lunes, 30 de noviembre de 2015

Album de fotos (18)



26 de noviembre de 2015

Una de las cosas buenas de los libros es como a veces se concatenan dos lecturas, como si todos los fragmentos de escritura que uno podría leer en el mundo si tuviera tiempo para ello, fuesen las piezas de un puzzle de dimensiones casi infinitas que compone todo el saber, que se nos muestra fragmentado, inconexo e incompleto, y un día, como por casualidad, como si fuesen inevitables las improbabilidades estadísticas, lograses encontrar dos piezas contiguas de ese gran rompecabezas que encajasen la una en la otra de forma armoniosa y sorprendente. Dos piezas que aun al unirlas apenas hacen decrecer el tamaño de lo que aun ignoramos -infinito menos cualquier cantidad finita sigue siendo igual a infinito- pero que dan algo de continuidad a nuestro pobre conocimiento y alientan a seguir porfiando para tratar de adivinar cual será la fotografía que se exhibe en la tapa de la caja del puzzle, la que estamos componiendo con inmensa paciencia pieza a pieza. Todo forma parte de un intrincado tejido de hilos de colores que a veces diríamos que se descose ante nuestros ojos antes de que podamos comprenderlo. A veces son los ecos de una lectura en otra. Hace un año y medio, más o menos, mi amiga me regaló por mi cumpleaños el libro "La novela blanqueada", de Ivan Tolstói, que me llegó por correo convenientemente empaquetado. Se trata de un ensayo realizado por un sobrino nieto del gran novelista ruso, primorósamente editado por Galaxia Gutemberg, y que trata de desvelar la historia oculta en la génesis de la novela "Doctor Zhivago", obra literaria que fue instrumentalizada por la CIA para combatir ideológicamente el comunismo en su propia guarida, en Rusia. Según Tolstói la concesión del Nóbel a su autor, Boris Pasternak, fue orquestada por la agencia de inteligencia americana para desacreditar a la URSS tras la caída en desgracia dl literato. Ahí es nada.

Al principio del libro se relata una apasionante anécdota relacionada con el poeta Osip Maldenstam, uno de los depurados por el estalisnismo. Era demasiado libre para el régimen bolchevique por lo que fue eliminado de la faz de la tierra, sus obras proscritas y su memoria silenciada en aquellso aspectos en que no podái ser mancillada. Estaba considerado el mejor de su generación y el poder siempre ha recelado de los mejores. En mayor medida cuando se trata de un poder omnímodo. También Pasternak estaba en entredicho, en el punto de mira de la NKVD, la precursora de la KGB. Justo después de haber sido sentendiado a  muerte Maldenstam, Pasternak recibió una llamada en su propio domicilio del mismísimo camarada Stalin que le puso entre la espada y la pared. Esa era en realidad la idea, espolear al toro para ver si embestía. Pero el novelista sorteo el peligro con soltura, no sabemos si con candidez e integridad o, tal vez, con todo lo contrario, con una sangre fría y un virtuosismo maquivélico extraordinarios e impropios del héroe moral que la historiografía se ha empeñado en ver en él. En la partida de ajedrez que tuvo lugar a través del teléfono Stalin realizo una apertura cargada de audacia y agresividad. "Dígame, ¿es usted amigo de Maldenstam?" preguntó el tirano psicópata. La respuesta de Pasternak es de una brillantez increíble y, lo que es aun más sorprendente y encomiable, aparentemente sincera: "Los poetas raramente son amigos. Sienten celos unos de otros,. como las mujeres bellas. Él y yo vamos por caminos completamente distintos". Con esta réplica Pasternak evitó al mismo tiempo mostrar solidaridad con Maldenstam, lo que le habría convertido en un enemigo del régimen y, seguramente, le habría acarreado una sentencia de muerte, así como ser percibido como un traidor con su amigo, lo que le habría vuelto sospechoso de adulador, capaz de vender a un íntimo con tal de estar a buenas con el poder. Hay hasta evidentes tintes de profunda admiración hacia el poeta convicto en las palabras del premio Nóbel, pero expresadas desde la orilla conveniente, la más protegida del oleaje. Stalin contraatacó inmediatamente desplegando todas las piezas sobre el tablero: "Nosotros los bolcheviques no renegamos de nuestros amigos". Esto puede considerarse como un jaque. Y fué seguido de un enroque del contrincante: "Es todo más complejo. Sencillamente somos distintos...". Stalin interrumpió a Pasternak en mitad de la frase insistiendo en cargar por la misma brecha: "¿Por qué no se ha dirigido a mí o a las organizaciones de escritores? Si un amigo cayera en desgracia yo haría lo que fuera por ayudarlo". Pasternak tapó la fisura de forma audaz: "Si yo no hubiera hecho nada probablemente usted no se habría enterado de este asunto. Y, además, desde 1927 las organizaciones de escritores no se ocupan de estas cosas". Hay aceptación de culpa en estas últimas palabras y hasta cierto reproche al régimen por tratar de silenciar a los artistas. Stalin se impacientó y pasó por alto la ventaja táctica que acababa de lograr. Quería arrancarle un elogio hacia el condenado a su interlocutor: "¿Pero es un maestro de la literatura?¿Lo es?". "Eso no importa", replicó pasternak, y empezó a analizar la poética de Mandelstam de forma prolija y abstrusa para, de repente, como si intuyera que estaba aburriendo a su interlocutor, interrumpirse a sí mismo y formular una queja: "Pero, ¿por qué estamos hablando de Osip? Hace tiempo que tengo la necesidad de reunirme con usted y hablar...". El tiburón georgiano creyó oler la sangre y abrió sus fauces, ahora viene la confesión, debió pensar: "¿Sobre qué?". "Sobre la vida y la muerte", propuso Pasternak sin un titubeo. Stalin no se lo podía creer. Colgó el teléfono sin más, sin una palabra de despedida, probablemente irritado por haber sido burlado por un insignificante pececillo que ya estaba saboreando.

