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lunes, 6 de diciembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (y 15)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-QUNCE-

Es el azar, lo que queda de su fuerza, quien gobierna nuestras almas, la mano que subraya el mensaje que el Creador escribiera. Negar el destino es afirmar que el caos puede ser la causa de todo, que lo fortuito es el único mensaje.

Planteemos el siguiente modelo, juguemos a construir maquetas cósmicas: supongamos una partida de billar, supongamos que el Universo es un gigantesco tapete verde y que sus pobladores son las bolas blancas y rojas que inmóviles descansan sobre la mesa. Supongamos que es conseguir una carambola el único propósito de este pequeño cosmos, lograr la interrelación de todos sus elementos. Sería inevitable admitir a continuación la necesidad de la existencia de un jugador y de un plan. En lo que a lo primero se refiere, porque habrá que descartar que la primera bola en ponerse en movimiento lo haga siguiendo un impulso propio o uno debido al choque con algunas de sus compañeras; partimos de una situación carente de movimiento. En lo que a lo segundo se refiere, porque aun siendo innumerables los modos posibles de lograr una carambola a partir de la comunicación de movimiento a una cualquiera de las esferas, aun así, la cantidad de intentos que se verían coronados con en éxito sería insignificante frente al número total de formas posible de atacar el problema; esta es parte de la gracia del billar. Ni siquiera la teología y la cosmología pueden sentirse a salvo de las ponzoñosas garras de la estadística.

Pero, vayamos más allá, sigamos imaginando, no tengamos miedo a traspasar la frontera de lo razonable. Supongamos que en la mitad de sus trayectorias, ya sea por el roce, la textura y la rugosidad de la tela, o a causa de la violencia de los primeros encontronazos, parte de las bolas se vuelven inteligentes. ¿Cuál seria la consecuencia de todo esto? ¿Podría en ese caso la jugada influir en su propio desenlace?

Tal vez sea cierto que el mensaje solo estuvo completo en el mismo instante de la creación. Tal vez. No pretendo que todos los enigmas puedan resolverse. Ahora se que es mucho lo que ignoro, como mucho es también lo que jamás podré comprender. Pero me resisto a creerlo, porque conozco algunos pasajes del mensaje, porciones aparentemente inconexas, pero en las que al leer entre líneas intuyo indicios de una algo más grande y complejo.
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A modo de explicación

Escribí este texto hace muchos años. Teclearlo para poderlo incluir en el blog ha sido trabajoso para alguien que solo utiliza dos dedos y uno de ellos solo como apoyo. También un ejercicio de humildad, si es que este fuera necesario. La calidad del texto deja mucho que desear, es oscuro, aunque eso no me importa demasiado, es ampuloso a veces, inconexo en otros y demasiado prolijo en determinados momentos cuando en su generalidad tiende a la vaguedad en las ideas, más a sugerirlas que a exponerlas. A veces he sentido bochorno de haberlo escrito. Pero si he seguido adelante es por que este blog lo concibo más como una herramienta para exponer lo que soy, sujeto claro está al juego de los engaños a medias o las claves y frases cifradas, que como un vehículo para exponer un determinado trabajo.

En descargo del texto diré que quedó segundo en cierto certamen literario organizado por la Universidad Politécnica de Madrid. “Concretamente el III Certamen de relato para jóvenes de la UPM”. Guardo dentro del ejemplar que edité para Susana, que para entonces ya había desapercibo de mi vida, una fotocopia de las bases del concurso. Jamás llegó a haber una entrega de premios, me dieron las 25.000 pesetas a las que se hacía acreedor el ganador del segundo premio en un sobre un día que acudí al rectorado para saber que había de todo aquello. Parece ser que dieron de lado el certamen y se lo quitaron de en medio con el mayor sigilo posible. No guardo ninguna placa o título enmarcado que acredito que alcance ese puesto. No llegué a conocer al ganador y al tercer clasificado, ni a leer sus escritos. Ni siquiera se dignaron editar algún tipo de publicación que diera a conocer nuestros relatos. Y es una pena, por que durante mucho tiempo fantasee con la idea de que quien me ganase fuera una chica de enorme talento y personalidad arrolladora.

El premio me sorprendió por que se me hacía difícil creer que alguien fuese capaz de leer todo el relato sin estancarse en ningún pasaje. Hay párrafos que al releer me causan cierto pudor, casi vergüenza ajena, es decir, vergüenza propia. Nuevamente diré algo en mi descargo. En muchos momentos mientras escribía las lágrimas afloraron a mi rostro: Cuando leí “La última tentación de Cristo”, de Kazantzakis, leí en su prólogo como su autor se disculpaba de su blasfemia alegando que jamás dejaron de brotar las lágrimas mientras escribiera. Creo que lo que nace del corazón debe ser perdonado. Y esto cuento tiene en este lugar su fuente. Es así, y aunque me cause pudor debo asumirlo. También he de decir que en realidad no fue concebido como un relato. Partes del texto son esbozos de poemas, de escritos, que se han ensartado en el relato, a veces sin demasiada pericia. Más a aun, nunca hubo un boceto claro de lo que estaba narrando. Mi cabeza en aquellos tiempos era un banco de niebla. No se si a estas alturas el sol ha logrado levantarla.

La tesis que sostiene la idea central del relato y el entramado narrativo ya se esbozaban, más bien se insinuaban, en un cuento del que este relato sería algo así como su continuación. De aquel si tengo prueba del premio logrado: el primer puesto en un certamen de narrativa infantil de mi facultad universitaria, la Escuela de Ingenieros de Montes de Madrid. Trataba sobre un chico que encontraba en uno de los puestos de libro de viejo de La Cuesta de Moyano en Madrid, un libro titulado “El lenguaje de los árboles”. Tal vez lo cuelgue algún día, aunque no es muy probable, por que si este me causa sonrojo no me veo capaz de exponer aquel cuento a las miradas de todos. Tal vez una de tantas madrugadas de Matrix.

Existía en mi mente una tercera parte más metida en la idea de la secta de los traductores, que narraría la guerra sostenida contra una facción disidente que, practicando el terrorismo tratarían de impedir, el acceso a la secta a todos los lenguajes secretos que harían posible descifrar la realidad. ¿Y que tipo de terrorismo? Pues uno que me es difícil de explicar. Bombas de irrealidad que al explotar crearían fallas en la realidad que nos rodean. La idea se me ocurrió al ver a la hija de mi amigo José Luis, entonces aun muy niña, sin capacidad aun para hablar, que al mirar los autobuses siempre los saludaba, pero de una forma curiosa. Decía adiós a alguien que yo no lo lograba ver cuando miraba en el interior del coche, autobuses semivacíos que al discurrir ante nosotros en la noche saludaba con su mano, agitándola con el gesto que todos interpretamos como un adiós. Luego me miraba y se sonreía, y con la miraba me interrogaba como si me preguntará: “le has visto tu también”, mientras asentía con la cabeza. ¿Ver a quien? Tal vez a un hombre atrapado entre lo real y lo irreal, entre nuestro mundo y aquellos que eran capaces de crear la secta de los traductores. Aunque muchos pasajes los escribí en mi mente, jamás acometí la empresa. Escribir este relato me resultó doloroso. Ya se que parece excesivo afirmar esto, pero es así. No quería exponerme otra vez a ese trance. Ahora concibo escribir de una forma más natural, menos traumática, menos cargada de falsos significados. Escribo por que me divierte. Casi siempre. Sin más pretensiones. De fútbol si hace falta.

