sábado, 8 de diciembre de 2012

El Fútbol y sus aledaños (50) - La gran esperanza blanca



La gran esperanza blanca

Es una escena que me obsesiona, uno de esos momentos del Cine esculpidos en mármol para que perdure. "Más perenne que el bronce", es como titula Laszlo Passuth su novela sobre el pintor Velázquez, sobre su obra, creada para perdurar por siempre. Y no se si el metal o la piedra alcanza más lejos en el futuro. El momento llega al final de la película, en su último tramo, para quien no se haya desentendido para entonces del drama, que en secuencias anteriores hay que reconocer que es demasiado amargo. Película de planteamiento poderoso, casi trascendente, en "La gran esperanza blanca" Martín Ritt nos interroga sobre uno de esos temas importantes, vital para la América de los años 70 en que fue rodada, sobre el odio entre razas. Y perdonadme si de pronto me pongo solemne en este blog. Si soy capaz intercalaré algún párrafo de tono más liviano entre el resto. Lo que se nos narra en esos tramos finales del metraje es una lúcida reflexión sobre el mundo deporte, sobre la vida misma en general, sobre la victoria y la derrota. Sobre sus causas, para quienes gustan de explicarlo todo, incluso lo que no tiene una causa más probable que el resto. Sobre sus consecuencias, para quienes no saben asimilar lo que les llega cada día por que solo saben traducirlo a puntos a favor o en contra.

Jack Jefferson, un negro de planta recia, con los rasgos faciales de James Earl Jones, quién fuera premiado con un Oscar por interpretar este personaje, ha viajado a La Habana a perder, para poder recuperar lo que le han arrebatado. Ha aceptado subir una vez más, la última seguramente, a un cuadrilátero -algo por lo que sus enemigos, que lo son por su raza, llevan tantos años acosándolo, tratando de forzarle a que lo haga utilizando las más sucias artimañas-, para dejarse ganar por el gigante rubio, tal como se ha pactado. El honor lo exige, que caiga fulminado sobre la lona. El honor de los caballeros blancos, que quieren verle sangrar también mientras se repone el orden lógico de las cosas. Solo puede ser campeón un hombre blanco, y para eso han traído al muchacho imberbe, sin apenas vello en el rostro, por la palidez de su piel y su poca edad. Lo han traído desde alguna pequeña localidad de la América profunda, uno de esos minúsculos pueblecitos que, como las islas del Índico, salpican el océano de cereal que cubre las llanuras del Medio Oeste. Antaño la hierba verde mojaba las colinas hasta donde la vista alcanzaba y era territorio frecuentado por los indios nómadas a caballo. Hoy lo hace esa hierba más alta que cuando se agosta, cuando se dora por el sol, nos regala su espiga llena de semilla de la que alimentarnos. Tierra que da pan y de esperanza también gracias al muchacho. Son las máquinas gigantes las que cosechan ahora lo que crece en los campos. Entonces, un ejército de ojeadores peinó el país para encontrar un contrincante a la altura de Jefferson, el primer negro en ganar el título mundial de los pesos pesados. Intentaron convencer a alguno de los grandes campeones ya retirados para que le arrebatara al cafre lo que había robado. Y alguno se atrevió a retarle, como el hasta entonces invicto Joe Choynski, pero cayo derrotado. Ahora, le espera algo atolondrado ese gigante con aspecto de pan de harina de trigo poco horneado, quebradizo en las manos. Es una espiga demasiado alta y pesada, que se diría a merced de cualquier viento que soplara fuerte, como bien pueden ser los puños de Jack cuando se calienta su alma de luchador.

