lunes, 30 de noviembre de 2015

Album de fotos (18)



26 de noviembre de 2015

Una de las cosas buenas de los libros es como a veces se concatenan dos lecturas, como si todos los fragmentos de escritura que uno podría leer en el mundo si tuviera tiempo para ello, fuesen las piezas de un puzzle de dimensiones casi infinitas que compone todo el saber, que se nos muestra fragmentado, inconexo e incompleto, y un día, como por casualidad, como si fuesen inevitables las improbabilidades estadísticas, lograses encontrar dos piezas contiguas de ese gran rompecabezas que encajasen la una en la otra de forma armoniosa y sorprendente. Dos piezas que aun al unirlas apenas hacen decrecer el tamaño de lo que aun ignoramos -infinito menos cualquier cantidad finita sigue siendo igual a infinito- pero que dan algo de continuidad a nuestro pobre conocimiento y alientan a seguir porfiando para tratar de adivinar cual será la fotografía que se exhibe en la tapa de la caja del puzzle, la que estamos componiendo con inmensa paciencia pieza a pieza. Todo forma parte de un intrincado tejido de hilos de colores que a veces diríamos que se descose ante nuestros ojos antes de que podamos comprenderlo. A veces son los ecos de una lectura en otra. Hace un año y medio, más o menos, mi amiga me regaló por mi cumpleaños el libro "La novela blanqueada", de Ivan Tolstói, que me llegó por correo convenientemente empaquetado. Se trata de un ensayo realizado por un sobrino nieto del gran novelista ruso, primorósamente editado por Galaxia Gutemberg, y que trata de desvelar la historia oculta en la génesis de la novela "Doctor Zhivago", obra literaria que fue instrumentalizada por la CIA para combatir ideológicamente el comunismo en su propia guarida, en Rusia. Según Tolstói la concesión del Nóbel a su autor, Boris Pasternak, fue orquestada por la agencia de inteligencia americana para desacreditar a la URSS tras la caída en desgracia dl literato. Ahí es nada.

Al principio del libro se relata una apasionante anécdota relacionada con el poeta Osip Maldenstam, uno de los depurados por el estalisnismo. Era demasiado libre para el régimen bolchevique por lo que fue eliminado de la faz de la tierra, sus obras proscritas y su memoria silenciada en aquellso aspectos en que no podái ser mancillada. Estaba considerado el mejor de su generación y el poder siempre ha recelado de los mejores. En mayor medida cuando se trata de un poder omnímodo. También Pasternak estaba en entredicho, en el punto de mira de la NKVD, la precursora de la KGB. Justo después de haber sido sentendiado a  muerte Maldenstam, Pasternak recibió una llamada en su propio domicilio del mismísimo camarada Stalin que le puso entre la espada y la pared. Esa era en realidad la idea, espolear al toro para ver si embestía. Pero el novelista sorteo el peligro con soltura, no sabemos si con candidez e integridad o, tal vez, con todo lo contrario, con una sangre fría y un virtuosismo maquivélico extraordinarios e impropios del héroe moral que la historiografía se ha empeñado en ver en él. En la partida de ajedrez que tuvo lugar a través del teléfono Stalin realizo una apertura cargada de audacia y agresividad. "Dígame, ¿es usted amigo de Maldenstam?" preguntó el tirano psicópata. La respuesta de Pasternak es de una brillantez increíble y, lo que es aun más sorprendente y encomiable, aparentemente sincera: "Los poetas raramente son amigos. Sienten celos unos de otros,. como las mujeres bellas. Él y yo vamos por caminos completamente distintos". Con esta réplica Pasternak evitó al mismo tiempo mostrar solidaridad con Maldenstam, lo que le habría convertido en un enemigo del régimen y, seguramente, le habría acarreado una sentencia de muerte, así como ser percibido como un traidor con su amigo, lo que le habría vuelto sospechoso de adulador, capaz de vender a un íntimo con tal de estar a buenas con el poder. Hay hasta evidentes tintes de profunda admiración hacia el poeta convicto en las palabras del premio Nóbel, pero expresadas desde la orilla conveniente, la más protegida del oleaje. Stalin contraatacó inmediatamente desplegando todas las piezas sobre el tablero: "Nosotros los bolcheviques no renegamos de nuestros amigos". Esto puede considerarse como un jaque. Y fué seguido de un enroque del contrincante: "Es todo más complejo. Sencillamente somos distintos...". Stalin interrumpió a Pasternak en mitad de la frase insistiendo en cargar por la misma brecha: "¿Por qué no se ha dirigido a mí o a las organizaciones de escritores? Si un amigo cayera en desgracia yo haría lo que fuera por ayudarlo". Pasternak tapó la fisura de forma audaz: "Si yo no hubiera hecho nada probablemente usted no se habría enterado de este asunto. Y, además, desde 1927 las organizaciones de escritores no se ocupan de estas cosas". Hay aceptación de culpa en estas últimas palabras y hasta cierto reproche al régimen por tratar de silenciar a los artistas. Stalin se impacientó y pasó por alto la ventaja táctica que acababa de lograr. Quería arrancarle un elogio hacia el condenado a su interlocutor: "¿Pero es un maestro de la literatura?¿Lo es?". "Eso no importa", replicó pasternak, y empezó a analizar la poética de Mandelstam de forma prolija y abstrusa para, de repente, como si intuyera que estaba aburriendo a su interlocutor, interrumpirse a sí mismo y formular una queja: "Pero, ¿por qué estamos hablando de Osip? Hace tiempo que tengo la necesidad de reunirme con usted y hablar...". El tiburón georgiano creyó oler la sangre y abrió sus fauces, ahora viene la confesión, debió pensar: "¿Sobre qué?". "Sobre la vida y la muerte", propuso Pasternak sin un titubeo. Stalin no se lo podía creer. Colgó el teléfono sin más, sin una palabra de despedida, probablemente irritado por haber sido burlado por un insignificante pececillo que ya estaba saboreando.

He de reonocer que el nombre de Mandelstam no me decía nada antes de leer este pasaje. Y si llegué a él fue a través de un camino tortuoso: mi devoción por la adaptación cinematográfica que hizo David Lean de la novela de Pasternak, que me ha llevado a leer todo lo que ha caido en mis manos realcionada con ella, incluido el ensayo de Tostói. Todo menos la propia novela, que no fui capaz de completar, he de reconocer con cierto pudo. Era demasiado enrevesada. Demasiados personajes y tramas, demasiado rusa. Una novela río que te anega por completo y te arratra enseguida bajo la superficie del agua. Desde entonces el nombre Mandelstam aparece sin cesar en todas partes. La última en la novela "Ciudad de ladrones" de David Benioff, que leí hace poco, ambientada en el asedio de la ciudad de Leningrado por la Wehrmatch alemana durante la Segunda Guerra Mundial. El protagonista de la novela, el abuelo de Benioff -se supone que es un relato que narra hechos reales- es un joven judio, hijo de un poeta, también ajusticiado por la NKVD, y que había sido íntimo amigo de Mandelstam, figura que aparece perfilada con trazos fuertes en algunos párrafos de la historia. Para acabar de redondear el asunto, no hace mucho, apenas unos días, dí con los datos de un autobiografía de Mandelstam recientemente editada, que me barrunto que ha de ser apasionante, que me bajé en versión digital de internet eneguida y que muy propablemente será una de mis próximas lecturas. Igual que el dinero llama al dinero, los libros llaman a los libros. Por eso mi casa está llena de ellos.


Otra concatenación mucho menos clara, más difusa, se produjo ayer. Cuando estuve documentándome para poder escribir "El Diablo Bermejo en las noches de San Plácido", la pieza con al que inicié la serie "Madrid Sub Rosa" y cuyas entregas me supone cada una un ingente trabajo, más del razonable, teniendo en cuanta que probablemente a nadie interesen, topé con el nombre de una mística cristiana: Santa Brígida de Bingen. Parece ser que esta santa sueca afirmaba haber tenido visiones en las que habría presenciado la pasión de Jesús. Su descripción de las mismas, con todo lujo de detalles macabros y truculentos, llevó a revisar el canón de representación del Cristo en la Cruz. Hasta entonces se hacía con un solo clavo en los pies del crucificado, pero santa Brígida afirmaba que en sus ensoñaciones Jesús tenía los pies clavados por separado, con un clavo traspasando cada empeine, aunque con las piernas cruzadas entre sí, lo que complicaba la postura del cuerpo e intensificaba la tortura del ajusticiado. Me interesaba el dato porque en su famoso Cristo del Prado Velázquez recuperó la tradición mediaval, pintando al Salvador con los pies separados e incluso apoyados en un supedáneo -una especie de listón de madera, transversal al mástil de la cruz sobre el que el condenado podía descnsar las plantas de los pies-, loq ue permite una postura más relajada del cuerpo, rebajando el dramatismo y truculencia de la escena. Con estos elementos seguía las enseñanzas de su maestro, mentor y suegro Francisco Pacheco, quien a su vez seguía las directrices marcadas por Durero en uno de sus grabados más famosos. Pero santa Brígida no fue la única visionaria de la historia de la Iglesia. En el libro que ahora mismo leo, que incluso ojeo a ratos cuando paro de vez en cuando un rato de teclear palabras para este artículo, en "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero" de Oliver Sacks, el neurólogo explica la historia de Santa Hildegarda, quien también sufría alucinaciones, arrebatos en la jerga médica, y que alteró la forma de representar el universo cristiano tras describirlas. Los arrebatos son momentos de trascendencia, ataques cerebrales en los que el sujeto experimenta cosas que solo suceden en su mente pero que parecen tener significados profundos fuera de ella. Son una mera respuesta a un estímulo o un trauma fisiológico pero que parecen permitir abrir a quien los experimenta nuevas puertas a la percepción, a los sentidos, que hasta entonces parecían cerradas, cuya existencia ni siquiera se sospechaba. El compositor ruso Shostakovich, nos cuenta Oliver Sacks, tenía alojada en el cerebro una esquirla de metralla de resultas de una explosión cercana. Casa vez que inclinaba la cabeza el diminuto trozo de metal presionaba el lóbulo temporal asociado con la percepción e la música y sufría alucinaciones sonoras. Escuchaba música dentro de su cabeza. Le hablaron de la posibilidad de extraer el cuerpo extraño que tenía alojado dentro del cráneo y se negó en redondo. Esa música que no sonaba en sus oídos pero que prcibía tan nítidamente cuando exprimentaba sus arrebatos no solo era placentera sino que le inspiraba y le servía d guía a lo hora de crear sus obras.