Tal vez algún día escriba ese tercer relato, pero se que tampoco importa demasiado. Aquí he dejado parte de mí, de lo que fui, De lo que soy, y quien sabe de si de lo que llegaré a ser en el futuro. Por que a menudo descubres que cosas casi ininteligibles que redactas un día adquieren ya sentido con el correr de los años.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (14)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-CATORCE-

En el último peldaño del cielo, como un ángel luminoso cerniéndose sobre el valle de la noche cambiante, la silueta sin rostro de un cuerpo tejido con hilo de silencio. Yo sabía que su forma de nube era solo un disfraz de la muerte, del mensajero del miedo. Y era una certeza, por que podía oír su promesa de olvido, de lejanía y distancia. Abriendo los brazos, solo mínimos trazos de lluvia, para poder abarcarme por entero y poner sobre mis ojos cansados el sudario blanco de la paz absoluta.

El viento manaba como el agua fría de la fuente del Norte. El alba estaba cerca. Ya empezaba a extenderse sobre la curva del cielo como una mancha de turbia claridad, pero aun no había alcanzado todos los rincones del nuevo día. Tanto era así, que las nubes ofrecían distintos tonos de blancura según las alturas a las que se encontraban, desde las más bajas, pequeños nimbos grises y azules, donde la luz no era más que un relicto del futuro, nada más que una promesa, hasta las más elevadas, cirros estirados y níveos, donde la mañana se había anticipado a su momento. Y, presidiéndolo todo, como si fueran en sus manos donde hubieran de estar escritas las frases que habría de decir a partir de entonces el porvenir, aquel ángel de misericordia y venganza que tenía piel de nube, corazón de viento y cuerpo de agua.

Era un espectáculo hermoso pero terriblemente desasosegante, por que en aquel cielo existía ese tipo de belleza capaz de partir y esparcir los maravillados pedazos de aquel que no fuera capaz de doblegarse ante ella. Sabía que aquella nube era la portadora de un mensaje, que había en su insoslayable presencia una enseñanza, quizás no tan dolorosa y amarga como yo la había juzgado, y que estaba obligado a intentar descifrarlo, por que yo era su único destinatario. Pero me sentía tan cansado, tan roto, que me veía incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en lo misteriosamente dulce que era aquella visión, aunque fuese preludio de la muerte, aunque fuese el umbral de la vida.

Fue a lo largo de aquella extraña mañana, perdido como estaba en aquel pozo de gravedad, rodeado por las paredes de mi vacía casa –vacía incluso de mí- cuando las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar unas con otras y a mostrar el dibujo que permanecía oculto tras de su división y su desorden. Es curioso lo cerca que se puede estar de la verdad algunas veces, el lapso sorprendentemente largo de tiempo que se puede andar rozándola sin que nos demos cuenta, de tal manera que al dar definitivamente de bruces con ella este insignificante acto de victoria semeja ser obra de la inspiración, un logro heroico y formidable, cuando en realidad es la simple cristalización de un proceso lógico e impersonal, la mera verificación de lo inexorable. Así lo sentía yo, como una titánica batalla ganada a la ignorancia -¡que difícil habría sido en esos momentos dimitir lo contrario! ¡Eran tantas las señales a las que no había hecho caso!-. Una guerra sin supervivientes que pudiesen narrarla a la posteridad.

Desayunar a las ocho menos cuarto con un vaso alto de ginebra con limón puede ser una forma como otra cualquiera de demostrar todo el desequilibrio y la insensatez que se lleva dentro. Tal como podía vérseme en ese momento –visiblemente abatido y malhumorado, con una barba de cuatro días de aspecto sucio y descuidado asomando a la cara y el sueño atrasado reflejado en lo apagado de los ojos, sentado de cualquier manera en una de la tumbonas de la terraza, atrapado entre los laberínticos corredores de mi pensamiento, hipnotizado por el trozo de cielo que había más allá del hueco de la ventana, por su dibujo de azules brochazos, como si del catecismo de un místico o un iluminado se tratase- no hubiera podido reprochárselo a quien me hubiese calificado de triste calco de un borracho. Bebía con verdadero afán, con auténtica avidez, he de reconocerlo, era mi tercera copa y seguía sintiendo la misma sed de olvido que al principio, pero es que necesitaba del consuelo del alcohol más de lo que nunca antes lo había necesitado.

Toda mi mente estaba impregnada de una clara certeza, de una rotunda sensación de fracaso. Había perdido mi oportunidad, la había malogrado, y lo que me provocaba mayor rabia era saber que no era yo quien había elegido mi destino, que no se me había dado siquiera opción a cometer por mí mismo mis propios errores.

El canto de las estrellas, toda la música que se derramaba con su fuego, el interés que ella tuviera en que yo la escuchara, todo ello no era más que un mensaje de amor, por increíble que pudiera parecer. Algo así como si me hubiera intentado decir: “al igual que esta estrella llora la pérdida de su compañera, del mismo modo que ella sufre por su soledad irrevocable, así añoro y extraño yo todo el tiempo que jamás estuve contigo”. Era a mí a quien amaba; era un peso imposible de sobrellevar, el golpear de una responsabilidad que maceraba mis hombros y oprimía en mi pecho. Y lo peor, lo mejor, lo más maravilloso e inexplicable era que ese amor que por mi albergaba era correspondido, sin reservas ni opción a la duda. Jamás había oído su voz, desconocía su risa, su enfado, el olor de su pelo y su piel, de que color eran los guijarros de los que estaban hechos sus sueños; todo en ella me era ajeno y, sin embargo, la amaba con toda mi alma. Nada hay, desde luego, tan atrevido como el amor.

Ni un solo detalle. Aquella pobreza podía llegar a convertirse en una tragedia.

- Ojos verdes. Ojos verdes –de pronto me di cuenta que llevaba largo rato repitiendo aquella frase.

No la conocía, ignoraba de ella hasta su nombre y, aun así, la amaba, sabía que me sería inevitable quererla. El amor es un suceso y como tal puede ser justificado, pero jamás podrá ser explicado de modo totalmente satisfactorio.