Tiene el guión de Howard Sackler, basado en su propia obra de teatro y que fue un éxito en Broadway, un arranque vertiginoso. Todo ocurre muy rápido hasta el exilio de Jefferson en Méjico para huir de la ira de los que se sienten afrentados por su victoria y su éxito. La fiesta por su primer campeonato en los barrios marginales de Reno es lo primero que vemos tras los títulos de crédito. La reacción de los barrios altos buscándole afanósamente contrincantes de su talla. La renuencia de Chyoinski, que en su retiro no quiere saber nada ya de boxeo, pero que es casi obligado a luchar por el honor de su raza. El amor por una mujer blanca y su fatal consecuencia. Es un héroe para los negros y un criminal para los blancos. El FBI le detiene y trata de encerrarle para siempre en la cárcel por estar casado con una mujer de tez sonrosada. El tráfico de blancas es un extemporáneo delito aun vigente en el código civil del Sur más fanático, por el que se puede incluso ahorcar a un negro en algunos estados. Está prohibido cruzar algunas fronteras interestatales del brazo de tu esposa si ella es de la raza equivocada. El un ardid muy sucio, pero no piensas para hasta que no le destruyan a él y a su leyenda recién forjada. Pero eso se esconde al sur de Río Grande, en un agujero de pobreza, suciedad y calor donde todo se pudre lentamente, incluso el amor por su pareja por haberle hecho renunciar a todo. Sackler alarga en exceso las escenas con mayor tensión dramática, las que se destinan a las peleas conyugales, hasta hacer peligrar el interés del espectador. Pero aquellos que logran vadear estas escenas tan densas llegan a un final que redime toda la amargura que no ha habido más remedio que saborear, hasta hacer que se nos seque el paladar.

Los primeros asaltos del combate son rutinarios, sin que haya apenas lucha. Uno de los púgiles no quiere dañar, se lo han prohibido, y el otro parece que no sabe hacerlo. En los descansos entre asaltos su entrenador le advierte a Jefferson que evite romper el trato. Hay un gesto hosco y desencantado en su discípulo que no le gusta nada. "Lucha, tírate cuando creas que está justificado y vuelve a casa". Aquello es un farsa y no puede tener importancia ni significado para quienes están al corriente. Pero un niño negro irrumpe en el pequeño estadio. Es el vendedor de chucherías, ni siquiera un espectador, ya que es una velada de combate exclusivamente para espectadores blancos. Y cuando Jefferson ve su cara de desencanto, la doble humillación reflejada en su rostro, la de ser un esclavo, aunque asalariado, de los blancos y la de asistir al sacrificio ritual de uno de los suyos, algo dentro de Jack se rompe y hace que aflore al exterior a borbotones toda la rabia acumulada. Es el odio que gota a gota se ha ido acumulándose en sus tripas hasta hacerle renegar incluso de aquella a quien ama. No se dejará ultrajar por los blancos, no si hay un testigo de los suyos. Lo acaba de decidir y se yergue todo lo alto que puede para que sus golpes alcancen de lleno en el rostro del gigante rubio. En los ojos de éste hay más sorpresa que miedo ante la súbita aceleración en la actividad de su rival. Acostumbrado quizá a zanjar las peleas al primer golpe, incluso a imponer su victoria en cada disputa al ser medido por la mirada de sus contrincantes, no parece saber muy bien lo que hace. Primero retrocede ante el aluvión de golpes certeros. Luego se refugia en las cuerdas y espera a que escampe. Después improvisa una guardia activa y empieza a devolver el castigo cuando encuentra un resquicio en la defensa de su oponente, demasiado ocupado en machacarlo como para prestarle atención a su contraataque. Y poco a poco las fuerzas se equiparan. Aunque todos lo hemos dudado al verlo tan tierno, más aun al saber que todo está amañado, parece que al fin han encontrado un contrincante a la altura de Jefferson.

Quería la UEFA en 1960 un rival a la altura del Real Madrid. Cinco Copas de Europa seguidas, las 5 primeras disputadas, eran demasiado premio para un mismo equipo. Dicen que don Santiago Bernabéu fue el precursor de aquel torneo, pero bien pronto se mostraron sus organizadores hostiles con el equipo blanco. En la edición anterior, el Real Madrid había eliminado en semifinales al Barcelona, para así poderse enfrentar en la final de Glasgow al Eintracht de Francfort, en el que dicen que ha sido el mejor partido de Fútbol de la historia. Demasiados laureles para un mismo contendiente, pensaron en Nyon quienes mandaban el cotarro, y que en realidad lo habían organizado todo para que el Stade de Reims reinara sobre el orbe futbolístico. En la primera ronda de la edición siguiente, la de 1960-61, quiso la suerte, si es que esta estuvo alguna vez involucrada en todo aquello, que fuese el Barcelona otra vez su contrincante, pero esta vez a las primeras de cambio, no en la recta final del torneo. Era un Barça en alza, con Kubala y Luis Suárez como máximas estrellas. En el partido de ida en el Bernabéu el coruñés logró neutralizar con sendos goles los marcados por Mateos y Gento, el segundo tras transformar un penalti a Kocsis cometido por el portero Vicente, falta que en realidad se había producido fuera del área pero que árbitro Ellis sancionó aun así con la máxima pena. En la vuelta en el Nou Camp el equipo blaugrana se adelantó con dos tantos, de Vidal en propia meta el primero y el segundo de Evaristo, y solo muy cerca del desenlace pudo acortar distancias Canario para los blancos. Pero apenas hubo tiempo para más. Esa podría ser la crónica resumida, pero con ella se obviarían tres tantos legales anulados por el árbitro Leafe, también inglés, al conjunto de Concha Espina. El Real Madrid, con ese señorío tan alabado, acató la humillación pública, recibida desde los despachos no desde el campo, sin apenas un reproche, felicitando a los vencedores tras el pitido final. Y ese gesto tan caballero y gallardo fue muy aplaudido por el público asistente.

