martes, 24 de noviembre de 2015
Album de fotos (15)
23 de noviembre de 2015
Hoy me apetece divagar, con los pasos y con las palabras. Decido ir hacia el suroeste. Me dirijo por Comandante Zorita hasta Raimundo Fernández Villaverde, y por esta segunda calle hacia Cuatro Caminos. Me doy cuenta de que la semana pasada cometí un error. Hay en realidad dos callejuelas que conectan la calle por la que camino con la de Artistas, ambas con tramos de escaleras. Ambas paralelas confluyen en el infinito, que en este caso se sitúa en la glorieta de Cuatro caminos. A partir de ahí Artistas mantiene la cota mientras que Raimundo Fernández Villaverde desciende progresivamente a medida que se acerca al cauce de la Castellana. Me gusta el sabor visual de la calle recién descubierta, además de su nombre: Cicerón. El utópico defensor de la República Romana cuando esta estaba ya herida de muerte. Un tipo muy propicio para las divagaciones. Las luces y las sombras trazan figuras geométricas en zig-zag sobre las escalinatas. Mil veces que habré pasado por aquí sin reparar en esta callejuela. Por más que abras los ojos, por más que mires y escrutines loq ue te rodea, siempre hay detalles que se te escapan. En Cuatro Caminos enlazo con Bravo Murillo y ahí me decido a ir hacia el parque, o lo que sea, que la Comunidad de Madrid, más bien el canal de Isabel II, ha construido sobre el antiguo depósito de agua de Islas Filipinas.
Uno los efectos más visibles de la medicación que tomo es que he recuperado el gusto por la lectura. Antes de solicitar ayuda a mi médico de cabecera, primero, y después a la psicóloga que ahora me trata, me había desconectado completamente de los libros. No me importaban ni el mundo real que existe fuera de nosotros, ni el virtual al que accedemos a través de los libros y que es una simbiosis sinérgica entre la imaginación del escritor y del lector. Era incapaz de terminar cualquier libro. En realidad ninguno me importaba, ninguno me hablaba de asuntos que me parecieran relevantes, que excitasen mi interés. Con los años, al empezar a llegar los achaques de la edad, y a fuerza de leer prospectos de pastillas, he descubierto que existen tres tipos de medidamentos cuando se trata de aportar una sustancia al organismo que el médico considera que está presente en él con un evidente déficit. En un primer tipo, el más elemental, ese elemento va inserto en la pastilla y se aporta al cuerpo con su ingesta. Si ese elemento es sintetizado de forma natural por el cuerpo es cuando surgen los otras dos alternativas. En un segundo tipo la medicina estimula los procesos de síntesis del elemento, y en el tercero y último, lo que hace el medicamento es atacar los procesos inhibidores de la producción, si es que hay tales. Generalmente sí. No se a cual de estos tres tipos básicos pertenece el antidepresivo que tomo, pero el resultado es que mis niveles de serotonina se han visto incrementados. Comencé con el tratamiento a principios del verano y tras tres meses de progresos diarios infinitesimales empiezan a verse los efectos. El otro día, por ejemplo, empecé a canturrear otra vez bajo la ducha. Hacía mucho que no utilizaba la alcachofa del chorro como imaginario micrófono.
Llevaba años sin acabar una novela, sin intentar empezarlas siquiera más recientemente, y hace un par de meses o así se obró el milagro: me enganché desde la primera página a "Historia del amor" de Nancy Kress. Literatura judía neoyorquina, una de mis favoritas. Hasta entonces en la última década solo leía ensayo, que precisa menor enganche, menor empatía con la realidad. Es paradójico pero la narrativa de ficción requiere más aprecio por tu realidad que la narrativa de no ficción. Las vidas de los demás son interesantes en la medida en que estás involucrado con la tuya, en que desearías mejorarla y apropiarte de esas ficciones para hacerlas tuyas. La apatía por uno mismo anula la curiosidad por los demás. Eso era lo que me pasaba. Y tanto me sorprendió el súbito interes renovado por la novela que reincidí por esa vía con "Ciudad de ladrones" de David Benioff, una historia que trancurre en el Leningrado sitiado por la Wehrmacht alemana. El tercer libro, el que leo ahora, vuelve a ser de ensayo: "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero", de Oliver Sacks. Hay dos razones para esta elección. Por un lado, se trata de un libro escrito por un neurólogo, un perfil profesional que ha despertado cierto interés en mí desde que sufrí el ictus hace dos años. Por otro, su género me recuerda a ella, me permite tenerla e alguna manera presente mientras leo. Ella, como yo, es cazadora de lecturas. Yo al menos lo era hasta hace no mucho. A ambos nos gusta ir al acecho de los libros perfectos en las librerías, merodear por la espesura de estanterías y anaqueles en busca del ejemplar que nos sacie, y tras ojear y releer índices, solapas, y contraportadas, tras deambular al azar por los volúmenes que más nos llaman la atención, salir de la tienda con uno o varios bajo el brazo. Ella es una apasionada de la medicina como tema de lectura. Una persona muy cercana, en realidad la que más quiere en el mundo, padece una enfermedad incurable, de la que jamás se recuperará y que le ha obligado a destinar gran parte de su tiempo a su cuidado. Su pasión por la literatura médica procede de su utópica idea de poder descubrir algún día una cura para la dolencia de esa persona, de al menos hallar un modo de aliviar su sufrimiento. Desde un punto de vista menos ambicioso, leer ese tipo de libros le ha permitido entender mejor a los médicos, de los que desconfía de forma sistemática, para poder discutir con ellos desde una posición más firme y también más responsable.
