martes, 3 de julio de 2018

El fútbol y sus aledaños (198) - Paleta de colores



Paleta de colores
(España 1 - Marruecos 1; Mundial de Russia 2018; Fase de grupos)

Aunque no pocas veces la ignorancia es preferible al conocimiento, he de reconocer que sin música el mundo se me hace ilegible. Sin ella ni siquiera soy capaz de explicármelo desde una perspectiva científica, con ejes cartesianos que reduzcan lo complejo a una simple acumulación de datos sin conexión entre ellos, salvo su posición relativa respecto al origen de coordenadas. Es fácil advertir la influencia de la música en nuestras sensaciones y emociones. Sin banda sonora, sin Richard Strauss, un mono triturando cráneos con un fémur no es más que un primate aliviando la rabia provocada por el hambre, pero con “Also Sprach Zarathustra” sonando de fondo sintetiza varios milenios de avances de la cultura humana, cuyo primer paso fue, ya lo sabemos, la aceptación de la necesidad del asesinato como motor del progreso. El poder de la música para hacernos creer que el mundo tiene sentido es espectacular. Eso creo. Así lo juzgo, que sólo es espectáculo. Porque lo que hace la música en realidad no es descifrar el mundo sino sustituir su mensaje por emociones puras, más convincentes que los argumentos, porque encajan mejor en el vacío que han creado en nosotros tantas ausencias. Emociones que pueden o no estar inscritas en alguna de las capas del inabarcable palimpsesto que contemplan nuestros ojos, porque la música puede ser traducción de la realidad, pero también simulacro. Pero, ¿cómo se verbaliza la música, cómo se transcribe a palabras? Trataba de sortear este obstáculo para poder escribir la crónica del partido, que ya había programado titular “Aula de música”, y fui incapaz de pasar de la tercera línea.

