El subsuelo de Madrid
7.- Messina
Día de júbilo aquel en aquel mes de agosto de 1971. Con la llegada a Messina de don Juan de Austria, el bastardo más famoso de la historia, se renovó la esperanza en el corazón de una Europa Católica abatida ante el avance del Turco a través el Mediterráneo. El Mar Negro era el patio trasero de la casa del sultán Selim II, y el Mare Nostrum estaba a punto de convertirse en su porche. El Tirreno y el Adriático no eran lugares seguros. El Norte de África estaba plagado de escondrijos y bastiones que los piratas berberiscos usaban como bases para sus incursiones en el sur y el levante de la propia Península Ibérica. Las mismas costas de italia eran asoladas por las razzias de los infieles, cada vez más habituales. Las francesas, en un reino acostumbrado a actuar haciendo uso de la traición y la mentira, eran tierra franca para las hordas musulmanas, y soportaban con paciencia las tropelías de los jenízaros cuando desembarcaban en sus puertos. Todo podía perderse con el tiempo y, a juzgar por los recientes acontecimientos, a no mucho más tardar. Ni siquiera Roma estaba a salvo.
Solo la insistencia enfermiza del Papa Pío V, su liderazgo moral y casi diría que bélico, fue capaz de obrar el milagro. Lograr que Venecia y Génova se avinieran a firmar una tregua en su disputa que ya duraba siglos, más encarnizada aun que la habida entre atenienses y espartanos, y aceptaran ser parte de una alianza. Que el Rey Católico Felipe II aportará sus tropas quizás no fuera logro tan espectacular, por su celo en defender la religión, dando prioridad siempre a esta cuestión sobre el bienestar de sus subditos, pero es cierto que hubo de sustraer fuerzas de los muchos escenarios en los que mantenía conflictos. Además, el recelo entre España y Venecia complicó la redacción de las clásulas, si bien la pérdida reciente de Chipre había convencido a la Serenísima que la amistad con Estambul no les mantenía a salvo de la gigantesca ola musulmana que se deslizaba sobre la superficie del mar proveniente de su extremo oriental.
Con una visión fanática de la religión, inquisidor activo, azote de musulmanes y judios, ¿Cómo no iba a ser el Pío V partidiario del rey Felipe II? Concibió la empresa que culminaría en la jornada de Lepanto como una cruzada, como un deber moral de los estados cristianos. Del que se desentendieron franceses, aliados encubiertos de estambul, y los ingleses, a salvo en el Atlántico del azote turco. No cejo Pío V de insistir a los reyes de la necesidad de aceptar el embite del sultán, de ofrecer resistencia a su avance. Tampoco cesó de insitir al rey español para que otorgara el mando de la empresa a su medio hermano don Juan de Austria. Al que Felipe II quería, y por tanto quería mantener a salvo de los riesgos, pero al mismo tiempo temía por su ambición sin límites y su hambre insaciable de gloria imperecedera. Pero el Rey Católico accedió, no sabemos si de mala gana. Porqué, a pesar de lo que se diga, de lo escrito en los tratados que analizan su figura, amó con pasión a los suyos y al actuar afectando a sus intereses siempre lo hizo buscando el bien común si se establecía un conflicto entre esos intereses y los del estado.
Retrato de don Juan de Austria, obra de Alonso Sánchez Coello (Monasterio de El Escorial)
Don Juan, rubio y hermoso, altivo a pesar de haber nacido en casa humilde, era señor natural de la mejor soldadesca jamás habida. Los tercios españoles, el nervio de un Imperio que se extendía por tres continentes. Cuando Souleiman, El Magnífico, asedió Viena una generación antes tan solo su llegada pudo mitigar el miedo de sus habitantes. El corazón de la Cristiandad estaba amenazado y solo ellos podían exhorcizar al demonio, frenar el avance de los infiel. A Rodas llegaron tarde. A Malta en el antepenúltimo suspiro de la moribunda orden de caballeros que la custodiaba. Aunque a tiempo de salvarla y de batir en tierra a los temidos jenízaros. Una fuerza de élite más que era batida por los españoles. Rodas, Malta y Chipre supusieron un maremoto en el sataus quo entre las dos religiones enfrentadas y La Armada la medida ideada por los estrategas de los estados cristianos para evitar los daños del Tsunami.
