiar que esta magnífica obra se le escapase al ojo certero de Felipe IV. Hasta podríamos alegar una tercera razón: si el cuadro hubiera residido en Madrid es casi seguro que Rubens se hubiese animado a realizar una copia, como sí hizo con los dos cuadros de la serie propiedad ahora del Prado.