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Cada vez estoy más persuadido de que debería quedarme a vivir en esta carpeta. Solo aquí me siento a cobijo. Nació un poco por que sí, sin un plan específico y crece sin mucho orden ni concierto. Pero lo cierto es que a menudo me sirve de terapia, para ahorrame aquello de "Me voy del foro, adiós muy buenas/Hola, lo he pensado mejor y pienso que voy a seguir". Cada duda en el camino un escrito, y tras completarlo un volver al lugar de la partida. Literatura con vocación de bucle que parece que no va a ninguna parte, que solo adorna, el caparazón prestado de un cangrejo ermitaño. Esta carpeta se está convirtiendo también en el baúl de la Piquer, el sitio donde recojo lo que encuentro por ahí y lo que mi desazón concibe, para un día poder marcharme sin demasiado atropello y sin que la mudanza se convierta en un tormento logístico. Pintaré la carreta, echaré el baúl atrás e iré allá donde me lleve el camino. Parece que solo lo que he dicho es mi legado, por que en nadie parecer calar la persona más allá de su vacilante discurso. También hay momentos divertidos e intrascendentes, no lo niego. Lo curioso es que estos a larga siempre me pasan factura. Los escritos amargos me procuran paz, los escritos alegres son siempre una bomba de relojería. Perplejo estoy y doy gracias a Dios, por que sino no tendría de que escribir y mi legado entonces sería prácticamente nulo. No pienso entender el mundo, no me conviene. El día que lo ordene en mi cabeza se abrirán las puertas y solo quedará el vacío.
La gran esperanza blanca - Martin Ritt - 1970
por Rokko69 el Miér 10 Marzo de 2010 - 21:17
(Lugar: 1.3, o por ahí, hoy tengo vaga la memoria)
Ahora que me invade una cierta melancolía que no se donde procede y que durante todo el día me ha impedido hacer nada, ahora que quisiera sudar mi impaciencia hablando de lo que fuera sin encontrar ni temas ni palabras ni argumentos, quisiera rescatar del olvido en este apartado rincón del foro esta película, que vi una madrugada cualquiera hace ya algunos años.
Narra la historia de Jack Jefferson, el primer campeón negro de los pesos pesados. La película comienza justo después de obtener el título, con un grupo de notables intentando convencer a un antiguo gran campeón, ya retirado, para que vuelva a boxear, siquiera una vez más para poder limpiar aquel insulto a la raza blanca. El plan no tiene el resultado esperado, y han de contemplar avergonzados la noche de enloquecida de alegría de la población negra mientras celebra el nuevo triunfo. Son tiempos de cólera contenida, en que se busca la revancha, y en todos los rincones del país se rastrea a aquel que pueda convertirse en la gran esperanza blanca.
Casado con una mujer blanca, tal vez por que esos asuntos del color de la piel siempre le parecieran supérfluos, o quizás precisamente por todo lo contrario, aquel detalle al final se convertirá en su condena. Poco a poco el cerco se estrecha alrededor de él. Los poderes del país quieren que desaparezca, que nunca haya existido, barrer su grotesca presencia debajo de la alfombra. Repudiado por su propio país precisamente por lograr el éxito, decide emigrar a un lugar donde pueda sentirse más arropado por lo suyos. Pero hay una vieja ley que considera el cruce de fronteras de estados por los negros cuando van acompañados por mujeres blancas como un delito con pena de cárcel. Es acusado y ante la ameneza de perderlo todo, incluso la libertad, huye con su mujer a Méjico. Allí vivirá durante años la amargura de ver como su injusta situación infecta incluso a su matrimonio. Ganar aquel título se lo ha quitado todo.
Pero todo esto no es más que el preludio de una magnífica escena final, tan solo su preludio. Ha decido dar satisfación a sus enemigos. A cambio de la libertad, de poder regresar a su país, a su ciudad, junto a los suyos, ha acordado dejarse ganar por un boxeador blanco. Al combate solo asisten hombres de esa raza. Todas las gradas están ocupadas por ellos, gente que quiere verle fracasar, dejar de temerle y odiarle. Su contrincante es un gigante rubio con cara de niño. Amargado y con act¡tud ausente recibe las instrucciones de su amigo y manager. El combate comienza y se deja llevar por la situación como si fuera un trámite burocrático. Pero no es verdad que el sea la única persona negra en el estadio. Un niño pequeño vende caramelos, chucherías y frutos secos a los espectadores. Se deja caer en el asalto acordado. Y es allí, tirado en la lona, cuando repara en el niño, en su cara de desencanto, en su tristeza, en su humillación compartida. Se levanta arrastrado por su estúpido orgullo, y por primera vez desde que comenzara el combate comienza a golpear con ganas. El gigante rubio de tierna mirada le mira sorprendido. No hay ni una sola gota de agresividad en sus ojos, ni rabia ni odio. Solo está sorprendido de la repentina fiereza de su contrincante. Aguanta como puede el chaparrón de golpes. Seguramente es la primera vez que ha tenido que sufrir el ataque de alguien que puede hacerle daño. Primero resiste, a duras penas, luego aguanta, después tímidamente comienza a ganar terreno. De repente aquello pasa a ser un combate de boxeo, solamente un combate de boxeo. Y tras un rato en el cual se nos permite dudar de cual será el desenlace, vemos a Jack caer a la lona por segunda vez y perder la contienda.
Mientras los blancos celebran el triunfo. Los únicos que pueden considerarse como de los suyos en aquel terriotorio hostil le arropan y le ayudan a retirarse a los vestuarios. Su manager y el niño le acompañan. Hay orgullo en los ojos de este último. Su amigo le pregunta que por que lo hizo, por que razón rompio su promesa y lo puso en peligro todo. Por que le pudo el orgullo, es evidente. "Y por que al final te dejaste ganar", le insiste su amigo. "No lo hice. Tarde o temprano te enfrentas a alguien mejor que tú que logra derrotarte". La derrota le ha liberado y ha valido su antigua victoria. Sigo tan extrañado como entonces, tan sobrecogido y diria que incluso tan emocionado.
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