¿Y Pablo?, ¿cómo aceptar la traición de un amigo?, ¿cómo perdonar cuando la ofensa es tan grave? Había partido en su busca, en pos de ella, siguiendo un sendero, una ruta entre mundos que solo se abriera para mí. Jamás volvería a tenderse ese puente, no habría una próxima vez; esta información constituía la otra parte del mensaje que ella enviara, por eso ella había juzgado como imperiosamente necesario que yo oyera su llamada desde el primer momento y la siguiera hasta su origen. ¡Qué ironía pensar que la había escuchado por puro azar! El azar, una vez más se había erigido como la fuerza más influyente en el devenir de las cosas.

Me daba cuenta de que la raíz del presente se hallaba muy atrás en el tiempo. Yo no había sido mero intermediario en la aceptación de Pablo en la secta de los Traductores. Esta no se había producido, había sido un imposible desde el principio, porque no era él a quien se había estado sometiendo a prueba, sino a mí. No podía afirmarlo, tampoco esto podía asegurarlo, pero estaba casi convencido de que Pablo había hecho todo lo posible por verme fracasar, por que el trabajo no fuera dado como bueno, pues lo contrario habría significado su derrota en la lucha por el amor de ella –ella, se me hacía difícil seguirla nombrando con un frío pronombre-. En realidad Pablo no había sido más que un eslabón entre otros muchos otros de una cadena que se iniciara en ella y que en mi debería haber terminado. Yo debería haber sido quien escribiera el ensayo.

Sin embargo, estaba obligado a perdonar. Ahora comprendía su obstinación en negarme la capacidad de amar de una forma verdadera. Es costoso aceptar que otros amen lo que nosotros amamos y exigimos como nuestro.

- Ojos verdes. –Bebí del vaso, esta vez no porque necesitase de la ginebra, sino tan sólo para poder romper aquella loca secuencia de palabras.

Ojos verdes, cabellos rojos como el cobre viejo, hombros frágiles, cejas finas y oscuras como líneas de agua. El enigma de un cuerpo que quizás ya jamás desvelaría.

Tal vez los traductores tuvieran también el secreto del tiempo y existiera un futuro donde ella pudiera aguardarme. Tal vez ni ella ni yo existiéramos y fuésemos solo bocetos de otras vidas verdaderas.

Miré al cielo una vez más y ví en él la nube, blanca y majestuosa. Siempre hay momentos de calma hasta en mitad de un naufragio. No, no era un ángel de venganza, comenzaba a verlo con claridad, sino un ángel guardián. Era el último mensaje, la forma en que oiría por última vez lo mucho que me amaba.

- Estaré contigo ya siempre. –Un mensaje nítido y claro. Me parecía mentira haber tardado tanto en escucharla.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (13)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-TRECE-

Ni principio ni fin, tan solo un círculo que se cierra en sí mismo. Ni siquiera hay posibilidad de cambio, porque la esperanza de avanzar en la continua reiteración de los errores cometidos. Cada pecado tiene su penitencia: la certidumbre de que volverá a ser perpetrado una y otra vez hasta el final de los tiempos. Otra vez era primavera, genistas y brezos, tomillos y jaras, la vida es un paisaje en el que predominan los colores sobre los sonidos. Nunca he podido responderme a la pregunta de si merece la pena tanta constancia si al final ha de ser la muerte la única beneficiaria del testamento de lo vivo.

Necesitaba respuestas, necesitaba saber, la certidumbre de que cada paso dado era el correcto. Pero había de ser yo quien tomara las iniciativas, quien arrancase el conocimiento de su misma fuente. Hacia más de un mes que no tenía noticias de Pablo, el teléfono había enmudecido por completo, ya ni siquiera él se dignaba llamarme. Intuía que el viaje que en otro tiempo me anunciara ya se había iniciado y que me había dejado atrás sin siquiera despedirse o dar explicaciones. Ya no podía admitir como correcto aquel modo de proceder. Consideraba que el verdadero problema no era el de que no se me permitiese reprochar lo que consideraba que había sido un modo injusto de tratarme. No, no era esa la cuestión, aunque el daño hubiera sido grande. Se trataba simplemente de poder actuar en defensa propia, de poder que aquello iba en contra de mis expectativas de supervivencia y que no tenía derecho a luchar contra ello, porque este es un derecho que se le concede hasta a la más miserable de las alimañas. Necesitaba saber, me sentía morir en aquel sumidero de ignorancia.

Había tomado la decisión de entrar en la casa de Pablo, de tomarla al asalto si ello era preciso, como si de una fortaleza se tratase, de echar abajo su puente levadizo y quebrantar su clausura. Me dirigí hacia allí a pie. Se que sonará gracioso al decirlo, pero pensé que no tomar un taxi era una forma de evitar dejar un posible rastro acusatorio tras de mí. Hasta hubiese pensado en una coartada para aquella noche si mi mente hubiera estado lo suficientemente despejada como para funcionar con coherencia.

Puso mi mano en el pomo de la puerta y lo hice girar sin dificultad. ¡Qué ironía!, no estaba cerrada; había permanecido abierta todas aquellas semanas aguardando a que llegase el tiempo de mi regreso.

Todo estaba a oscuras, pero podía reconocer la silueta de las cosas allí donde las tinieblas eran más densas e irremediables. Crucé el vestíbulo a tientas, tropezando con todo de un modo estruendoso. Tal vez debí haber encendido la luz desde un principio, no tenía sentido caminar a ciegas por una casa deshabitada, pero tenía el convencimiento, irracional si se quiere, de que la oscuridad era un escudo impenetrable para la culpabilidad, que la invisibilidad era un posible atenuante para el delito que estaba cometiendo.

Entre en la biblioteca, un mundo dibujado con lápiz de sombras. Levanté las persianas de todas las ventanas; quería que la luz penetrase en la estancia y la inundase con ella; era otro rito de expiación, de purificación. No sabía por donde iniciar la búsqueda, la habitación era muy grande y registrarla por completo suponía mucho más tiempo del que disponía. Eso partiendo del supuesto de que lo que buscaba estuviera allí. No fue hasta transcurridas dos horas que me convencí de lo inútil de mi empresa. Había mirado tan sólo en una ínfima parte del total de cajones y armarios que allí había, y todo esto sin hallar nada digno de interés, había mirado en los cajones del escritorio, en los de las alacenas de la pared opuesta a la de las estanterías, en los armarios que se hallaban bajo éstas. El suelo estaba cubierto de papeles, de legajos, carpetas, libros y manuscritos, no me había molestado siquiera en volver a llenar los cajones tras cada registro. Quizá aquel desorden deliberadamente causado me ayudaba a desahogar toda la rabia y la frustración acumuladas. No se, el caso es que cuando quise darme cuenta ya había consumido casi dos horas sin más logro que el de multiplicar los escondrijos. Si algo se me había pasado por alto iba a ser muy difícil encontrarlo bajo aquella montaña de escombros.

