5 de noviembre de 2015
Hoy me he propuesto ir a la Plaza de Castilla a fotografiar el parque del Canal de Isabel II, el que hay junto al emblemático depósito de agua, que en otro tiempo era el primer hito arquitectónico que se veía de la ciudad cuando se venía desde el norte. Es tarde cuando salgo. La noche sobreviene rápidamente. Ya empiezan a oscurecerse las nubes por el este. Voy a paso vivo para intentar llegar antes de que falte la luz. La caminata es larga. Mientras avanzo por la calle Orense, en paralelo a la Castellana, me sobreviene una imagen que me atormentaba cuando tenía veintitantos. La de un jinete en una carrera de caballos galopando muy rezagado del pelotón. Así me veía a mi mismo entonces. Había visto en la televisión algunas carreras del hipódromo de la Zarzuela y en alguna ocasión como algún animal rehusaba a salir de los cajones cuando estos se abrian por su parte frontal. Ese jinete varado en la marca de salida, incapaz de imponerse a su montura y partir con el resto, con el animal encabritado por el miedo a salir a la pista, era yo. Finalmente en carrera tras salir con un notable retraso la distancia con mis competidores era abismal. Y mientras fustigaba al caballo para que avivara el paso me decía que lo importante era lograr llegar a la meta, no en que momento ni en que posición. Con veintimuchos seguía estudiando la carrera de Ingenieros de Montes, y si en lo laboral y lo docente no lograba avanzar en mucha menor medida lo conseguía en lo personal. Nunca había tenido novia y tan siquiera me veía con posibilidades de lograrlo. Pero fustigaba al caballo para tratar de incorporarme al grupo. La imagen algunas veces me parecía hasta épica en vez de ridícula. Hay honor en la derrota, me decía, si se lucha con denuedo por la victoria, aunque nos venga grande el empeño.
A mi psicóloga no le impresionó lo más mínimo el símil cuando se lo expuse. Lo noté porque no solicitó ninguna aclaración a pesar de que lo expliqué de forma muy farragosa e incompleta, sin los matices que a mí me parecía que la hacían interesante y reveladora de mi forma de sentir y pensar. Dejó de anotar en su cuaderno como si dudara de la importancia de lo que le contaba. Y eso es significativo porque es algo que hace constantemente cuando le hablo, escribir con la cabeza gacha, como si fuera una escriba, una estudiante tal vez, y yo estuviera impartiendo una lección magistral en un aula magna. Supongo que ya no le impresionan mis opiniones derrotistas, los sísmiles que ilustran mi faracso. A veces no estoy seguro siquiera de caerle bien. Pero eso sería un dato superfluo si es que fuera posible averiguarlo, o le importara a alguno de los dos indagar sobre el asunto. La terapia me funciona. Me siento mejor desde que la inicié y ella es muy profesional, dura conmigo cuando lo merezco, o lo necesito, y siempre lúcida en sus comentarios, al menos razonable. Es todo lo que le pido a alguien cuando opina, que su propuesta tenga sentido, aunque no me convenza o este seguro de que es errónea. La verdad absoluta no existe si no permites que el corazón te nuble con sus deseos. Y eso también es aplicable a mí, cuando yo soy el tema de debate. Aunque es lo que menos me gusta en la vida, ser el motivo de una conversación. Debería estar incómodo en las sesiones porque durante ellas todo se difumina o se vuelve borroso por ser mi persona lo único que enfoca la lente de la cámara. Que película más aburrida es esta de mi vida.
