jueves, 12 de noviembre de 2015
Album de fotos (9)
10 de noviembre de 2015
Otro día cuasi primaveral que nos regala el otoño. Debemos de estar en el veranillo de san no sé quien. Hoy quiero ir al Museo Sorolla que, a ojo de buen cubero, queda a una distancia de mi casa similar a la Plaza de Castilla. Por una vez el ritmo de mi zancada es estrictamente el de paseo. Ni voy rápido porque se me echa la noche encima, ya que salido temprano, ni voy despacio para robarle minutos al reloj y batir records. Trazo una recta por Comandante Zorita y, tras cruzar Raimundo Fernández de Villaverde, continúo por la calle Ponzano. Mientras espero a que un semáforo se ponga en verde para cruzar una calle, una mujer joven y alta se sitúa a mi lado. No es guapa pero llaman poderosamente la atención sus piernas interminables. Cuando la luz verde nos da paso la dejo que se adelante y la sigo a una prudente distancia. Lleva una falda corta estampada con flores multicolores y las piernas enfundadas en un par de medias oscuras. Está claro que conoce sus virtudes y que juega a explotarlas. Mientras pienso esto me doy cuenta que es la primera vez en mis paseos que me fijo en las mujeres que me cruzo. Hasta pronto, apatía, supongo que volvremo a vernos.
Mi objetivo de hoy es fotografiar el jardín andaluz de la Casa Sorolla, un rincón sorprendente, intemporal, en pleno corazón urbano de Madrid. Lo cierto es que apenas habré visitado este museo un par de veces y hace tanto tiempo que no lo recuerdo. Esa es una excursión que tengo reservada para cuando esté en compañía de ella. Para poder justificar mi actual pasión por la pintura, incluso ante mi mismo, no solo a quien pudiera estar leyéndome, necesito explicar una historia que tal vez parezca tan revirada como un alambique. Cuando empecé a convertirme en lector y mi conocimiento de la literatura era escaso, cuando quería hacer acopio de nuevos posibles escritores, abrir el abanico de autores en los qu picotear, acudía a la lista de premios Nóbel. Sabía que los galardonados siempre sumaban a la incuestionable calidad que se requiere para obtener el premio, una amenidad que probablemente tambien sea requisito para los miembros de la Academia Sueca. Nunca es aburrido leer a un premio Nóbel. Al menos a mi no me ha pasado nunca. Fue con esta táctica como tuve conocimiento, por ejemplo, de la existencia de Isaac Bashevis Singer, un novelista al que apenas se menciona, cda día más olvidado, pero del que me compré su novela "Shosha", una de las joyas de mi biblioteca. Bashevis Singer es un escritor neoyorquino, judío y de origen polaco. En sus narraciones suele ser un protagonista más la tierra natal de sus padres, la región de Galitzia en la Polonia justamente anterior a la Segunda Guerra Mundial. En "Shosha" cuenta la historia del amor entre dos niños, o más bien la pasión de él por ella, quizá autobiográfica por estar narrada en primera persona. El narrador trata de explicar su fascinación por la muchacha que da nombre la novela, un ser con pocas luces pero cargado de inocencia, que le inspira una ternura absoluta, al que trata de preservar de la crudeza del mundo. Siempre he pensado que mi forma de ver el amor tiene mucho que ver con una mala digestión de esta novela de Bashevis Singer, que prendió algún tipo de lumbre entro de mí, pero esa es otra historia que quizás explcaré en otro momento. El caso es que me gustó tanto el libro que insistí con su autor y al cabo de unos meses me compré un libro de relatos ambientado en Galitzia. Uno de los cuentos es la historia de Yentl, la chica que quería estudiar la Torá y que se disfrazó de muchacho para poder entrar en la escuela. El argumento fue adaptado al cine por Barbra Streisand que lo convirtió en un musical, ¡échale guindas al pavo!, y que cuando no le quisieron dar el Óscar a la mejor dirección se cansó de tildar de machista a la Acedemia de Cine Americana. Algo de eso había, pero el cambio de género a mi me pareció un pecado mortal, una grosería hcia la literatura. Pero, a lo que voy, en la recopilaión hay otro cuento en que se intoduce un concepto que me pareció sumamente curioso, incluso con su término en Yiddish. Según nos dice Bashevis Singer los judios de su tierra natal creían que cuando alguien muere parte de los atributos de su alma pueden reencarnarse en sus seres queridos. Así, si el abuelo Josué muere, pongo por caso, es posible que su pasión por contruir muebles, pongo por caso, empiece a manifestarse en su nieto David, que hasta ese momento vivía completamente desinteresado por el bricolaje y era un completo manazas, incapaz de poner un clavo en el sitio que le corresponde sin espachurrarse un dedo con el martillo. Algo así me pasó a mí. Nunca había sentido espacial interés por la pintura hasta que mi padre murió. Hasta entonce Velázquez me dejaba frío. Mi padre era un completo apasionado a la vez que una hormiguita al servicio de su hobby. Coleccioanaba diapositivas de todos los cuadros del mundo. Si no podía adquirirlas en los museos correspondientes se las fabricaba el mismo fotografiando libros de arte con sumo cuidado con una cámara especial. Se pasaba las horas muertas incrementando la colección y confeccionando fichas de cada obra. Yo no llego a tanto, pero darme tiempo.