Me dejé vencer por el abatimiento. Me senté, de pronto me había quedado sin fuerzas. Me daba cuenta de que los nervios eran un lujo que no me podía permitir, así que traté de serenarme.

- Lugares clave –pensé-. Al menos vamos a agotar en este sentido todas las posibilidades. Pero, ¿qué lugares? -No lograba concentrarme. Aún así tuve una idea: los libros de los traductores. Los busqué por todos sitios pero no los hallé. Habían desaparecido.

Fue tras la segunda tentativa cuando sentí por primera vez que el éxito era posible. Me acordé del ensayo. Sabía donde lo guardaba Pablo: en una carpeta de cartón sobre uno de los estantes inferiores del extremo de la estantería, entre los tomos de poesía que yo le ayudara a comprar. Cuando la cogí las manos me sudaban copiosamente, las huellas de mis dedos mojó el blando cartón azul volviéndolo más oscuro. Dentro estaba el escrito, pero con una presentación nueva para mí, Los folios estaban cosidos a unas tapas forradas en tela y el tipo de letra y la calidad de la impresión habían mejorado visiblemente. Algo no encajaba. Las intuiciones de mi corazón puede que nunca me hayan aportado soluciones, pero siempre han constituido excelentes avisos. Fui directo a la segunda página, y en ella, bajo el título de la obra podía leerse:

Autor: José Luis Nieto

No podía salir de mi asombro. Era mi nombre el que figuraba como autor de la obra. Iba por el buen camino, así que lo demás fue fácil de adivinar. Fui hasta el escritorio y tomé la foto con la mano derecha. La miré a los ojos, me encaramé a ellos y me agarre a su mirada como quien se aferra a la pared de un precipicio. La octavilla con el poema seguía pegada en la parte de atrás. Debió de ser un momento de ofuscación, no tengo otra explicación. Cuando recobré el sentido común fue para darme cuenta de que la sangre corría por la palma de mi mano. Había estrellado el cristal, lo había aplastado contra la mesa, y una astilla de vidrio se había incrustado en mi carne. No hice caso al dolor. Quité uno a uno los trozos de cristal que aun quedaban entre el marco y la foto. Tomé ésta última. Detrás de ella había dos papeles, ambos cuidadosamente doblados con el fin de ocupar el menor espacio posible. Desplegué el primero como pude con la mano que tenía vendada con un pañuelo que había hallado de un cajón. Era una carta de Pablo.

Lo daría todo por un minuto de tregua, por que la amistad no tuviera que ser sacrificada. Ignoro si la traición puede ser perdonada, si el dolor que siento puede lavar la ofensa. No hay certidumbre, tú lo sabes, no hay razones que puedan explicar las ocas. La vida es una interminable sucesión de atroces casualidades y hasta una flor y una estrella tienen en común el absurdo de no tener propósito. Por eso, ¿cómo explicarte, cómo hacerte comprender como lo siento?

Me voy con ella. Quizás sea un destino que no me corresponda, que no deba ser mío, pero creo que cuando se lucha por lo que uno quiere hay que renunciar a todo intento de atenerse a lo que está bien o es justo.

Será difícil que volvamos a vernos. Este que ahora comienzo es un viaje en el que rara vez hay un regreso. Me habría gustado que hubiera sido de otra manera.

Pablo

Desdoblé el segundo. Aun tiemblo al recordar su contenido.

Si mido la vida con la regla de tu ausencia no es nada, no vale nada, es solo vacío rasgando el velo de mi frente. Si llamo al futuro con la voz de tu ausencia nadie me escucha, nada me aguarda, solo el eco en el desfiladero de mis ojos cansados. Todo es olvido, todo es silencio, si tú no estás, solo estéril espera. Una daga en mis manos para agredir la carne muerta de la esperanza.

Era el borrador de un poema inacabado, lleno de enmiendas y tachaduras, rudimentario quizás, pero terriblemente explícito. Bajo él había un mensaje.
Solo dos ruegos te hago: que vengas a mí y que tú venida sea pronto, porque la puerta que a mí te conduce no podrá permanecer abierta indefinidamente. Te espero donde ya fuimos nosotros uno.

Ya en el reverso de la foto estaba escrito el mismo poema que en el portafotos, pero por otra mano. Sí, conocía aquella letra, la conocía muy bien. Era la mía.

“Donde ya fuimos uno”.

Pensaba, pensaba extrañado que una vez hubo un futuro donde ella estuvo conmigo, donde ella estaría junto a mí. Pero, ¿cómo recordar lo que aún no ha sucedido?

domingo, 28 de noviembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (12)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-DOCE-

Un alquimista de la luz, la auténtica materia preciosa. Esa era la imagen que de él tenía mientras le veía manipular los mecanismos de aquella máquina, cuya utilidad y finalidad ignoraba totalmente. En vez de la llama y los alambiques, las lentes pulidas del astrónomo, pero, aparentemente, los mismos propósitos, los mismos métodos, los mismos conjuros empapados en idénticas mágicas intenciones.

- No podría explicar su sistema de funcionamiento, menos aun anunciar las leyes que lo rigen. -Sostenía entre sus manos algo que parecía ser un cilindro cónico de metal, la carcasa de su porción basal, pues tal era su forma al ser hueco y al faltarle el extremo superior, al parte que incluiría al vértice-. Sin embargo, se cual es su finalidad.

Colocó la pieza metálica al final del telescopio, de tal manera que el extremo más ancho quedó en contacto y encajado en la mirilla de observación.

- Me he permitido bautizarlo por mi cuenta y riesgo. Lo llamo aljibe para la luz, pues eso es, más o menos, lo que es.

- ¡Un aljibe!

- Algo así, ya te digo. –Una sonrisa se dibujó en su rostro, apenas un esbozo de sonrisa. Parecía que mi mal disimulada sorpresa era la única medicina capaz de curar su seriedad-. Su misión es captar y almacenar la luz. Es posible que lo único que haga sea intensificar la señal que a él llega, pero estarás de acuerdo conmigo en que un poco de poesía no estará de más. Espero que no te importe que me meta en tu terreno.

La siguiente pieza del mecano era aun más desconcertante. Tenía todo el aspecto de una linterna.

- Se ensambla en el circuito luminoso inmediatamente después del aljibe. Trataba de dar a sus palabras un tono neutro para ocultar su, por otra parte, evidente ansiedad, pero le conocía demasiado bien como para que pudiera engañarme.

- ¿Algo marcha mal?

- ¿Por qué lo preguntas? –Había excesiva actitud defensiva en su contra-pregunta, un roce de amargura que no me gustaba.

- Deberías estar alegre. Hasta un poco de euforia hubiera sido comprensible. Has dado con la solución al problema que te atormenta desde siempre, con la verdad desnuda.