Hoy tenía pensado no dar el paseo. Esta mañana he estado en la clínica de salud mental y he salido de ella ciertamemente tocado. Pero necesito recapacitar. Momentos antes del descalabro le estaba contando a mi psicóloga algo que me había sucedido hace un par de años sumamente desagradable. Alguien que se suponía mi amigo, con el que tenía la máxima confianza me acusó de algo muy turbio. Aquella tarde se acabó nuestra relación. No podía dar crédito a lo que me decía. Se lo conté a mi amiga para poder racionalizarlo. Este sucedido no venía a  cuento por el modo en que se había  desarrollado de la sesión hasta ese momento, pero se lo narré a la doctora en un impulso, quien sabe si arrebato porque mi incionsciente lo juzgaba pertinente. Automáticamente todo se enfangó sin ningún motivo y tenía que escuchar otra acusación. Parece que no se encuentra cómoda tratándome, por razones que no voy a concretar porque son también muy embarazosas, y me va a derivar a otro compañero. ¿Se equivoca mi amiga y son ficticias todas esas cualidades que dice ver en mí? ¿Por qué me anticipé al momento tenso que iba a vivir explicando un sucedido de mi pasado de análogo significado? ¿Por qué esas dos piezas del puzzle de pronto estaban juntas y podían ser encajadas la una en la otra? ¿Quien es el que lee la novela de mi vida? ¿Acaso es Dios y lo que ve de mí le entretiene y le sugiere nuevas posibles lecturas? He caminado por Bravo Murillo sin rumbo fijo. Hoy me siento tocado. ¿Cielos blancos con nubes añiles o cielos azules con cirros blancos? Podría ser una cosa u otra viendo las fotos. Divago y hasta deliro. Hoy carezco de coherencia. Bienvenida de nuevo, Tristeza.



sábado, 28 de noviembre de 2015

Album de fotos (17)



25 de noviembre de 2015

El invierno se cuela al fin por las minúsculas rendijas del cielo. El firmamento a las tres y media de la tarde es un rebaño de cirros blancos y sutiles sobre un prado de imposibles tonos añiles. Desde hace dos días paseo con el anorak que me compré en Valencia en la tienda oficial de la regata de la Copa América de vela. Se supone que es una prenda marinera, hecha para aguantar el esfuerzo y para abrigar en las condiciones adversas de viento y humedad que impone la navegación en altura. Pero no sabría decirlo, si me ha dado buen resultado, quiero decir. Lo cierto es que o bien no me la probé en su momento antes de adquirirla, que es lo más probable, aunque no lo recuerdo, o bien engordé mucho en los meses siguientes al viaje, que tuvo lugar en verano cuando no apetece ponerse un abrigo, porque lo cierto es que jamás me la había podido abrochar hasta que pasé por la uci de la Paz y luego me sometí a la dieta de choque de adelgazamiento que me hizo perder casi veinte kilos. Llevo también una bufanda en el bolsillo, por si llega el tiempo de las nieves. Estos paseos no pueden cesar. Sé que con el tiempo los necesitaré para mantener el precario equilibrio psicológico que he logrado adquirir en las últimas semanas, que en vez de verlos como una imposición me parecerán un premio. Hoy voy a reincidir con la Escuela de Ingenieros de Montes. Voy a aprovechar que he recordado el camino más corto para llegar y eso me permitirá deambular más tiempo por el campus. Mientras me dirijo a Bravo Murillo por la calle Ávila pienso en los aparatos que se usan ahora para escuchar música por la calle. La aparición de los walkman fue una verdadera revolución en su día. No solo era un reproductor de música portátil sino que te permitía aislarte del mundo, encerrarte en uno tuyo privado con su propia melodía y su ritmo elegidos pro tí. Con ellos se acababa la tiranía del viejecillo del piano que hasta entonces era quien imponía sus gustos. Con el viejecillo del piano me refiero lógicamente a Dios, que siente una marcada predilección por lel Ragtime. Ese universo privados sonoro es algo que ahora proporcionan los móviles con servicio de internet con los que la gente se conecta a Twitter y Facebook cuando va por la calle y que nos aislan cada vez más a los unos de lso otros, como si no fuera ya complicado de por sí interactuar con nuestro prójimo. Ya lo he dicho en alguna otra hoja del album, la vida con una banda sonora que uno mismo elija no solo es más llevadera sino que a veces incluso parece alcanzar algo esplendoroso. Si pudiera me compraba un i-pod. Aunque reconozco que ni siquiera estoy seguro de que se llamen así o de que no haya algún otro gadget más avanzado que los haya vuelto obsoletos. Estos paseos serían más llevaderos y sería más fácil mantener a raya mis pensamientos. De hecho me contentaría con el pequeño magnetófono para casettes de cinta magnetofónica provista de pinza para poder engancharlo al cinturón con el que me contentaba cuando era universitario. Soy de otra era, incluso llegué tarde a la del walkman y la vida ni siquiera se ha tomado la molestia de intentar reciclarme.

Fotografío la calle Ávila desde mitad de la calzada. Los conductores de los coches que se acarcan hacia donde me he posicionado deben pensar que estoy un tanto ido o que tengo gustos estéticos dudosos. "¿Que coño fotografía ese loco, los parches de la calzada?", se preguntarán seguramente. "Anda que no son previsores con la operación asfalto. Estamos en noviembre y ya están selecionando las calles". Repito la operación en la calle Castilla, siempre manteniendo una distancia de seguridad con el tráfico. Loco, pero menos. Cuando voy a hacer lo propio con la calle Leñeros y así seguir fotografiando el itinerario hasta la escuela caigo en la cuenta de que solo se me permiten tres imágenes por hoja del album. esas son las reglas que me impuse líbremente. Necesitaría al menos tres para completar el reportaje visual de la ruta. Mucho desperdicio de días. Y tampoco hablamos de imágenes que vayan a tener un gran atractivo visual notorio. Me noto desmotivado y de todos es el sentimiento que con más empeño intento eludir. En estos tiempos prefiero una tristeza activa a un algarabía holgazana. Estoy razonando como si escribiese este diario para alguien, como si pensase que hubiera a quien pudiera interesarle. La magia de los blogs está en la falsa sensación de privacidad que procuran. Uno escribe bajo la premisa de que lo hace como si no fuera a ser leído por nadie, porque sino seria menos auténtico, trataría de traficar y regatear con su sinceridad para lograr otro puñadito de lectores adicionales. Uno escribe para nadie pero con la sospecha, más bien la esperanza que casi nunca se ve confirmada, de que alguien en algún momento se asomara a espiar alguno de los párrafos redactados, siquiera por mero acciente. Surfear en la red tiene estas cosas, que un día una ola caprichosa te arroja a una playa cualquiera y te deja varado en el blog de un plasta. Da igual, no hago caso al pepito grillo que rasca sus patas traseras entre mis sienes, sigo fotografinado las calles. Además, qué demonios, me gusta el barrio de Tetuán, su aspecto y su sabor a pueblo, a barriada pobre pero honrada. Una que tomo con un restaurante de comida turca donde sirven kebabs me parece que retrata perfectamente el tono ambiente.


En la empinada cuesta cuyo nombre no recuerdo y que comunica el barrio de Tetuán con la ciudad universitaria, me entretengo chapoteando en los montones de hojas caídas de los plátanos que rebosan los alcorques y cubren casi por completo la acera. Parezco un niño pisando los charcos de agua de lluvia con sus katiuskas. Una chica que viene en dirección contraria hacia mí se cambia al otro margen de la calle como si mi comportamiento le hicera recelar de mi cordura. Parecer peligroso está en mi escala de preferencias casi al final de la lista así que recupero al compostura. Ni siquiera miro a la chica cuando llega a mi altura, no ya por timidez, que también si no porque le quiero dar razones para que decrete a su alto mando cerebral recuperar el estado de alerta DEFCON 4. Entro a la Escuela de Ingenieros de Montes por la puerta par la que la abandoné ayer, la que da a la Avenida Juan XXIII. Nada más entrar me empiezo a fijar en los cambios. En mi época las sendas qye recorrían el arboreto no estaban tan bien delimitadas, carecían des etos para delimitar sus bordes ni hilears de piedras. Hay incluso paneles interpretativos, croquis de los posibles itinerarios para los acasionales paseantes. Hay un olmo en mitad de la senda que recorro y el hecho me hace gracia. Tanto esmero en delimitar sus bordes para dejarse luego un árbol plantado en mitad de la calle. El tono amarillento de sus hojas le confieren a la fotografía que tomo una cromática muy novedosa para el album. ¿Les gustarán a mis potenciales lectoros las fotos de naturaleza? A nadie le amarga un dulce y el arboreto de la escuela lo está sin duda. De dulce, quiero decir, como los frutos de los madroños, que han de cosecharse ahora. Los brezos dispersos en el sotobosque confieren al parque un aromático toque de anís a la brisa que me acaricia la cara. Han eliminado la sequioia gigante que había en el patio trasero y que era uno de los orgullos de la escuela. No era muy grande pero lo iba a ser sin duda un día, auqnue fuera de otro siglo. Verlo reordaba a aquel gag de la serie "Los Picapiedra". La familia de trogloditas junto con la de los Mármol van de vacaciones a visitar el Gran cañón del Colorado. Vilma mira hacia el suelo en la secuencia animada y contempla algo desilusionada el minísculo aroyuelo que serpenteaba entre sus pies y le dice a Pedro: "Quizá pueda entender lo de colorado por el color de las rocas pero, ¿a qué viene lo de gran?". Y éste contestaba: "No seas así, ya lo verás dentro de un millón de años cuando se acabe la edad de piedra". Pues con nuestra sequoia pasaba algo parecido. Apenas tenía unos quince metros de envergadura pero sabíamos que algún día sería enorme, cuando de nosotros no quedara ni siquiera el recuerdo del polvo en el que nos habríamos convertido hacia mucho tiempo.

Hay muchos más cambios, casi todos para mejor. Hay una nueva biblioteca enorme fuera del edificio principal, a cuya puerta se agolpan los estudiantes. Imagino que esta medida habrá liberado mucho espacio para aulas o despachos. El campo de fútbol ya no es de tierra, propenso a embarrarse, sino que presenta una preciosa moqueta verde de césped artificial o algún otro material sintético. tampoco me acerco a testarlo. Cómo molaban los nombres de los equipos de la liguilla de la escuela. Los dos que recuerdo me hacen sonreir. Lo necesito. Me noto algo alicaído. "Dinamo Demidovich", por el nombre del libro de cálculo que usábamos. "Nothingham Prisa", por la manía que tenían los profesores de ponernos tiempos límite muy poco holgados en los exámenes. Distraído con estas cosas ni un solo recuerdo de Susana, que son los que más temo, emerge desde mi memoria. Ni siquiera caigo en acercarme a la piscifactoría, donde echábamos muchos ratos mirando las voluminosas carpas boquear en la superficie de los estanques. Entro en el edificio principal sin pensármelo dos veces. Solo me adentro unos metros más allá de las cristaleras de la puerta de acceso, como si fuera un peligroso paseo espacial y no fuera conveniente alejarse en exceso de la exclusa de la nave. Abajo, a mis pies, se extiende el hermoso planeta azul de la memoria. Fiel a mis querencias, curioseo primero en los anaqueles donde están expuestas las publicaciones de la escuela. Los libros seimopre son lo primero para mí. Luego me acerco a los corchos donde se exponen las notas. Aun no han habido exámenes, aunque los primeros parciales están a menos de un mes. Me acuerdo de las notas de Lourdes. Casi siempre buenas. De las de victoria, más o menos parejas a las mías cuando decidí al fin ponerme las pilas. Las de Susana, a menudo dramáticas. No levantaba cabeza. Al final del todo, el día que dejó la escuela y salió de mi vida para siempre, supe el por qué. La cátedra de Esdafología está ahí cerca. Me acuerdo del profesor Gandullo, un tipo con muy mala prensa pero por el que yo sentía casi devoción. Era muy estricto y muy exigente. Costaba aprobar sus asignaturas, Edafología y Ecología, pero una vez averiguabas que era exactamente lo que se requería para lograrlo, básicamente muchas horas de estudio, no solía haber sorpresas desagradables. Ni sorpreas ni encerronas ni correcciones caprichosas, se te evaluaba en función de como habías rendido en el examen. Parece lo lógico pero en la escuela de Ingenieros de Monte en los tiempos en que yo estudié la carrera la anormalidad era la norma. Quizá uno de mis momentos más brillantes de mi vida fue cuando aprobé el examen oral de Ecología, una asignatura de tercero, en el final de la convocatoria de septiembre. Todo el verano lo había pasado chapando la asignatura. La gente aguardaba turno para entrar en el aula donde tenía lugar el examen. Podías curiosear desde el umbral a los que estaban siendo evaluadios. Dentro, sobre sendas mesas había distribuidas de forma orenada, en hileras, tarjetas de cartulina con los nombres de las lecciones de la sección del temario sobre climatología, que se estudiaba en el primer semestre y con los de la sección de ecología, que se estudiaba en el segundo. Boca abajo para que el azar decisiese y no se pudiese alegar el capricho del profesorado, manías a algún alumno, exámenes con niveles de dificultad demasiado dispares. Te preguntaban lo que tu suerte elegía y según iban siendo examinados los alumnnos iban aumentando los huecos sobre la mesa. Di la vuelta a mi primera cartulina: "Los tipos vientos y las fuerzas implicadas en su génesis". No era fácil, pero me la sabía al dedillo, como casi el 90% de las lecciones de climatología. A pesar de que siempre he sentido pánico escénico logré articular palabra. Había estado temiendo durante las dos horas en las que estuve esperando a ser llamado que me fuera a quedar sin voz, como me pasó con Lourdes. Había quien salía suspendido sin casi abrir la boca. gandullo no toelaraba titubeos, omisiones demasiado amplias en los temarios. había que bordarlo. "¿Puedo utilizar la pizarra para hacer el esquema de la lección?", le pregunte a don José María. "Para eso está", me contestó muy serio, como si fuera un tiburón aleteando al cola feliz porque hubiera olido la sangre en el agua. Estuve un buen rato desplegando el esquema del tema, en completo silencio, ayudado únicamente con una tiza a estrenar y que agore de cabo a rabo dibujando los diagramas vectoriales de los diferentes tipos de vientos. Ni un solo dibujo del libro, ni un solo esquema me faltó. Luego desarrollé lo escrito de forma oral. Cuando iba por al mitad me dijo: "Suficiente. Coja una cartulina del temario de ecología". Casi me dio pena, estaba empezando a disfrutarlo. Era mi desquite después de tantos años de patológica timidez. No recuerdo que lección me tocó en al segunda tarjeta. Si que cuando acabé el esquema el resumen en la pizarra, don José María me dijo: "Déjelo, está usted aprobado", como si yo fuera un orador muy pesado, Cicerón realizando un legato al final de un juicio en el foro de Roma, y le diera pereza tener que escucharme. Sentí auténtica euforía cuando salí del aula. Había entrado en ella como res que va al matadero y salía convertido en un Aquiles de impenetrable armadura y con espuelas de plata en los talones. ¿Corrí a contárselo a Susana? Seguramente es lo que habría querido hacer. Pero ya no recuerdo si entonces seguía en la escuela. En realidad creo que no. ¿He dicho ya que la adoraba? Pues es completamente cierto, una verdad que no han borrado los años, que ni siquiera han podido desgastar y moldear para que fluya hacia el mar del olvido, como la corriente del río las piedras encladas en el cauce. Y jamás se lo dije. Quiero pensar que ella era completamente ciega en lo referente a ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres para percibir estas cosas. Porque era una amor tan impropio, tan desvalido, tan inconveniente...

Antes de salir del edificio fotografío la escultura en madera laminada de la junta Cardan, uno de los iconos de la escuela y cuyo dibujo es el emblema que usa la editorial del servicio de publicaciones: La Fundación del Conde del Valle de Salazar. Un nombre que es casi un trabalenguas. Una junta cardan es algo que existe en realidad, no como la famosa j"unta de la trócola", término ficticio que invenataran los componentes del grupo humorístico Gomaespuma para parodiar a la picara figura de mecánico de taller de reparación de automóviles que se inventa su propia jerga sobre al amrcha, incomprensible para sus clientes para intentar engañarlos. "Pues me parece que va a haber que cambiarle la junta de la trócola a su coche. Me temo que le va a salir por un pico. Además, la pieza la van a tener que traerla de Alemania y tardará unas semanas". Una junta cardan es un artilugio capaz de trasmitir el movimeinto de giro de un eje a otro perpendicular a él. Como el vestíbulo en el que está situada la enorme pieza está en penumbras salta el flash automático de la cámara y doy casi un brinco. Me escabullo rápidamente, no vaya a ser que alguien acuda alarmado a ver que es esa luz que acaba de relampaguear sin ningún motivo. Fuera el aire ejerce menos prsión sobre mis pulmones. ¿O es el recuerdo, cuyo peso en el exterior que se hace más diáfano? El fresco del atardecer me ayuda a espabilarme. Al pasar por el prado que hay junto a la curva de la carretera de acceso a la escuela evoco la imagen de Susana tumbada sobre el verde, sobre su propia rebeca, los días del explendor en la hierba. La vuelta a casa está llena de cavilaciones. 95 minutos de paseo. Si hubiera utilizado más longitud de cuerda en el paseo espacial sin duda habría batido mi record.


jueves, 26 de noviembre de 2015

Album de fotos (16)



24 de noviembre de 2015

Ya puestos, me digo, ¿por qué no acercarnos también a la Escuela de Ingenieros de Montes, mi facultad universitaria? Parece un objetivo un poco lejano, fuera del radio de acción de los paseos. Pacto conmigo mismo hacer al menos medio camino. En mis primeros años de universidad iba al campus en autobús primero y luego en metro, cuando completaron por fin el anillo de la Línea 6. Pero en los tres últimos lo hacía andando. Descubrí por mera intuición una ruta que cruzaba por la parte más laberíntica del Barrio de Tetuán y que luego fui perfeccionando poco a poco hasta trazar casi una línea recta. Tardaba unos 25 minutos en llegar, aunque con dos ayudas inestimables: que la senda fuera toda cuesta abajo y el aliento de mi walkman, en cuyos cascos sonaba música de Men at Work, The Corrs y Sade Adú principalmente. Si a Gatlin le permitieran correr escuchando "Right Beetween de Eyes" de Wax, una tonadilla muy pegadiza que también he utilizado en mis viajes en coche para incitarme a pisar con ganas el acelerador, dudo mucho que hubiera podido batirlo tan fácilmente Usaian Bolt pormuy veloz que sea el jamaicano. Como no estoy seguro de recordar el camino y como se trata de pasear, no de de llegar a clase antes de que suene el timbre de la primera clase, me propongo seguir la ruta más diáfana, la más evidente, por avenidas amplias, y con la melodía sincopada del duo británico retumbando en mi cabeza que tarareo mentalmente. Empiezo la ruta por Comandante Zorita, luego continúo por Raimundo Fernández de Villaverde, en la que hago una parada para fotografiar el Hostipal de Jornaleros -lo hago casi todos los días y todos los días es desechado en el casting de imágenes para el album- y, al llegar a Cuatro Caminos, prosigo por Reina Victoria. En la primera manzana de esta última calle empiezo a chupar rueda a una chica que parece peladear al ritmo de la canción. Fijo mi mirada en su cintura que a partir de entonces se convierte en todo mi horizonte. Tiene una buena grupa y sus caderas giran en redondo en un movimiento circular que se repite a cada dos pasos, en una cadencia infinita de carácter hipnótico. Tiene una forma felina de moverse. Me fijo en su modo de andar para intentar comprenderlo. Coloca un pie delante del otro, muy juntos en cada zancada, que es corta pero rítmica, casi enérgica, como si caminara por un alambre o una barra de gimnasia pero sin un atisbo de indecisión en su actitud. Y a cada vaiven imagino el hoyuelo de su coxis estirándose a derecha e izquierda. Aquella ensoñación acaba cuando alcanzamos el semáforo para cruzar la Avenida de Pablo Iglesias. Mientras esperamos que se ponga verde, me sitúo junto a ella y la escruto furtivamente el rostro. No tiene una belleza arrebatadora pero si el encanto de la juventud. Tiene un gesto decidido en la boca y los ojos le arden al calor de sus pensamientos. Cuando alcanzamos la otra acera saca su teléfono móvil y se coloca los auriculares. La adelanto porque ha perdido el ritmo, ya no me sirve como liebre, y porque no tengo claro del todo que no se haya incomodado.


Alcanzo la Avenida de Moncloa, una cuesta empinada y con curvas zigzagueantes por la que los coches se precipitan de forma alocada. En una y otra orilla de la calle los colegios mayores copan las aceras. Hago muchas fotografías de edificios para tratar de captar el ambiente pero ni un solo encuadre me sale decente. Llego hasta la boca de metro de Ciudad Universitarias que vomita sin cesar jóvenes portando carpetas y libros. Atajo por la calle donde está el Johnny, el colegio mayor San Juan Evangelista, que han desalojado hace poco de okupas por miedo a que pudiera ser un foco de infección de terrorismo islamista. Ahí, al calor del reciente recuerdo de la chica con caderas musicales evoco otro recuerdo mucho más profundo, de mi segundo año en la Escuela de Ingenieros de Montes. Había una chica morena, una más, que me tenía sorbido el poco seso que no tenía centrado en los estudios. Me educaron en la creencia, sobre todo a través del cine, de que las rubias eran el jardín del edén recuperado, que ellas eran la norma. El canon de belleza lo marcaban mujeres como Marilyn Monroe y Kim Novak en mis tiempos de aprendizaje sentimental y erótico. Sin embargo, a pesar de la doctrina, yo me enamoraba indefectiblemente, ante mi propio estupor, siempre de chicas morenas. Con el correr de los años esa predileción por el tono moreno no solo afectaría al color de los cabellos sino también a la tonalidad de la piel. Lourdes era pequeñita, morena y tenía unos enormes ojos verdes que parecían tallados en malaquita. Mirarla me turbaba hasta niveles preocupantes, ridículos. Perdido en mi patológica timidez, me contentaba con verla futivamente entre la multitud o con cruzármela de vez en cuando por los pasillos de la escuela. A primera hora de la tarde me sentaba en las escalinatas de acceso al edificio y allí aguardaba pacientemente su llegada a la primera clase. Eran solo unos instantes pero hacían que mereciera la pena la espera para ver su cara radiante. Luego, al final de la jornada me demoraba hasta que la veía salir rumbo a casa y la seguía a una prudente distancia hasta la boca del metro. Ese era mi ritual de todos los días que se prolongó duranet medio trimestre. Una tarde mientras copiaba sus pasos como quien repite un estribillo que otro dijera, cierta efervescencia interior en mí, muy poco caracteristica de mi temperamento, me hizo avivar el paso hasta situarme a su altura. Estábamos a unos 200 metros de la boca de metro. Como frené bruscamente mi ritmo quedó meridianamente claro que me había situado junto a ella a propósito no pàra adelantarla. Ela, me miro y me sonrió de una forma muy dulce. Demonios, qué adorable era aquella criatura. Como el silencio empezaba a fraguar y a adquirir la consistencia del cemento, eran ya unos 50  metros de tensa espera a ver que pasaba a continuación, me dijo: "Yo me llamo Lourdes. ¿y tú?". Juro que jamás antes ni después de aquel momento he sentido una necesidad tan imperiosa de que se oyera mi voz, de hacer saber lo que pensaba, pero no fui capaz de emitir una sola palabra. Tal vez abriese incluso la boca y mi rostro revelase el enorme esfuerzo de concentración interior que estaba realizando, porque ella toco mi brazo con su mano en un claro gesto de querer infundir calma y me dijo: "Tranquilo, no tenemos porque hablar si no quieres". Los 150 metros siguientes de muda caminata tal vez hayan supuesto los momentos más tiernos y al mismo tiempo los más humillantes de mi vida. En presencia de ángeles las palabras se quiebran y se desvirtuan sus significados. Se despidió de mí en lo alto de las escaleras del suburbano tan dulce y tiernantemente como había aceptado mi torpeza en toda la caminata compartida. Y ya nunca jamás volvimos a dirigirnos la palabra. Para ser exactos yo no llegué a dirigirsela nunca. Y estoy seguro que ella no habría tenido problema alguno en frecuentar mi trato si yo me hubiera empeñado, pero no estaba seguro de poder ser capaz de aprender el lenguaje de signos.

Entro al recinto de la escuela por la entrada que da a la Avenida Ramiro de Maeztu. Tras pasar la verja del cierre perimetral, una senda de losas de piedra artificial entre arbolado y matorral comunica con un talud de tierra con escalinatas de granito muy espaciadas entre sí. En lo alto de esa cuesta se encuentra la escuela. El recorrido no puede ser más forestal, entre rodales de pinos y de alcornoques, con intrusions de árces y robles. El arboreto de la escuela se uno de los rincones más hermosos de Madrid. Me paro entre el último y penúltimo tramo de escaleras para fotografiar el vestusto edificio de la escuela. Más atrás de esta posición que ocupo el perfil del edificio se desdibujaría entre la fronda del arbolado. Más adelante apenas si cabría una porción significativa de la fachada dentro del encuadre. El intenso cielo azul sobre el tejado de pizarra me proporciona un marco superior que da solemnidad al momento. Los dos abetos parecen dos centinelas en estado de alerta. ¿No han crecido nada en estos veinte años o es que ha habido cambio de guardia y se trata de otros dos más jóvenes? La vida es un relevo continuo en el que las viejas generaciones son sustituidas por las nuevas que van llegando. Apenas estoy unos instantes remoloneando ante la puerta del edificio. Ni se me ocurre traspasarla. Si tras las cristaleras de la Escuela de Ingenieros de Minas se agazapaba el poderoso recuerdo de Victoria, tras las de la Escuela de Ingenieros de Montes se agazapa no solo el de ella sino también el de Susana. Incluso el de Magy. Y si allí hablamos de un instante y un lugar precisos en la geografía del pasado, aquí es toda una era y todo un continente de la memoria los que me aguardan. Parecerá que exagero, pero lo cierto es que me falta el aire y tengo que respirar profundamente y despacio para recuperar la compostura. Menos mal que no hay un solo alma presenciando mi reencuentro. Tampoco me parece mal mi turbación. Es un síntoma más de que estoy venciendo a la apatía. Pero tampoco quiero prolongar el momento de tensión innecesariamente. Se trata de enganchar con el presente no de fialogar con el pasado. Tras pasar junto al tenderete donde los alumos de sexto curso venden abetos para financiarse el viaje de fin de carrera, salgo por la puerta del recinto que da a la Avenida Juan XIII. He decidido intentar retornar a casa por la ruta directa.



A medio camino, aun en la ciudad universitaria, trato de encontrar cierta parcela donde plantaron una docena larga de ejemplares de plátano procedentes de trasplantes. Eran los tiempos en que estaba de moda intentar salvar los árboles que había que derribar por culpa de alguna obra pública. Los ecologistas se poníoan muy pesados con este tema entonces y no había forma de eludir la polémica. Ubicaron aquel grupo de árboles en una parcela junto a la Avenida Ramiro de Maeztu entonces sin edificar y los estuve viendo durante unos años tratando de arraigar sin éxito. Apenas tenían fuerza vital para echar unas pocas hojas hacia el final del verano que enseguida caían de forma prematura. El trasplante es una medida cara y cuyo éxito es muy dudoso. Tiene sentido cuando se trata de intentar salvar árboles realmente singulares por sus características físicas deslumbrantes o por su significado histórico. Digamos, por poner un ejemplo, que lo tiene, sentido quiero decir, si se trata de uno de los tejos que regaba el propio Felipe V en los jardines del Palacio de La Granja o del ciprés calvo el Retiro, si es que alguien tuviese la peregrina idea de construir un aparcamiento para coches en el parterre. Pero cuando se trata de árboles corrientes lo razonable es sustiruir la planta que se quita por planta nueva ya que los árboles son reacios al cambio de domicilio cuando ya tienen una edad. No hay ni rastro de los plátanos que busco. Me hubiera gustado verlos altos y frondosos. Debieron morir y ser apeados poco después de acabar mis estudios. Tras una empinada cuesta alcanzo la Evenida de Pablo Iglesias. La cruzo por el semáforo que está junto a la Jefatura Superior de Policía. Al fondo del todo, al final de la avenida en forma de hondanada, está el semáforo en el que alcancé hace una hora a la chica de caderas musicales. Puedo ir hasta allí y retomar la senda que utilicé para la ida, pero me apetece arriesgarme por Tetuán. El retorno resulta sorprendentemente fácil. Me dejo llevar pro al intuición y por vagos destellos de la memoria. Voy desgranando la secuencia con la segura presisión de un cirujano: calle del Doctor Federico Rubio y Gali, calle de Jerónima Llorente, Calle Leñeros, calle Castilla, calle Ávila y estoy de vuelta en la Avenida del General Perón, al lado de mi casa. Pues no era tan difícil y he tardado la mitad de tiempo en volver que en el trayecto de ida. Han sido 95 minutos de caminata casi deportiva.





martes, 24 de noviembre de 2015

Album de fotos (15)



23 de noviembre de 2015

Hoy me apetece divagar, con los pasos y con las palabras. Decido ir hacia el suroeste. Me dirijo por Comandante Zorita hasta Raimundo Fernández Villaverde, y por esta segunda calle hacia Cuatro Caminos. Me doy cuenta de que la semana pasada cometí un error. Hay en realidad dos callejuelas que conectan la calle por la que camino con la de Artistas, ambas con tramos de escaleras. Ambas paralelas confluyen en el infinito, que en este caso se sitúa en la glorieta de Cuatro caminos. A partir de ahí Artistas mantiene la cota mientras que Raimundo Fernández Villaverde desciende progresivamente a medida que se acerca al cauce de la Castellana. Me gusta el sabor visual de la calle recién descubierta, además de su nombre: Cicerón. El utópico defensor de la República Romana cuando esta estaba ya herida de muerte. Un tipo muy propicio para las divagaciones. Las luces y las sombras trazan figuras geométricas en zig-zag sobre las escalinatas. Mil veces que habré pasado por aquí sin reparar en esta callejuela. Por más que abras los ojos, por más que mires y escrutines loq ue te rodea, siempre hay detalles que se te escapan. En Cuatro Caminos enlazo con Bravo Murillo y ahí me decido a ir hacia el parque, o lo que sea, que la Comunidad de Madrid, más bien el canal de Isabel II,  ha construido sobre el antiguo depósito de agua de Islas Filipinas.

Uno los efectos más visibles de la medicación que tomo es que he recuperado el gusto por la lectura. Antes de solicitar ayuda a mi médico de cabecera, primero, y después a la psicóloga que ahora me trata, me había desconectado completamente de los libros. No me importaban ni el mundo real que existe fuera de nosotros, ni el virtual al que accedemos a través de los libros y que es una simbiosis sinérgica entre la imaginación del escritor y del lector. Era incapaz de terminar cualquier libro. En realidad ninguno me importaba, ninguno me hablaba de asuntos que me parecieran relevantes, que excitasen mi interés. Con los años, al empezar a  llegar los achaques de la edad, y a fuerza de leer prospectos de pastillas, he descubierto que existen tres tipos de medidamentos cuando se trata de aportar una sustancia al organismo que el médico considera que está presente en él con un evidente déficit. En un primer tipo, el más elemental, ese elemento va inserto en la pastilla y se aporta al cuerpo con su ingesta. Si ese elemento es sintetizado de forma natural por el cuerpo es cuando surgen los otras dos alternativas. En un segundo tipo la medicina estimula los procesos de síntesis del elemento, y en el tercero y último, lo que hace el medicamento es atacar los procesos inhibidores de la producción, si es que hay tales. Generalmente sí. No se a cual de estos tres tipos básicos pertenece el antidepresivo que tomo, pero el resultado es que mis niveles de serotonina se han visto incrementados. Comencé con el tratamiento a principios del verano y tras tres meses de progresos diarios infinitesimales empiezan a verse los efectos. El otro día, por ejemplo, empecé a canturrear otra vez bajo la ducha. Hacía mucho que no utilizaba la alcachofa del chorro como imaginario micrófono.

Llevaba años sin acabar una novela, sin intentar empezarlas siquiera más recientemente, y hace un par de meses o así se obró el milagro: me enganché desde la primera página a "Historia del amor" de Nancy Kress. Literatura judía neoyorquina, una de mis favoritas. Hasta entonces en la última década solo leía ensayo, que precisa menor enganche, menor empatía con la realidad. Es paradójico pero la narrativa de ficción requiere más aprecio por tu realidad que la narrativa de no ficción. Las vidas de los demás son interesantes en la medida en que estás involucrado con la tuya, en que desearías mejorarla y apropiarte de esas ficciones para hacerlas tuyas. La apatía por uno mismo anula la curiosidad por los demás. Eso era lo que me pasaba. Y tanto me sorprendió el súbito interes renovado por la novela que reincidí por esa vía con "Ciudad de ladrones" de David Benioff, una historia que trancurre en el Leningrado sitiado por la Wehrmacht alemana. El tercer libro, el que leo ahora, vuelve a ser de ensayo: "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero", de Oliver Sacks. Hay dos razones para esta elección. Por un lado, se trata de un libro escrito por un neurólogo, un perfil profesional que ha despertado cierto interés en mí desde que sufrí el ictus hace dos años. Por otro, su género me recuerda a ella, me permite tenerla e alguna manera presente mientras leo. Ella, como yo, es cazadora de lecturas. Yo al menos lo era hasta hace no mucho. A ambos nos gusta ir al acecho de los libros perfectos en las librerías, merodear por la espesura de estanterías y anaqueles en busca del ejemplar que nos sacie, y tras ojear y releer índices, solapas, y contraportadas, tras deambular al azar por los volúmenes que más nos llaman la atención, salir de la tienda con uno o varios bajo el brazo. Ella es una apasionada de la medicina como tema de lectura. Una persona muy cercana, en realidad la que más quiere en el mundo, padece una enfermedad incurable, de la que jamás se recuperará y que le ha obligado a destinar gran parte de su tiempo a su cuidado. Su pasión por la literatura médica procede de su utópica idea de poder descubrir algún día una cura para la dolencia de esa persona, de al menos hallar un modo de aliviar su sufrimiento. Desde un punto de vista menos ambicioso, leer ese tipo de libros le ha permitido entender mejor a los médicos, de los que desconfía de forma sistemática, para poder discutir con ellos desde una posición más firme y también más responsable.


Una vez alcanzo el parque de Islas Filipinas, a pesar de conocerlo ya y de ir por tanto preparado, me asombro una vez más con sus dimensiones. Decidieron construir un campo de golf en mitad de él. En realidad se han instalado ese tipo de estructuras, dos enfrentadas entre sí y alejadas la una de la otra como medio kilómetro, donde los jugadores pueden ensayar su swing y tratar de mejorar dirección y potencia. Ha ese campo de golf de dos hoyos le rodea una inmesa red para evitar que las bolas escapen y golpeen a algún transeúnte, con una anillo exterior en el que se sitúa la zona ajardinada. La cuerda de este anillo probablemente alcance el kilómetro de longitud y es utilizada por mucha gente para hacer footing o pasear con fines deportivos porue tiene aspecto de pista de tartán de estadio de atletismo. Nunca falta gente sea cual sea la hora el día. Una de las cosas que aprendí en mis viajes es que la gente es agradecida y tiende a utilizar con pasión los elementos de uso público que instalas para ellos.


Oliver Sacks se hizo famoso a raíz de que su libro "Awakenings" (Despertares) fuera adaptado al cine en 1990 por Penny Marshall, película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro. Fue un rotundo éxito, aunque en la noche de los Óscars no obtuviera ninguno de los tres galardones a los que optaba: mejor actor (para de Niro), mejor película y mejor guión adaptado, escrito este último por mi admirado Steven Zaillian, que años más tarde si lo ganaría por su libreto de "La lista de Schindler". A partir del estreno del film Oliver Sacks se convirtió en un escritor de bestsellers, por más que sus libros fueran estrictamente médicos. Pero contaban rarezas, hechos insólitos, historias de personajes improbables en situaciones paradójicas, aunque reales, surgidos de la enfermedad y los traumas cerebrales. Dice Sacks en el libro que ahora leo que la identidad del individuo se estructura a partir de la narración que este mismo se hace a sí mismo de lo que le sucede, de lo que siente, de como se ve a sí mismo y el mundo que le rodea. Existir es adaptar este discuro constantemente para incorporar los nuevos sucesos y visicitudes que experimentamos y su efecto en nosotros, los sentimientos y reflexiones que nos suscitan. Esta narración no la podemos efectuar sin el apoyo de la memoria. Sin ella llega el vacío, al perdida del alma, de la identidad, del yo consciente. Desde que tengo memoria mantengo un incesante diálogo conmigo mismo. En realidad un monólogo en el que al mismo tiempo soy la persona que escucha pacientemente y la que habla sin permitir a la otra, yo mismo también, que meta baza. Es un diálogo que se aviva en mis paseos. Y cuando me canso de escuchar o de hablarme a mi mismo imagino que lo hago a una tercera persona. Últimamente mis retóricos discursos van dirigidos a mi psicóloga o a mi amiga la foránea. Algunas veces, las menos, a ella, a la amante de los libros de medicina, aunque procuro reprimir mis impulsos de dirigirme a ella, en el mundo real y en el virtual que hay dentro de mi cabeza. Ella prefiere mi silencio.

Soy de la opinión de que todos deseamos hacer ese monólogo a terceras personas, llevar esa identidad fuera de nosotros mismos, explicarnos a lso demás una vez que hemos logrado convencrnos a nosotros mismos de que el discurso es correcto, pero que la desconfianza nos frena. Hallar a esa persona adecuada para que nos escuche es uno de los secretos de la felicidad. Todo el mundo acaba confesando lo más íntimo de su ser. Basta con tener paciencia, con merecer confianza, con mostrar interés. Hablar de lo que somos a otros es también una terapia para los males del alma, para lo que consideramos párrafos mal redactados de ese discurso. En esta terapia se basa la escritura, la pulsión que arrastra a algunos a convertirse en escritores. Otra cosa es que el resultado sea mala literatura. Yo escribo para curarme no para entretener a nadie. Por eso lo hago ahora. No conozco otro modo de sanar de las heridas interiores.

Cuando salgo del parque, mientras espero a que un semáforo se ponga en verde para los peatones junto a la sede cntral de la Guardia Civil, la imagen de un anciano, inclinado hacia su derecha, igual que el inmenso plátano que tiene justo detrás, me seduce con su rima y no puedo evitar capturarla con mi cámara. ¿Qué pensará la gente, me digo, cuando me ve fotografiándola? Suelo aparentar un elegante desdén por ellos para fingir que su existencia dentro del encuadre es fortuita. No soy fotógrafo de personas, pero a menudo me interesa incorporarlas a las fotografías que hago para establecer una referencia que permita calcular las dimensiones de los elementos realmente protagonistas. Rara vez lo son ellas, como en este caso. Cuando examino la imagen en casa veo que he inclinado la línea del suelo para compensar la inclinación de ambos personajes de la foto, que parecen derechos. Me asalta la duda. A lo mejor soy yo el que se vence hacia un lado, el que carece de una posición estable, el que creyendo que se yergue hacia arriba en realidad lo que hace es acercarse hacia el suelo. Han sido 75 minutos de paseo tan solo. Mañana buscare un itinerario más largo. Quizá la ciudad universitaria, que últimamente me perturba con su llamada.


lunes, 23 de noviembre de 2015

Album de fotos (14)



18 de noviembre de 2015

Hoy me propongo resolver un misterio. No quiero dejar a mi paso, tras de mí, asuntos sin solucionar. En mis tiempos de trabajador itinerante, cuando me ganaba el sueldo en el monte, cuando tenía que realizar largos viajes en coche para visitar lugares perdidos, aprendí algunas cosas de como funcionan las cosas que me ayudaron a descubrir sencillas pero eficaces reglas, aunque he de reconocer que rara vez las he aplicado a mi vida personal. Solo a la laboral. Digamos, para simplificar, para no alargarme en tediosas explicaciones, porque lo mismo ya lo he contado antes, que mi trabajo consistía en localizar sobre el terreno elementos muy concretos del paisaje y fotografiarlos. Elementos que durante los días previos al viaje yo localizaba en un mapa a escala 1:25.000 para luegoencontrarlos sobre el terreno. Dichos elementos podían ser muy visibles, por ejemplo un río, que había de cruzar la carretera, pongamos por caso, cuyo impacto ambiental estaba evaluando. En cuyo caso debía encontrar el lugar exacto de corte de la traza de la vía con la traza del río. O bien podían ser también muy poco conspícuos y su búsqueda convertirse en una tarea titánica, eso que se suele describir como tratar de hallar una aguja en un pajar. Una vez me tocó encontrar en un campo de plástico de Almería un aljibe de agua, y he de decir en mi favor que tras porfiar durante más dos horas, pululando de aquí para allá y vuelta entre las interminables hileras de invernaderos, lo logré cuando empezaba a caer la tarde. Fue más cabezonería que habilidad, aunque tampoco he ido corto nunca de esta última. En Almería son corrientes las construcciones pensadas para retener y almacenar el agua de las escasas lluvias y aprovecharla para la ingesta humana o para el ganado. Una de estas construcciones iba a verse afectada por una autovía y yo debía inmortalizarla en una imagen antes de que fuese derruída o trasladada de lugar. Así, mis jornadas de trabajo se convertían en una especie de gincana fotográfica, tanto para mí como para mi Pegout 206, en la que rara era la vez que debía capturar con mi cámara menos de dos docenas de hitos paisajísticos, naturales o culturales. Cursos fluviales, lagunas, vías pecuarias, manchas de vegetación forestal o riparia, árboles singulares, yacimientos arqueológicos, casas habitadas que iban a verse afectadas por el ruido de la infraestructura, hórreos gallegos, paneras asturianas, palomares castellanos, apriscos ganaderos, aljibes, molinos de agua y de viento y un larguísimo etcétera que explica que aqullo nunca llegara a ser aburrido. Con una jornada tan solo para efectuar el viaje solía salir al campo antes que lo hiciera el sol, anticiparme a su llegada madrugando, y acabar el trabajo cuando ya no había suficiente luz para que funcionara la cámara. Solo partía la jornada de trabajo para comer, si es que había tiempo. A menudo me contentaba con un bocadillo que podía engullir mientras seguía cazando lugares. A veces ni eso. En Teruel me encontré una vez sin siquiera una gasolinera cerca donde comprar una bolsa de patatas fritas. Nunca he desplegado tanta actividad ni ninguna otra cosa como en aquellos trabajos de campo.

¿Y cuales son las sencillas lecciones de las que antes hablaba que aprendí mientras me dedicaba a estos entretenidos menesteres? En primer lugar, a no dejarme ninguna tarea pendiente atrás en la ruta, a mis espaldas, salvo que estuviera completamente seguro de que era imposible llevarla a cabo. Podías obcecarte en encontrar un sitio imposible de encontrar y malgastar todo el tiempo disponible. Pero nada es más descorazonador, más tóxico para la moral, más torturante, que pasasarse un día entero rumiendo un fracaso que se arrastra desde la marca de salida. Había que proceder de forma que el resulatdo fuera justo al revés: empeñarse en que todo fueran éxitos, capturas confirmadas, hasta mitad de la lista de objetivos y luego aflojar el fuelle, levantar el pie del acelerador, si es que había amrgen de tiempo. Cabía incluso empezar el retorno a casa sin intentar alcanzar los elementos finales de la lista si el zurrón de cazador, esto es, la memoria de la cámara, estaba ya llena de piezas y trofeos.