Una vez alcanzo el parque de Islas Filipinas, a pesar de conocerlo ya y de ir por tanto preparado, me asombro una vez más con sus dimensiones. Decidieron construir un campo de golf en mitad de él. En realidad se han instalado ese tipo de estructuras, dos enfrentadas entre sí y alejadas la una de la otra como medio kilómetro, donde los jugadores pueden ensayar su swing y tratar de mejorar dirección y potencia. Ha ese campo de golf de dos hoyos le rodea una inmesa red para evitar que las bolas escapen y golpeen a algún transeúnte, con una anillo exterior en el que se sitúa la zona ajardinada. La cuerda de este anillo probablemente alcance el kilómetro de longitud y es utilizada por mucha gente para hacer footing o pasear con fines deportivos porue tiene aspecto de pista de tartán de estadio de atletismo. Nunca falta gente sea cual sea la hora el día. Una de las cosas que aprendí en mis viajes es que la gente es agradecida y tiende a utilizar con pasión los elementos de uso público que instalas para ellos.
Oliver Sacks se hizo famoso a raíz de que su libro "Awakenings" (Despertares) fuera adaptado al cine en 1990 por Penny Marshall, película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro. Fue un rotundo éxito, aunque en la noche de los Óscars no obtuviera ninguno de los tres galardones a los que optaba: mejor actor (para de Niro), mejor película y mejor guión adaptado, escrito este último por mi admirado Steven Zaillian, que años más tarde si lo ganaría por su libreto de "La lista de Schindler". A partir del estreno del film Oliver Sacks se convirtió en un escritor de bestsellers, por más que sus libros fueran estrictamente médicos. Pero contaban rarezas, hechos insólitos, historias de personajes improbables en situaciones paradójicas, aunque reales, surgidos de la enfermedad y los traumas cerebrales. Dice Sacks en el libro que ahora leo que la identidad del individuo se estructura a partir de la narración que este mismo se hace a sí mismo de lo que le sucede, de lo que siente, de como se ve a sí mismo y el mundo que le rodea. Existir es adaptar este discuro constantemente para incorporar los nuevos sucesos y visicitudes que experimentamos y su efecto en nosotros, los sentimientos y reflexiones que nos suscitan. Esta narración no la podemos efectuar sin el apoyo de la memoria. Sin ella llega el vacío, al perdida del alma, de la identidad, del yo consciente. Desde que tengo memoria mantengo un incesante diálogo conmigo mismo. En realidad un monólogo en el que al mismo tiempo soy la persona que escucha pacientemente y la que habla sin permitir a la otra, yo mismo también, que meta baza. Es un diálogo que se aviva en mis paseos. Y cuando me canso de escuchar o de hablarme a mi mismo imagino que lo hago a una tercera persona. Últimamente mis retóricos discursos van dirigidos a mi psicóloga o a mi amiga la foránea. Algunas veces, las menos, a ella, a la amante de los libros de medicina, aunque procuro reprimir mis impulsos de dirigirme a ella, en el mundo real y en el virtual que hay dentro de mi cabeza. Ella prefiere mi silencio.
Soy de la opinión de que todos deseamos hacer ese monólogo a terceras personas, llevar esa identidad fuera de nosotros mismos, explicarnos a lso demás una vez que hemos logrado convencrnos a nosotros mismos de que el discurso es correcto, pero que la desconfianza nos frena. Hallar a esa persona adecuada para que nos escuche es uno de los secretos de la felicidad. Todo el mundo acaba confesando lo más íntimo de su ser. Basta con tener paciencia, con merecer confianza, con mostrar interés. Hablar de lo que somos a otros es también una terapia para los males del alma, para lo que consideramos párrafos mal redactados de ese discurso. En esta terapia se basa la escritura, la pulsión que arrastra a algunos a convertirse en escritores. Otra cosa es que el resultado sea mala literatura. Yo escribo para curarme no para entretener a nadie. Por eso lo hago ahora. No conozco otro modo de sanar de las heridas interiores.
Cuando salgo del parque, mientras espero a que un semáforo se ponga en verde para los peatones junto a la sede cntral de la Guardia Civil, la imagen de un anciano, inclinado hacia su derecha, igual que el inmenso plátano que tiene justo detrás, me seduce con su rima y no puedo evitar capturarla con mi cámara. ¿Qué pensará la gente, me digo, cuando me ve fotografiándola? Suelo aparentar un elegante desdén por ellos para fingir que su existencia dentro del encuadre es fortuita. No soy fotógrafo de personas, pero a menudo me interesa incorporarlas a las fotografías que hago para establecer una referencia que permita calcular las dimensiones de los elementos realmente protagonistas. Rara vez lo son ellas, como en este caso. Cuando examino la imagen en casa veo que he inclinado la línea del suelo para compensar la inclinación de ambos personajes de la foto, que parecen derechos. Me asalta la duda. A lo mejor soy yo el que se vence hacia un lado, el que carece de una posición estable, el que creyendo que se yergue hacia arriba en realidad lo que hace es acercarse hacia el suelo. Han sido 75 minutos de paseo tan solo. Mañana buscare un itinerario más largo. Quizá la ciudad universitaria, que últimamente me perturba con su llamada.
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