- Bonita frase esa de “la verdad desnuda”, me gusta. –Una cínica sonrisa se desdibujó su rostro borrando de golpe toda la posible humanidad de su mirada-. ¿Qué te hace suponer que la verdad ha de hacernos necesariamente felices?

- Tú deberías saberlo mejor que nadie. Eres tú el que no se cansa de repetir que la incertidumbre no es más que una muerte más lenta.

- Tal vez me equivoque. Ahora se cosas que antes ignoraba por completo y puedo opinar con mayor conocimiento de causa.

Datos entre los muchos escritos en el mensaje de la noche. El árido alfabeto de las estrellas ahora al fin descifrado.

- Antes que empecemos de nuevo a discutir déjame que termine de mostrarte el funcionamiento de la máquina.

Guardé el mismo respetuoso silencio del fiel que asiste a un oficio religioso.

- Esta pieza que ahora ensamblo junto al aljibe es, en el sentido literal de la frase, un proyector de imágenes. –Señaló con el dedo un paño doblado sobre una silla de lona-. Tiéndelo en el suelo de tal modo que sus cuatro esquinas coincidían con las marcas e tiza. Es ahí hacia donde está calibrado que apunte el rayo de luz. –Habían cuatro señales triangulares dibujadas con tiza sobre el suelo de losas-. Bastará con que gire esta pequeña palanca para que comience el espectáculo.

Sobre la tela surgieron los colores, tintes de luz de todos los tonos e intensidades. Marrones que se tornaban amarillos y naranjas, verdes que tanteaban con sus tonos el umbral de los negros más profundos, azules índigo, como una mancha de cielo sobre la tela blanca, rojo espeso, como la sangre de la noche estrellada. Apenas se definía un color cuando ya era otro el que usurpaba su lugar. Como un gusano que serpentease por el suelo y en el que cada septo fuese un color diferente.

- Es una visión muy hermosa –dije aturdido.

- No es una visión, es un sonido. No, no me mires así, ni yo estoy loco ni tú eres un alucinado.

Extrajo de la caja de cartón un artefacto no muy grande, pero de aspecto pesado. Tenía el brillo cobrizo del bronce pulido. Hermético, como si sus secretos no pudiesen ser desvelados.

- Es el verdadero corazón de la máquina, su auténtica razón de ser. Antes de que la ponga en funcionamiento, antes de que desate la bestia, quiero que te prepares y que te convenzas de que lo que vas a oír es algo que nada que hagas podrá alterar. -Tomó del suelo, de un lugar apartado, unas orejeras que se colocó cuidadosamente-. Yo ya lo he oído y es un sonido por el que pararía a cambio de no tener que volverlo a escuchar.

Quise protestar, detener su mano, pero era evidente que estaba escrito que habría de pasar aquella prueba, que habría de afrontar aquel peligro y luchar en aquella contienda fuese cual fuese el balance final de la batalla. Un conmutador fue accionado, un botón fue presionado suavemente. Los movimientos precisos del verdugo. No hubiera dado crédito entonces a quien me hubiese dicho la verdad, lo que ahora se, hasta que punto había deseo de infligir daño en aquellas dos inocentes acciones.

Es imposible describir lo que oí. Me llamaba, alguien o algo me llamaba. No entendía sus palabras, eran frases tan oscuras como luminosos los colores sobre el paño blanco. Me llamaba y no entendía sus palabras. Solo se que lejos eran las antorchas que ardían por nosotros y que todas las letras de mi nombre eran distancia. Una música que desgarraba, porque tenía dedos de tristeza, que hería, por que había en sus notas la queja de una pérdida por todos compartida –el dolor es el auténtico lenguaje universal-. Sus palabras eran luz, luces cavitando dentro de columnas de sombras, luces conducidas sobre carriles de tinieblas.

Me llevé las manos a los oídos, temía volverme loco si continuaba escuchando, pero aun en medio del silencio seguía oyendo aquella voz, como se ve aun durante un rato la huella del sol en nuestros ojos después de que apartamos de él la mirada.

Cuando recobré la compostura y a mis pupilas y a mis oídos volvió la cordura, fue para darme cuenta de que la música había cesado. Elevé la mirada al cielo estrellado. Mi corazón era un enorme interrogante.

- ¿Dónde está? – No era yo quien formulaba la pregunta sino el desorden de sentimientos que en aquellos momentos me suplantaba.

- Justo en el lugar hacia donde estabas mirando. La llamada es tan fuerte e irresistible que sería difícil el camino. A mi me pasó lo mismo. Creo que después de oír su canto se establece algún tipo de lazo que ya es imposible romper. En cierto modo es como oír el canto de una sirena; es imposible no sentirse cautivado por su belleza o no desear ir a su encuentro.

Traté de mantener la mirada en el mismo punto. Pablo tenía razón, sentía que se había creado un lazo entre la estrella y yo al que, a pesar de lo doloroso que me resultaba, no quería renunciar.

- Dime, ¿qué es lo que le provoca tanta tristeza? –Me refería a ella como si de algo vivo e tratase. Era inevitable llegar a esa conclusión después de oír su voz. En cierto modo había percibido más vida, más sentimiento, más emoción en ella de lo que jamás había percibido en persona alguna antes-. ¿Qué cosa puede provocar una tristeza tan grande y salvaje? -No estoy seguro, no lo recuerdo bien, pero creo que cuando formulé la pregunta había lágrimas en mis ojos, tal vez por que era sobre mí sobre quien indagaba; sentía que aquella tristeza era muy semejante a mis sentimientos, demasiado parecida.

- El haber perdido a su compañera. El sistema de la Nebulosa del Cangrejo es doble, es un sistema binario, está constituido por dos estrellas que giran cada una en pos de la otra, alrededor de un eje que pasa por el centro de gravedad del sistema que forman. Normalmente en este tipo de complejos estelares una componente es mucho mayor que la otra, es mucho más masiva, y esto hace que se produzcan extraños y curiosos fenómenos. –En realidad no me estaba explicando nada que ya no supiese, pero era reconfortante oír su voz, sentir como ésta borraba, aunque solo fuera en parte, el eco que todavía perduraba en mis oídos-. En contra de lo que parece dictar el sentido común, son las estrellas masivas las que primero se consumen, las que queman más rápido su combustible y, por tanto, las que más aprisa se encaminan hacia su propia muerte. Cuanta masa posee una estrella antes agotará el hidrógeno de que dispone y antes tendrá que hacer uso del helio generado en su época de juventud.

Yo, por mi parte, seguía sin poder apartar la mirada de donde intuía que debía de estar la nebulosa.

