Blues para el Planeta Blanco
Ya lo conté alguna vez. Fue durante una convalecencia de una gripe, de esas que te tienen una semana en la cama cuando eres niño, cuando mi padre me regaló Cosmos, el libro de Carla Sagan, no se si su obra más lograda, pero seguro que la más conocida, aunque Contacto le esté robando poco a poco con los años ese privilegio. A mi padre nunca le gusto la Ciencia Ficción. Era un fanático del realismo en la narrativa, y hasta en el ensayo. Los libros que yo leía, sobre Cosmología y Astrofísica, solo le arrancaban una mueca de desdén, que procuraba evitar, porque supongo que le gustaba verme casi siempre con un libro entre las manos, y la crítica personal, en especial de los gustos ajenos, sólo era partidario de ejercerla cuando tenía un sentido práctico, una intención positiva, corregir un mal comportamiento. Es algo que veo ahora, aunque entonces pensara de otra manera. Me compraba tebeos, con los que me fogueé como lector. Pero se que los detestaba. Nunca le quedó claro que la evolución lógica de los lectores de comics era convertirse en lectores de novelas de aventuras o acción. En realidad era de la opinión contraria, que amaneraban el gusto y retrasaban, cuando no lo malograban, ese proceso de madurez. Ahora se que no tenía razón, y que el paso siguiente es convertirte en lector de ensayos, cuando no en escritor, con o sin lectores. Pero, a pesar de sus convicciones, mi padre me compraba tebeos, y a veces libros de esos temas que a él le causaban rechazo. E imagino que la explicación es tan sencilla como que me quería y le gustaba verme contento.
Así que leí el libro Cosmos con fiebre. Una circunstancia feliz, porque la fiebre intensifica las emociones, al menos a mí. también una tarde con fiebre me enamoré de "El tercer hombre", esa obra maestra del cine que nos regalaron Carol Reed, Graham Greene y Orson Welles. Con fiebre me enamoré por primera vez en el instituto de aquella chica con la que no me atrevía siquiera a hablar. La predilección por ella sublimó en una necesidad tras un proceso gripal y unas cuantas noches agitadas de dormir poco. La fiebre es un poderoso aliado para agudizar los sentidos, para alterar las proporciones y poder ver lo minúsculo con claridad y abarcar lo que en circunstancias normales, cuando uno está sano, no puede abarcarse. Ya había visto la serie Cosmos, así que en realidad era casi una relectura. Pero libro y serie documental diferían en algunos aspectos. El episodio dedicado a Kepler, una de las cosas más hermosas que jamás haya visto en la "caja tonta", estaba peor resuelto por escrito. Carecía de su poesía, de ese sentido épico, casi narrado en verso, con que Sagan sabía explicar sus historias. Claro está que, por simple cuestión de espacio, como ocurre con casi todas las obras literarias que se llevan al cine, salvo que se puedan desarrollar en varios largometrajes, el libro ofrecía muchos más contenidos que la serie. Uno de ellos era el capítulo titulado "Blues para el Planeta Rojo", dedicado a Marte, mucho mejor desarrollado en la obra escrita. ¿Y por que un blues para este planeta del Sistema Solar? ¿Por qué necesariamente ha de ser triste la balada que se le componga a Marte? Me lo he preguntado durante todos estos años y creo saber ahora la respuesta. Por supuesto, el título es también un juego de palabras, que se pierde un poco con la traducción: "Azules para el planeta rojo".
