Sirenas varadas en archipiélagos de luz
-DIEZ-
De repente la claridad. Un corona solar sobre la frente del día, ramillo trenzados de luz y las bóvedas del cielo sostenidas por el cielo azulado de la mañana. La noche artificial había cesado.
En convoy había abandonado los subterráneos de la ciudad y discurría ahora sobre unas vías flanqueadas de arboledas y por praderas de pastizales multicolores.
El traqueteo de las ruedas podría haber sido una buena excusa para no tener que hablar. Sentía como el miedo mordisqueaba mi piel y mi carne. Hubiera sido exagerado decir que estaba aterrado, pero no demasiado.
- En la vida había viajado en esta línea –grité para sobrepasar las murallas de ruido que nos cercaban.
- No es extraño, sobre todo teniendo en cuenta que jamás fue construida.
- Entonces, ¿Cómo puedes estar seguro de que nos lleva al lugar que deseas?
- No vamos a ningún sitio en concreto. No tengo preferencias en cuanto a lo que nuestro destino se refiere.
- Pero, ¿algún control tendrás sobre la situación?
- Sería muy triste tener que admitir lo contrario. Sobre todo teniendo en cuenta los años que me he pasado planeando esta pequeña excursión. Al menos en lo que a la logística concierne.
- Ya, pero eres tan novato en estas lides como yo.
- Sí, me temo que eso es verdad.
El tren abandonó los paisajes abiertos para adentrarse en unos más accidentados, entre lomas de tierra y colinas de roca excavada con dinamita. Fue la doblar una pronunciada curva cuando vimos la estación ante nosotros. Estaba tan vacía como el tren.
- Cuando nos detengamos no pierdas el tiempo y sal nada más se abran las puertas del vagón.
- ¿Alguna razón en particular? -Era como el general que es interpelado por un cabo segunda acerca de la táctica militar escogida para una batalla.
- No estoy seguro de que haya una próxima estación. Mis mapas no daban ninguna información al respecto. Le dejo la tarea de averiguarlo a gente más aventurera. En todo caso, no me gustaría estar aun en el tren cuando parta.
Siguiente para el infinito, dijo una voz burlona dentro de mi cabeza.
- ¿Conoces el axioma de las rectas paralelas? -le pregunté.
- No.
- Dice, más o menos: “rectas paralelas son aquellas que se cortan en puntos impropios del plano”.
- Y eso, ¿a qué viene?
- A que me gustaría averiguar si es verdad que los rieles de una línea de ferrocarril pueden llegar a juntarse sin que el tren descarrile.
- Veo que en tu escuela os enseñan los teoremas, pero no estoy tan seguro de que os instruyan en las utilidades.
No hice caso de su burla. Existían otras cosas que me apetecían más que enredarme en una discusión acerca de los temarios de las asignaturas de mi curso.
- Hay una cosa que me intriga.
- ¿Qué es?
- Verás. Si todo este mundo no es real, que puede impedirle transformarse en otro diferente en este momento o, simplemente, desaparecer, sin más, con nosotros dentro.
- Si tuviese todas las respuestas hace tiempo que habría fundado mi propia iglesia. Sin embargo, no creo que eso ocurriera. Ten en cuenta que, al igual que este mundo es el resultado de la fantasía de unos hombres, la realidad, lo que tú llamas realidad, es el producto del sueño de Dios. Partiendo de esta hipótesis, replantéate la pregunta: si esto es así, ¿qué le impide al Universo transformarse en algo diferente en este momento o, simplemente, desaparecer, sin más, con nosotros dentro?
La respuesta, lejos de tranquilizarme, no hizo sino acentuar mi inquietud. Tal vez fuese esa la intención. Había algo de crueldad en aquella estrategia de dejarme acceder a los distintos niveles de conocimiento solo de uno en uno.
El frenazo fue innecesariamente brusco si tenemos en cuenta la poca velocidad a la que nos desplazábamos. La fuerza de inercia estiró nuestros cuerpos hacia delante, como si fuesen de materia elástica, hasta hacernos caer de bruces. Fue un buen golpe.
