jueves, 19 de noviembre de 2015
Album de fotos (12)
16 de noviembre de 2015
Cada una de las mujeres que han sido importantes en mi vida puede reclamar como suya, considerar como su dominio, la parte de la geografía de la ciudad que está ligada a mi memoria compartida con ella. El recuerdo de Susana reina en la Ciudad Universitaria, aunque allí también hay trazas de los días vividos junto a Victoria. La primera tiene como feudos exclusivos el barrio de Argüelles y la Ronda de Atocha, en cuyo entorno vivía. Victoria se enseñorea en mi propio barrio, en Tetuán y el arranque de Chamberí. El recuerdo de Aicha está esparcido por la zona menos elitista del barrio de Salamanca, entre la Plaza de Roma y la de Colón. Finalmente, Patricia domina un archipiélago inconexo de islas. Vivió y frecuentó conmigo muchas zonas: El Viso, Cuatro Caminos, El Carmen y La Elipa en Madrid. También Torrejón de Ardoz, Alcalá de Henares y Azuqueca, ya fuera de ella. Inmaculada y Ruth no tienen dominios, son más que nada espectros de internet sin ubicación física en mi espacio vital, aunque la memoria de la primera siempre estará ligada a la Estación de Atocha, dónde la conocí en persona una mágica mañana de sábado. Hoy me propongo visitar dos lugares dentro del dominio de Victoría. Dos lugares donde su recuerdo arde con más fuerza y que están a un tiro de piedra de mi casa. A uno de ellos, el más peligroso, me asomé en uno de mis primeros paseos y tuve que desistir en visitarlo. El otro lo he estado rondando estos días, pero no quema tanto.
De camino al primero de los lugares se me antoja fotografiar el Edificio Winsord. En otro tiempo en su base existía un cine con dos salas de proyección de tamaño respetable, que luego engulló el Corte Inglés de La Castellana con su voraz apetito de nuevos espacios. Algún día todo el complejo AZCA será propiedad de esta empresa. Desde que tengo memoria El Corte Inglés se va extendiendo por mi barrio, lentamente, casi reptando sobre el mapa, como una mancha de aceite sobre la superficie del agua, a una velocidad que no detcta el ojo humano, pero sin pausa. Al final de Raimundo de Villaverde está el primer lugar que busco: los jardines de Los Nuevos Ministerio. Este sombrío lugar, amplio, de perspectivas amplias, siempre lleno de calma, era uno de los refugios preferidos de Victoria cuando estaba triste. Tras estar un tiempo sin vernos, afectada por una de nuestras rupturas, cuando al fin nos reconciliamos me confesó que todas las mañanas había ido a dar de comer a los patos del estanque artificial para calmar su angustia. No me contestaba al teléfono. Caminaba por el barrio sin cesar sin lograr toparme con ella, aunque la buscaba en lso lugares que frecuentábamos juntos. "Si hubieras venido aquí cualquier mañana", me dijo, "me habrías encontrado. Tan fácil como eso". Lo curioso es que yo había pasado cerca sin entrar jamás en el complejo. Desconocía el sitio, no exento de encanto, a pesar de su mala fama. Es lugar común despreciar la arquitectura de Los Nuevos Ministerios, desacreditarla por ser característica de la segunda etapa del franquismo. Pero a mi los edificios me parecen armónicos y las larguísimas arquerías al pie de sus fachadas, un verdadero alarde de elegancia. Tampoco pretendo ser un experto en arquitectura, ni siquiera tener una especial sensibilidad para este complejo arte. Solo aconsejo mirar las cosas con la menor cantidad de prejuicios posible. Es habitual desdeñar los logros constructivos españoles en base a extraños argumentos de cariz político o ideológico. Un ejemplo de esto que digo es El Escorial, que a menudo es tildado de edificio gris y sombrío, sin gracia alguna. Precísamente los mismo abjetivos que suelen asociarse a Los nuevos Ministerios, cuyos autores está claro que se inspiraron en el palacio escurialense. Uno y otro me gustan y por eso los fotografío. Y si la residencia de Felipe II estuviera a un paseo de distancia de mi casa ya la habría incluido en este album de fotos.
A Victoria la conocí en le Escuela de Ingenieros de Montes. Era una morenita pequeñita y vivaracha. Aunque de aspecto serio, tenía la sonrisa fácil, siempre a flor de labios. Cuando se ponía nerviosa por algo, sobre todo cuando sentía vergüenza o sofoco, se le empañaban las gafas. Su cabecita debía ponerse a radiar en aquellos momentos en la frecuencia de los microondas, como los modernos hornos de cocina, y por eso los cristales se manchaban de vaho. Era divertidísimo advertírselo cuando ocurría para que su ratito de cómica incomodidad continuara otro poquito más. Yo le decía a menudo cuando estaba en silencio: "Oigo las ruedecita de tu cabeza girar", porque cavilaba mucho, y ella sonreía y me confesaba loq ue el preosupaba en ese momento si es que procedía. Hacerla reir era mi especialidad. Parece mentira ahora pero hubo un tiempo en que fuí el rey de la comedia. Un De Niro sin garcia peroq ue había ensayado muy bien su papel. Cuando las bromas me fallaban siempre echaba mano de los huesos musicales, mi arma secreta infalible con ella. Le presionaba con el dedo la última costilla y al mismo tiempo imitaba el sonido de una bocina, una de esas que emiten unas pocas notas de una cancioncilla. Se puede decir que los dos años que duró nuestra amistad fueron los más felices de mi vida. Jamás tuve antes o después tanta complicidad con nadie. Nos gustaba estar siempre juntos. Y entonces, supongo que como ahora, uno se pasaba la práctica totalidad del día en la universidad.