El día anterior, la jornada de autos por la mañana, me dedicada a entretener la espera del siempre difícil lunes, más aun con un partido cerrando la agenda, divagando en Twitter. Divagar es el alias que aparece primero en la lista de mi ficha policial. Y lo hacía, divagar, me refiero, para espanto de followers y extraños sobre el rojo, el color distintivo de la selección, que ha acabado por bautizarla. En femenino, en concordancia con los tiempos. Había decidido recorrer esa senda provisto de los suficientes tópicos como para poder llegar hasta la orilla de las ocho de la tarde sin tener siquiera que forzar la brazada. Y sin querer había dado con el leivmotiv del partido. No se trataba de una melodía manipuladora sino de la tonalidad de un pigmento, concretamente del gris. Y yo empeñado durante horas, que hasta mis mejores aciertos los trufo de errores, de hablar del rojo. Como perseverar en el extravío, por vete a saber qué lealtad mal entendida, cuando comienza a disiparse la niebla. Comencé hablando de los frutos del madroño después de introducir la cuestión a través de las banderas nacionales. El rojo predomina en tres de las selecciones del grupo que nos ha tocado en el mundial: la nuestra, la del que queda a nuestra izquierda en el mapa, hermano siamés que convivió con nosotros en el útero materno de la historia y ahora comporte órganos vitales fisiográficos, y la del que nos aupa sobre sus hombros cual Atlas castigado por haberse rebelado contra los dioses. Y aún está presente en el cuarto. Y ¿por qué el madroño? Elemental: porque sus frutos son rojos y porque las plantas se comunican con los animales que le son vitales para su subsistencia principalmente a través de los colores. Amarillos y azules para atraer a los insectos libadores y polinizadores. Rojos y naranjas para incitar a la ingesta de frutos a los pájaros glotones y cagadores. El ave ingiere la baya y esparce la semilla allí donde defeca lo que su aparato digestivo rechaza. Hasta Linneo me cupo en el preámbulo de mi divagación, y su conocida anécdota sobre el escaso aprecio que le tenía a los frutos del madroño, que pudo probar en España: “Hay que comer uno. Pero uno solo, por aquello de que hay que probarlo todo”. Algo así dejó escrito en sus diarios y puso e a la nueva planta por nombre para clasificarla: Arbutus unedo. Argumentaba el lunes en Twitter que a pesar de ser el madroño una seña de identidad en el escudo de la capital mundial del fútbol, muy probablemente lo es por error, por así decir, como resultado de la divagación de los acontecimientos. Osos hubo por estos pagos, y parece ser que no pocos. Los visualizamos fácilmente en la imaginación si pensamos en las pinares y rebollares de la sierra de Guadarrama. Pero también debieron ser abundantes en las arboledas de la llanura manchega. Dicen que Tomelloso, en plena y desarbolada Cuenca, debe su nombre a los osos que habitaban sus bosques antes de que el hombre sustituyera árboles por cultivos. Pero los madroños por Madrid escaseaban. Hoy día la jardinería los ha convertido en ubicuos. Se trata de una planta poco acomodada al frío y a las heladas que aquí se suceden de forma reiterada en lo más crudo del crudo invierno. Lo que probablemente ramonee el oso del escudo, de ser un árbol con especie concreta, sea una encina. Se alza sobre sus cuartos traseros en el emblema municipal para señalar la pertenencia del vuelo de los montes, osea, de los árboles con sus frutos y su leña, al consistorio. Para la iglesia quedó el suelo, es decir, los pastos, cuando hubo de dirimirse el contencioso entre ambos poderes por el aprovechamiento compartido del ámbito forestal. El caso es que en algún momento de la historia de la heráldica a un artista le pudo su afán decorativo y quiso poner una nota de rojo en el emblema. Los frutos rojos descartaron automáticamente a las encinas, las sospechosas más convincentes. También a sus parientes cercanos los robles. No a los tejos, pero no queremos a un oso alimentándose de ellos pues no hay planta más venenosa que esta, y por eso se suele plantar en los cementerios. Los madroños presentaron sus credenciales, y todo porque un artista anónimo quiso comunicarse con su público, osea nosotros, como si le hablara a los pájaros. Digo esto y entonces caigo en que solo hemos vestido de rojo ante Marruecos y quizá sea por eso que nos pudo el vértigo de saber volar de repente. No estaba España preparada para abismarse en el cielo abierto tras dos partidos de habitar la jaula de la inercia que ha provocado la ausencia de Lopetegui. España vive de los hábitos adquiridos, no de ideas propias, es decir, de las ideas del entrenador interino. España picotea el fruto del fútbol y luego vuela, generalmente con las alas de Isco, y luego defeca donde se posa, generalmente fuera del terreno de juego, y de sus deyecciones, puede que sí, puede que no, es posible que surja una arboleda. La remontada contra Portugal, la robustez de los goles, su recio fuste futbolístico, no nos dejó ver el bosque. La identidad de los personajes del escudo sigue siendo un misterio. Aún no hemos dado con un once, abocados a tener que conjeturar a quien hubiera alineado Julen y a quien no. Ni Iniesta es ya ese roble blanco que crecía en nuestro medio campo ni Silva la encina que esparcía su fruto en los claros de la fronda. Y de De Gea ni hablemos, que su presencia en la portería parece tan impropia como la de un cactus en una piscina. Solo el juego de Isco vegeta razonablemente a pesar de su escasa adaptación al clima imperante y ofrece notas de genuino rojo en el paisaje.