Podría haber jurado que no estaba allí antes de que llegáramos a la estación. Sin embargo, ¿Cómo creer que cuarenta toneladas de metal pueden materializarse de la nada, aun en un mundo donde la lógica había sido desacreditada y degradada hasta lo más bajo del escalafón? No obstante, así era: cuando esparcí mi mirada a través del cristal de la ventanilla más cercana, una vez pude alzarme del suelo, no fue sino para ver cono ante el otro andén de la estación aguardaba inmóvil un segundo tren idéntico, hasta donde yo recordaba, a aquel en el cual viajábamos.
Fue como un estallido, como el detonar de una bomba. Tal como sucediera en el momento en que viéramos al traductor, Pablo arrancó a correr como alma que lleva el Diablo.
- ¡Dios mío! ¡Date prisa! -lo segundo lo dijo ya desde el andén.
Me quedé embobado, viéndole dirigirse al corredor de salida. Solo el instinto de supervivencia fue capaz de sacarme de mi parálisis y hacerme reaccionar. Mientras saltaba fuera sentí muy cerca, a mi espalda, el golpe de las fuerzas al cerrarse, como escapar de las fauces de la bestia con el soplo de su aliento en la nuca. Cuando miré atrás, una mirada perpleja y fugaz, ya no estaba allí el tren, había desaparecido, volatilizado como la bruma con el calor. Estaba claro que en aquel país no estaba vigente la ley de la conservación de la materia.
- Te dije que no te entretuvieras. -El reproche me llegó desde las escaleras que conducían al otro andén-. Hay que llegar a ese tren como sea.
- ¿Por qué razón? -Fue más que jadeo que una pregunta.
- Por qué no creo que esté en el programa el quedarnos aquí para siempre.
Un pitido ahogado procedente del tren se dejó escuchar por todo el pasillo. Era la señal de que iba a partir. Tardé tan solo una décima de segundo en alcanzar mi velocidad punta. No recuerdo haber corrido tan aprisa desde aquella vez que fui perseguido por un antidisturbios en una manifestación infantil. Subí los escalones de acceso de tres en tres, y a tal ritmo, que al llegar arriba del todo ya había alcanzado a Pablo. Quise entrar en el primer vagón que vi, pero él me tomó por el brazo y me arrastró hasta la puerta del inmediatamente posterior. De nuevo las puertas se cerraron a mi espalda nada más flanquear el umbral de la entrada.
Me latían las sienes y mi respiración se había convertido en un horrible ronquido. Me senté junto a él. El tren se puso en marcha suavemente, exageradamente despacio al principio, como burlándose de la alocada forma en que habíamos irrumpido en el coche, para más tarde adquirir una velocidad más razonable.
- Tengo la sensación de que alguien se lo está pasando estupendamente viéndonos correr de un lugar a otro como hormigas sobre un terrón de azúcar.
- Es probable que si hubiéramos tardado un minuto más en llegar el resultado hubiese sido el mismo. Estoy casi seguro de que las puertas se hubiesen cerrado tras nosotros de igual forma, nada más entrar. Pero, claro, hubiese sido una apuesta demasiado alta como para poder aceptarla.
- Entonces, ¿qué razón hay para este montaje tan teatral?
- Lo ignoro. Puede ser como tú dices, que estén jugando con nosotros. Tal vez nos hayan dejado penetrar en su mundo bajo la condición de que salgamos de él lo antes posible, a nadie le gustan los intrusos. O, quizás, se trate simplemente de un modo de guiar nuestros pasos evitando que nos desviemos de la ruta que nos han asignado. Debe de haber un millón de maravillas catalogadas como prohibidas para nosotros.
- A propósito, ¿por qué elegiste este vagón y no otro?
Se levantó para dirigirse a la cola del furgón. Le seguí, no sin esfuerzo. Me sentía tan pesado como una estatua de bronce.