Un día a finales de curso de no recuerdo que año, unos meses antes de aquella tarde en que le narré el cuento "El Príncipe Feliz" de Oscar Wilde mientras identificábamos gramíneas en el laboratorio de pastos, me confesó estar sufriendo una depresión. Se sentía sola. Había roto con su novio de siempre y necesitaba a su mejor amigo, es decir, a mí. Pocas semanas antes habíamos roto nuestra relación por un miserable desliz mío: Le había confesado que la quería. Siempre he sido de la opinión de que cuando te acercas demasiado a una persona del sexo opuesto, cuando te habitúas a asomarte a su interior y los que ves no te desalienta lo suficiente como para seguir mirando más en profundo, es casi inevitable sentir el vértigo del amor, y dos años de amistad intensa dan para muchos vistazos. Mi confesión le había llevado a renegar de mí. No llegué a saber si su depresión fue una consecuencia de está ruptura o la de su noviazgio. En los pocos momentos enq ue conervaba algo de amor propio llegaba a sopesar la primera posibilidad. Me dijo que necesitaba mi amistad pero solo mi amistad, que nunca podría haber más, y para mí no hubo dilema. Quería ser parte de la solución de su problema no un síntoma más o una de ssu causas, por secundario que fuera. Además, cuando quieres a alguien el ego algo superfluo, una mochila cargada de piedras que te impide subir las cuestas. Así pensaba yo y queda claro porque me ha ido tan mal en la vida en este tipo de asuntos. Acepté el trato y me enseñó el patio interior de nuevos minsiterios. Me dijo que había estaba yendo todas las mañanas y que se había dado cuenta que me echaba de menos. Estaba siendo tratada por el doctor Vallejo Nájera, que tenía su consulta muy cerca de la Plaza de Lima. La acompañé hasta la puerta de la clínica muchas veces y con el paso de los meses, gracias al cariño de su protectora madre y mío, la sonrisa volvió a instalarse en su rostro y a reirse con mis bromas musicales. Volvió a sonar la bocina osea de su último espacio intercostal durante nustros interminables paseos por el barrio. Luego, con el correr del tiempo, tal vez la gratitud, tal vez la agradable sensación de sentirse querida por alguien de forma tan desinteresada, todo aquello desembocó en la visita al Thyssen. No, no puedo decir que este rincón de Madrid, Los Nuevos Ministerios, me traiga malos recuerdos. Cierta felicidad teñida de tristeza y melancolía me invade cuando veo la imagen con la que cierro la hoja de hoy del album de fotos, la lína de edificios reflejada en la temblorosa lámina de agua. La misma sensación que trasmite la melodía de "What a wonderful world" tal como la canta Louis Armstrong. Canción que, por cierto, tanto le gustaba a Victoria.
El otro lugr al que quiero ir es la Escuela de Minas en Ríos Rosas. Apresuro el paso porque el sol ya empieza a subirse a la chepa del horizonte. Hace unos días intenté visitarlo pero no fui capaz de traspasar la puerta acristalada de su entrada principal. Intento esta vez acceder por la puerta trasera, la que da al patio interior del recinto universitario. Construída en el siglo XIX a las afueras de Madrid, en pleno descampado, a más de un kilómetro de cualquier otro sitio habitado, la Escuela de Minas diseñada como un fortín, con cuatro torreones en las esquinas, un patio interior y una verja de hierro cerrando su perímetro de seguridad. Esta vez logro traspasar el umbral, vulnerar el tabú. Me noto, para mi sorpresa, algo inquieto. Algunos me miran con curiosidad, preguntándose quizás quien es ese tipo que por edad debería un profesor pero cuya cara no reconocen. Intento hacer una foto desde la planta inferior de la biblioteca, pero hay un corrillo de profesores muy cerca de mí y siento pánico escénico. Luego subo a la primera planta y entre el alumnado me siento como un cuerpo extraño, como un bulto sospechoso que esta fuera de su elemento tanto po edad como por propósito. Hago dos fotos de forma apresurada y me salgo por donde he venido. Ninguna de ellas tiene la calidad mínima exigible para poder ser aprovechada. Lo cierto es que, para ser sinceros, tampoco recuerdo la razón por la que este lugar me impone tanto. Trato de rememorarlo en el camino de vuelta y por más que cavilo no soy capaz de responderme a la pregunta que yo mismo me he formulado. Han transcurrido 90 minutos desde mi salida cuando finalmente llego a casa.
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