Pienso que los tres venenos que nos trae la modernidad son la prisa, la creencia de que es necesario poseer para disfrutar y el culto a lo nuevo, la alegría suicida con la que se desdeña lo antiguo, lo que conocemos, quizá porque creemos que ya es nuestro y queremos pasar de largo, dejarlo a tras, poder caminar con las manos vacías, más ligeros y más rápidos, y así atesorar cuantas más novedades nos sean posibles. Afortunadamente la velocidad, la propiedad y la juventud casan mal con la edad. Llega un día en que te das cuenta que apenas si eres capaz de seguir el ritmo a tus anhelos, que aquello que tienes es solo prestado, estando próximo el vencimiento de la deuda, y que la turgencia de la edad temprana es belleza fugaz que a menudo ya se ha extinguido cuando hemos alcanzado a tocar.
El mayor acierto de la vejez es el retorno a la lentitud. La verdadera sabiduría de las cosas reside en el ritmo no en su significado. Es lo que tuve que aprender cuando comencé a ir al Museo del Prado. Con esfuerzo y disciplina espartana. Hube de comer mucho caldo negro antes de merecer mejores manjares. Porque era incapaz de anclarme ante un cuadro para contemplarlo con sosiego. Siempre miraba de reojo al siguiente, al muro de enfrente, a la sala contigua, al plano que llegaba en la mano y me advertía de cuánto me quedaba aún por contemplar. Creo que fue ante el “Cristo muerto sostenido por un ángel” de Antonello de Messina que me detuve por primera vez en mi loca carrera de autos de choque, rebotando con todo para disfrutar del impacto y del retroceso y su carga de adrenalina. Esa expresión de desamparo y orfandad en la cara del crío que sostiene el cadáver, su lágrimas desconsoladas, merecían una segunda mirada al menos, aunque fuera solo por respeto ante el dolor. A partir de ahí todo fue más fácil. Como no hay mejor profesora que la pérdida fue “El descendimiento” de Rogier van der Weyden el que me permitió perfeccionar al técnica del sosiego. La pérdida de un hijo, me dije -desde la más absoluta ignorancia, porque nunca los he tenido y es bastante probable que nunca vaya a tenerlos nunca-, no hay mayor desencuentro con la vida. He aquí alguien que sufre más que yo y que extrae de ello una enseñanza para que yo la aprenda. Me apliqué como alumno y repase la lección una y otra vez, hasta que un día fui capaz de ver crecer la hierba que el maestro de Tournai pintara a los pies de la cruz con tanto mimo y tanta ciencia. Dicen que el cuadro es, además de todo lo demás, un gran tratado de botánica.
Hoy he amanecido escuchando a Rachmininov. Es tremendo. Tantos años buscando la melodía perfecta y resulta que era este compositor ruso quien había tenido siempre razón. Segundo movimiento de su concierto para piano y orquesta. Adagio sostenuto, Y no tengo perdón de Dios porque hace tiempo que lo conocía. Un día me dejé invadir por la prisa del pop y abandoné la música clásica. Fue en mi adolescencia, para no sentirme raro ante los demás, para serlo un poco menos. Todas esas canciones, no digo que no tuviesen belleza, que no hubiese armonía en sus proporciones, pero se me acababan en seguida. Era una cuestión de ritmo no de significado. Doce minutos y medio dura el movimiento, y lo más sorprendente es lo mucho que te pareces a esas notas. También que la última vez que las escuchara no te conociese. Que ni siquiera supiese que eras posible. Y aquí que las palabras que pronuncia el piano, tan despacito, tan quedo, mientras la orquesta murmura tras él, es a ti solamente a quien dicen. De nuevo la pérdida, el acierto no tener, se convierte en el único antídoto para el veneno. Porque ya no estás y es por eso la melodía te describe con tanto acierto.
Ver desperezarse el día escuchando a Rachmaninov es una buena forma de retomar el rumbo tras superar la tormenta. Ayer fue mi cumpleaños y he aprendido de ello que la pobreza absoluta es no tener a nadie para que te felicite. Te estuve esperando hasta bien entrada la noche y en ningún momento mi esperanza recogió paño. Pero mientras estaba a merced del oleaje aprendí también que no hay mayor riqueza que tener doce minutos y medio para poder derrocharlos escuchando como una orquesta sinfónica pronuncia tu nombre. Despacio, letra a letra, gota a gota bajo el aguacero que amaina mientras el alba despunta -mojar el mar, solo a ti podía ocurrírsele una locura tan cuerda-. Con infinito sosiego, porque es una cuestión de ritmo, no de significado
Rachmaninov. Concierto para piano y orquesta número 2. 2º movimiento. Adagio sostenuto
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