martes, 10 de noviembre de 2015
Album de fotos (8)
6 de noviembre de 2015
Hoy he vuelto a intentar el plan de ayer. Nunca es tarde para empezar a dejar de rendirse. Tengo que decírselo a mi picóloga. La solución era fácil: Bastaba con salir una hora antes de casa, con cogerle suficiente ventaja a la noche y dosificarla. Esta vez inicio el camino paralelo a la Castellana por Capitán Haya y accedo a la avenida tras pasar el Ministerio de Defensa. El día es claro, sin nubes. Predomina el azul del cielo sobre el resto de promesas. Fotografío, solo por capricho, el edificio castellana 213, que ayer se desvanecía en el objetivo entre dos luces. Se que no voy a sacar esta foto en el album. Al menos no hoy. También fotografío el edificio del INE de la otra acera, casi en frente, porque me llama la atención su colorido infantil, como de mobiliario de colegio de preecolares. Cuando llego a la Plaza de Castilla no hay obstáculos que me impidan encuadrar las Torres Kío desde el pie de las escalinatas del monumento. Cuando las miro través del objetivo caigo en la cuenta de que con la alineación adecuada el obelisco de Calatrava parece un cirio dorado, como aquellos que se encendían en las cenas de Nochebuena cuando yo era niño, y el monumento a Calvo Sotelo su portavelas. Hoy no hay prisa, me sobreviene la calma y me entretengo un rato en ver salir los coches por la embocadura sur del paso subterráneo. Seguramente se me ocurrirá de qué puede ser un símil esta visión mientras escriba luego ante el PC, me digo. Veo salir un grupo de coches, compacto, celérico. Unos instantes después, rezagado, emerge del túnel un Pegout 206 gris.
Sólo una vez tuve la sensación de haber alcanzado el pelotón por su cola, de estar integrado en el grupo y poder seguir su ritmo. Fue cuando Victoria me dijo que me quería. Ocurrió en un día soleado de otoño, como el de hoy. Fui a buscarla al portal de su casa, en la calle Maudes. Ella siempre me esperaba asomada a la ventana de su cuarto -creo recordar que de un tercer piso-, como si estuviera impaciente por verme y eso me hacía feliz. Me saludó con la mano y me hizo señales de que la esperara mientras bajaba. Mientras la aguardaba su madre se asomó a la ventana, la de la habitación contigua, para inspeccionarme con curiosidad y, de paso, para saludarme ella también. Entre los dimuntos alfeizares de aquellas dos ventanas se paseaba el gato equilibrista que le había regalado a Victoria unos meses atrás. Le puso un nombre castizo que ahora tampoco recuerdo. Se que los detalles son vitales y lograr retenerlos en la memoria un baremo de la importancia que le damos a las cosas vividas. Ahora recuerdo: creo que era Michi. Al vernos en la acera los dos nos notamos nerviosos. Había cosas que queríamos decirnos, aunque ya las supiéramos, pero que ninguno de los dos se atrevía a pronunciarlas primero. Teníamos pensado ir al Thyssen. Era lo más parecido a una cita, sin serlo, que se nos había ocurrido. Una visita reciente al Prado en compañía de mi amigo José Ignacio había sido un completo éxito. Les había explicado la Anunciación de Fra Angélico, que me había estado empollando durante días y me habían escuchado toda la perorata embobados. Antes yo tenía muchos momentos de lucimiento como ese. No siempre he sido una persona gris y aburrida. Fuímos hasta el museo en autobús, sentados el uno junto al otro, muy cerca, pero con miedo a rozarnos. Ella iba vestida como de domingo cuando iba a misa. Demasiada guapa para ir en transporte público. Se merecía ir en un Rolls, y supongo que un mejor acompañante. Fue frente a los dos Canalettos, lo más hermoso de la colección del Barón, la vista de la Plaza de San Marcos de Venecia y la panorámica de la laguna con el bucintoro surcando sus aguas, donde perdimos al fin la vergüenza. Ella se acercó a uno de los cuadros y extendió los dedos porque parecía querer sentirlos con en la yema de los dedos, tocar la belleza y palpar su rugosidad, su suavidad, su relieve, y una celadora vino a advertirla alarmada, pero yo había agarrado tiernamente su mano ants de que pudiera rozar siquiera la pintura. Había sido un acto reflejo, tanto el suyo como el mío. De repente un solo sentido, el de la vista, no le era suficiente para saciar su hambre de mundo. De repente yo había visto volar un pajarillo, un colibrí de colores, y había querido atraparlo en pleno vuelo. Seguimos sin querer pronunciar las palabras, pero ahora daba igual, porque éramos incapaces de despegar nuestros labios. Fue suficiente elocuencia para un silencio que duro horas bajo la arboleda del bulevar del Paseo de Recoletos. Yo nunca había besado a una mujer. No se me entienda mal, tampoco a un hombre. Para cuando el beso acabó, mientras volvíamos en autobús a casa, ya nos podíamos considerar novios. Quedaban atrás, en el pasado, dos años de profunda amistad y, por delante, en el futuro apenas unas semanas de relación de pareja. Me pregunto si mereció la pena dar el paso, porque al final de todo no conseguimos recuperar siquiera lo que habíamos apostado: el inmenso cariño que nos teníamos.