- El proceso es básicamente el siguiente: cuando en el núcleo de la estrella se alcanza la densidad suficiente, después de que ésta haya ido creciendo paulatinamente debido al constante tirón de la gravedad que tiende a precipitar toda la masa de la estrella hacia su centro, y, por consiguiente, la temperatura interna alcanza una cierta cota, los átomos de hidrógeno se vuelven lo suficientemente energéticos como para poder fundirse unos con otros y originar con ello átomos de helio. El resultado práctico del proceso es el desprendimiento de enormes cantidades de energía en todas las longitudes de onda, incluida la de la luz visible.

- De esa energía –le interrumpí- que alumbra los días y que al ser atrapada por las hojas hace posible la vida. Como atrapar fotones con una diminuta red de pescador.

Sonrió ante lo ingenuo de mis palabras, pero no había ni un atisbo de ternura en su gesto.

- Esta energía le permite a las estrellas, entre otras cosas, vencer a la fuerza de la gravedad, ya que la energía nuclear supone calor y presión lumínica interna, cosas ambas que hacen que tienda a aumentar el volumen estelar. Se establece así un equilibrio dinámico que durará mientras duren las reservas de hidrógeno. Cuando éste empiece a escasear la estrella se enfriará y la gravedad tomará el papel preponderante, obligándole a la estrella a contraerse hasta que en el núcleo, ahora constituido por helio, y para que alcance la temperatura mínima como para que pueda producirse también la fusión de helio y rendir en la reacción átomos de carbono.

- y a esta etapa se llega con mayor premura, supongo, si mayor es la masa inicial de la estrella. -Empezaba a sentir impaciencia ante la obsesiva importancia que Pablo le otorgaba a los detalles. Era chocante comprobar como podían coexistir dentro de la personalidad de alguien el afán didáctico y la pasión por cultivar ante los ojos de los demás el misterio que uno constituye.

- Sí, pero lo verdaderamente importante es que en ella la estrella se expande de nuevo, pero esta vez hasta alcanzar un volumen mucho mayor que el que tenía en su edad del hidrógeno. Se convierte en lo que los técnicos llaman una gigante roja: gigante por que su tamaño es desproporcionado en comparación con la masa que posee; roja, porque es una estrella fría, ya que el helio al experimentar la fusión proporciona menor cantidad de energía por unidad de masa que el hidrógeno. Para que te hagas una idea, cuando el sol llegue a su edad del helio su volumen será tal que sus capas exteriores alcanzarán las órbitas de Neptuno y Plutón y engullirá a todos los planetas; el sistema solar será, paradójicamente, un mundo abrasado y frío a un tiempo.

“El final de la vida de una estrella es bastante espectacular, como le corresponde al tipo tan excepcional de seres al que pertenece. Pasará por sucesivas etapas, cada una más corta que la anterior, en las que irá quemando en el horno de su núcleo átomos de elementos cada vez más pesados en busca de la energía con la que poder luchar contra el perpetuo peligro de ser aplastada por la gravedad. Así, cuando el núcleo esté constituido por hierro y le toque a este elemento ser consumido en las calderas de la estrella ocurrirá algo descomunal: el hierro al fusionarse en vez de rendir energía la consume, por lo tanto en esta edad del hierro nada podrá oponerse al tirón de la gravedad. La estrella implosionará. Se contraerá en sí misma sin que nada pueda oponerse, hasta que las tensiones interiores creadas por el brusco aumento de la densidad se hagan tan grandes e insoportables y éstas hagan que la estrella estalle y que, literalmente hablando, se rompa en millones de pedazos tras una explosión de gigantescas proporciones. Esto es lo que se denomina un fenómeno de supernova. Dicen los que entienden que una estrella al convertirse en una supernova puede llegar a brillar, aunque solo sea por unos días, con mayor intensidad de lo que lo harían todas las estrellas de su galaxia juntas. La Nebulosa del Cangrejo es un hermoso ejemplo de lo que estoy narrando, es un halo de materia que fue catapultado hacia el vacío por la fuerza de la explosión de una supernova, los rescoldos helados de lo que en otro tiempo fue una majestuosa estrella.

- Y, ¿qué es lo que queda de la estrella después de todo eso?

- Poco o nada. Generalmente un residuo casi carente de vida. Eso en el mejor de los casos, por que puede ser que la estrella muera y se convierta en un agujero negro.

- Supongo que es lo que le ocurrió a la estrella que habitaba en el lugar que ahora ocupa la Nebulosa del Cangrejo.

- Así es.

- Y, si la estrella murió, ¿de quien es la voz que antes escuchamos?

- De su compañera. Lo que escuchaste es el más triste lamento de amor que pueda imaginarse. El de un ser que perdió a su único compañero y que habrá de soportar esa pérdida por toda una eternidad.

Un dedo helado como un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Algo en sus ojos daba miedo. ¿O era que veía mi mirada reflejada en ellos?

Aquella noche fue la última que vi a Pablo, es por eso que se me antoja tan terrible no poder recordar de que fue de lo que hablamos durante el resto de la tarde ni que derroteros tomaron durante aquellos breves momentos nuestras vidas. Lo que ocurrió en el transcurso de aquellas horas es como una página que hubiera sido arrancada del cuaderno que constituye mi memoria.

Alguien en los cielos me llamaba, fue en lo único que pude pensar durante las tres horas que sucedieron a aquella pavorosa experiencia. Alguien me llamaba desde hacia un periodo de tiempo absurdamente largo, desde mucho antes de que yo naciera. Había mucho de irracional en esa creencia, pero estaba seguro: alguien lloraba mi pérdida y nada de lo que yo hiciera podría retornarse al lugar que ahora sabía que me correspondía.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (11)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-ONCE-

Poco o nada se ha hablado del mestizaje de la noche. Una curvada penumbra rota de estrellas. Donde todo es oscuridad parece algo destinado al fracaso el que el firmamento apueste y se obstine en la luz. Fuego y distancia son los dos pilares sobre los que se sustenta el equilibrio de la noche, los materiales con los que fue construido el puente de guijarros luminosos que se tiende de horizonte a horizonte. La Vía Láctea, como si de un espinazo de claridad que atravesase el cielo para vertebrarlo se tratase. Un arrecife de roca y coral, archipiélagos de luz en océanos inexplorados.

- Te he llamado porque al fin he aprendido a manejar el traductor. –Era una noticia fabulosa y, sin embargo, no percibí ni una migaja de alegría en sus palabras.

La noche sobre la mínima meseta de piedra que era la terraza parecía un pájaro negro que hubiese extendido por completo sus alas. Un negro tan profundo e intenso que no podía sino quebrarse en esa infinidad de grietas y constelaciones. Asomando por los barrotes de la alta baranda, el telescopio de Pablo se me antojaba un perro de presa olisqueando el aroma de las galaxias.