Nació don Juan en Alemania, fruto de un devaneo de su padre el Emperador Carlos V con una voluptuosa muchacha, que le cautivo por unas noches y a partir de entonces se convirtió en un estorbo, por su vida disipada y su lengua activa, chismosa y poco preparada para mantener el un mínimos decoro. A corta edad fue asignado a uno de sus hombres de confianza del Emperador, para ser criado a la manera española. Luis de Requesens fue el encargado. Soldado, marino y diplomático. Aunque siempre sospecho de su grandeza, don Juan tardó en tener certeza de ella. Fue durante una cacería, en los bosques que circundan El Pardo, cuando le fue presentado a su hermano y señor, Felipe II, que de esta manera se hizo cargo de su tutela, uno de los deseos señalados en sus últimas voluntades por el padre de ambos. Y lo llevó a la práctica a su leal saber y entender, del mejor modo posible, a veces en contra de sus propios intereses. Por que don Juan no fue un hermano fácil. Casi diríamos que ni siquiera un súbdito del todo leal. Por que don Juan ansiaba una corona. Y la creyó encontrar en mil lugares: En Granada tras vencer a los moriscos en Las Alpujarras; En Túnez, tras arrebatárrsela a los moros y corsarios berberiscos; En Escocia, al tramar un casamiento con María Estuardo a espaldas de la reina Isabel I, que se deshizo del problema mandando de capitar a su hermana, siguiendo aquella máxima que luego acuñara Stalin de muerto el hombre, en esta caso la mujer, muerto el problema; en Flandes, que fuera su cementerio. Hermano del rey y mendigo de una corona. La desmesura española que no se fija límites.
Recién sofocada la rebelión de los moriscos de Granada, los quintacolumnistas del Sultán, su cabeza de playa en el núcleo de la cristiandad, a los que sojuzgo a sangre y fuego, y ya de camino a Madrid, le fué concedida la capitanía de la mayor armada jamás reunida para una sola empresa. Cabalgó hacia Barcelona sin hacer escalas en la ruta, alegre al fin de poder labrarse un mito alrededor de su nombre. La gloria era su meta, la obsesión su amante, desde que soñara siendo niño, allí en Leganés, donde jugaba a ser oficial de tercios con el resto de la chiquillería, con alcanzar las más altas gestas logradas por un soldado de su Majestad Católica Felipe II. Apenas corría sangre española por sus venas, pero su carácter era igual de obstinado que el de su gente de adopción, igual de falto de sentido de la proporción y de la rentabilidad en las metas fijadas. En sus genes habitaba el mal de la locura que aquejó a tantos de su estirpe. A la madre de Isabel La Católica. A la hija de esta también, Juana La Loca, reina de Castilla a pesar de vivir recluida a perpetuidad en una torre. Su propio padre era víctima de depresiones. Una de ellas le convenció de la necesidad abdicar en su hijo, para recluirse libre de responsabilidades políticas en un Monasterio de la sierra de Yuste. Un arrebato del que luego se arrepintió ya estando en tierras extremeñas. Quienes le vieran en Amberes durante la sucesión de poderes, en el traspaso de la Corona Española a Felipe II, dicen que parecía un anciano, a pesar de no haber cumplido aun los 50, que necesitaba ser ayudado para caminar. Ya en Yuste entraba en cólera cuando su hijo Felipe tomaba decisiones que el consideraba desacertadas, como la de no forzar la mano y tomar París después de la batalla de San Quintín. Tal vez de no haber muerto tan joven don Juan de Austria hubiese sido devorado totalmente por sus delirios de grandeza. Tan intesos que ni su grandeza de su linaje los saciaban.
La llegada al puerto de Messina fue un acontecimiento. A pesar de ser largamente esperada, las velas de su flota aparecieron en el horizonte del mar casi por sorpresa, así que hicieron esperar a los barcos frente a las costas dos días enteros para poder finiquitar unos preparaticos acordes con la importancia del hecho. Lujo, boato, la liturgia del poder, a la que tan afin el príncipe bastardo. Don Juan de Austria desembarcó montado en el corcel más hermoso del que se pudo disponer para la ocasión, aprovechando un puente construido sobre la había que se abría frente a la ciudad, y que poseía unas dimensiones que serían la invidia y la admiración de los ingenieros actuales. En vez de hormigón y acero, madera, telas y oropeles. La ciudad se leventó en fiestas, alegre por el evento social de tener entre ellos a personaje tan ilustre, tan legendario a pesar de su juventud, tan hermoso para las mujeres, tan digno de imitar para los hombres, llevado en volandas por el destino hacia la gloria impedecedera.
Franz Zeise narra en su novela “La armada” (Die armada), editada por Seix Barral en su colección Biblioteca Breve, uno de cuyos ejemplares pude adquirir a precio irrisorio en los tenderetes de la tienda de libros de El Corte Ingles de La Castellana durante unas rebajas de enero, la llegada de las tropas, su desfile triunfal, como una parada militar de nuestros tiempos, al Puerto de Messina, donde habrían de embarcar rumbo a oriente. La más variopinta y colorida reunión de asesinos profesionales de aquellos tiempos. Cuatro tercios españoles fueron embarcados en las galeras de la armada de su Majestad Católica, denominados según la persona que los comandaba: Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel Moncada. Esta costumbre fue emulada por Robert Anson Heinlein en su novela de Ciencia Ficción “Tropas del Espacio” (Starship Troopers), llevada al cine por el director de cine holandés Paul Verhoeven, y que tanto me horroriza y fascina al mismo tiempo. Por ser tan infiel al texto base, por cercenar los aspectos más redondos de la novela y, al mismo tiempo, por ser una obra plena de dinamismo y que uno no sabe si denuncia o se regodea en la violencia que muestra. Creo que ambas cosas. Junto a los españoles los lanceros suizos, mercenarios éstos, que cobraban una soldada estipulada y establecían convenios con quienes les contrataban para una campaña. También había tercios italianos, las únicas unidades de infantería a las que los españoles respetaban, aunque sin onsiderarlos rivales a su altura.
La bahía de la ciudad Siciliana está dibujada, tras en cuerpo del redentor ya cadáver en la obra del Prado “Cristo muerto sostenido por un ángel” de Antonello de Messina. Las Dos Sicilias, como así eran conocidas las dos islas situadas en la punta de la bota italiana, Córcega y Sicilia, pertenecieron por más tiempo a las coronas de Aragón y España que lo que hasta ahora han pertenecido a la República Italiana. Eran el espolón del Imperio Español en el Mediterráneo, su base de operaciones tanto para las tareas militares y diplomáticas a realizar en el sur y oriente de este mar, como en la propia Italia. Del entonces Virrey de las Dos Sicilias partió la idea y la iniciativa de intentar la conquista de la Republica Veneciana, intentona fallida en cuyos preparativos, orquestación y ejecución participo el propio Francisco Quevedo, escritor, soldado y espía, y mano derecha del virrey en asuntos de naturaleza turbia.
Cristo muerto sostenido por un ángel, de Antonello de Messina (Museo del Prado)
La historia de una obra, del objeto en sí como fetiche, es a menudo apasionante. El cuadro del pintor siciliano aparece como por ensalmo hacia mediados de la década de 1960 en el Prado. Es restaurado y comprado, pasó a formar parte desde su llegada al museo de su grupo más selecto de obras. Imprescindible en cualquier libro que analice las principales obras maestras de la pinacoteca madrileña, existen diversos artículos que tratan de ella en detalle. Su origen más probable en España sea la colección que el Cardenal Rodrigo de Castro reunió en el siglo XVI en Monforte de Lemos. Y que debió ser notable y heterodoxa en su composición respecto a los gustos imperantes en España. A ella perteneció la “Adoración de los Magos” de Hugo van der Goes, obra maestra cuya salida del país, exigida por el Kaiser Guillermo II como gesto de buena voluntad de nyuestro país y auspiciada por su pariente el rey Alfonso XIII, supuso uno de los mayores escándalos en cuanto al expolio del patrimonio cultural español. Ni Antonello de Messina ni van der Goes son pintores habituales en las colecciones y pinacotecas españolas. El segundo solo estaba representado por el cuadro malvendido a la Gemäldegalerie de Berlín, de ahí el enorme enfado que suscito, y el enorme suspiro que recordar el hecho provoca en los expertos en pintura actuales.
