Son las cuatro de la madrugada y estoy escribiendo a mano con un boli bic en un cuaderno espiral tamaño cuartilla, a la lumbre de una lámpara a cuyo cobijo de la penumbra escribía también mi padre. Es su mesa de despacho. El salón está en silencio, sólo hablan los recuerdos de la gente que ha vivido aquí y los de tu existencia espectral en mi cabeza. Alzo la mirada del papel para poder describirte lo que me rodea y ésta se tropieza con una fotografía n marco de plata de mis abuelos. Ella es una señora que va de negro, como las mujeres de los pueblos en el NODO, y él un militar con estrellas de general en las hombreras de la casaca. Justo al lado hay una foto de mi madre sosteniendo en brazos a mi hermano cuando aún no tenía ni dos años. Bueno, en realidad el marco está vacío, pero esa es la foto que debería haber dentro. Se mezcla con el presente los recuerdos del pasado de los inquilinos del inmueble y las acechanzas del futuro, haces de humo que ahora mismo se arremolinan en torno a la idea que de ti tengo. No recuerdo cuando ni por qué se suprimió aquella foto tan bella de la mesa de mi padre, pero la tengo memorizada. En algún lugar de la casa andará. Alguien la habrá birlado quizá para hacerse un rosario de momentos vividos.
Hoy me he despertado otra vez en mitad de la oscuridad a pesar de la ventana abierta. Pero esta vez no estabas ahí. Quiero decir que no estaba pensando en ti cuando se ha concretado la primera idea en mi cerebro. He sentido que se me agarrotaba el gemelo de la pierna izquierda. ¿El inicio de un calambre? Duermo sobre las sábanas, no bajo ellas y los amaneceres empiezan a ser frescos. Justo cuando acudía el dolor en estampida, como un rebaño de toros bravos en un encierro para embestir y cornear la carne humana, la imagen de tu cara ha venido en mi socorro, tu rostro sonriente ha permitido que el músculo se relajase. Cómo no s si este escrito va de incitar a que se humedezcan tus ojos o a que te humedezcas a secas, valga la paradoja verbal y conceptual, no sé si decírtelo. Sea: Una parte de mí ha perdido la rigidez y otra la ha adquirido ipso facto. En la fantasía que ha llegado en tropel tras recordar tu rostro, y que imagino que se ha escurrido hacia la consciencia desde sueño que debía estar teniendo, tenía una mano en cada una de tus nalgas, tersas redondas y sonrientes, y botaban contra mi pubis como dos pelotas de baloncesto contra el parquet. ¿Qué malabarismo de Globbertroter es éste? Ale, preciosa, a machacársela otra vez como estrategia para paliar tu ausencia. Esto es un sin vivir, no te haces. O quizás es justo lo contrario, un vivir a todas horas hasta la extenuación. Para estar contigo (es un decir) hay que ser un atleta de la palabra, la emoción y la calistenia. Y, digo yo, ¿no te da rabia que si pienso en tu carita no sea en tu carita en lo que pienso? Tú ya me entiendes. No estoy tratando de redactar frases capicúas sino de escribir con eufemismos por si hay moros n la costa en la playa de tu lectura. ¿No te molesta que si un rostro sonriente con dos mofletes rotundos me rescata del pozo del dolor no sea exactamente del todo el tuyo? ¿Qué podríamos hacer para remediarlo? Ni lo formulo ni reitero la petición para que te enfurruñes. Supongo y espero que hayas comprendido mis sobreentendidos y, por el contrario, espero también que no todos estos señores que viajan de polizones en esta carta. En resumen, ha habido sexo en singularidad hibridado con extrañas reflexiones. Y para hacerlo todo más rocambolesco, he empezado a narrarte una historia para entretener a tu doble con cuerpo espiritual que yacía junto a mi cuerpo, que era n un 95% tan solo carne. Tenemos que debatir la conveniencia de igualar porcentajes en la próxima reunión vecinal de propietarios de mis sentimientos.
Aún son las cinco y media y tal vez me dé tiempo a volver a contártela. Ocurrió cuando estaba en quinto de carrera. Bueno, más o menos, todos repetimos montones de asignaturas y era bastante frecuente que estuviéramos matriculados en un mismo año en hasta en asignaturas de tres cursos diferentes. Yo entonces purgaba el recuerdo de Susana, mi primer gran amor, la primera propietaria del apartamento que tú ahora ocupas. Penaba por los pasillos de la escuela por su ausencia (dejó la carrara cuando estaba en segundo de segundo) y en mi ir y venir me tropezaba constantemente con una morenita que parecía un ratoncillo. Victoria. No, que digo que ese era su nombre. Era pequeñita y adorable. Inquieta, siempre celérica y en movimiento. Cuando ya fuimos novios teníamos una broma privada. Si quedábamos y la estaba esperando en algún sitio concertado, cuando la veía venir hacia mí ya en el último trecho de su caminata, lo hacía tan deprisa que parecía que iba a pasar de largo. Entonces, al llegar hasta donde yo estaba yo improvisaba alguna payasada, escenificar una pisada de freno como si fuera un mimo conduciendo, darle un capotazo de toreo y luego citarla de nuevo cuando me había sobrepasado unos metros, colisionar con ella hombro contra hombro como los jugadores de baloncesto mientras una gran jugada. Verla llegar era dudar de que yo fuera su meta. Cualquiera diría que n o iba a parar porque aun le quedaba una vuelta más al estadio. Por otra parte, era más lista que los ratones. De biblioteca, porque siempre estaba en ella estudiando cuando no tenía clase. Si al perdías de vista podías apostar fuerte con bastantes garantís de que ibas a encontrártela allí. Me hacía mucha gracia: Apenas nos hablábamos, y las pocas veces que lo hacíamos se le empañaban las gafas. Tardé un año en averiguar el por qué. Yo la ponía nerviosa. Otro año adicional me costó verbalizar que el verbo poner nervioso era sinónimo de gustar.
Victoria tenía novio. No, no me lo estoy inventando. Son los guionistas que carecen de imaginación y repiten los argumentos en todas las películas, el viejecillo del piano, al que le gusto en ese papel. Algún día te hablaré del símil. Venga, lo haré ahora, no tengo mejor cosa que hacer. Bueno, sí, dormir, pero no puedo. Pero luego te quejarás de que divago. Vivimos, y mientras lo hacemos un pianista que lleva amenizando la función con su música desde el principio de los tiempos, le pone la banda sonora. La idea del símil la saqué viendo “Ragtime”, la película de Milos Forman. La trama del film languidece o se acelera al ritmo de las piezas que interpreta al piano un James Cagney muy entrado en años. Fue su último papel, creo.
Te decía que Victoria tenía novio y lo he expresado de forma incompleta. Ellos eran LOS NOVIOS, así, en mayúsculas, de la Escuela de Montes. Se habían conocido y enamorado en primero de primero y aun estaban juntos en quinto curso, y ya te he dicho que no había una correlación contable muy exacta en mi carrera entre cursos aprobados y años invertidos para conseguirlo. Eran los novios por antonomasia y también por excelencia, pues hacían lo que se les suponía a los novios que estaban muy enamorados. Eran una inspiración para aquellos que buscaban y no encontraban y empezaban a desesperar pensando que hallar era una quimera. Llegaban a primera hora cogiditos de la mano antes de empezar las clases, y salían rumbo a casa de la misma guisa cuando finalizaban. Entre ambos sucesos apenas se veían porque coincidían poco en cuanto a las asignaturas que cursaban. El estaba algo más rezagado. Pensarás que soy un cerdo destroza parejas y te equivocarás. No sucedió así. Victoria me seguía a todas partes como un perrillo faldero. Como hace tu gato contigo. Se me situaba en el alfeizar de una ventana, por ejemplo, entre clases, al rato aparecía ella. De hecho uno de nuestros primeros juegos era que yo escenifica irritación que me causaba su marcaje y ella exhibía una fortaleza pasivo agresiva soportando todas mis caras de enojo (algunas veces reales porque a había días en que me pillaba de bajón si estaba en una fase d remembranzas de Susana) sin perder la sonrisa y exhibiendo una inocencia impostada de novicia de convento. Me cambiaba de lugar y ella venía detrás. Repetíamos la jugada en otro sitio y a la tercera o cuarta vez nos mirábamos y nos reíamos como locos. Hubo complicidad entre nosotros desde mucho antes incluso de ser amigos. El inicio de una nueva clase venía en nuestro rescate evitando la posibilidad de tener que discutir que estaba ocurriendo. Siempre he sido un tipo gris y tristón, pero he tenido la suerte de saber hacer reí a las mujeres que he querido. Y lo fui perfeccionando. Con Patricia, mi negrita, ni siquiera tenía que currármelo. Me miraba y se mondaba de risa, como si yo fuera un chiste viviente. Bueno, algo así, pero no como para justificar tantas carcajadas. El caso es que me enamoré de ella precisamente por eso. ¿Por qué soy un vago? Yo que sé. Mujer, su físico ayudó un poco, todo hay que decirlo, pero fue su alegría desbordante sobre todo. Su risa no ofendía. Te limpiaba el alma. Te la dejaba reluciente, como un coche tras pasar por el túnel de lavado.