- Me ha costado toda la semana el dar con la dirección correcta. He tenido que asimilar más datos astronómicos en estos días que en todo el resto de mi vida. No te imaginas cuan árida es esa parte de su ciencia que los matemáticos les han prestado a los astrónomos. Un préstamo a fondo perdido, por cierto, porque ya sabes lo generosos que pueden llegar a ser los matemáticos cuando existe la posibilidad, por remota que sea, de hallar un significado útil a sus ecuaciones. –Suspiró profundamente, como queriendo resumir en ese gesto todo el cansancio acumulado en las últimas horas. Solo entonces reparé en las ojeras que orlaban sus ojos y en la cantidad de horas robadas al suelo que representaban-. Me ha costado, pero al fin he conseguido dar con ella.

- ¿A qué te refieres?

- A la posición de la Nebulosa del Cangrejo.

Estaba hablando de un logro estadísticamente imposible.

- Pero, este telescopio no tiene una lente lo suficientemente grande como para que puedas verla –objeté.

- Es verdad. No puedo afirmar que en la región del cielo que ahora barre el telescopio se halle la nebulosa y la estrella que la originó. No puedo asegurarlo porque, efectivamente, no la puedo ver, pero tengo la razonable esperanza de haber acertado.

- ¿Y en qué se basa esa esperanza?

- En que he oído una voz y esta no puede se otra que la suya.

- ¿Una voz?

- Sí. Creo que debes saber que la máquina que cogimos no sirve para contemplar lo que está lejos, sino para escuchar.

Antes de que tuviera tiempo de oír una explicación más detallada, desapareció en el interior de la casa por la escalera de granito que desemboca en su dormitorio. Dominaba por completo el arte de las desapariciones. Sabía instintivamente cuando una salida de escena podía tener un efecto mayor que aun la más afilada de las palabras.

Me dejó allí solo, sobrecogido por la visión de un millón de estrellas murmurantes, un silencio anegado de voces que no me era dado percibir.

martes, 16 de noviembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (10)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-DIEZ-

De repente la claridad. Un corona solar sobre la frente del día, ramillo trenzados de luz y las bóvedas del cielo sostenidas por el cielo azulado de la mañana. La noche artificial había cesado.

En convoy había abandonado los subterráneos de la ciudad y discurría ahora sobre unas vías flanqueadas de arboledas y por praderas de pastizales multicolores.

El traqueteo de las ruedas podría haber sido una buena excusa para no tener que hablar. Sentía como el miedo mordisqueaba mi piel y mi carne. Hubiera sido exagerado decir que estaba aterrado, pero no demasiado.

- En la vida había viajado en esta línea –grité para sobrepasar las murallas de ruido que nos cercaban.

- No es extraño, sobre todo teniendo en cuenta que jamás fue construida.

- Entonces, ¿Cómo puedes estar seguro de que nos lleva al lugar que deseas?

- No vamos a ningún sitio en concreto. No tengo preferencias en cuanto a lo que nuestro destino se refiere.

- Pero, ¿algún control tendrás sobre la situación?

- Sería muy triste tener que admitir lo contrario. Sobre todo teniendo en cuenta los años que me he pasado planeando esta pequeña excursión. Al menos en lo que a la logística concierne.

- Ya, pero eres tan novato en estas lides como yo.

- Sí, me temo que eso es verdad.

El tren abandonó los paisajes abiertos para adentrarse en unos más accidentados, entre lomas de tierra y colinas de roca excavada con dinamita. Fue la doblar una pronunciada curva cuando vimos la estación ante nosotros. Estaba tan vacía como el tren.

- Cuando nos detengamos no pierdas el tiempo y sal nada más se abran las puertas del vagón.

- ¿Alguna razón en particular? -Era como el general que es interpelado por un cabo segunda acerca de la táctica militar escogida para una batalla.

- No estoy seguro de que haya una próxima estación. Mis mapas no daban ninguna información al respecto. Le dejo la tarea de averiguarlo a gente más aventurera. En todo caso, no me gustaría estar aun en el tren cuando parta.

Siguiente para el infinito, dijo una voz burlona dentro de mi cabeza.

- ¿Conoces el axioma de las rectas paralelas? -le pregunté.

- No.

- Dice, más o menos: “rectas paralelas son aquellas que se cortan en puntos impropios del plano”.

- Y eso, ¿a qué viene?

- A que me gustaría averiguar si es verdad que los rieles de una línea de ferrocarril pueden llegar a juntarse sin que el tren descarrile.

- Veo que en tu escuela os enseñan los teoremas, pero no estoy tan seguro de que os instruyan en las utilidades.

No hice caso de su burla. Existían otras cosas que me apetecían más que enredarme en una discusión acerca de los temarios de las asignaturas de mi curso.

- Hay una cosa que me intriga.

- ¿Qué es?

- Verás. Si todo este mundo no es real, que puede impedirle transformarse en otro diferente en este momento o, simplemente, desaparecer, sin más, con nosotros dentro.

- Si tuviese todas las respuestas hace tiempo que habría fundado mi propia iglesia. Sin embargo, no creo que eso ocurriera. Ten en cuenta que, al igual que este mundo es el resultado de la fantasía de unos hombres, la realidad, lo que tú llamas realidad, es el producto del sueño de Dios. Partiendo de esta hipótesis, replantéate la pregunta: si esto es así, ¿qué le impide al Universo transformarse en algo diferente en este momento o, simplemente, desaparecer, sin más, con nosotros dentro?

La respuesta, lejos de tranquilizarme, no hizo sino acentuar mi inquietud. Tal vez fuese esa la intención. Había algo de crueldad en aquella estrategia de dejarme acceder a los distintos niveles de conocimiento solo de uno en uno.

El frenazo fue innecesariamente brusco si tenemos en cuenta la poca velocidad a la que nos desplazábamos. La fuerza de inercia estiró nuestros cuerpos hacia delante, como si fuesen de materia elástica, hasta hacernos caer de bruces. Fue un buen golpe.

Podría haber jurado que no estaba allí antes de que llegáramos a la estación. Sin embargo, ¿Cómo creer que cuarenta toneladas de metal pueden materializarse de la nada, aun en un mundo donde la lógica había sido desacreditada y degradada hasta lo más bajo del escalafón? No obstante, así era: cuando esparcí mi mirada a través del cristal de la ventanilla más cercana, una vez pude alzarme del suelo, no fue sino para ver cono ante el otro andén de la estación aguardaba inmóvil un segundo tren idéntico, hasta donde yo recordaba, a aquel en el cual viajábamos.

Fue como un estallido, como el detonar de una bomba. Tal como sucediera en el momento en que viéramos al traductor, Pablo arrancó a correr como alma que lleva el Diablo.

- ¡Dios mío! ¡Date prisa! -lo segundo lo dijo ya desde el andén.