Sigo por Ponzano y cruzo Ríos Rosas y José Abascal, hasta desembocar en Santa Engracia, calle con la que se solapa. Entre la intersección de ambas y la plaza de Iglesia solo hay un tiro de piedra. No recuerdo haber fotografiado nunca el templo que da nombre a la glorieta y también a la estación de metro y que supongo interesante, auqnue nunca he visitado. Una próxima vez, anotó en la cabeza. Hay un extraño edificio de ladrillo a la derecha del encuadre que estropea el perfil del skyline, otra de esas aberraciones urbanísticas tan habituales en Madrid, que forman parte de su discutible encanto. Aun así me esmero en sacar una buena foto. Hago dos intentos más porque estoy casi seguro que la instantánea aparecerá en este album y quiero tener material entre el que poder escoger. Luego bajo por General Martínez de Campos en dirección a la plaza de don Gregorio Marañón, camino de mi destino. El barrio de Chamberí es mi preferido de Madrid. Se que no ando muy desencaminado en mis gustos porque está plagado de embajadas, casi todas de países europeos, los que supongo que pueden escoger primero. Es un baremo infalible para evaluar de la calidad de una zona de una ciudad. A más embajadas mayor calidad de la zona. Chamberí es un barrio elegante sin llegar a ser obsceno, como pasa a esa parte del de Salamanca que se arrima a La Castellana o en La Moraleja. Tiene sabor popular sin llegar a la vulgaridad, como en lso barrios del sur y está lleno de edificios con solera, algunos de gran calidad arquitectónica, con molduras en sus fachadas para adornar ventanas y balcones. En la misma cuesta que ahora recorro hay varios: El consulado británico; un palacete junto a él que ahora ocupa una línica de cirujía estética; más al fondo, la quinta en la que vivía Joaquín Sorolla, al que el tópico quiere pintor levantino, cuando probablemente era tan madrileño como el oso que ramonea en el madroño de bronce de la Puerta del Sol. O como mi padre, sin ir más lejos, ya que le hemos mencionado antes, que era en relidad de Olivenza, casi más portugués que extremeño, y que vivió idéntica porción de su vida en Madrid que Sorolla, aproximadamente tres cuartas partes.
Entro en el museo y accedo al jardín andaluz que hay ante su fachada principal. Traspasar la verja exterior que lo separa de la calle y entrar en el recinto es como ser transportado a otro mundo, no solo lejano en el tiempo y en el espacio del ámbito urbano que se deja fuera, sino completamente incompatible con él. Se diría que la puerta de metal es el portal de un agujero de gusano, un nexo entre dos galaxias inconexs. Cuando me materizliso al otro lado del túnel espacio temporal casi me doy de bruces con un hombre que está haciendo fotos, como yo, y que está acompañado por una mujer que toma notas en una libreta. Da la impresión de que están catalogando los elementos ornamentales del jardín. Estatuas, bancos, setos de matorral y fuentes de chorros perezosos y discretos ocupan los pocos metros cuadrados que abarca este pequeño paraíso con sabor meridional. Al otro extremo del patio hay una mujer con un niño pequeño y hacia ellos me ditijo. según me acercó empiezo a oir lo que hablan. Entiendo en seguida lo que sucede. El niño le ah pedido a su madre una moneda para arrojarla a la pileta que recibe las aguas que escurren de una de las fuentes, tal vez para pedir un deseo, como habrá visto que hacen en la tele, y ella trata de convencerle para que no pida para sí sono para los demás, que solicite al diosecillo que habita en las aguas la paz mundial, el cese del hambre en el mundo y cosas así, todas supongo que fuera del entendimiento de la pequeño. Este, que parece poco convencido de lo que le proponen, está sin embargo más interesado en el juego de lanzar la moneda y verla zambullirse que en sacarle rédito a tan excitante entretenimiento, así que transige y asiente. De forma como distraída, como si no me interesasen como personjes para mi foto, los encuadro varias veces mientras pulso el botón de la cámara. En la última foto salta el flash que me delata. Está declinando el sol. Es hora de volver. Para cuando me advierten ya me he escabullido como un ladrón y he alcanzado la cancela de la verja. Hay hojas amarillas flotando en la superficie del agua y una confusión de sombras verdes que satura el pequeño pero milagroso recinto.
El Camino de regreso lo hago por la calle Zurbano y, una vez que supero Ríos Rosas, por Agustín de Bethancourt. Cuando alcanzo Raimundo Fernández de Villaverde me entretengo en un smáforo, el que da paso a lso coches al paso superior sobre La Castellana, fotografiando los edificios que dan a la avenida. El edificio Windsor, que han terminado de reconstruir tras su incendio no hace mucho, no me cabe en el encuadre, está demasiado cerca. El que ocupa el punto de confluencia de Agustín de Bethancourt y Modesto La Fuente está bañado por la luz del sol que declina. Al ocre de su fachada se suma el dorado de la luz de poniente y con la mezcla de esta particular paleta de colores la piedra parece adquirir la textura del turrón de Jijona. El blando hecho de almendra molida y miel. 85 minutos han tenido la culpa de tan agradable paseo.
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