Probablemente llueva
Estás triste en un día que es bonito para mí y eso me duele. Yo te decía que eras seria, en tu gesto, y tu me rebatías diciendo que eras la mujer que siempre sonreía. Quiero que embellezcas mi mundo, como has hecho hasta ahora, desde que te conozco, estos pocos días. Con sólo dos fotografías y algunas pocas palabras, nerviosas, esquivas, equívocas en mi deseo, has logrado la primavera en enero. ¿Qué no harías por mí si estuvieras aquí conmigo, hablándome seria, de tus cosas, de las suyas, de lo que te entristece entre vosotros? Probablemente llueva, si no lo ha hecho ya, en la ciudad en la que el viento siempre barre las nubes y las nieblas del río crecen y desborban el valle. Pero quiero contarte algo que tal vez le arranque una sonrisa a tu carita de patito feo, ya cisne. Los tirabuzones de tu pelo parecen plumón de anátida. Tus silencios duelen. Quiero contarte algo que me sucedió en un lugar que tal vez conozcas, en el que quizá hayas estado una vez. En Zaragoza, que es encrucijada de caminos, de la ruta que va hacia el noreste, hacia Barcelona, de la que se dirige al norte rumbo a Huesca y el sur de los pirineos, de la que retrocede hacia el oeste, hacia Logroño. En mitad de la hendidura del valle del Ebro, a pesar de la proximidad del agua, la de Zaragoza es tierra reseca, de pocas lluvias. El arbolado está condenado. Ni siquiera las encinas sobreviven al intenso calor del verano y la parquedad de las precipitaciones. Pero el hombre, que es obstinado, se ha empeñado, sin lógica pero con sentido de la belleza, en plantar pinos en esa tierra. Pinos carrascos, los más frugales, los que se contentan con poco, que apenas piden y dan tanto. También Murcia es territorio de pinares de carrasco, también como en Zaragoza los bosques de frondas verde claro, están acuciadas en su madurez por las enfermedades. Los insectos saben detectar y aprovechar la debilidad del árbol. Cuando la edad les resta vigor los atacan sin piedad hasta formar plagas.
En cierta ocasión, hace muchos años, cuando tú aun eras una niña, imagino que tan fascinada por la música italiana como ahora, me contrataron para colaborar con la ordenación de un pinar de Zaragoza. Antaño alejado de la ciudad, ahora es un parque urbano, el de Torrero. Los árboles se morían y pensaban que soluciones podría dársele al problema. El Parque de Torrero es, era entonces al menos, uno de los pulmones de la ciudad, el equivalente al Parque del Oeste para Madrid. Con la edad se estaba manifestando todo el dolor de la masa de haber vivido siempre en precario, en tierras no muy ricas y poco regadas, el calor extremo, el viento. Éste último reseca las plantas al hacerlas transpirar más deprisa. Se pensó en la posibilidad de poner en riego algunas zonas del parque. Fui en mi primera visita por ese trabajo, quizá también la primera a la ciudad por cualquier causa, lo cierto es que no lo recuerdo bien, con un ingeniero experto, con un profesor de la que había sido mi escuela, la de Ingenieros de Montes. Ese fue mi primer contacto con el barrio zaragozano de Torrero, eso seguro. Después, se ordenó realizar la ordenación del monte. Mandaron una cuadrilla a la que se me ordenó que vigilara. Allí pase unos días conviviendo con dos estudiantes. Y como ser jefe me aburría, les ayude a hacer la estimación del volumen. Lo primero que se hace para ordenar un monte, yo te lo explico, es estimar cuanta madera tiene, su volumen. Que se calcula mediante procedimientos estadísticos. Se miden árboles al azar y se estima el resto. Basta con saber la altura, el diámetro y la edad. Para esto último se introduce una varilla hueca, atornillándola al tronco, y se extrae un cordón de madera para contar los anillos de crecimiento del árbol. tantos anillos tantos años.
Estuve varias mañanas con ellos. Una de ellas, en un sector del parque en que los árboles eran pequeños, de quizás 3 ó 4 metros de altura, me introduje por debajo de uno de los pinos. La copa tenía mi altura. Mi cabeza estaba totalmente inmersa en ella. Cuando iba a salir de debajo algo me llamó la atención. A mi derecha, apenas a unos centímetros de mi cara, había un nido. Dentro de él tres polluelos grandes. Erán tres búhos diminutos. Me quedé fascinado. Me detuve sin querer, sin pensarlo, como atrapado por la visión de aquellos tres pequeños seres. Les veía respirar, hinchar los cuerpos y deshincharlos. Era como si su rítmico respirar fuera lo único que ocurriera en el mundo. Entonces uno de ellos, el de en medio, que estaba algo más alto que sus hermanos, abrió un ojo para mirarme. Solo uno. Y volvió a cerrarlo. Imagino que lo hizo, desestimarme como algo digno de contemplarse, porque no me había juzgado amenaza. Justo después, temiendo quebrar su sueño, salí de debajo de la copa del pino. No se si aquello duro segundos y tal vez un siglo. Emergí a la luz del día que quien entra en una dimensión paralela. En otro universo, menos grato, más urbano, menos dotado para la magia. "A que no sabéis lo que me acaba de pasar", les dije a mis compañeros. Y se lo conté como si fuera un niño chico que acaba de descubrir la luna y se lo quiere narrar a sus compañeros de colegio. Quizá llueva finalmente. Espero que no. También que cuides tus hermosos bucles, que salgas a la calle con paraguas y abrigo. Cuando has dicho que adoras los búhos me acordado de mis tres amigos, que conocí en una ciudad que tal vez alguna vez hayas visitado.
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