- La vi desde el otro tren -me dijo mientras señalaba con la mano una caja de cartón que había depositada sobre uno de los asientos-. En realidad fue el verla lo que me aviso del peligro.
Más misterios. Desvelar uno era descubrir uno nuevo. Como esas muñecas rusas de madera que encierran cada una en su interior una gemela más pequeña.
- Pensé que esta era una expedición sin propósito definido y ahora veo que había un objetivo concreto, después de todo.
- ¿A qué te refieres? -Era sorprendente lo bien que podía simular inocencia al tiempo que mentía descaradamente. Una cualidad que algunos erróneamente atribuyen en exclusiva a las mujeres.
- Este no es un regalo sorpresa, ¿o me equivoco?
- No, no te equivocas. Pero has de creerme si te digo que no se lo que hay dentro de la caja.
- ¿No será tu diploma de licenciatura?
Noté como la amargura se apoderaba de sus ojos.
- No, eso seguro que no. No recibí el pláceme. Me dieron calabazas, un orondo y hermoso rosco. Si no te lo dije antes fue para ahorrarte el disgusto.
- Lo siento de veras.
- Lo se.
- Entonces, ¿cómo es que nos han permitido penetrar en su mundo?
- No estoy seguro. Recibí una carta un mes después de que su examinador me visitara. El mensaje no era claro, habían muchos puntos oscuros en el texto. Sin embargo, por lo que no pude entender, alguien no estaba conforme con el veredicto y me incitaba a vulnerar la frontera con el fin de poderme dar algo; no precisaba el que.
- El hombre del maletín, ¿qué pinta en todo esto? ¿Es él tu enlace?
- Ese es otro acertijo perfecto. Es un embajador de los traductores. El libro “Cartografía de mundos imposibles” hace alusión a ellos, pero no explica ni la forma de distinguirlos ni la manera de contactar con ellos. Solo especifica que a veces es posible verlos pulular por los andenes del Metro cuando van y vienen del mundo de los traductores.
- Así que decidiste esperar a ver pasar uno.
- Eso es.
- Realmente sutil.
Tragó saliva. Yo me concentré en el traqueteo del tren. Tenía el mismo efecto tranquilizador que una cabeza borradora de cinta magnetofónica.
- Para resumir -dijo-: teníamos un espía dentro de la organización que deseaba pasarnos información, pero le resultaba peligroso, por alguna razón desconocida para nosotros, abandonar la base enemiga. -Me hacía gracia su empeño por utilizar siempre el plural, como si se me hubiese podido considerar en algún momento como algo más que un cero a la izquierda.
- Entonces, supongo que ahí dentro debe estar el microfilm con el plano secreto de los misiles.
- Entonces, supongo que ahí dentro no, pero si algo tan valioso y, en cierto modo, tan peligroso como eso.
Tenía la caja fuertemente cogida entre los pies, seguramente con la intención de que no pusiera mis impuras manos sobre ella.
Había algo escrito sobre la tapa. Desde donde yo estaba las letras estaba al revés. Sin embargo, pude leer: “traductor para lenguaje de las estrellas”.
- Creo que es un telecopio -me aclaró.
La vuelta a la realidad fue más fácil de lo esperado. Como a la ida, el paso de un mundo a otro tuvo lugar sin nosotros darnos cuenta. Desandamos el resto del camino sin más novedad que el tener que aguantar el consabido tumulto de las horas punta. Era la una de la tarde.
- Te llamaré.-Se despidió de mi sin esperar a oír la respuesta.
Fue como si una mano invisible me hubiese desenchufado de la red. ¡Al diablo con todo!, me dije, de pronto, como si ya nada me importara. Supongo que esa es la reacción normal cuando alguien se ve completamente desbordado por los acontecimientos, la rutina en los casos de fracaso.
Nuestra amistad había degenerado en recelo, desconfianza y animadversión. Un triste cuadro. No me hubiese importado no volver a saber nunca más de él. Pero solo fue necesario que transcurrieran dos míseras semanas para que el telón se alzase de nuevo. Un teatro de títeres y marionetas.
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