La primera gran serie de la televisión, la que lo cambió todo e hizo posible lo que vino después, incluso las que ahora compiten con gran ventaja con los largometrajes del cine en calidad narrativa -a veces también en diseño de producción, por ejemplo, "Boardwalk Emoire", serie producida por Martin Scorsese y Mark Wahlberg con una factura visual excelente-, adolecía de este mismo problema. "Hill Street Blues" se tradujo en España como "Canción triste de Hill Street" y, aunque a la gente de ahora le pueda parecer tema menor, hasta ridículo, generó una viva polémica. Los "enteradillos", entre los que quizá estaba yo, francamente, no lo recuerdo, se mofaban de la supuesta torpeza del traductor, que no habría tenido la cultura suficiente como para saber que el Blues es un género musical, que convierte la tristeza del compositor y del interprete, la melancolía, en belleza musical, en arte con las emociones como materia prima. El blues es como algunos palos del Flamenco, una forma de expresar la desdicha que se sufre, a menudo impostada, otras real. En literatura pasa igual. Muchos escritores solo son capaces de ponerse delante del folio en blanco si están hechos unos zorros anímicamente. Las derrota, la que crees haber experimentado, te ofrece grandes argumentos. También un tono excelente para narrarlos. Si uno disfruta de la vida parece descabellado sentarse a escribir. Lo lógico es tratar de aprovechar esa buena racha, porque sabemos que vendrán otras de signo contrario. Los finales felices existen, es cuestión de encuadre narrativo. Si narras la historia de un enamoramiento, el final podrá ser hasta apoteósico, con la consecución de la chica como posible final lógico de la narración. Si lo que quieres contar es la historia completa de una relación de pareja las probabilidades disminuyen drásticamente, porque todo lo que nace se consume, unas veces por acabarse la energía de la que se alimenta y otras simplemente por agotarse su tiempo. Pero los enteradillos afirmaban que el término blues aludía a los azules, es decir, a los policías uniformados de la comisaría situada en Hill Street y culpaban del fallo en la traducción en la melancólica sintonía de cabecera de la serie. Lo cierto es que el tema musical central era triste, pero no un blues, que me corrijan los expertos si me equivoco. pero también es verdad que había casi más personajes que no vestían el uniforme que patrulleros, lo cual desmentía a los enteradillos.
Hill Street Blues Theme (1981-1987) - Mike Post
"Hill Street Blues" ofrecía la novedad, como serie policíaca, de centrarse en los personajes, sus caracteres, la repercusión de su trabajo en sus vidas privadas, cuando lo habitual era que estos asuntos quedarán en segundo plano, vislumbrar a los policías a través de sus casos, ir construyendo sus perfiles poco a poco, dato a dato, a veces facilitado de forma indirecta. El detective Mick Beaver, personaje interpretado por Bruce Weitz, supone toda una revelación, un tipo de papel nunca visto hasta ese momento. Hombre tosco, duro hasta el extremo, que ni siquiera tiene compañero, suele trabajar de incógnito asumiendo identidades que nadie quiere, la de vagabundo, sin techo. En realidad su aspecto habitual es ese. Desastrado, sin afeitar y muy mal vestido, hasta con aspecto sucio, nadie diría que es detectivo. A pesar de su pequeño tamaño es de armas tomar. Recordándolo ahora me pregunto si tal los guionistas de Scorsese se inspiraran en el para algunos personajes creados a la medida de Joe Pesci, los de "Casino" y "Uno de los nuestros" en concreto, por que el perfil en ambos es casi idéntico y con muchos rasgos del detective Beaver, aunque este se sitúe al otro lado de la ley. En todos los episodios, alguna de las escenas en que aparece Beaver está destinada a que hable con su madre. Es entonces cuando llega el asombro. este hombre, que no le teme a nadie, que haría huir al mismísimo diablo si se lo cruzara por la calle, se nos muestra como un hombre dominado por su madre, incapaz de desprenderse de su influencia, que vive con el y todos los días le martillea con llamadas para controlarle. Las conversaciones tienen un algo a los diálogos de un solo personaje que creara Gila para muchas de sus actuaciones. Diálogos telefónicos de los que solo nos enteramos de las palabras de uno de los interlocutores, y que son completamente disparatados. La serie mostraba las debilidades de los personajes, sin esconderlas, sin ánimo de denuncia sino para demostrar su humanidad. Tras la perplejidad inicial se volvían las cercanos, más creíbles aunque a veces parecieran rocambolescos. Quizá precisamente por eso mismo. "Hill Street Blues" desprendía una sensación de pérdida, que suele ser la causa más habitual de la tristeza, la que arde lentamente en el ánimo sin formar llama. Una sensación de tiempos pasados mejores, pero que nunca estuvieron al alcance.