Para cuando alcanzo la Plaza de Castilla las nubes que se agolpan en el oeste han adquirido un tono rojo cárdeno en su panza. La noche destripa las nubes como si el sol fuera un cuchillo afilado en un acto sanguinario y homicida. Se que es tarde para fotografiar el parque porque estará cuajado de sombras. Ni siquiera me lo planteo. Pero la imagen de las Torres Kio, imponentes en primer término por su extremo cercanía, me seduce y me hace olvidar los planes. Trato de encuadrarlas en el objetivo de la cámara sabiendo que si salen torcidas tampoco se notará tanto. Esa es su gracia. Son una estravagancia arquitectónica en una plaza cuajada de ellas: el obelisco de Calatrava, que parece la aguja acanalada de una jeringa gigantesca, el depósito del Canal que es como el esqueleto de un futuro que es ahora pasado, el rascacielos con asa de Foster, al fondo, en la parcela de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid... La noche cae y me entretengo viendo a media docena de japoneses tomando fotos junto al monumento a Calvo Sotelo. Su autobús está plantado en el carril que sirve para el cambio de sentido en la Castellana, destrozándome cualquier posibilidad de tomar fotos tanto del monumento funerario como de al propia avenida con el ocaso al fondo. Me siento en el escalón superior de ls breves escalinatas y espero pacientemente a que se marchen, y cuando lo hacen sacio mi sed de crepúsculos tomando imágenes del dái que agoniza.
El retorno ya no lo hago al galope sino al paso, saboreando el primer mordisco de la noche. Le dije a mi psicóloga que mi depresión, lo que hemos convenido en llamar como tal, aunque ambos sepamos que probablemente es otra cosa, se explica porque un día dejó de interearme perseguir al pelotón. Que llegó un momento en que lo di por inalcanzable y que me cansé de vivir en tierra de nadie. Que me acerqué a las gradas y me dediqué desde entonces a ver competir a los demás. "Te rendiste". No fue una pregunta sino una afirmación y le dí la razón. Odio la imagen patética que de mi mismo le dibujo en cada sesión. Se que en sus notas que toma consteantemente subyace mi retrato y que este no está resultando nada favorecedor. Al pasar por una farmacia entro para hacer acopio de medicinas: cuatro distintas para regular la tensión, para evitar que se me dispare y el terremoto cerebral que sufrí hace unos años tenga una réplica; un aporte de serotonina para luchar contra la apatía, lo que vulgarmente se denomina antidepresivo; y una medicina adicional para proteger el estómago de tanta pastilla. Antes envejecer significaba tomar cada vez más medicinas e interesarse cada vez más por las esquelas de los epriódicos. Desde que existe Twitter y la química nos ha traido una felicidad artificial de droguería y farmacia ninguno estos dos indicadores ya valen. Paso junto a un bar que se llama La Garriga que hay en la acera de poniente de La Castellana y me acuerdo de mi último viaje a Cataluña. La garriga es un tipo de formación arbustiva dominada por la carrasca (Quercus coccifera), un arbolillo del grupo de los robles que ni siquiera alcanza la talla arbórea. En aquellos lugares en que por el clima o la presión del hombre -el pastoreo excesivo, las quemas controladas de vegetación...- la encina no es capaz de medrar la coscoja se hace la dueña del cotarro. Por ser abundante en ella, la garriga da nombre a la más meridional de las comarcas de Lérida. Lleida y Huesca se parecen mucho por su fisonomía. Ambas son dos rectángulos orientaos d norte a sur pero revirados hacia el este, además contiguos, con uno de sus lados cortos en las cúspides de Los Pirineos y el otro tratando de estirarse para alcanzar el Mediterráneo. Huesca en lo más al sur que puede llegar se convierte en el desierto de Los Monegros, mientras que Lérida lo hace en La Garriga, una comarca que no se sabe bien si es cálida o fría o ninguna de ambas cosas. Luminosa, capaz de permitir cultivos típicos de la España cálida, como la vid o el olivo, sus inviernos fríos y sus mañanas neblinosas parcen querer desmentir la bonanza de sus veranos y sus mediodías. Al pensar en todo esto durante el paseo, al escribirlo ahora, se me hace claro y diáfano que echo de menos viajar y que yo soy como la Garriga, cálido pero neblinoso, como un amanecer espectral. Viajar era como tener vacaciones de mi mismo, ahora lo entiendo. Perdido en los montes de La Garriga era yo pero sin mi circunstancia, poco importaba que galopara en solitario. Tenía hasta sentido en aquellos parajes y otros que visité, donde no se veía un alma y la soledad parecía concederme la propiedad de todo lo que alcanzaba mi vista. Regreso a casa 85 minutos después de partir.
Balmorhea - "Bowsprit"
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