Sirenas varadas en archipiélagos de luz
-NUEVE-
Era inútil preguntarle porque casi nunca había respuestas. Así que los enigmas se amontonaban en el limbo de sus labios como esas pilas de libros sin abrir que embarullan las estanterías de las viejas librerías, una sabiduría que se dejaría condenar al polvo antes de verse obligada a revelarse a los ojos no indicados. La verdad era para él lo mismo que el dinero sin valor con el que nada se puede comprar. Y, sin embargo, nos e cansaba de repetir que la esperanza tiene fijado su precio en moneda de certidumbre; una moneda en la que, a un tiempo, se jactaba y se quejaba de ser inmensamente pobre. La continua contradicción llegaba a ser en él una virtud, un rasgo de rara belleza.
Quizás fuese demasiada sumisión dejarse arrastrar todos los sábados, al poco de despertarse la ciudad, hacia los laberínticos subterráneos del Metro, aceptar sin protesta esas horas de tedio y silencio sentados en el andén de una estación cualquiera, viendo pasar los trenes y la mañana sin hacer aparentemente nada para tratar de justificarla. Pero yo sabía que razones habían para ello, y de seguro poderosas, y que éstas me serían confiadas en su momento. La realidad funcionaba para él igual que un reloj de precisión, como un mecanismo de engranajes, resortes y ruedas dentadas del que lo único que merecía la pena saber era que jamás se detendría y que nos daría a cada momento, y en la dosis justa esos preciosos segundos con los que seguir viviendo.
A las ocho y media ya estábamos allí: estación de Alvarado, en el lado de la vía que nos conduciría a Cuatro Caminos, en el caso de que quisiéramos ir a alguna parte; pero nunca era así. Sentados junto a la única salida.
Las caras eran escrutadas, analizadas, revisadas una por una. Porque, al parecer, se trataba de eso, de la búsqueda de alguien, de una cita con una persona y en un momento del futuro sin concretar. Los desconocidos con quienes nos cruzamos para solo una vez son como simiente muerta que jamás germinará. La soledad es trigo sin cosechar expuesto a la acción abrasiva del tiempo. Eran pensamientos tan míos como suyos; me sentía tan contaminado por su modo de pensar que tenía la sensación de que nuestras mentes eran simples vasos comunicantes.
Debió de ser una mañana de principios de diciembre. Lo recuerdo bien por que existían varios exámenes cercanos en cuya preparación debería haber estado ocupando mi tiempo y por que el frío de las calles hacia casi agradable aquella reclusión voluntaria en el enrarecido y denso calor del Metro. Debí haberlo intuido antes de que se produjese por lo extremadamente tenso y callado, aún para lo normal en él, que se mostraba Pablo aquella mañana.
Llevábamos hora y media de absurda y estéril espera cuando algo ocurrió. Un hombrecillo pequeño, diminuto, tanto que solo los pocos kilogramos de más que su gordura representaban le salvaban de la invisibilidad, embutido como estaba en aquella enorme gabardina beige, penetró en la estación desde la penumbra del túnel de acceso, justo en el momento en que el convoy procedente de la Plaza de Castilla se detenía ante nosotros llenando la atmósfera cerrada de la nave de gemir de frenos y sonido de roces de metal contra metal. Yo hubiera jurado que no había nada en él que mereciera una segunda mirada, salvo, quizás, el desolador espectáculo de su propia insignificancia; y, sin embargo, era a él a quien habíamos estado aguardando todas aquellas mañanas. Apenas tuve tiempo de penetrar en el vagón, siguiendo los pasos de Pablo en su inesperada carrera, antes de que las puertas se cerraran a mi espalda. Quise formular una pregunta, había demasiada sorpresa en mí, pero un significativo codazo y una mirada reprobatoria exigieron mi silencio incondicional.
El pasaje era muy reducido, y eso era bueno porque facilitaba nuestra vigilancia. El hombrecillo seguía dándonos la espalda. Aún no había tenido oportunidad de verle el rostro. Su gabardina clara, el portafolios de cuero pardo y el difuso reflejo de su cara en la cristalera del tren, esos eran todos los datos que de él tenía; y uno de ellos, a la fuerza, debía ser el que había disparado el interés de Pablo, el que había provocado su desproporcionada reacción, pues estaba convencido de que no había tenido oportunidad de ver de él más que yo.