Entro en el parque del Canal de Isabel II por la puerta que queda junto al depósito. Conozco el lugar. Hace un par de años lo recorrí pulgada a pulgada mientras convalecía de mi ictus. Mezcla la vegetación arbolada y arbustiva en setos y plantaciones lineales con amplias zonas de césped y láminas de agua. Los árboles tienen letreros para identificar las especies. Recorro elm parque de parte a parte, de este a oeste, y solo me demoro para fotografiar las pérgolas del paseo central y el paseo posterior. No es el mejor momento para hacerlo porque los doseles de vegetación están faltos de hojas por el otoño pero, aun así, se ven hermosos. Hay gente ocupando los bancos d metal, gente que lee o teclea en ordenadores portátiles. Siento deseos de sentarme junto a una chica joven que parece una estudiante repasando la lección de un libro que tiene apollado en sus rodillas. Su soledad la hace incluso más hermosa, pero completamente inccesible. Paso de largo sin mirarla. Salgo del recinto por el extremo contrario a aquel por el que he entrado, por la salida que da a la calle Padre Damián y ahí inicio el retorno a casa. Vuelvo despacio. Quiero batir el record de duración de un paseo y para lograrlo basta con arrastrar los pies y demorarme en mis recuerdos.
El germen de aquel día maravilloso estuvo en dos años de cariño incondicional y, sobre todo, en una jornada memorable. Estábamos en vísperas del examen de identificación de gramíneas e invertíamos todo el tiempo libre disponible entre clases en ir al laboratorio de pastos a aprender a distinguir de visu las brizas de las poas, los hordeum de las colas de zorra y los trigos. Una de esas habilidades que pierden en cuanto te examinas y apruebas una asignatura. Para aliviar el tedio del estudio, mientras manipulábamos las plantas para quedarnos con su jeta y poderlas reconocer hasta en un pasillo a oscuras, yo le contaba a Victoria el cuento "El Príncipe Feliz", de Oscar Wilde. Quería mostrarle la belleza de mi corazón, hacerle ver que yo era todo todo sensibilidad, ese tipo de estúpidas mentiras que estamos deseando unos comprar y otros vender, y yo creo que esa tarde se produjo la transación. Cuando finalicé el cuento tras todo un día juntos me miraba distinto, con un brillo cegdor en los ojos. Ahora puedo ser cínico al recordar aquello porque ha pasado el suficiente tiempo como para que ya nada de todo eso importe o duela. Lo cierto es que no era guapo ni interesante ni misterioso, así que ¿qué otra cosa podía ofrecer aparte de mi ternura? En todo caso, jamás pensé que fuera a funcionar. En el juego del amor yo estaba acostumbrado a perder y había llegado a sentirme cómodo en mi función de persona marginal. Valga como disculpa por haber amañado el juego el que yo la quisiera.
Gracias a que las dos últimas manzanas las caminé muy despadio consego batir el record: 95 minutos exactos. Por esta otra trampa me abstendré de pedir disculpas. Es demasiado pronto para eso todavía. Quien me iba a decir que muchos años después conocería a la auténtica golondrina del cuento de Oscar Wilde, la misma avecilla morena que mira a la Virgen mientras el arcángel San Gabriel se postra de rosillas ante ella en la Anunciación de Fra Angélico. Dios nos pone pistas en el camino. Rastros que solo con el tiempo comprendemos. Generalmente cuando ya es tarde. Dios nos confunde con los indios arapahoes.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario