Sirenas varadas en archipiélagos de luz
-TRECE-
Ni principio ni fin, tan solo un círculo que se cierra en sí mismo. Ni siquiera hay posibilidad de cambio, porque la esperanza de avanzar en la continua reiteración de los errores cometidos. Cada pecado tiene su penitencia: la certidumbre de que volverá a ser perpetrado una y otra vez hasta el final de los tiempos. Otra vez era primavera, genistas y brezos, tomillos y jaras, la vida es un paisaje en el que predominan los colores sobre los sonidos. Nunca he podido responderme a la pregunta de si merece la pena tanta constancia si al final ha de ser la muerte la única beneficiaria del testamento de lo vivo.
Necesitaba respuestas, necesitaba saber, la certidumbre de que cada paso dado era el correcto. Pero había de ser yo quien tomara las iniciativas, quien arrancase el conocimiento de su misma fuente. Hacia más de un mes que no tenía noticias de Pablo, el teléfono había enmudecido por completo, ya ni siquiera él se dignaba llamarme. Intuía que el viaje que en otro tiempo me anunciara ya se había iniciado y que me había dejado atrás sin siquiera despedirse o dar explicaciones. Ya no podía admitir como correcto aquel modo de proceder. Consideraba que el verdadero problema no era el de que no se me permitiese reprochar lo que consideraba que había sido un modo injusto de tratarme. No, no era esa la cuestión, aunque el daño hubiera sido grande. Se trataba simplemente de poder actuar en defensa propia, de poder que aquello iba en contra de mis expectativas de supervivencia y que no tenía derecho a luchar contra ello, porque este es un derecho que se le concede hasta a la más miserable de las alimañas. Necesitaba saber, me sentía morir en aquel sumidero de ignorancia.
Había tomado la decisión de entrar en la casa de Pablo, de tomarla al asalto si ello era preciso, como si de una fortaleza se tratase, de echar abajo su puente levadizo y quebrantar su clausura. Me dirigí hacia allí a pie. Se que sonará gracioso al decirlo, pero pensé que no tomar un taxi era una forma de evitar dejar un posible rastro acusatorio tras de mí. Hasta hubiese pensado en una coartada para aquella noche si mi mente hubiera estado lo suficientemente despejada como para funcionar con coherencia.
Puso mi mano en el pomo de la puerta y lo hice girar sin dificultad. ¡Qué ironía!, no estaba cerrada; había permanecido abierta todas aquellas semanas aguardando a que llegase el tiempo de mi regreso.
Todo estaba a oscuras, pero podía reconocer la silueta de las cosas allí donde las tinieblas eran más densas e irremediables. Crucé el vestíbulo a tientas, tropezando con todo de un modo estruendoso. Tal vez debí haber encendido la luz desde un principio, no tenía sentido caminar a ciegas por una casa deshabitada, pero tenía el convencimiento, irracional si se quiere, de que la oscuridad era un escudo impenetrable para la culpabilidad, que la invisibilidad era un posible atenuante para el delito que estaba cometiendo.
Entre en la biblioteca, un mundo dibujado con lápiz de sombras. Levanté las persianas de todas las ventanas; quería que la luz penetrase en la estancia y la inundase con ella; era otro rito de expiación, de purificación. No sabía por donde iniciar la búsqueda, la habitación era muy grande y registrarla por completo suponía mucho más tiempo del que disponía. Eso partiendo del supuesto de que lo que buscaba estuviera allí. No fue hasta transcurridas dos horas que me convencí de lo inútil de mi empresa. Había mirado tan sólo en una ínfima parte del total de cajones y armarios que allí había, y todo esto sin hallar nada digno de interés, había mirado en los cajones del escritorio, en los de las alacenas de la pared opuesta a la de las estanterías, en los armarios que se hallaban bajo éstas. El suelo estaba cubierto de papeles, de legajos, carpetas, libros y manuscritos, no me había molestado siquiera en volver a llenar los cajones tras cada registro. Quizá aquel desorden deliberadamente causado me ayudaba a desahogar toda la rabia y la frustración acumuladas. No se, el caso es que cuando quise darme cuenta ya había consumido casi dos horas sin más logro que el de multiplicar los escondrijos. Si algo se me había pasado por alto iba a ser muy difícil encontrarlo bajo aquella montaña de escombros.
Me dejé vencer por el abatimiento. Me senté, de pronto me había quedado sin fuerzas. Me daba cuenta de que los nervios eran un lujo que no me podía permitir, así que traté de serenarme.