Llegamos a Cuatro Caminos y nuestra presa desembarcó. Lo seguimos, siempre a unos prudentes diez pasos de distancia. Parecía del todo despreocupado y ajeno a lo que a su alrededor ocurría. Ni siquiera se inmutó cuando su hombro percutió contra el de otro caminante que venía en dirección contraria, ni cuando éste le pidió airadamente explicaciones por su supuesta torpeza siquiera hizo lo más mínimo por contestar como se merecía aquel arrebato de injustificado enojo.
Una vez en la nave principal de la estación, en la sala de taquillas, torció por el pasillo que conduce al andén de la línea seis. Pablo aflojó el paso y yo le imité. Parecía tratar de que la distancia entre el hombrecillo y nosotros aumentase, sin duda con el fin de que nos fuese posible hablar sin ser escuchados. Sin embargo, no fue hasta que llegamos al segundo tramo descendente de escaleras mecánicas que me decidí a romper el silencio, en vista de que Pablo se obstinaba en cultivar el misterio.
- Dime lo que ocurre. No comprendo nada. – La emoción hizo que mi voz se proyectase por el corredor casi como un grito.
- Habla más bajo. Nos va a oír.
Estaba a punto de perder los nervios. Aquello se me antojaba grotesco y ridículo. Y la forma tiránica y poco comunicativa con que Pablo estaba manejando el asunto no ayudaba precisamente a mitigar mi ansiedad.
- Al menos dime quien es ese sujeto al que estamos siguiendo. -Esta vez mi voz fue solo un susurro.
- Es un mensajero.
- ¿Un mensajero? ¿De quién?
- Un enlace con un mundo imposible.
El recuerdo de lo hablado tiempo atrás emergió desde el lado oscuro de mi memoria y de él, en especial, la imagen del libro “Cartografía de mundos imposibles”. No me atrevía a dejarme convencer, no quería verme arrastrado hacia la misma locura que ya le atribuía a Pablo, pero me sentía seducido por la fantasía que se me ofertaba.
- ¿Cómo lo has reconocido?
- Por la cartera.
- Yo no veo nada especial en ella.
- Fíjate en el dibujo.
Sobre el reluciente cuero pardo de los portafolios que portaba en su mano derecha, ocupando la práctica totalidad de su tapa superior, podía verse un grabado negro. Desde donde me encontraba no podía estar seguro, pero el dibujo parecía ser el de un águila bifronte sosteniendo una bola del mundo: el emblema de la Hermandad de los Traductores.
Me dejé engullir otra vez por el silencio.
A partir de entonces nos conducimos como dos sonámbulos. Descendimos hasta el andén de la línea seis y allí tomamos un nuevo tren. Me dejé hipnotizar por los ecos de los túneles, las luces ahogadas, el roce del aire al avanzar el convoy por el único raíl. Nuevos Ministerios, Plaza de la República de Argentina, Avenida de América y, finalmente, Diego de León. Allí fue donde los tres nos apeamos.
- ¡Claro! ¡Eso es! Diego de León, la Babilonia del subsuelo. No podía ser otra. No entiendo como no se me ocurrió antes.
- Supongo que será inútil que te pida que te expliques.
Me miró y fue como si cayera en la cuenta de mí existencia por primera vez en lo que iba de mañana.
- A partir de ahora no pierdas detalle. Haz uso de toda tu capacidad sensorial y trata de no desorientarte. Los traductores tienen una forma de lucha pasiva y aparentemente no harán nada por evitar que alguien los siga.
Reanudamos la marcha. El traductor se hallaba a cincuenta metros de nosotros, en las escaleras mecánicas, entre la desordenada multitud. Corrimos tras él hasta alcanzar las escaleras. Subimos por ellas sorteando a la gente hasta situarnos todo lo cerca que nos fue posible.
Eran siete escalones de apretado gentío los que nos separaban, así que era totalmente imposible acortar distancias. Cuando llegamos al rellano superior el hombrecillo ya estaba cómodamente instalado en el siguiente tramo de esclareas mecánicas. Pablo empezó a alarmarse, avivó el paso y yo, por mi parte, traté de ajustarme al nuevo ritmo.