He de reonocer que el nombre de Mandelstam no me decía nada antes de leer este pasaje. Y si llegué a él fue a través de un camino tortuoso: mi devoción por la adaptación cinematográfica que hizo David Lean de la novela de Pasternak, que me ha llevado a leer todo lo que ha caido en mis manos realcionada con ella, incluido el ensayo de Tostói. Todo menos la propia novela, que no fui capaz de completar, he de reconocer con cierto pudo. Era demasiado enrevesada. Demasiados personajes y tramas, demasiado rusa. Una novela río que te anega por completo y te arratra enseguida bajo la superficie del agua. Desde entonces el nombre Mandelstam aparece sin cesar en todas partes. La última en la novela "Ciudad de ladrones" de David Benioff, que leí hace poco, ambientada en el asedio de la ciudad de Leningrado por la Wehrmatch alemana durante la Segunda Guerra Mundial. El protagonista de la novela, el abuelo de Benioff -se supone que es un relato que narra hechos reales- es un joven judio, hijo de un poeta, también ajusticiado por la NKVD, y que había sido íntimo amigo de Mandelstam, figura que aparece perfilada con trazos fuertes en algunos párrafos de la historia. Para acabar de redondear el asunto, no hace mucho, apenas unos días, dí con los datos de un autobiografía de Mandelstam recientemente editada, que me barrunto que ha de ser apasionante, que me bajé en versión digital de internet eneguida y que muy propablemente será una de mis próximas lecturas. Igual que el dinero llama al dinero, los libros llaman a los libros. Por eso mi casa está llena de ellos.