¿Qué si quería a Victoria? Me enternecía. Ya te he dicho que era como un ratoncillo. Pero a mí me gustaba otra. No recuerdo su nombre y mira que llevo días tratando de hacerlo. Está en algún cajón de la memoria que no se abre. Se habrá atorado la madera con la humedad. Me has hecho recordar no sólo a las titulares sino también a las suplentes convocadas y que pueblan el banquillo. Era un bellezón, un mujerón. Alta, escultural (eufemismo de vaya pecho y menudas piernas. Bueno, menudas no eran). Además, era simpática y enloquecedoramente accesible. Amable, simpática, de conversación siempre amena. Cómo me gustaba aquella mujer. Sentarme a su lado era una bendición porque su melena, larga y castaña, con tonalidades cobrizas, olía siempre a limpio. Y el caso es que era un placer del que gozaba a menudo porque siempre se sentaba a mi lado. Siempre achaqué aquella querencia a motivos lectivos, a que le gustaba como cogía los apuntes y que al acabar la clase más a mano para pedirme los de alguna clase a la que hubiera faltado o para rellenar algún hueco causado por alguna distracción Tardé años en proponerme alternativas para tratar de explicarme mi aparente buena suerte. Para entonces ya no estaba en mi vida, solo era un recuerdo dorado. Nunca sabremos si tuve alguna posibilidad. Un dato: su novio era tan insignificante como yo. También a él le sacaba media cabeza. Me lo presentó un día en el ocaso del último curso, donde se vendían los pinos de Navidad para costear el viaje fin de carrera. Ví que estábamos en el mismo orden de magnitud. Y el caso es que yo la había conocido soltera, o eso creo. No sé si entera, porque oportunidades no debían faltarle a aquella mujer. ¿Pude haber sido yo la elección si hubiera tenido arrestos para arrimarme a su mundo más junto? Como no rebobinemos con la máquina de H. G. Wells y volvamos a darle al play con otra actitud…
Recapitulemos: Dos mujeres me perseguían por las aulas de la Escuela de Montes mientras cursaba quinto. No está mal para un tipo tan feo como yo, y una de ellas era Miss Promoción del 95. Una vez le pregunté a un compañero con el que tenía confianza y que la había conocido a los tiernos 18, si aquella chica había sido siempre tan hermosa. Supongo que se lo expresé en términos algo más vulgares. Me miró extrañado. La conocía desde primer curso y entonces tenía granos en la cara. Hasta tenía un apodo alusivo. Era una flor de verano, de eclosión tardía, y eso había moldeado para bien su carácter, haciéndola modesta y amable con todos, empática con el dolor de los gnomos. Estas cosas se las contaba a Victoria porque era mi confidente. Y me imagino que sería una fuente inagotable de risas. Mis desdichas eran una parte importante del guión cómico. Los mejores gags tenían que ver con mis tropiezos, como en una película de cine mudo. Mi actuación estelar era la del hombre enfadado, irritado con su propio sino. Los días que estaba deprimido por el recuerdo de Susana, que ya empezaba a ser sólo jirones de niebla, lo exageraba y trufaba de ceños fruncidos y frases lapidarias dirigidas contra mi mismo para provocar su regocijo. Ella hacía las veces de enfermera del alma y así la pasábamos mis días nublados, entre juegos inocentes, bromas chuscas y veras desconchadas, hasta que llegaba su novio, al cogía de la mano y caía sobre nuestras cabezas un silencio aterrador. Venían y se marchaban juntos y a solas. Nadie podía compartir esos momentos con ellos. Yo les contemplaba en la distancia y advertía que apenas se hablaban. Lo achaqué a que en el paraíso la falta de oxígeno impedía la vibración sonora de la voz humana. Mejor la telepatía. Más eficaz.