Visito el Prado desde que soy muy niño. Mi padre me llevaba allí muchos domingos. Eran tiempos en que apenas había colas en las entradas y las salas estaban despejadas de japoneses, y hasta había sitio frente a Las Meninas para contemplar la obra maestra del Arte Occidental. Yo acababa agotado. Me gustaba aquello, pero a mis pies les acababa pasando factura ese interminable deambular por sus larguísimas e innumerables salas. Trataba de convencer a mi padre de que me dejara sentarme en alguno de aquellos poyetes que solía haber en el centro de las salas más espaciosas. Tarea imposible ya que había que seguir, para poder ver más obras. Y era muy mayor ya para que me llevaran en volandas. Heredé de él muchas pasiones. El Real Madrid, los libros, que solíamos ir a comprar a la Cuesta de Moyano. Tenerlos, olerlos, ojearlos, no tanto leerlos, aunque también. Sin embargo, mi pasión por la pintura es bastante tardía. A la clásica pregunta: ¿Qué obra salvaría usted si le advirtiesen que el Prado está en llamas?, yo solía contestar: “Tal vez una cinta magnetofónica de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi que tuviera algún bedel para entretener la guardia”. Mi admiración por la pintura estaba exenta de pasión. Únicamente el “Saturno devorando a sus hijos”, la versión de Goya, me sacaba de aturdimiento. La pintura, como la escultura, es un arte mudo, cuesta encontrar la melodia propia cuando contemplar una obra, escuchar lo que te sugiere. El cine te propone su propia música, que subraya las emociones que suscitan las imñágenes. Fue tras la muerte de mi padre cuando despertó en mí el afán por conocer más, por indigar, por escucharme a mi mismo frente a un cuadro. Dos obras se rescataron de mi sordera, creo yo, una de ellas fue la obra del maestro de Messina. En las obras de Bashevis Singer se narra un proceso en el que creían los judios de centroeurópa a mediados del siglo pasado, la reencarnación en sus parientes más allegados de los difuntos. Es esa idea tan recurrente de que algo de los que se van perdura en nosotros. Lo cierto es que no fue hasta que mi padre murio que me sentí impelido a traspasar nuevamente, en un ciclo casi frenético de al menos una visita semanal, las puertas del Museo del Prado.
La obra refleja al tiempo, al modo que luego lo hiciera Velázquez en su crucifijo, un momento sacro al tiempo que humano. Quien aparece muerto ante nuestros ojos, con ese matiz amarillento en su piel, esa boca entreabierta en la que se adivina el último estertor, es Cristo tras ser crucificado en el Monte del Calvario. Quien le sostiene para no perder la compostura y el decoro ante nosotros es un ángel. Pero también es un niño llorando un ser querido, también es un cadáver que reclama nuestra misericordia. Pintado con una verosimilitud propia de un maestro, asistimos al duelo de la humanidad por aquella terrible pérdida, aunque representados todos nosotros por un ser celestial, aunque también tan niño y, por ello, tan humano. Dan ganas de explicarle que Cristo resucitará pronto, por que su desconsuelo es evidente. Llora inconsolable ante nosotros y sus lágrimas son perpetuas por que el futuro no existe.
Tras las dos figuras se adivina la ciudad de Messina, lugar de nacimiento de Antonello. Se trata de una obra tardía, pintada en su última estancia en la ciudad, la que cerró su ciclo vital. Este dato induce a pensar que su muerte próxima, delatada por su precaria salud, le debió involucrar anímicamente con su obra. A la hora de otorgar la autoría de un cuadro a un autor los problemas suelen producirse cuandos se trata de obras de juventud o muy tardías. En el primer caso suele haber confusiones con sus maestros. Así, la única obra de Bellini que custodiaba El Prado fue reatribuida tras estudios concienzudos a Tizziano, uno de sus discípulos. El museo gano una obra de uno de los grandes maestros de la Historia de la Pintura y perdió la de un maestro, aunque grande, de inferior categoría. Pero claro, la colección de Tizzianos es prolija y se trataba del único Bellini. Mal negocio según algunos. Mejor un gran cuadro de Bellini que uno mediocre de Tizziano.
Con las obras tardías el problema surge cuando son acabadas por sus discípulos por morir el autor principal. Es el caso de la obra que nos ocupa, rematada por el hijo de Antonello, Jacobello, cuyas pinceladas se delatan sobre todo en la falta de profundidad del paisaje posterior y en la rigidez del sudario con el que el niño trata de tapar al Cristo. Tal vez el maestro de Messina se retratara en cierta medida, siendo sostenido en su muerte por su vástago. Las edades no concuerdan, pero es una tesis que merecería ser cierta para darle una mayor carga emotiva a lo que vemos.
Recuerdo haberme emocionado viendo este cuadro y que esa emoción primera predió la mecha de mi penúltima pasión, la pintura. Cierto que había yesca abundante, pero hizo falta ese instante de zozobra ante las lágrimas de un niño que no encuentra lógica en la tragedia que vive en esos instantes. Después llegó el intento de reflexión, el fijarse en los detalles. En esa mano derecha del Cristo, la izquierda para nosotros, que adquiere una postura extraña en aparicencia, pero que es legítima y acorde a la realidad, y que tantas veces me llevó a ensayarla en la sala del Prado dedicada a los maestros italianos del Renacimiento para confirmar su verosimilitud. Somos lo que adquirimos a lo largo de la vida y lo que nos legan nuestros mayores. Don Juan de Austria la locura de sus predecesores. Yo una perplejidad cercana también al desorden de sentimientos a veces, ensimismamiento si se quiere, mientras paseo solo por las salas del lugar más hermoso de La Tierra.
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