Otra concatenación mucho menos clara, más difusa, se produjo ayer. Cuando estuve documentándome para poder escribir "El Diablo Bermejo en las noches de San Plácido", la pieza con al que inicié la serie "Madrid Sub Rosa" y cuyas entregas me supone cada una un ingente trabajo, más del razonable, teniendo en cuanta que probablemente a nadie interesen, topé con el nombre de una mística cristiana: Santa Brígida de Bingen. Parece ser que esta santa sueca afirmaba haber tenido visiones en las que habría presenciado la pasión de Jesús. Su descripción de las mismas, con todo lujo de detalles macabros y truculentos, llevó a revisar el canón de representación del Cristo en la Cruz. Hasta entonces se hacía con un solo clavo en los pies del crucificado, pero santa Brígida afirmaba que en sus ensoñaciones Jesús tenía los pies clavados por separado, con un clavo traspasando cada empeine, aunque con las piernas cruzadas entre sí, lo que complicaba la postura del cuerpo e intensificaba la tortura del ajusticiado. Me interesaba el dato porque en su famoso Cristo del Prado Velázquez recuperó la tradición mediaval, pintando al Salvador con los pies separados e incluso apoyados en un supedáneo -una especie de listón de madera, transversal al mástil de la cruz sobre el que el condenado podía descnsar las plantas de los pies-, loq ue permite una postura más relajada del cuerpo, rebajando el dramatismo y truculencia de la escena. Con estos elementos seguía las enseñanzas de su maestro, mentor y suegro Francisco Pacheco, quien a su vez seguía las directrices marcadas por Durero en uno de sus grabados más famosos. Pero santa Brígida no fue la única visionaria de la historia de la Iglesia. En el libro que ahora mismo leo, que incluso ojeo a ratos cuando paro de vez en cuando un rato de teclear palabras para este artículo, en "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero" de Oliver Sacks, el neurólogo explica la historia de Santa Hildegarda, quien también sufría alucinaciones, arrebatos en la jerga médica, y que alteró la forma de representar el universo cristiano tras describirlas. Los arrebatos son momentos de trascendencia, ataques cerebrales en los que el sujeto experimenta cosas que solo suceden en su mente pero que parecen tener significados profundos fuera de ella. Son una mera respuesta a un estímulo o un trauma fisiológico pero que parecen permitir abrir a quien los experimenta nuevas puertas a la percepción, a los sentidos, que hasta entonces parecían cerradas, cuya existencia ni siquiera se sospechaba. El compositor ruso Shostakovich, nos cuenta Oliver Sacks, tenía alojada en el cerebro una esquirla de metralla de resultas de una explosión cercana. Casa vez que inclinaba la cabeza el diminuto trozo de metal presionaba el lóbulo temporal asociado con la percepción e la música y sufría alucinaciones sonoras. Escuchaba música dentro de su cabeza. Le hablaron de la posibilidad de extraer el cuerpo extraño que tenía alojado dentro del cráneo y se negó en redondo. Esa música que no sonaba en sus oídos pero que prcibía tan nítidamente cuando exprimentaba sus arrebatos no solo era placentera sino que le inspiraba y le servía d guía a lo hora de crear sus obras.

Hoy tenía pensado no dar el paseo. Esta mañana he estado en la clínica de salud mental y he salido de ella ciertamemente tocado. Pero necesito recapacitar. Momentos antes del descalabro le estaba contando a mi psicóloga algo que me había sucedido hace un par de años sumamente desagradable. Alguien que se suponía mi amigo, con el que tenía la máxima confianza me acusó de algo muy turbio. Aquella tarde se acabó nuestra relación. No podía dar crédito a lo que me decía. Se lo conté a mi amiga para poder racionalizarlo. Este sucedido no venía a  cuento por el modo en que se había  desarrollado de la sesión hasta ese momento, pero se lo narré a la doctora en un impulso, quien sabe si arrebato porque mi incionsciente lo juzgaba pertinente. Automáticamente todo se enfangó sin ningún motivo y tenía que escuchar otra acusación. Parece que no se encuentra cómoda tratándome, por razones que no voy a concretar porque son también muy embarazosas, y me va a derivar a otro compañero. ¿Se equivoca mi amiga y son ficticias todas esas cualidades que dice ver en mí? ¿Por qué me anticipé al momento tenso que iba a vivir explicando un sucedido de mi pasado de análogo significado? ¿Por qué esas dos piezas del puzzle de pronto estaban juntas y podían ser encajadas la una en la otra? ¿Quien es el que lee la novela de mi vida? ¿Acaso es Dios y lo que ve de mí le entretiene y le sugiere nuevas posibles lecturas? He caminado por Bravo Murillo sin rumbo fijo. Hoy me siento tocado. ¿Cielos blancos con nubes añiles o cielos azules con cirros blancos? Podría ser una cosa u otra viendo las fotos. Divago y hasta deliro. Hoy carezco de coherencia. Bienvenida de nuevo, Tristeza.



1 comentario:

  1. La amarga pasión de Cristo de la beata Ana Catalina de Emmerich

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