Un año después, el último suyo y el penúltimo mío (ella era mucho más inteligente que yo), me di cuenta de que estaba enamorado de ella. Me ha ocurrido que siempre ha sido de mujeres vetadas. Supongo que soy carne de psiquiatra. Me atraen las imposibles porque facilitan la renuncia pero, aún así, caigo. Era un problema que no verbalizábamos pero que apenas entorpecía nuestros juegos. Un día como otros tantos me declaré. Necesité horas para decir algo que ambos sabíamos. Con Susana nunca pude. El día que se marchaba de la escuela lo compartió íntegro conmigo. Llovía, eso lo recuerdo. Tengo algo muy abstracto en el blog que rememora aquella jornada. ¿O no lluvia pero yo lo quiero recordar así? Quizá todo se lo haya llevado ya el olvido. El caso es que era mi última oportunidad. Sabía que tenía que decírselo, porque ni siquiera era un secreto. Todos nuestros amigos comunes estaban al cabo de la calle. Pero no me era fácil. Estaba en mi carácter. Además, ella estaba involucrada en un supernoviazgo. Se trataba de decirle a La luna que te gustaba y que querías caminarla sin que aún no hubiera llegado 1969. Caminamos durante horas por el campus de la Complutense y la Ciudad Universitaria. Nos dirigíamos al Paraninfo. De allí a la sede del Instituto Meteorológico. Luego de vuelta a nuestra escuela para poder repetir ciclo o ensayar otro bucle distinto, pero cosido en el mismo punto. No llegué a encontrar el momento, pero al menos le pude narrar “Doctor Zhivago”, escena por escena y en plan cineforum. Dura tres horas pero a mí me cundió más. Fue mi forma de decirle que la amaba en menaje cifrado, la única forma en que fui capaz, porque esa película narra la más grande historia de amor del cine. Este blog se llama como se llama en homenaje a mi derrota más gloriosa. Aquel fue mi Rocroi particular. Dicen que cuando en Duque de Enghien, el vencedor de la jornada, recorría el campo de batalla tras la derrota española, teniendo que sortear su caballo los innumerables cadáveres, más de franceses que compatriotas, se topó con un soldado moribundo de los tercios. Descabalgó, se le acercó y le susurró una pregunta: “¿Cómo pusisteis resistir tanto? ¿Cuántos érais?”. El otro respondió lacónico: “Contad los muertos”.
Victoria me dijo que teníamos que dejar de vernos. Acabó la carrera, y en la entrega d diplomas fui a verla. No nos hablamos. La contemplé desde el patio de butacas de la sala de conferencias donde se celebraba la ceremonia con cada promoción. Estaba hermosa vestida para la ocasión. Hacia el final de aquel verano me llamó por teléfono. Me dijo que tenía algo importante que decirme. Quedamos, no recuerdo dónde. Me dijo que la estaba tratando en doctor Vallejo Nájera de una depresión. Su consulta, en los aledaños del Bernabéu, quedaba cerca de nuestras casas, no sé si te he dicho que vivíamos a unas cuantas manzanas el uno del otro. Casi éramos vecinos. Necesitaba un amigo más que nunca. Había roto con su novio y estaba hundida. Me dijo también que una relación entre los dos seguía siendo algo imposible. Apelaba sólo a nuestra amistad, que debería ser el cimiento de toda pareja. Jamás me han pedido nada más difícil pero ni por un instante se me pasó por la cabeza decirle que no. Quizás piensas que trataba de jugar mis cartas de la manera más inteligente. Si es así es porque me sobreestimas y porque no sabes lo mal que lo pasé. No alcanzar el paraíso cuando lo has visto con tus propios ojos, como san Esteban, es duro, pero rondar su umbral es ciertamente un suplicio. Si he sido tierno con alguien, y generoso, que supongo que no ha sido a menudo, aquellos días se llevaron la palma. Y nunca mejor dicho lo de la palma, porque parecía estar opositando para mártir. Hacer reír a alguien que llora por dentro y al que en realidad te gustaría secundarle en sus lágrimas es todo un reto para un clown. Pero lo conseguí. Un día, quizás un mes después, justo cuando yo iba a iniciar las clases de mi último año en la escuela, fuimos al Thyssen. Me dijo que me quería justo en la sala de los Canaletos. Ella llevaba un vestido lapislázuli, el color del cielo según los pintores de temas religiosos. Se acercó a uno de aquellos dos cuadros, el que muestra la plaza de san Marcos de Venecia y me lo dijo. La celadora vino a regañarla porque se había acercado tanto al lienzo que casi parecía que se lo había dicho a los Canals en vez de a mí. Tras nuestras risas comenzó nuestro noviazgo.
Phileas Fog
12 de Septiembre de 2018
Posdata (de cuando paso a limpio el texto): ¿Mi apellido es con f o con ph? Mira que no saber la ortografía de mi propio nombre. Menos mal que me debes estar leyendo en modo profe.
Es Phileas Fogg.
ResponderEliminarY separa en párrafos, x dios!!!!!!
Fdo: la profe
Ya en persona te diré lo PRECIOSO q escribes....
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