Una chica que venía en sentido contrario se me vino encima sin yo poder evitarlo. Chocamos y el pasillo del Metro se convirtió en un revoltijo de papeles. No tuve más remedio que detenerme para ayudarla a dar un poco de forma a aquel amasijo de folios y cuartillas.
- Lo siento, ha sido culpa mía.
- Es igual. Están numeradas. No creo que me cueste mucho volver a ordenarlas.
Cuando alcancé a Pablo en el inicio de la última tanda de escaleras parecía fuera de sí.
- ¡Vaya un idiota! ¡Buena la has hecho! -No se veía al traductor por ninguna parte.
- ¿Qué querías, que la dejara ahí tirada?
- Está bien, está bien. ¡Tengamos la fiesta en paz!
Se tragó su ira y sin mediar más palabra echó a correr lo más aprisa que pudo, pero esta vez por los peldaños de piedra. Fue una subida angustiosa que se me hizo eterna. A duras penas gané la cúspide de aquel pequeño Mont Blanc, con la vista nublada y el corazón rugiendo como un león. Y, he aquí, ¡oh sorpresa!, que nuestro amigo nos esperaba tranquilamente apoyado en una de las paredes de azulejos verdes del corredor, subiéndose distraídamente los calcetines. Una vez nos tuvo a la vista echó a andar de nuevo.
- Pero bueno – estallé. Aquello colmaba el vaso de mi paciencia-. ¿Se puede saber a que estamos jugando? Ha podido dejarnos tirados si ese hubiera sido su deseo.
- Me temo que sí. Ha sabido todo el tiempo de nuestra presencia.
- ¿Y eso que significa?
- Significa que soy un tonto. – Sus labios se curvaron en una media sonrisa-. Ha estado haciéndonos de indio explorador desde el principio.
Fue en algún lugar por entre los largos pasillos de la estación de Diego de León. Sencillamente desapareció, se esfumó sin dejar huella de su existencia. Al doblar una esquina y encarar un nuevo corredor ya no estaba. Y algo más había ocurrido: estábamos solos en los desiertos callejones del submundo del Metro. Un silencio de pasos mordisqueaba la enrarecida atmósfera. Era como andar a trompicones por la línea fronteriza de un abismo. Pude ver mi mismo miedo en el rostro de Pablo. Sin embargo, no había opción al retorno, sólo cabía seguir la dirección trazada; tal vez, con suerte, hubiese algo al final del camino.
Un sendero de baldosas amarillas. Chapines rojos que hubieran aprendido a andar solos. Pisadas de barro ante nosotros; casi un rastro animal en una senda furtiva. Era indudable que no éramos los primeros. Las luces del cielo raso, simples bombillas colgando de cables pelados a escasos decímetros de nuestras cabezas, eran para nuestros ojos lo que el madero para el náufrago. En un mundo ahogado en tinieblas parecía un milagro que fuese posible la luz.
Siglos. Quizás hasta eras enteras. Pero, ¿cómo contar el tiempo transcurrido si nuestros relojes se detuvieron, justamente tras recorrer las manecillas en ambos las mismas porciones de circunferencia?
- Se que te sonará a cuento de hadas, pero he de informarte de que estás penetrando en el umbral de otro mundo. Como dos cuerdas unidas por un nudo que tuviera aquí su lugar.
- ¿Un mundo análogo al nuestro?
Desde luego que no. Un mundo singular que nada tiene que ver con el que acabamos de abandonar, ni con ningún otro.
- ¿Y qué es lo que lo hace diferente?
- Que no es real.
Ascendimos hacia un futuro indefinido. Una cuesta prolongada que parecía no tener final.
Ninguno de los dos reconoció el alivio que supuso encontrar una estación de una línea de cercanías del ferrocarril al final del corredor, ni la casualidad que supuso ver un tren aguardando sobre los raíles. Entrar en él y ponerse en marcha el convoy fue una misma cosa. No había luces en el vagón. Solo el movimiento, la sensación de avance, un temblor que obligaba a mis pies a asentarse con mayor fuerza en el suelo del coche, hizo posible que me sobrepusiera al terror que me invadió al ser engullida por la boca del túnel.
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