En otras palabras, y perdón por el extenso preámbulo, tengo que averiguar que es lo que se agazapa detras de las cristaleras de la entrada de la Escuela de Ingenieros de Minas que me da tanto reparo recordar. He planteado estos paseos como un trabajo, como un experimento y por tanto procede aplicar la primera de las reglas. Son ya dos intentos y quiero que el tercero sea el definitivo. Pero para eso he de llegar antes de que el sol empiece a declinar. No porque piense que loq ue me espera dentro se trate de un cuento de terror que no quiero leer a oscuras, sino porque pretendo dejar constancia con una foto del resultado, y es bien sabido que cuando el sol empieza a rascar el horizonte las alternativas del fotógrafo merman considerablemente. Me dirijo a Cuatro Caminos a paso vivo. A medio camino fotografío una de las callejuelas que parten desde Raimundo Fernández de Villaverde hacia el barrio de Tetuán, esto es, en dirección norte. En realidad la única porque entre esta calle y su inmediata paralela, la Calle Artistas, hay un abrupto desnivel que impide el trazado de calles. Por eso hay unas ecaleras al fondo de la imagen, aunque ocultas por un entramado de metal pintado de blanco. Fotografío también el antiguo hospital de jornaleros, ahora sede de la Consejería de Presidencia de la Comunidad de Madrid. Ahí era donde se trataban a los enfermos del poblado de Tetuán, pequeña localidad que acabó siendo absorbida por la ciudad. Ya cerca de la plaza, en el arranque de Santa Engracia, fotografío una Iglesia que me barrunto ha de ser un elemento arquitectónico importante. Ya me documentaré al respecto. Ensayo el encuadre adecuado para cuando venga a tomar la foto pra el album. Más adelante fotografío un edificio que hace esquina. Me ha llamado al atención uno de sus balcones que tiene columnas, barandilla y tejadillo de amdera, y que parece inspirado en las típicas construcciones canarias. Es uan auténtics extravagancia en Madrid, aunque le da un toque singular a la fachada. En la esquina con Ríos Rosas giro hacia el este y llego al fin a mi objetivo. Ni siquiera me lo pienso mucho, entro del tirón, como los atenienses a las playas de martón, arremetiendo contra el enemigo sin siquiera parar un segundo para meditarlo o tomar fuerzas. Entro al edificio principal de la escuela de minas por la puerta que da al patio central y al acceder al recinto interior me recibe un bullicio de voces. Es pronto. Aun no ha empezado la jornada lectiva vespertina. Los alumnos aun no están en clase y abarrotan ahora los corredores. Acaban de terminar de comer probablemente y se nota actividad en el edificio.


La Escuela de Ingenieros de Minas fue proyectada por el otro Velázquez, por el Velázquez arquitecto, esto es, por Ricardo Velázquez Bosco, cuya obra más conocida es el Palacio de Cristal del Retiro. Erigido a finales del XIX en mitad de ninguna parte, Velázquez ideó una construcción autosuficiente, que cubiera todas las necesidades de sus usuarios. Por no tener la parcela que le dieron para edificar carecía incluso de servicio de alcanzarillado y hubo de construirse una gran fosa séptica. Hasta décadas después no se construyó un albañal para la conexión con la red de aguas residuales de la ciudad. Pero Velázquez Bosco creo un espacio ideal para la eneñanza y el estudio, que ahora que está en el meollo del entramado urbano sigue siendo un oasis de calma que incita a la concentración en la tarea que uno tiene entre manos. En mi caso recordar. La distribución interior es la de un patio central, con una cubierta de hierro forzajo, alrededor del cual discurre un claustro o corredor porticado de dos pisos. El resultado no puede ser más mágico, más pinturero. Victoria, que sabía de estas cosas, de la arquitectura de Madrid, había descubierto el lugar y lo utilizaba para estudiar cuando el ambiente de su casa le impedía concentrarse. Tras dos cursos en la Escuela de Ingenieros de Montes en la que habíamos sido amigos, Victoria acabó la carrera un año antes que yo. En ese curso extra para mí, cuando ya éramos novios, se dedicó a estudiar unas oposiciones para inspectora del Estado, unas muy exigentes, que se preparaba en la Escuela de Ingenieros de Minas todos los días, en una de las mesas que se ven en la imagen. Allí iba a buscarla cuando acaba mis clases, y siempre me la encontraba ansiosa, frenética, imbuída por las lecciones, pensaba yo. Para encontrar sitio debía ir temprano, y allí me esperaba durante toda la tarde. Yo achacaba su frialdad a la tensión del estudio, al tiempo que pasaba a solas entre desconocidos. Que equivocado estaba. La perspectiva de los años me llevó a la conclusión de que le dí demasiada información sobre mí en aquellos días, esa fue la raíz del mal. Nunca había tenido pareja. Nunca había creído que la tendría algún día. No tenía ni idea de las reglas. Lo que averigüó de mí no le gustó en absoluto. Pero mentir, si es que hubiera sabido como hacerlo, habría sido también un error. Más bien una estafa.

Mientras miro una de las mesas situada en una de las esquinas del corredor superior pienso que fue en esa misma donde Victoria me dijo que quería cortar conmigo. ¿Pero es en verdad un recuerdo o lo he olvidado y mi mente reconstruye ahora la escena de una forma que considera convincente? Siempre me he llevado mal con el pasado. Lo detalles se difuminan enseguida en mi memoria, el día de ayer se deshace en mi cabea como si no tuviera consistencia. Me cuesta incluso hacer un relato siquiera aproximado de mis momentos más memorables, esos que se sopone que se gravan para siempre. Me sentía humillado por aquella ruptura. Solo habían transcurrido tres meses desde nuestra visita al Thyssen. ¿Era yo tan horrible que mirado de cerca no merecía un segundo escrutinio? ¿No contaban aquellos dos años de cariño, mi ayuda para que pudiera superar su depresión? No quería tratarme tampoco como amigo. Es loq ue m dijo. Después de aquella charla en la Escuela de Ingenieros de Minas, bajo el toldo de cristal y hierro fundido, estuvimos años sin vernos. Un día del siguiente verano a llamé desde un lugar perdido en la Comarca de Sanabria. Lo hice porque necesitaba hablar con alguien tras un día espcialmente duro. No quería apelar a nuestro noviazgo, que estaba prescrito y olvidado, solo a  nuestra amistad. Pero no me djo siquiera explicarme. No quiso cogerme el teléfono. Fue su madre quien me hizo saber que no quería que volviera a intentar contactar con ella. Han sido solo 80 minutos de paseo pero ahora sé que no me dejó nada a mis espaldas. Los marines nunca dejamos a nadie detrás.


domingo, 22 de noviembre de 2015

Album de fotos (13)



17 de noviembre de 2015

El paseo de hoy me lo planteo como una jornada de repesca. Llevamos dos semanas de buen tiempo, con algunos días casi primaverales a pesar de estar ya en noviembre, pero los meteorólogos amenazan con que esta idílica situación climatologógica llega a su fin. Para este fin de semana está anunciada la llegada del más crudo invierno. Hay que rescatar hitos y elementos urbanos que no he podido incluir en el album a pesar de haberlos fotografiado repetidas veces. Las reglas de estos paseos las he ido confeccionando sobre la marcha y algunas no me favorecen en mi faceta como fotógrafo. Estas son algunas de las recopiladas hasta ahora y que tengo anotdas en la cabeza:

1.- Paseos diario, salvo los fines de semana y fiestas de guardar. Esos días las tardes las dedico a mis actividades delictivas: ver con mi hermano las películas que me bajo de internet y a fantasear con que hubiera pasado si hubiera hecho o no hubiera hecho quien sabe qué, quien sabe dónde y en que momento crucial de mi pasado.

2.- Duración de los paseos de al menos 60 mimutos, sin tiempo límite en cuanto a la duración máxima. Como si me da por pasarme todo un día andando. Lo peor que podría ocurrir es que me pusiese en forma y me entraran ganas de apuntarme a la Maratón de Nueva York.

3.- No más de tres fotos por cada hoja del album, da igual que ese día la cosecha de imágenes sea magnífica y que haya caminado por el lado fotogénico de la vida. Eso hace, por razones lógicas, superflua la regla número 4:

4.- No repetir asuntos en un mismo día. Solo se admite una foto por cada hito o elemento urbano reseñado. Jay que resistirse a fotografiar detalles. Importa extraer la idea de conjunto de lo que se retrata. Eso va también por los textos que acompañan a las imágenes.

5.- Usar para cada hoja del album solamente fotos realizadas ese mismo día. No vale acumular material para días posteriores. Si una foto nos gustó y no nos cupo en la hoja del album corrspondiente, habrá que volver a tomarla otro día si se quiere incluir. Esto va en beneficio de incrementar las horas totales de caminata al final del experimento. Es evidente que no hay posibilidad de confeccionar itinerarios  específicos y diferentes para cada día. Habrá calles que recorra un millón de veces. Edificios que mire hasta la saciedad. La belleza como rutina tampoco es tan mal destino.

Documentándomeen los libros que edita Ramón Guerra de la Vega sobre la arquitectura en Madrid -concretamente los dos tomos que decica a los palacios de la ciudad- sobre el Palacio de Bermillo -la sede del Defensor del Pueblo, que fotografié hace dos días-,  he identificado un precioso edificio que hay justo en frente, en la acera contraria de la Calle Fortuny, y que conozco desde hace mucho. Se trata del Palacio de Osma, según me informo, de estilo neoárabe, cuya identidad e historia desconocía y es sumamente curiosa. Solo era consciente de su rara belleza y ya en alguna otra ocasión en que he paseado con cámara he tirado algunas fotos. Hacia él es que me dirijo, aunque ya lo retraté cuando visité la Plaza de Rubén Darío. Pero en vez de ir directo trazo un itinerario diferido, en foma de arco, que incluye la otra orilla de La Castellana. Voy hasta la Plaza de San Juan de la Cruz y fotografío, como siempre que cruzo La Castellana para acercarme a la Escuela de Minas, la mano de Fernando Botero. Prometo que algún día saldrá en el album. También fotografío el Monumento a la Constitución, que también va a quedarse finalmente en el tintero, aunque lo haga desde dos perspectivas de ataque distintas y en una de ellas con una persona sentada en sus escalinatas, que me da una perefecta referencia de las dimensiones de la escultura. Luego, en vez de bajar el cerro por el que se extiende el parque y las instalaciones de la Escuela de Ingenieros Industriales, me escurro por detrás del Museo de Ciencias Naturales en busca de las callejuelas adyacentes a Serrano. Al tomar la primera calle que encuentro, de trayectoria un tanto revirada, un poco perdido en cuanto a la dirección en que voy, me doy de bruces con la embajada de Estonia. Sopeso la idea de fotografiarla también, pero hay un tipo de aspecto fiero haciendo guardia dentro de un coche estacionado junto a la entrada, y huele a guarda espaldas que tira de espaldas, valga la redundancia. No está el horno para bollos tras lo sucedido en París. No es cosa de perder media hora dando explicaciones. Ya en Serrano me acerco a Museo Lázaro Gadiano. Me encuentro la puerta abierta, lo cual me sorprende, ya aprovecho para deslizarme dentro y intentar fotografiar algo potable. Las prisas me impiden tomar ninguna imagen medianamente decente. Me siento un furtivo. No hay nadie y tengo al sensación de que no debería estar ahí. Mientras realizo mi último intento, encuadrar un hermoso sauce en el visor de la cámara, un guardia jurado se materializa de repente y empieza a cerrar la verja de acceso. Al pasar junto a él rápidamente, no es cosa que me deje dentro, le pregunto por el horario. He llegado justo unos minutos antes del cierre. Con menos premura ese sauce será enteramente mío.

Para compensar el intento fallido repesco un elemento que el otro día descubrí en la esquina de Serrano con María de Molina, una réplica de un auténtico "peirón" alcarreño, un tipo de elemento etnológico-artístico. Los peirones son más o menos un híbrido entre los típicos mojones de los caminos y los cruceiros gallegos. Los peirones se formaban antiguamente en las entradas de los pueblos mediante la simple acumulación de piedras que a su paso dejaban los viajeros, que con este gesto solicitaban a Dios amparo en su viaje y un buen desenlace hasta su destino. Con el paso del tiempo esta forma primitiva evolucionó hacia un modo artístico y popular típico de aquella comarca de Guadalajara. El que puede verse en Serrano es un regalo de la Diputración de Guadalajara al pueblo de Madrid, y es una réplica de uno auténtico existente en Cubillejo del Sitio, erigido bajo el amparo de la Virgen de la Hoz y de San Isidro,q ue imagino que son las figuritas que se adivinan en el interior de las hornacinas. Ha sido colocado en un parterre donde crecen los rosales silvestres, planta de bonita flor y totalmente espontánea en el monte, por lo que me parece muy acertada la elección.

Al pasar junto a la Embajada de los EE.UU. detecto la presencia de mucho policía nacional y guardia civil custodiando su perímetro. Imagino que los aguerridos marines estarán de puertas para adentro. Cruzo La castellana por el paso elevado de Eduardo Dato. No es el mejor día para realizar fotos desde el puente. Hay una calina que difumina los detalles en la distancia. En la imagen que tomo las Torres de Jerez de la Plaza de Colón, quedan ocultas por la neblina de polución y la luz que incide sobre ella, aunque se vean perfectamente a simple ojo. Esta imagen desde el puente me fascina porque es una metáfora de lo que es La Castellana: el auténtico río de Madrid, por el que fluye el asfalto en vez del agua, aunque ciertamente en su subsuelo si que corra el agua de lluvia. Son proberbiales los río subterráneos que discurren por la zona. Para certificar la idea las plantaciones lineales de los bulevares semejan la vegetación riparia típicas de las orillas de los grandes cursos fluviales.


El Palacio de Osma es la sede del Instituto Valencia de Don Juan, entidad dedicada al estudio del arte. La fundación fue creada por el matrimonio formado por Guillermo de Osma y Scull y Adelaida Crooke y Gumán, Duquesa de Valencia de Don Juan. Ambos fueron el último heredero de sus respectivas estirpes. Él aportó la magnífica sede para la fundación. Ella las coleciones de arte y de documentos familiares atesotradas por varias generaciones de duques.

Guillermo de Osma era un tipo peculiar. Detestaba a los curiosos ocasionales, a esos que deambulan por los museos de forma errática, es decir, a usted y a mí, estimado lector. Quería que la colección artística y documental de la institución fuera aprovechada de forma científica por profesionales y por personas realmente interesadas en contribuir al conocimiento de las piezas. Por esta razón la colección de la Fundación de Valencia de Don Juan es prácticamente inédita para el gran público. Además, al haber estudiado en Oxford y sentir un profundo respeto por aquel país, introdujo en los estamentos de la fundación una cláusula según al cual, en caso de que España atarvesara una grave situación política o social el patrimonio de la institución pasase a ser propiedad de su alma mater, de la mencionada universidad inglesa. por esta razón durante toda la Guerra Civil la bandera de la Union Jack ondeó en el Palacio de Osma, y eso permitió que uno y otro bando lo respetara y que ni el edificio ni la colección sufriera ningún menoscabo, como si ocurrió, por ejemplo, con el Palacio de Liria de los Duques de Alba, reducido a escombros por los obuses en algunas de sus zonas.

Yo no conozco ningún otro ejemplo de construcción neoárabe en Madrid. Quizás el elemento que más me guste es ese balconcito en la planta superior en la fachada que da a calle Fortuny, que me recuerda aquellos a los que me asomaba de niño cuando visité la Alhambra. Creo recordar que en el Palacio Rojo de Granada hay uno similar, en el que tal vez , Enrique Fort, el arquitecto que diseñó el palacio, se inspirara al elaborar su proyecto. No en balde al estilo neoárabe se le denomina también neoalhambrismo. Mientras tiro varias fotos -quiero tener varias imágenes entre las que poder escoger-, uno de los policías nacionales que hacen guardia en la puerta de la Oficina del Defensor del Pueblo se me acerca para mirarme el careto. Por si tengo pinta de moro yihadista, digo yo. Si la tuviera habría salido del palacio y no estaría merodeando fuera de él. La vuelta a casa es celérica y, aun así, bato mi propio récord. Son necesrias tras cifras por primera vez. 105 minutos. Vale que han sido de turismo más que de gimnasia, epro en algo hay que entretenerse. Además, tan entretenido he estado en el periplo que no he dedicado ni uno solo de esos minutos a pensar en mí o en mi circunstancia.



jueves, 19 de noviembre de 2015

Album de fotos (12)


 


16 de noviembre de 2015

Cada una de las mujeres que han sido importantes en mi vida puede reclamar como suya, considerar como su dominio, la parte de la geografía de la ciudad que está ligada a mi memoria compartida con ella. El recuerdo de Susana reina en la Ciudad Universitaria, aunque allí también hay trazas de los días vividos junto a Victoria. La primera tiene como feudos exclusivos el barrio de Argüelles y la Ronda de Atocha, en cuyo entorno vivía. Victoria se enseñorea en mi propio barrio, en Tetuán y el arranque de Chamberí. El recuerdo de Aicha está esparcido por la zona menos elitista del barrio de Salamanca, entre la Plaza de Roma y la de Colón. Finalmente, Patricia domina un archipiélago inconexo de islas. Vivió y frecuentó conmigo muchas zonas: El Viso, Cuatro Caminos, El Carmen y La Elipa en Madrid. También Torrejón de Ardoz, Alcalá de Henares y Azuqueca, ya fuera de ella. Inmaculada y Ruth no tienen dominios, son más que nada espectros de internet sin ubicación física en mi espacio vital, aunque la memoria de la primera siempre estará ligada a la Estación de Atocha, dónde la conocí en persona una mágica mañana de sábado. Hoy me propongo visitar dos lugares dentro del dominio de Victoría. Dos lugares donde su recuerdo arde con más fuerza y que están a un tiro de piedra de mi casa. A uno de ellos, el más peligroso, me asomé en uno de mis primeros paseos y tuve que desistir en visitarlo. El otro lo he estado rondando estos días, pero no quema tanto.

De camino al primero de los lugares se me antoja fotografiar el Edificio Winsord. En otro tiempo en su base existía un cine con dos salas de proyección de tamaño respetable, que luego engulló el Corte Inglés de La Castellana con su voraz apetito de nuevos espacios. Algún día todo el complejo AZCA será propiedad de esta empresa. Desde que tengo memoria El Corte Inglés se va extendiendo por mi barrio, lentamente, casi reptando sobre el mapa, como una mancha de aceite sobre la superficie del agua, a una velocidad que no detcta el ojo humano, pero sin pausa. Al final de Raimundo de Villaverde está el primer lugar que busco: los jardines de Los Nuevos Ministerio. Este sombrío lugar, amplio, de perspectivas amplias, siempre lleno de calma, era uno de los refugios preferidos de Victoria cuando estaba triste. Tras estar un tiempo sin vernos, afectada por una de nuestras rupturas, cuando al fin nos reconciliamos me confesó que todas las mañanas había ido a dar de comer a los patos del estanque artificial para calmar su angustia. No me contestaba al teléfono. Caminaba por el barrio sin cesar sin lograr toparme con ella, aunque la buscaba en lso lugares que frecuentábamos juntos. "Si hubieras venido aquí cualquier mañana", me dijo, "me habrías encontrado. Tan fácil como eso". Lo curioso es que yo había pasado cerca sin entrar jamás en el complejo. Desconocía el sitio, no exento de encanto, a pesar de su mala fama. Es lugar común despreciar la arquitectura de Los Nuevos Ministerios, desacreditarla por ser característica de la segunda etapa del franquismo. Pero a mi los edificios me parecen armónicos y las larguísimas arquerías al pie de sus fachadas, un verdadero alarde de elegancia. Tampoco pretendo ser un experto en arquitectura, ni siquiera tener una especial sensibilidad para este complejo arte. Solo aconsejo mirar las cosas con la menor cantidad de prejuicios posible. Es habitual desdeñar los logros constructivos españoles en base a extraños argumentos de cariz político o ideológico. Un ejemplo de esto que digo es El Escorial, que a menudo es tildado de edificio gris y sombrío, sin gracia alguna. Precísamente los mismo abjetivos que suelen asociarse a Los nuevos Ministerios, cuyos autores está claro que se inspiraron en el palacio escurialense. Uno y otro me gustan y por eso los fotografío. Y si la residencia de Felipe II estuviera a un paseo de distancia de mi casa ya la habría incluido en este album de fotos.



A Victoria la conocí en le Escuela de Ingenieros de Montes. Era una morenita pequeñita y vivaracha.  Aunque de aspecto serio, tenía la sonrisa fácil, siempre a flor de labios. Cuando se ponía nerviosa por algo, sobre todo cuando sentía vergüenza o sofoco, se le empañaban las gafas. Su cabecita debía ponerse a  radiar en aquellos momentos en la frecuencia de los microondas, como los modernos hornos de cocina, y por eso los cristales se manchaban de vaho. Era divertidísimo advertírselo cuando ocurría para que su ratito de cómica incomodidad continuara otro poquito más. Yo le decía a menudo cuando estaba en silencio: "Oigo las ruedecita de tu cabeza girar", porque cavilaba mucho, y ella sonreía y me confesaba loq ue el preosupaba en ese momento si es que procedía. Hacerla reir era mi especialidad. Parece mentira ahora pero hubo un tiempo en que fuí el rey de la comedia. Un De Niro sin garcia peroq ue había ensayado muy bien su papel. Cuando las bromas me fallaban siempre echaba mano de los huesos musicales, mi arma secreta infalible con ella. Le presionaba con el dedo la última costilla y al mismo tiempo imitaba el sonido de una bocina, una de esas que emiten unas pocas notas de una cancioncilla. Se puede decir que los dos años que duró nuestra amistad fueron los más felices de mi vida. Jamás tuve antes o después tanta complicidad con nadie. Nos gustaba estar siempre juntos. Y entonces, supongo que como ahora, uno se pasaba la práctica totalidad del día en la universidad.