- Lugares clave –pensé-. Al menos vamos a agotar en este sentido todas las posibilidades. Pero, ¿qué lugares? -No lograba concentrarme. Aún así tuve una idea: los libros de los traductores. Los busqué por todos sitios pero no los hallé. Habían desaparecido.
Fue tras la segunda tentativa cuando sentí por primera vez que el éxito era posible. Me acordé del ensayo. Sabía donde lo guardaba Pablo: en una carpeta de cartón sobre uno de los estantes inferiores del extremo de la estantería, entre los tomos de poesía que yo le ayudara a comprar. Cuando la cogí las manos me sudaban copiosamente, las huellas de mis dedos mojó el blando cartón azul volviéndolo más oscuro. Dentro estaba el escrito, pero con una presentación nueva para mí, Los folios estaban cosidos a unas tapas forradas en tela y el tipo de letra y la calidad de la impresión habían mejorado visiblemente. Algo no encajaba. Las intuiciones de mi corazón puede que nunca me hayan aportado soluciones, pero siempre han constituido excelentes avisos. Fui directo a la segunda página, y en ella, bajo el título de la obra podía leerse:
Autor: José Luis Nieto
No podía salir de mi asombro. Era mi nombre el que figuraba como autor de la obra. Iba por el buen camino, así que lo demás fue fácil de adivinar. Fui hasta el escritorio y tomé la foto con la mano derecha. La miré a los ojos, me encaramé a ellos y me agarre a su mirada como quien se aferra a la pared de un precipicio. La octavilla con el poema seguía pegada en la parte de atrás. Debió de ser un momento de ofuscación, no tengo otra explicación. Cuando recobré el sentido común fue para darme cuenta de que la sangre corría por la palma de mi mano. Había estrellado el cristal, lo había aplastado contra la mesa, y una astilla de vidrio se había incrustado en mi carne. No hice caso al dolor. Quité uno a uno los trozos de cristal que aun quedaban entre el marco y la foto. Tomé ésta última. Detrás de ella había dos papeles, ambos cuidadosamente doblados con el fin de ocupar el menor espacio posible. Desplegué el primero como pude con la mano que tenía vendada con un pañuelo que había hallado de un cajón. Era una carta de Pablo.
Lo daría todo por un minuto de tregua, por que la amistad no tuviera que ser sacrificada. Ignoro si la traición puede ser perdonada, si el dolor que siento puede lavar la ofensa. No hay certidumbre, tú lo sabes, no hay razones que puedan explicar las ocas. La vida es una interminable sucesión de atroces casualidades y hasta una flor y una estrella tienen en común el absurdo de no tener propósito. Por eso, ¿cómo explicarte, cómo hacerte comprender como lo siento?
Me voy con ella. Quizás sea un destino que no me corresponda, que no deba ser mío, pero creo que cuando se lucha por lo que uno quiere hay que renunciar a todo intento de atenerse a lo que está bien o es justo.
Será difícil que volvamos a vernos. Este que ahora comienzo es un viaje en el que rara vez hay un regreso. Me habría gustado que hubiera sido de otra manera.
Pablo
Desdoblé el segundo. Aun tiemblo al recordar su contenido.
Si mido la vida con la regla de tu ausencia no es nada, no vale nada, es solo vacío rasgando el velo de mi frente. Si llamo al futuro con la voz de tu ausencia nadie me escucha, nada me aguarda, solo el eco en el desfiladero de mis ojos cansados. Todo es olvido, todo es silencio, si tú no estás, solo estéril espera. Una daga en mis manos para agredir la carne muerta de la esperanza.
Era el borrador de un poema inacabado, lleno de enmiendas y tachaduras, rudimentario quizás, pero terriblemente explícito. Bajo él había un mensaje.
Solo dos ruegos te hago: que vengas a mí y que tú venida sea pronto, porque la puerta que a mí te conduce no podrá permanecer abierta indefinidamente. Te espero donde ya fuimos nosotros uno.
Ya en el reverso de la foto estaba escrito el mismo poema que en el portafotos, pero por otra mano. Sí, conocía aquella letra, la conocía muy bien. Era la mía.
“Donde ya fuimos uno”.
Pensaba, pensaba extrañado que una vez hubo un futuro donde ella estuvo conmigo, donde ella estaría junto a mí. Pero, ¿cómo recordar lo que aún no ha sucedido?
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