NI SIQUIERA UNA CARTA
(Carta a Conchi)
Me arde la cara como si me quemasen brasas de Luna. Escribo:
Mis manos, mis dedos,
Son yemas de luz,
tactando la visa,
verdes renuevos.
Pero me resisto a creer en lo escrito. No puede ser cierto si es para bien. Son nubes moradas de atardecer, me digo, raíces solares tentando en la arena bajo la raya del horizonte.
De nuevo es su recuerdo la más pesada carga, su imagen exacta. Nada es real, nada es posible en tanto ella no lo sea. La cinta roja, el mechón que se esparce en su cara como un cirro oscuro sobre un cielo claro; sus ojos elásticos, elementales, como manantiales de agua, el tintineo de su voz golpeando contra la roca del día moribundo, arenisca roja sus labios que dejan en cada beso piedrecitas brillantes de vida, de muerte.
Son casi papeles arrinconados. Horas y días. Dejo de escribir esta carta, la retomo, tacho las frases más sentidas; quizás por que me causa pudor seguir amando lo que ya no es cierto, insistir donde la razón ya no tiene asideros.
La idea nació de mi, sería necio decir lo contrario. Pero mientras subíamos las escaleras rumbo al segundo piso mi corazón ya no era un corazón sino un saco de piedras rudamente agitadas y mis pasos parecían trazos discontinuos que auténticos pasos. Lo hubiera dado todo por que ella no hubiera estado allí. No me entiendas mal, no es que no me alegrase de verla, ni que en ella cesase la maravilla. Tan solo es que intuía que el precio a pagar era demasiado alto. Por un instante de gozo un infinito de dolor. Precio, precioso; desde luego que existe un nexo de unión entre ambas palabras. Escribo:
Mis ojos, mis pupilas,
Son pupas de luz,
indagando la vida,
blancas crisálidas.
Y al es escribir es como si me hablase solo a mi, como si te hablase a ti, que a veces son una sola cosa.
Fue como un juego. Y ninguno de los dos quisimos jugarlo. Mi deseo, su rechazo. Reluctante como las medias verdades, que siempre son en nuestra contra, escurridiza como un puñado de peces entre las manos. Sus hombros pequeños, infantiles, su rostro de ángel, apenas un sexo. Ni una frase esforzada, nada. Solo la frágil anatomía del silencio, solo palabras dejadas caer como guijarros sobre las aguas.
Me acompañó hasta la parada de autobús y allí dejé pasar el primero, y hubiera dejado pasar un segundo si un malentendido correctamente descifrado no lo hubiera malogrado todo.
- Te acompaño a clase.
- Ahí viene otro.
- Pues entonces…
- No quise decir…
- Hasta la próxima vez.
Quise decir hasta nunca, pero ya voy aprendiendo a separar lo que digo de lo que pienso. ¡Bonita manera de envejecer!
Ni siquiera fingí interés por sus historias. ¿Qué digo!, historietas si acaso; ni ánimo alguno por contarle las mías.
Es triste que ambos lo supiéramos pero que ninguno se atreviese a confesarlo. Es triste por que lo que no se confiesa de algún modo es como si nunca hubiera sido. Guijarros dejados caer sobre las aguas.
Escribo:
Mi boca, mis labios,
Son dardos de luz,
Besando la vida,
Dos rotos silencios.
No se por que ese empeño en todos de ocultar nuestras emociones, de esconder nuestros pensamientos, de amortiguar la pulsación de todos nuestros latidos. Visto así la autenticidad es en el hombre el equivalente del fenómeno geológico del magmatismo.
Quizás temamos que el conocimiento que de nosotros se tenga pueda utilizarse en nuestra contra. «Contra la estupidez los propios dioses luchan en vano». Por que desnudos tal vez seamos menos, pero seguro que sí más hermosos.
Relegados a la categoría de meros eventos en la vida de los demás. Roces entre superficies rugosas, almas con almas, donde lo único que importa es mantener oculto el significado de nuestros ojos.
Que angustioso sentirse tan real en un mundo imaginario. Es por eso que el amor se erige en algo necesario, ineludible. Es el deseo de derramarnos, de tornarnos incontenibles, de desangrarnos hasta vivir. Regueros de plata como las gotas de lluvia en los cristales. Alguien a quien decirnos y en quien mojar nuestros dedos tal como en vidrios empañados de vaho. Y ahora se me ocurre un símil. El agua bendita, la pila de piedra labrada en la entrada de cada templo, su imagen como un tabernáculo para la luz, la señal de la criz, la redención de los pecados.
Es posible que tenga razón Pablo (yo mismo; el personaje que no soy yo en “Sirenas varadas en archipiélagos de luz”) cuando dice que mi definición del amor tiene demasiadas palabras. Puede que incluya estos últimos párrafos en el cuento solo para chincharle.