Me preguntaba un día en voz alta en un foro de debate de Fútbol si el Real Madrid podría ser alguna vez ovacionado en la cancha de equipo culé. Y mira por donde la respuesta era afirmativa, había ocurrido ya incluso. es posible cuando se deja atracar, facilita al ladrón la combinación de la caja fuerte y le pide incluso un taxi mientras llena la bolsa para que pueda escapar sin demoras cuando acabe. Los periódicos ingleses alababan al día siguiente el gesto de campeón del que aun lo sería oficialmente del torneo hasta la final de la primavera siguiente en Berna. Que menos habiendo sido compatriotas ambos árbitros involucrados en la refriega. No es extraño que se nos demande hoy en día la recuperación de nuestros valores, tan útiles para los demás, y que bien podrían considerarse como una mezcla de tolerancia espartana y resignación de penitente que usa sin un quejido en sus propias espaldas el flagelo con múltiples colas y puntas terminadas en forma de púa. El señorío es una tortura muy refinada que procura un tormento que solo puede ser tolerado por verdaderos masoquistas. Luego, tras todo aquello y unas cuantas rondas más ya sin los merengues, coincidirían en la final el Barcelona y el Benfica, en el comienzo del reinado del conjunto lisboeta. Al que tampoco pudo batir el Real Madrid en la final de 1962 en Amsterdam, cuando ya contaba entre sus filas con el gran Eusebio. Por eso nos quedará siempre la duda de si el apaño fue necesario, si mancillar las reglas del deporte está justificado si se pretende abrir el abanico de posibles vencedores, si es una medida efectiva incluso cuando tantos factores heterogéneos influyen en un resultado. Por ejemplo el desconocimiento de las nuevas estrellas en ciernes por estar su brillo inédito, que serán reconocidas como tales cuando alcen la copa por primera vez. Tal vez los portugueses, otra vez ellos, hacían estériles y absurdos todos aquellos manejos bajo la mesa.

El gigante rubio intercambia golpes con Jefferson en un pulso feroz al que no se adivina vencedor en ese momento. Está aprendiendo sobre la marcha, tiene a su favor la juventud, tener un corazón sin mácula. Demasiado pronto para estar manchado por la ambición o el deseo de venganza, como lo está el de su ciontrincante. Es él quien le gana ahora terreno al púgil negro, quien lo hace retroceder, refugiarse detrás de sus brazos, hasta hacerle caer sobre la lona exhausto. Y el conteo del juez agota los segundos sin que Jack consiga ponerse en pie de nuevo. Hay júbilo en la gran sala, sorpresa en el gigante rubio que solo hace un momento se vio derrotado, felicidad en el veterano púgil negro. Llevan a hombros al nuevo campeón hasta las calles para celebrar el orgullo de la raza, la repaación del honor ultrajado. Tras ser destronado a nadie le importa ya Jefferson. El pasado queda en el pasado cuando hay un presente que lo niega o lo suplanta. En el corrillo que forma con los suyos, al que se suma el niño negro, mientras lo atiende su preparador de las heridas recibidas, su mánager le pregunta: "¿Por qué no intentaste ganarle?". "Si lo hice, créeme", responde Jack con una amplia sonrisa, "Pero fue mejor que yo. Por muy bueno que seas siempre hay alguien que un día consigue derrotarte". Es el cauce natural de las cosas. Todo lo que nace algún día muere. Incluso la gloria del triunfo. Y hay felicidad en el corazón del boxeador por haberse liberado de la esclavitud de la victoria. Tal vez ahora pueda perdonar. Quien sabe si también a su esposa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario