La nieve no arde
La nieve no arde, pero quema las manos cuando fabricas munición con ella. Cuando era niño siempre nevaba una vez al año al menos. Y era casi siempre al final de las Navidades, cuando ya habías perdido casi la esperanza de que lo hiciera, como un regalo adicional de Reyes. De nuestra poca familiaridad con aquella materia venida del cielo daba fe nuestra manía por moldear las bolas con los guantes de lana puestos, que quedaban rápidamente inservibles como prendas de abrigo. Porque las nuestras eran Navidades secas, pero muy frías, de abrigo hasta los tobillos y pasamontañas. Cómo odiaba aquella prenda y que idiota era por hacerlo. Pensaba que delataba mis pocos años. Siempre he ido con bastante retraso respecto a mi edad en la apariencia. Eterno niño, y luego adolescente, me volví viejo de repente una madrugada y amanecí un día con ese aspecto que obliga a la gente a llamarte "este señor" cuando a tí se refieren. Pero entonces mi preocupación era crecer, aunque solo fuera un poco. Lo suficiente para que las niñas no me ganaran en estatura, y parecer algo mayor de lo que en realidad era, para obtener pasaporte hacia el respeto de los mayores. En mi infancia hubo muchos más partidos de fútbol que guerras de bolas de nieve. Se me daba bien, porque ni yo mismo sabía lo que iba a hacer cuando encaraba a un defensa. Siempre los desbordaba por el lado contrario al que lo había decidido en el último momento. Regateaba hasta a mis propios deseos y proseguía mi avance hacia la portería contraria, generalmente formada por un accidente del campo de juego, una farola, un bloque de cemento, y uno de nuestros abrigos hecho un guiñapo en el suelo al otro extremo. Solía haber discusiones para decidir quien era el donante, porque nuestra higiene personal y la pulcritud de nuestra ropa nos importaba mucho menos entonces que demostrar nuestra dureza, nuestra resistencia al frío. Ese frío que congelaba la respiración y la volvía niebla cuando exhalabas. Cuántas veces no habré vuelto a casa bañado en barro desde los zapatos hasta las cejas, pero con una sonrisa en la cara tras haber jugado bajo una lluvia inmisericorde. Un recreo, pisoteado por decenas de pies infantiles, se vuelve un erial de polvo, que con la lluvia desliza cuesta abajo como la mantequilla derretida.
La nieve no arde, pero quema las manos. La explicación a este misterio llega muchos años después de tu primera contienda, en una clase de biología generalmente, cuando te cuentan que el frío congela el líquido de las células y las mata por dentro. En días de sol, pero muy fríos, las plantas transpiran pero no pueden reponer el agua a sus tejidos, ya que la que hay en el suelo es solo hielo y no está disponible. Marchitar por la sed en un día luminoso es quizá la más bella de las muertes, también una de las más paradójicas. En mi patio de recreo había un árbol muerto. Lo empujábamos todos los días, y con la insistencia de los años un día logramos derribarlo. Éramos una horda de salvajes que disfrutábamos destrozándolo todo, incluso lo más hermoso. El albaricoque del vecino, que a finales de la primavera nos daba fruta verde, pero la más sabrosa por comerla tras ser robada. Para adentrarse en territorio enemigo, la parcela arbolada del vecino, había que saltar una vaya, que con los años acabó teniendo innumerables brechas. Durante todo el curso la franqueábamos para recuperar los balones con los que jugábamos al fútbol, a balón prisionero cuando las niñas empezaron a inquietarnos, pero de otro modo, y en primavera para investigar si los albaricoques ya estaban maduros. Un año casi no nos dio frutos porque de tantos balonazos que recibió el árbol al final del invierno se quedó sin flores en solo un par de días. Cuando yo era niño el frío intenso ahuyentaba las nubes. Madrugadas frías y despertares con hielo, de placas en los alcorques si había habido lluvia recientes o regado los limpiadores municipales. Maldecía mi pasamontañas que me hacía parecer un párvulo mientras esperaba el autobús del colegio. A veces me lo quitaba si al bajar al portal mi vecina aun no la habían recogido. Era rubia y me fascinaba su rareza llena de pecas y resplandores dorados. Entonces no me sabía feo y me atrevía a hablar con las chicas. La belleza para mí era más una sensación que un concepto. Hermoso era aquello que querías tener cerca para mirarlo y mi vecina sostenía mi mirada sin apenas esfuerzo. Jugaba a la comba con sus hermanas, un poco mayores que ella, mientras esperaba frente al portal y yo me sentaba en el banco de madera para verla flotar en el aire en cada salto, en el camino de regreso a la acera.
La nieve no arde, pero quema las manos, como el amor cuando lo tocas por primera vez, cuando hay más miedo incluso que vergüenza, cuando empiezas a ser consciente de tus limitaciones y que amargas son las derrotas por su causa. Miedo al rechazo, al frío de la soledad de la que procedes. Nunca nos nevó mientras la vida nos tuvo juntos, en mis primeros años de universidad. Las nieves llegaron después de irse Susana de mi vida. Nieves que también quemaban los brotes florales recién abiertos de los almendros, pero que ya no hacían presa con mi corazón congelado. La vida es un largo deshielo tras otro y, tras el último, te vuelves polvo para ser parte del terreno de juego, barro en cualquier esquina, quizá la de un córner. O eres jugador o parte del terreno de juego. Copos que se derriten rápidamente trayendo la desilusión, eso podía ser la primera nevada, quizá la única, o que cuajan sobre el suelo, sobre los capós de los coches, sobre las baldosas de las calles o el asfalto. Fabricar la munición con las manos ya enrojecidas, con los dedos ateridos de frío. Le dí de lleno en la cara en nuestra única nevada a mi vecina pecosa y, en vez de enojarse, me regaló una sonrisa, que la hizo parecer levitar ante mis ojos. Su venganza, trufada de risas incontenibles, resbaló por mi espalda mojándolo todo de invierno. Aquella noche tuve fiebre. No quise secarme para no mostrarme débil ante ella y agarré una gripe por las solapas. Me perdí el resto de los días con nieve, las mañanas de espera junto a ella en el campo de batalla. Una vez quise contar sus pecas y tuve que dejarlo a medias como cuando quería contar las estrellas del cielo. Pasaba las noches refugiado bajo la manta escocesa con la que mis hermanos y yo hemos sobrellevado todas nuestras enfermedades, pero las manos me ardían cuando la recordaba. Y creo que no solo era la nieve, su recuerdo, sino también por una curiosidad que no entendía. La curiosidad por conocer cada uno de sus rasgos en mi memoria cuando no estaba en mi presencia, como en ese momento. En mi primera mañana de vuelta al colegio le agarré una mano, de improviso, no recuerdo con que excusa, y descubrí que sus manos blancas estabas fabricadas con una nieve que si ardía y que quemaban las mías. Ladeo la cabeza y abrió los ojos. Y así empezó mi primer noviazgo, prematuro, sin que ninguno de los dos lo supiéramos, hecho con trocitos de días que nunca excedían del cuarto de hora, de retales de mañanas frías y hasta de amaneceres.
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