Un día a finales de curso de no recuerdo que año, unos meses antes de aquella tarde en que le narré el cuento "El Príncipe Feliz" de Oscar Wilde mientras identificábamos gramíneas en el laboratorio de pastos, me confesó estar sufriendo una depresión. Se sentía sola. Había roto con su novio de siempre y necesitaba a su mejor amigo, es decir, a mí. Pocas semanas antes habíamos roto nuestra relación por un miserable desliz mío: Le había confesado que la quería. Siempre he sido de la opinión de que cuando te acercas demasiado a una persona del sexo opuesto, cuando te habitúas a asomarte a su interior y los que ves no te desalienta lo suficiente como para seguir mirando más en profundo, es casi inevitable sentir el vértigo del amor, y dos años de amistad intensa dan para muchos vistazos. Mi confesión le había llevado a renegar de mí. No llegué a saber si su depresión fue una consecuencia de está ruptura o la de su noviazgio. En los pocos momentos enq ue conervaba algo de amor propio llegaba a sopesar la primera posibilidad. Me dijo que necesitaba mi amistad pero solo mi amistad, que nunca podría haber más, y para mí no hubo dilema. Quería ser parte de la solución de su problema no un síntoma más o una de ssu causas, por secundario que fuera. Además, cuando quieres a alguien el ego algo superfluo, una mochila cargada de piedras que te impide subir las cuestas. Así pensaba yo y queda claro porque me ha ido tan mal en la vida en este tipo de asuntos. Acepté el trato y me enseñó el patio interior de nuevos minsiterios. Me dijo que había estaba yendo todas las mañanas y que se había dado cuenta que me echaba de menos. Estaba siendo tratada por el doctor Vallejo Nájera, que tenía su consulta muy cerca de la Plaza de Lima. La acompañé hasta la puerta de la clínica muchas veces y con el paso de los meses, gracias al cariño de su protectora madre y mío, la sonrisa volvió a instalarse en su rostro y a reirse con mis bromas musicales. Volvió a sonar la bocina osea de su último espacio intercostal durante nustros interminables paseos por el barrio. Luego, con el correr del tiempo, tal vez la gratitud, tal vez la agradable sensación de sentirse querida por alguien de forma tan desinteresada, todo aquello desembocó en la visita al Thyssen. No, no puedo decir que  este rincón de Madrid, Los Nuevos Ministerios, me traiga malos recuerdos. Cierta felicidad teñida de tristeza y melancolía me invade cuando veo la imagen con la que cierro la hoja de hoy del album de fotos, la lína de edificios reflejada en la temblorosa lámina de agua. La misma sensación que trasmite la melodía de "What a wonderful world" tal como la canta Louis Armstrong. Canción que, por cierto, tanto le gustaba a Victoria.

El otro lugr al que quiero ir es la Escuela de Minas en Ríos Rosas. Apresuro el paso porque el sol ya empieza a subirse a la chepa del horizonte. Hace unos días intenté visitarlo pero no fui capaz de traspasar la puerta acristalada de su entrada principal. Intento esta vez acceder por la puerta trasera, la que da al patio interior del recinto universitario. Construída en el siglo XIX a las afueras de Madrid, en pleno descampado, a más de un kilómetro de cualquier otro sitio habitado, la Escuela de Minas diseñada como un fortín, con cuatro torreones en las esquinas, un patio interior y una verja de hierro cerrando su perímetro de seguridad. Esta vez logro traspasar el umbral, vulnerar el tabú. Me noto, para mi sorpresa, algo inquieto. Algunos me miran con curiosidad, preguntándose quizás quien es ese tipo que por edad debería un profesor pero cuya cara no reconocen. Intento hacer una foto desde la planta inferior de la biblioteca, pero hay un corrillo de profesores muy cerca de mí y siento pánico escénico. Luego subo a la primera planta y entre el alumnado me siento como un cuerpo extraño, como un bulto sospechoso que esta fuera de su elemento tanto po edad como por propósito. Hago dos fotos de forma apresurada y me salgo por donde he venido. Ninguna de ellas tiene la calidad mínima exigible para poder ser aprovechada. Lo cierto es que, para ser sinceros, tampoco recuerdo la razón por la que este lugar me impone tanto. Trato de rememorarlo en el camino de vuelta y por más que cavilo no soy capaz de responderme a la pregunta que yo mismo me he formulado. Han transcurrido 90 minutos desde mi salida cuando finalmente llego a casa.
 

martes, 17 de noviembre de 2015

Album de fotos (11)



12 de noviembre de 2015

Vuelvo a ir hacia el sur, hacia la ribera de La Castellana, a frecuentar ambas orillas, donde hay mucho que fotografiar. Quizá demasiado. Hoy más que nunca necesito tener la mente distraída con otra cosa. Esta mañana he tenido sesión con la psicóloga y es un verdadero misterio que no esté más afectado. En realidad mi calma de ahora me preocupa y asusta más que cualquier otra cosa. Tal vez sea cierta su teoría y la lesión cerebral que sufrí ha podido alterar mi personalidad, mi forma de sentir y comportarme. ¿Somos alma o mera bioquímica? Me prefiero como un misterio del espíritu que de la fiosiología. Le he hecho un resumen de mi vida y la hora y un poquito más de consulta se ha hecho incluso corta para contar tanta atrocidad psicológica. No ha habido reproches, no me ha juzgado. Ha sido amable y comprensiva. Al final de la consulta le he dado las gracias por ello.

Quiero ir hacia Chamberí de nuevo, hacia la Plaza de Rubén Dario, una de las más fotogénicas de Madrid. Elegante a la par que discreta. Señorío sin alharacas, opulencia sin alardes, muy Chamberí en suma. La plaza es otro maravilloso rincón de Madrid surgido casi por azar más que por planeamiento urbanístico. Aquí nada es premeditado, gracias a Dios. La belleza surge de forma espontánea, como las campánulas, las margaritas y las sisiymbrias lo hacen sobre un verde prado. Ver crecer la hierba es un modo mejor de invertir el tiempo que tratar de proyectar el mundo a nustro antojo. Avanzo por Orense y tras cruzar Raimundo Fernández de Villaverde continúo por Agustín de Bethencourt. En la esquina con Ríos Rosas me detengo un momento para fotografiar la fachada sur de Los Nuevos Ministerios. El complejo está entre dos luces. El edificio más próximo y bajo, que se corresponde con el Ministerio de Trabajo, está en sombra, se perfila nítidamente en el visor de la cámara, que opta esta vez por la oscuridad. El que está en segundo termino, el Ministerio de Fomento, más alto y ancho que el otro, aun recibe de lleno los rayos del sol que declina. En el visor tarda unos instantes en materializarse mientras que la cámara digital busca automáticamente la iluminación adecuada al conjunto de la imagen. Cuando lo hace los volúmenes de piedra se materializan de la nada, como si hasta ese momento hubieran sido fantasmas que ahora hubieran sido convocados, espíritu más que materia. Finalmente, el resultado que me propone la cámara, y que yo acepto, parece el croquis a lápiz en la libreta de dibujo de un arquitecto, un esbozo aun por pasar a tinta con los Rotrings. Los trazos son con lápiz de sanguina sobre los que se ha pasado un difumino. En la esquina de la calle un ciprés alargado con el ápice de su copa iluminado parece un pincel cuyo haz de pelo alguien hubiera mojado en luz en vez de en pintura. Prosigo por Fernández de la Hoz hasta alcanzar General Martínez de Campos. Ahí giro hacia el oeste camino de Gregorio Marañón. Me asomo al patio andaluz de la Casa de Sorolla, solo un momento, para fotografiar el contraplano de la imagen que tomé hace unos días. Un mero capricho. Hay una estatua que parece romana, sin cabeza ni brazos, que me parece tan fuera de lugar en mitad de la urbe que llevo dos días deseando fotografiarla para mostrarla aquí. Luego cruzo la avenida y tomo la Calle Miguel Ángel para esembocar finalmente en la Plaza de Rubén Darío.

Cruzo Eduardo Dato a la carrera, como si fuera un colegial. Al alcanzar la otra acera me digo: "No está mal para mis años". Tras el ictus mi médico de cabecera, el de la Seguridad Social, me instó a adelgazar 15 kilos para minimizar los riesgos de otro accidente vascular. Seguramente me sobraban más. Tras salir del hospital, en la vieja báscula de casa alcanzaba los 88. Tenía calibre de obús de cañón. Es más que probable que pasara de los 90 antes de ingresar en la UVI. 5 días entre la vida y la muerte -cómo me gusta ponerme melodramático- no sé a cuanto footing equivalen, pero sumar dos kilos al peso de la báscula no me parecen un supuesto excesivo. Cuando acabé el regimen de choque que seguí durante la convalecncia estaba en los 72, que más o menos mantengo desde entonces, a base de una dieta con más verdura y fruta de la que ingiere un babuino o un chimpancé. Hábitos saludables, es como se llama a eso. Nunca he fumado, ni siquiera un porro. El alcohol lo probaba sólo lso fines de semana y fiestas de guardar hasta que me di cuenta de que estar desinhibido no te disculpa de hacer el idiota ni te salva de hacer el ridículo salvo que lo hagas entre gente tan borracha como tú. Tampoco me gustaba tanto como para no reconocer que lo ingería como mera droga para facilitar el contacto social. En cuanto al sexo, en esta época en la que todo Dios es un maestro en la amterial, lo cierto es que yo nunca pasé de mero alevín. Ni siquiera me concedieron el carnet de amateur. El café es lo que más echo de menos, pero tampoco tanto. Me permito alguna taza muy de vez en cuando. Tampoco muchas. No soy dado a las nostalgias y mi mono ya he comentado que se distrae comiendo fruta, así que no hay síndrome de abstinencia. Tampoco con los dulces o las grasas saturadas. Estoy en mejor forma que nunca, lo cual tampoco no es decir mucho.


Comencé a pasear casi desde el primer día de mi regreso de La paz. Al principio iba acompañado, me costaba mantenerme recto. Comenzaba en el lado de la acera junto a la calzada y acababa al final de una recta casi apoyado el hombro en la fachada de los edificios. Había una derrota hacia el lado contrario al del tráfico rodado. No sé que significa esto, pero gracias a Dios no duró lo suficiente como para tener que esbozar alguna teoría. Cuando pude caminar solo lo hice y me llevé como ahora la cámara para distraerme. No es que entonces no quisiera escucharme, es que entonces no tenía nada que decirme y prefería llevarme tarea de casa para matar el rato. El derrame me dejó vacío por dentro durante bastante tiempo, sin angustias, sin peocupaciones, sin inquietudes, como cuando al descender por la cuesta más empinada de una montaña rusa alcanzas la zona de valle tras una contracuesta y el vehículo ralentiza su marcha.

Cuando llego a mi meta lo que intento no es fácil en absoluto: encontrar una perpectiva adecuada para fotografiar el edificio del Defensor del Pueblo para que me quepa en el encuadre. El palacio de Bermejillo es un edificio de dos plantas Neoplateresco, un estilo arquitectónico surgido a rebufo del movimiento del 98. El arte en España, no solo en la Literatura, volvió los ojos hacia el pasado para buscar valores con los que poder regenerar la patria tras el desprestigio que supuso pérdida de las últimas colonias. Resucitar estilos ya olvidados característicos de nuestros momentos de máximo esplendor fue algo casi inevitable y no del todo una opción fallida. El Palacio Bermejillo es una auténtica delicia, pero alguien tuvo la feliz idea de construir junto a él un paso elevado sobre La castellana, el de al calle Eduardo Dato. Tras probar desde mil sitios al final descubro que la mejor opción es plantarme delante de la fachada principal, al otro lado de la vía, auqnue en el encuadre no haya forma de obviar el quitamiedos y la barandilla del puente. La imagen la considero medio decente y probablemente sea la mejor de las posibles. Cómo me hubiera gustado pasear por el entorno de este edificio con mi padre. ¿Por qué no se me ocurriría nunca? Ya sé, yo era un palurdo hasta que algo de su espíritu culto se reencarnó en mí tras su prematura muerte. Ya he contado algo de eso. El paseo dura exactamente 95 minutos.