Me quedé embobado, viéndole dirigirse al corredor de salida. Solo el instinto de supervivencia fue capaz de sacarme de mi parálisis y hacerme reaccionar. Mientras saltaba fuera sentí muy cerca, a mi espalda, el golpe de las fuerzas al cerrarse, como escapar de las fauces de la bestia con el soplo de su aliento en la nuca. Cuando miré atrás, una mirada perpleja y fugaz, ya no estaba allí el tren, había desaparecido, volatilizado como la bruma con el calor. Estaba claro que en aquel país no estaba vigente la ley de la conservación de la materia.

- Te dije que no te entretuvieras. -El reproche me llegó desde las escaleras que conducían al otro andén-. Hay que llegar a ese tren como sea.

- ¿Por qué razón? -Fue más que jadeo que una pregunta.

- Por qué no creo que esté en el programa el quedarnos aquí para siempre.

Un pitido ahogado procedente del tren se dejó escuchar por todo el pasillo. Era la señal de que iba a partir. Tardé tan solo una décima de segundo en alcanzar mi velocidad punta. No recuerdo haber corrido tan aprisa desde aquella vez que fui perseguido por un antidisturbios en una manifestación infantil. Subí los escalones de acceso de tres en tres, y a tal ritmo, que al llegar arriba del todo ya había alcanzado a Pablo. Quise entrar en el primer vagón que vi, pero él me tomó por el brazo y me arrastró hasta la puerta del inmediatamente posterior. De nuevo las puertas se cerraron a mi espalda nada más flanquear el umbral de la entrada.

Me latían las sienes y mi respiración se había convertido en un horrible ronquido. Me senté junto a él. El tren se puso en marcha suavemente, exageradamente despacio al principio, como burlándose de la alocada forma en que habíamos irrumpido en el coche, para más tarde adquirir una velocidad más razonable.

- Tengo la sensación de que alguien se lo está pasando estupendamente viéndonos correr de un lugar a otro como hormigas sobre un terrón de azúcar.

- Es probable que si hubiéramos tardado un minuto más en llegar el resultado hubiese sido el mismo. Estoy casi seguro de que las puertas se hubiesen cerrado tras nosotros de igual forma, nada más entrar. Pero, claro, hubiese sido una apuesta demasiado alta como para poder aceptarla.

- Entonces, ¿qué razón hay para este montaje tan teatral?

- Lo ignoro. Puede ser como tú dices, que estén jugando con nosotros. Tal vez nos hayan dejado penetrar en su mundo bajo la condición de que salgamos de él lo antes posible, a nadie le gustan los intrusos. O, quizás, se trate simplemente de un modo de guiar nuestros pasos evitando que nos desviemos de la ruta que nos han asignado. Debe de haber un millón de maravillas catalogadas como prohibidas para nosotros.

- A propósito, ¿por qué elegiste este vagón y no otro?

Se levantó para dirigirse a la cola del furgón. Le seguí, no sin esfuerzo. Me sentía tan pesado como una estatua de bronce.

- La vi desde el otro tren -me dijo mientras señalaba con la mano una caja de cartón que había depositada sobre uno de los asientos-. En realidad fue el verla lo que me aviso del peligro.

Más misterios. Desvelar uno era descubrir uno nuevo. Como esas muñecas rusas de madera que encierran cada una en su interior una gemela más pequeña.

- Pensé que esta era una expedición sin propósito definido y ahora veo que había un objetivo concreto, después de todo.

- ¿A qué te refieres? -Era sorprendente lo bien que podía simular inocencia al tiempo que mentía descaradamente. Una cualidad que algunos erróneamente atribuyen en exclusiva a las mujeres.

- Este no es un regalo sorpresa, ¿o me equivoco?

- No, no te equivocas. Pero has de creerme si te digo que no se lo que hay dentro de la caja.

- ¿No será tu diploma de licenciatura?

Noté como la amargura se apoderaba de sus ojos.

- No, eso seguro que no. No recibí el pláceme. Me dieron calabazas, un orondo y hermoso rosco. Si no te lo dije antes fue para ahorrarte el disgusto.

- Lo siento de veras.

- Lo se.

- Entonces, ¿cómo es que nos han permitido penetrar en su mundo?

- No estoy seguro. Recibí una carta un mes después de que su examinador me visitara. El mensaje no era claro, habían muchos puntos oscuros en el texto. Sin embargo, por lo que no pude entender, alguien no estaba conforme con el veredicto y me incitaba a vulnerar la frontera con el fin de poderme dar algo; no precisaba el que.

- El hombre del maletín, ¿qué pinta en todo esto? ¿Es él tu enlace?

- Ese es otro acertijo perfecto. Es un embajador de los traductores. El libro “Cartografía de mundos imposibles” hace alusión a ellos, pero no explica ni la forma de distinguirlos ni la manera de contactar con ellos. Solo especifica que a veces es posible verlos pulular por los andenes del Metro cuando van y vienen del mundo de los traductores.

- Así que decidiste esperar a ver pasar uno.

- Eso es.

- Realmente sutil.

Tragó saliva. Yo me concentré en el traqueteo del tren. Tenía el mismo efecto tranquilizador que una cabeza borradora de cinta magnetofónica.

- Para resumir -dijo-: teníamos un espía dentro de la organización que deseaba pasarnos información, pero le resultaba peligroso, por alguna razón desconocida para nosotros, abandonar la base enemiga. -Me hacía gracia su empeño por utilizar siempre el plural, como si se me hubiese podido considerar en algún momento como algo más que un cero a la izquierda.

- Entonces, supongo que ahí dentro debe estar el microfilm con el plano secreto de los misiles.

- Entonces, supongo que ahí dentro no, pero si algo tan valioso y, en cierto modo, tan peligroso como eso.

Tenía la caja fuertemente cogida entre los pies, seguramente con la intención de que no pusiera mis impuras manos sobre ella.

Había algo escrito sobre la tapa. Desde donde yo estaba las letras estaba al revés. Sin embargo, pude leer: “traductor para lenguaje de las estrellas”.

- Creo que es un telecopio -me aclaró.

La vuelta a la realidad fue más fácil de lo esperado. Como a la ida, el paso de un mundo a otro tuvo lugar sin nosotros darnos cuenta. Desandamos el resto del camino sin más novedad que el tener que aguantar el consabido tumulto de las horas punta. Era la una de la tarde.

- Te llamaré.-Se despidió de mi sin esperar a oír la respuesta.

Fue como si una mano invisible me hubiese desenchufado de la red. ¡Al diablo con todo!, me dije, de pronto, como si ya nada me importara. Supongo que esa es la reacción normal cuando alguien se ve completamente desbordado por los acontecimientos, la rutina en los casos de fracaso.

Nuestra amistad había degenerado en recelo, desconfianza y animadversión. Un triste cuadro. No me hubiese importado no volver a saber nunca más de él. Pero solo fue necesario que transcurrieran dos míseras semanas para que el telón se alzase de nuevo. Un teatro de títeres y marionetas.