miércoles, 4 de noviembre de 2015
Album de fotos (6)
3 de noviembre de 2015
He pensado en varias alternativas para el paseo de hoy: volver a intentar cruzar la puerta de la Escuela de Minas; buscar la peluquería para latinas junto a Bravo Murillo a la que iba Patricia; retornar a El Viso para seguir buscando mi primer colegio; visitar el museo del Prado. Al final he descartado todas ellas. Hoy es día de partido de fútbol grande: Real Madrid vs. París Saint Germain, y toda la tarde gira alrededor de ello. He decidido pasar junto al estadio para testar el calor ambiente. Como excusa me he propuesto llegar hasta el Parque de Berlín en la Avenida Ramón y Cajal.
Ella no me ha devuelto la llamada ni me ha enviado ningún mensaje. Nunca esperé que lo hiciera. No es la primera vez que calla cuando digo su nombre en voz alta. El silencio es ambiguo y tiene el sabor rancio del olvido. Hay poca animación todavía en los aledaños del Bernabéu. A estas horas tan tempranas hay más policías que espectadores. Muchos llevan el equipamiento antidisturbios, sobre todo en la desembocadura de Marceliano Santa María. En la puerta de la base del vomitorio de la Plaza de los Sagrados Coranones se agolpan decenas de guardias jurados que comienzan su turno de vigilancia. La imagen me recuerrda mi propia mili, los cambios de guardia en alguna de las bases militares en las que presté servicio. En vez de seguir a rajatabla el itinerario de ayer desestimo la cuesta de la Calle Segre y sigo por la de Concha Espina hasta el cruce con Serrano. Ahí tanteo la posibilidad de realizar alguna fotografía de conjunto al entorno del estadio aprovechando el desnivel, la ubicación elevada, pero singuna vista me convence. Apenas se ve gente y una pareja de policías a caballo que podrían darle contenido a la imagen se me sale de los márgenes del encuadre para cuando me decido incorporarlas a la instantánea. No he estado lo suficientemente rápido de reflejos. Al final fotografío el hospital de la esquina sin que venga muy a cuento.
Nunca antes de saber de ella había conocido a nadie que se le aproximara en cuanto a dones. Es firme y estable como el tronco de un roble, fuerte y, sin embargo, dúctil a las circunstancias como el acero mejor templado, hermosa y entrañable como un querubín pintado por Correggio, culta y amena como una enciclopedia ilustrada multidisciplinar, abnegada y serena como una monja con el rostro de Audrey Hepburn. La negrura de sus cabellos es como la del plumón de una golondrina, una cascada de oscuridad que le roba la luz y los brillos al más potente sol de verano. Mi pequeña golondrina es como la apodo, a pesar de que es muy alta y me saca media cabeza, y juro que una vez la vi con forma de pájaro colarse por la ventana de la terraza de mi casa. Cuando rescaté a la avecilla de debajo de un pesado macetero y la envolví con mis manos supe enseguida que el latido del corazón que sentía pulsar contra las palmas de mis manos era el de ella. Hay podigios que si se explican parecen producto de la locura y es mejor no hablar de ellos en voz alta, pero ahora nadie me escucha. Cuando la ví por primera vez se escuchaba música de Vivaldi. Un Te Deum. Y me pareció tremendamente apropiado, porque no podía menos que dar gracias a Dios por revelarme su existencia. Hay días que por su acontecer se muestran absolutamente lúcidos. Moments tan exquisitos como el de su llegada a mi vida solo se producen muy de tanto en tanto y siempre están cargados de significados. Vale que me pongo campanudo al hablar de ella pero si la conociérais lo entenderíais. Ni Ava Gardner en sus mejores días se le acerca en gracia, belleza y donaire.
Paso junto a una taberna irlandesa y sopeso la idea de acallar su recuerdo con algunos tragos cuando caigo en la cuenta de que soy abstemio. Pensar en ella me distrae de mi propósito, que tan solo es caminar por la ciudad en el más riguroso silencio monacal. Pero mi mente está abarrotada de palabras. Palabras que tratan de describirla torpemente, porque para eso se crearon, para de traducir la belleza a lenguaje y tratar de hacer comprensible a la inteligencia humana lo que es divino y solo Dios comprende. Solo en sus momentos más inspirados crea Dios a personas como ella y para dibujarlas sobre el papel del mundo saca todos sus lapicillos de colores. Llego al Parque de Berlín hecho una tempestad de recuerdos, algunos inventados y otros totalmente fidedignos a la escasa experiencia de su compañía que atesora mi memoria. Tempestad que solo amaina cuando veo mecerse las copas de los cedros al compás de la brisa. Jirones grises de nubes pasan sobre mi cabeza pero no traen lluvia. Hay niños jugando en los columpios y junto a las fuentes y esa visión me calma. La marea de la memoria desciende poco a poco mientras paseo entre los castaños camino del lugar donde se exhiben los pedazos del Telón de Acero. De camino fotografío el busto de Beethoven desde la distancia y, ya junto a la pequeña laguna en cuyo centro están los bloques de hormigón berlinés, atrae mi atención un oso que se agazapa tras las ramas de un roble, como una fiera acechando en el bosque. Hace apenas cuatro días vi el oso y el madroño en la Puerta del Sol, también de bronce, y hoy es el oso y el castaño de indias quienes tengo a mi lado. Ciudad de plantígrados esta de Madrid. Una algarabía de cotorras argentinas rompe el hilo de mis pensamientos desde las copas de los pinos. Aun no son una plaga en los jardines madrileños, pero todo se andara, aunque el frío en invierno de esta ciudad se diría que no es propicia para estas aves tropicales. Son inconfundibles por su parloteo, que se acelera cuando la gente se acerca a los árboles en que establecen sus nidos, y por el tamaño y la forma en forma e embudo de éstos. Son como cestas de mimbre cuyo color ocre y grisáceo, por las ramitas muertas con los que están fabricados, destaca claarmente entre el verde de la fronda sempervirens de las coníferas en las que anidan.
En la ruta de retorno esquivo el gentío, que ahora si empieza a agolparse en torno al Bernabéu, tomando el Paseo de la Habana cuando regreso a la Plaza de los Sagrados Corazones. Me detengo en el VIPS a curiosear en los anaqueles de libros. La mayoría de los títulos me suenan por haberlos descargado en versión digital desde las webs piratas. Estoy haciendo acopio de lectura por si algún día me exilian a una isla desierta. A alguna dónde haya enchufes en los que poder conectar el portátil, se entiende. Ya han editado los premios Planeta. Cada año se dan más prisa. Tanta se han dado esta vez que no me extrañaría nada que bubieran empezado a imprimir los ejemplares antes de abrir las plicas de los finalistas. Al ir a cruzar la Castellana veo salir de la boca del metro a la afición francesa entonando himnos guerreros. Luego, ya en casa, el partido de fútbol resulta un verdadero fiasco. Cualquier espectativa de diversión se frustra pronto con la lesión de Marcelo, que no solo priva al Real Madrid de toda la inventiva que había desplegado en el campo sino que impide el debut de James Rodríguez. Aun así ganamos con un gol de churro. La suerte de los campeones. Por eso me hice de este equipo, para no ser un perdedor en todas las facetas de la vida. Han sido 85 minutos de caminata. Creo que mañana me la tomaré como una jornada de descanso. O quizás pasee tras caer el sol, cuando ya no sea posible hacer fotografías. Por cierto, he alcanzado la página 187 de la autobiografía novelada de Botticelli y aun no hay rastro en la narración de su Simonetta. Tengo hambre de romance.
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