El umbral
A quien quiera saber el significado exacto del término auto-exclusión le recomiendo que vea la película “Centauros del desierto”, de John Ford, el mayor artista del siglo XX. Narra la historia de un desterrado en su propia tierra, por la que vaga como alma en pena. La trama es sencilla, Ethan regresa a casa después de librar una guerra que, como todas, perdió y se llevo todos sus ahorros de esperanza. Es acogido en la casa de su hermano. La narración no nos lo cuenta, pero hay rastros en las imágenes que vemos de un amor proscrito. Ethan ama a su cuñada y padece el inmenso dolor de ser correspondido. Amor del pasado expresado en la forma en que ella dobla amorosamente el capote militar que el habrá de llevar en una partida de castigo que se está organizando.
Los indios son un elemento dramático en las películas de John Ford. Le gustaba filmar a sus amigos apaches en los paisajes de Monument Valley. Un grupo de ellos ha escapado de una reserva cercana y están a la caza del hombre blanco. Mientras la partida los busca, en retaguardia se produce el ataque a la granja del hermano de Ethan. El regreso solo sirve para confirmar y certificar la tragedia. Ningún superviviente, salvo la sobrina pequeña, que ha sido raptada. La mujer que ama ha sido violada. También la hija mayor, que ya tenía compromiso con el hijo mayor de “los suecos”, la familia vecina. Toda la película es la narración de la búsqueda de la niña arrebatada. Una búsqueda sublimada de odio, cercada por la desesperanza, ávida de venganza y de dar rienda suelta a la violencia. La cólera madura a fuego lento en su cabeza, en la que una conclusión se va abriendo paso: hay que matar a la niña cuando la encuentren. Se ha convertido en parte de los otros, en una india, en el pecado imperdonable de la raza equivocada.
Al final del metraje se produce el rescate. Asaltan el pequeño poblado indio donde la niña, ya una muchacha tras los años pasados, se oculta entre sus iguales, las mujeres del gran jefe Cicatriz. Cuando la chica le mira a los ojos por primera vez huye despavorida. Lo hace para salvar su vida. Ethan cabalga tras de ella y cuando creemos que la dará muerte, la sube a su caballo, hace sitio sobre él para ella y la cuna entre sus brazos. Yo sospecho que es su hija, pero me dicen que veo cosas que no existen. La frialdad de su hermano en la llegada, los ojos tristes de la mujer de su vida, la forma amorosa con que Ethan regala a la entonces niña la medalla ganada en la batalla para que se haga un broche, todo cuadra si aceptamos esta conclusión tan simple.
En la última escena se produce uno de esos momentos en que el cine alcanza su máxima envergadura. Oímos la música por que ya las palabras han dejado de ser suficientes. Ethan se acerca a la casa de los suecos con la niña acurrucada en su regazo. Le acompaña su medio sobrino, el que ha velado por mantenerle en el territorio de la cordura durante todo el desarrollo de la trama, y que ha evitado que traspasara su frontera, por la que ha deambulado en muchos momentos de la historia. Descabalga. Lleva ahora la muchacha en brazos. El matrimonio que habita la casa sale fuera para ir a su encuentro. Ethan entrega amorosamente a su hija a la mujer. Uno a uno van entrando los personajes en la casa. Vemos la escena desde el exterior, con esa solemnidad que sabia imprimirle Ford a sus escenas de grupos. El último en entrar ha de ser Ethan. En el umbral de la puerta se para. Ahora la perspectiva es desde dentro. Ethan es grande y ocupa casi por completo el hueco de la puerta. Hay oscuridad dentro y el brillo cegador del sol del desierto fuera. Es casi una sombra. Gira sobre si mismo lentamente y comienza a bajar las escaleras del porche. La puerta se cierra dando fin a la historia.
La última vez que conté esta escena a Patricia, no pude evitar que las lágrimas de emoción asomaran a mis ojos. Creo que la asusté un poco. La conozco hace tiempo. Creo que ella solita ha enderezado mi carácter casi por completo. En la medida que eso es posible. Aun hay tarea. Ella lo entiende, me identifico con la figura de Ethan. Algún día tendré que entregar lo que más quiero a alguien que sabra obrar en consecuencia. Bueno, tal vez ya haya ocurrido muchas veces. Renunciar a lo que no se merece, esa es la moraleja. Velar por ello, rescatarlo del desastre y desestimar su disfrute. Una variante de “El guardián entre el centeno” seguramente, siempre a vueltas con estribillos que se parecen. Creo que esta teoría ha desesperado y hasta enfadado profundamente a mucha gente que me quiere durante dos décadas al menos. La renuncia no parece un sacrificio si estás convencido que es un acto de prudencia. Pero no se puede renunciar a lo que no se tiene y merecer es un concepto tan artificial como la justicia. Las cosas ocurren al margen de su significado. El amor florece en cualquier corazón aunque no sea pulcro.
Quisiera dar la vuelta de nuevo, subir ese breve tramo de escaleras, abrir la puerta y entrar, aceptar lo que me espere. Patricia me orienta, pero es vivir en la sombra lo que hace crecer a los árboles. En el desierto los troncos son breves pero robustos, en la tundra crecen altos y espigados. Avanzar hacia lo que nos falta, eso es lo sensato. Si es la luz más que animales nos convertiremos en bosque. La felicidad es traspasar el umbral de esa puerta, no creas que no lo se, no es necesario que me lo repitas tantas veces. Pero no desesperes, algún día habrá un sitio para mí ahí dentro y te verás libre de ejercer mi tutela.
Recuerdo la escena y me cuesta contener las lágrimas. Si al menos callara la música en mi memoria. Sol cegador del desierto aquí fuera, mientras miro cerrarse la puerta. La noche ártica que ella me procura cuando contemplo su alegría, su parloteo de jilguero. Aspiro solo a ser sombra de su luz muda. Si callase, si no tuviera ánimo para hablarme, yo depositaría en su boca mis palabras con mis labios.
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