¿Por qué Marte provoca melancolía en quienes se sienten fascinados por ella? Es fácil de explicar. Cuando el hombre tuvo posibilidad de asomarse al espacio lo primero que soñó fue encontrar compañía. La vida en otros planetas, los de nuestro sistema solar era una posibilidad creíble hasta hace unas cuantas décadas en base a los conocimientos científicos. Marte y venus eran los principales candidatos a albergar vida, quien sabe si civilizaciones avanzadas, sociedades reconocibles como tales. Lo inhóspito de Venus obligó a su descarte, pero cuando. Cuando a finales del siglo XIX, en 1877, Giovanni Schiaparelli apuntó su telescopio hacia marte y vio una serie de líneas más o menos rectas en su superficie, creyó ver los signos de una de estas civilizaciones extraterrestres, los canales de una red de distribución de agua, un recurso que se sabía escaso en el planeta, pero existente en la zona de los polos. Observaciones más minuciosas revelaron que la vida en Marte hacia tiempo que había desaparecido, si es que alguna vez la hubo. Pero esa idea, casi sentimiento, de que Marte debió albergar vida, una gran civilización constructora en un pasado lejano nunca se ha desvanecido del todo. Marte se asocia a la pérdida, al robo del esplendor por el paso de los años. Un pasado espléndido borrado por el tiempo que, gota a gota, siglo a siglo, habría diluido la magnificiencia para desvanecerla y que se perdiera en la nada. también causaba en Sagan una tristeza inexplicable hablar de Marte. Cuando las Viking pisaron el suelo de marte, la visión que nos ofrecieron sus cámaras permitió seguir manteniendo el sentimiento de pérdida. Parecía un mundo antiguo el que veíamos. Esa sensación de pérdida es el espíritu de la obra maestra de Ray Bradbury, "Crónicas Marcianas", una recopilación de cuentos que nos hablan del imposible encuentro entre la civilización humana y la marciana por no haber podido coincidir en el tiempo. Los colonizadores humanos solo encuentran vestigios de un pasado remoto.
Creo que en los aficionados madridista de mi quinta existe un sentimiento parecido. Nos hicimos aficionados al fútbol tras el esplendor de las cinco copas de Europa, aun con los ecos de la Sexta, pero de la que poco a poco nos distanciaban los años. Esa larga travesía de 32 años fue como un paseo por las arenas de Marte en busca de los vestigios del esplendor pasado. El dominio en los torneos domésticos mantenía nuestro orgullo vivo, pero el dominio en Europa ya era cosa del pasado. Una nostalgia por el pasado distante, teñida por el orgullo del presente, creaba una extraña mezcla de sentimientos. Las tres copas de Europa en torno al fin del milenio fueron pura arqueología, pero para reconstruir las ruinas, insuflarles vida. Fue como rememorar el pasado, revivirlo, como ese cuento de Bardbury en que un humano del presente contacta en una encrucijada del espacio-tiempo con un marciano del pasado. Ahora, a medida que nos adentramos en el siglo XXI vuelve la nostalgias. En estos tiempos de zozobra y mudanza, en que todos parecen ser enemigos nuestros, en que algunos días la destrucción del club, su hundimiento en una dócil mediocridad, para factible, ser derrotados por quienes nos quieren postrados, resignados a lo que nos toca en el reparto de futuras glorias, el sentimiento madridista vuelve a teñirse de nostalgia, de música de blues. Sobre todo cuando el cansancio por la continua lucha se apodera del cuerpo. Ayer vencimos al Valencia en un ambiente arbitral hostil. Hoy Marca trata de hurtarnos la alegría de la victoria. Hay enemigos por todas partes. Parecemos una civilización en vías de extinción. Blues para un Planeta Blanco mientras desgrano estas líneas, mientras remato un escrito que no se a donde me ha llevado, que solo ha servido para desahogar mi frustración por las noticias del día, por las de toda la temporada. Ojalá llegue la fiebre y multiplique mi capacidad para comprender lo extraño y advertir lo que parece invisible.
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