Tengo reloj nuevo, de esos cuyas manecillas giran describiendo elipses achatadas, como planetas alrededor del sol. Yo me alegro por que así ya tiene el tiempo algo con que pasar el rato. El segundero es una aguja filiforme que al andar hace un ruido como de hormigas aplastadas. A cada segundo el presente destroza el esqueleto de un insecto. Es un pensamiento aterrador por que no se sí merece la pena este continuo sacrificio: una muerte por cada esperanza.
El otro día algo parecido a una experiencia mística. Te pondré en antecedentes. Tras la que hasta ahora era la última vez que había visto a Susana, a la que presente degradada a penúltima (sí, ya se, los recuerdos no tienen jerarquías), adquirí una certeza, la certeza de mi muerte:
«Pensé: es curioso. No creo tener mucha vida espiritual. En mi interior todo parece claro y sereno y vacío. Son las voces de los pájaros, es el juego de la luz roja contra esa pared de órganos, es el gusto del café amargo, fuerte, puro y sin azúcar. Pero ni un remordimiento, ni un recuerdo, ni una inquietud. Estoy suspendido en un giróscopo. Estoy vacío, limpio y claro». (Lars Gustafsson).
Sí, Lars Gustafsson lo expresa mucho mejor que yo. Y he aquí que la otra noche, mientras mi cuerpo reposaba al otro lado de la oscuridad, tuvo lugar un hecho. Giraba el dial de la radio en busca de música que poder oír cuando tropecé con Radio Nacional Tres: Sonata “Claro de Luna”, interpretada por Wilhem Kempf.
Fue como desparramarse en el vacío, como escuchar la vibración de mis átomos, como ser de roca y radiar en lo más bajo del espectro.
No te exagero si te digo que hasta oía la brisa a la luz de la Luna entre los espigados chopos, que hasta podía ver los bosques de tilos, dorados por su luz, como figuritas de un nacimiento de madera pintadas con purpurina. Su cara oculta entre las hojas, como el rostro de una dama tímida oculto entre visillos. Brasas amarillas. Su mejilla contra mi mejilla y solo el delgado filo de la oscuridad entre ellas.
No volveré a dudar de Beethoven. No es su culpa que el paso de los siglos le hayan convertido en compositor de músicas para anuncios bancarios y de cosmética masculina, para cabeceras de series de dibujos animados.
Después fue Bach. No recuerdo que pieza. Algo dulcemente barroco, con ritmo de adagio, que me hizo reventar por dentro, incrustarme en el hueco de las sábanas e invertir el sentido de mis pensamientos. Dicen que la cacería de los gravitones es la más apasionante búsqueda jamás emprendida por el hombre. Figúrate, oír el sonido de la explosión con la que todo comenzó. Pues no te extrañes si te digo que un gravitón, aunque de baja intensidad, impacto en mí.
Creí estar muerto y, sin embargo, aquí sigo. Es el peso del planeta lo que perciben las plantas de mis pies al andar, su presión, es el roce de las nubes lo que lastima mis hombros; rojos e inmensos cúmulos algodonosos. Son las garras de la vida las que remueven mis instintos, el miedo, el futuro, el sándwich de atún que ahora mismo devoro.
Es tan fácil comenzar algo y tan difícil terminarlo en la forma correcta. Tanto tiempo para meditar, para buscar la solución idónea y así obrar de forma civilizada, para luego tener la sensación de habernos precipitado, de que ha sido el instinto, un acto reflejo, y en el último instante lo que realmente ha liberado nuestras acciones.
También con Magy fue así. Muchos epílogos. Prolongaciones y más prolongaciones. Anexos al texto definitivo. Como hacer anotaciones a pie de página en el cuaderno de espiral que es la vida. Y, como entonces, no logro desterrar la idea de que pudo ser mejor, que mereció serlo, que se me ha estafado y no puede resumirse todo a esos cuatro guijarros de su mano caídos.
Mío es el recuerdo,
Tu ya no puedes reclamarlo,
Es tarde para sentirse herida.
Para ti es
ese cascabel para tus dedos que era mi dicha,
esa cinta de luna que tus pies anudara,
esos cuatro guijarros de tu mano caídos.
Ese cielo a manojos que yo abriera en tu horizonte,
ese rojo para ti que robara a la mañana,
esos cuatro silencios en tus labios leídos (bebidos).
… si algo queda
Pero mío es el pasado, solo mío.
Después de todo el amor se parece tanto a si mismos.
¡Hasta luego! Quizás otro día más.
Volvemos a empezar. No nos rendimos.
Madrid, 17-24 de enero de 1988
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