Pero, ¿por qué el rojo? ¿Por qué lo vestimos cuando competimos? A esa pregunta quise dar una respuesta el lunes. Una respuesta tan sorprendente como cierta: El color rojo ha sido un monopolio español durante buena parte de la historia de Occidente. El púrpura era el color que simbolizaba la excelencia, lo principesco, en el mundo clásico. Vestir la púrpura estaba reservado a los personajes egregios. También a la gente pudiente, porque teñir de púrpura los ropajes era sumamente caro. El único tinte conocido provenía del confín de occidente, de Hispania. Se fabricaba con la cochinilla que vivía sobre un modesto arbusto de aquestas tierras, la coscoja (Quercus coccifera), mira por donde, pariente cercana también de la encina. Nos cuenta Plinio en su “Historia Natural” que las tribus celtíberas pagaban su tributo a Roma con la grana, esto es, con las agallas de la hembra del insecto, que es de la que se extrae el tinte. En tiempos de los Reyes Católicos la cochinilla de la coscoja aún seguía siendo un bien estratégico de primer orden y por ello legislaron para lograr su protección. Fue precisamente la empresa promovida por estos monarcas, la empresa americana, la que acabó con la hegemonía de la cochinilla de la coscoja en el universo de los carmesíes (carmesí deriva de la palabra árabe quermezí, a su vez derivada de la palabra griega kermes, cochinilla), los púrpuras y los magentas. Otra cochinilla venida del nuevo continente, la de la chumbera (Opuntia ficus-indica), vino a sustituirla en la cima de la pirámide de la paleta de colores. Pero España siguió conservando el monopolio del color, que es lo que importa. En los cargos de los galeones de la ruta atlántica era casi más importante el tinte rojo logrado a partir de la cochinilla americana que la plata extraída del cerro del Potosí. Su alteración estaba pena con la pena capital, también su sustracción.

Un retrato en rojo para un cuadro inolvidable”, dijo Joshua Reynolds, el pintor británico, del retrato del papa que pintara Velázquez durante su segundo viaje a Italia. Permitir que retratara a su santidad su principal pintor, enviarle de embajador honorario a la Santa Sede, fue una de los muchos presentes que Felipe IV hiciera a Inocencio X como contraprestación a los muchos favores concedidos a la corona. Uno de ellos hacerse el longuis ante el escándalo ocasionado por las partidas de caza amorosa en el convento de san Plácido organizadas por el Conde Duque para distracción del rey. Cuando a las novicias y hermanas que fueron testigos de los hechos les preguntaron si alguien había frecuentado de madrugada el interior del convento, más de una habló de la presencia del maligno, de un diablo bermejo. Así nos lo hace saber Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos españoles”. Y es curioso, porque Felipe IV era más bien pelirrojo en su juventud. Luego, con los años, se le fue apagando en fuego en el alma y en el cabello. Pienso que quizá Velázquez puso toda ese rojo en su cuadro porque el papa era bastante hispanófilo, un hincha de La Roja diríamos en estos tiempos. “Tropo vero”, exclamo el papa de la familia Pamphili cuando vio su efigie. Demasiado veraz. Ese rostro dejaba traslucir todo los pecados que portaba aquella alma oscura. Sin embargo, parece ser que no le disgusto la honestidad del sevillano, al que permitió retratara a todo su séquito, incluyendo a su mamma, que por lo visto era quien partía y repartía el bacalao entre la curia romana, y le concedió visado para recorrer la ciudad eterna a su libre albedrío. Yo no soy tan valiente ni sincero como el maestro y me voy a abstener de retratar el partido de España.

Recuerdo cuando surgió la controversia sobre que nación merecía ser tildada como La Roja. Fue en las postrimerías del Mundial de Méjico. Dinamarca era la Dinamita Roja. No solo color sino adjetivado. La disputa se dirimió en el estadio de Querétaro y fue Butragueño quien dictó sentencia. La venda ensangrentada en la frente de Camacho hizo de testigo de la defensa española. Si el uso no otorga a España el derecho a la posesión del nombre, ya que nunca se había empleado hasta que pronunciar la palabra España se convirtió en algo de mal tono, curiosamente si lo hace la historia de la cromática. Antes de que hubiera uniformes militares los soldados de un mismo bando se reconocían en el campo de batalla por algún elemento de su indumentaria de un determinado color (una pluma en el sombrero, una banda sobre el pecho, un jubón, unos guantes). En el caso de los ejércitos de su alteza real Carlos I de Habsburgo ese color era el rojo. Así que es justo que los jugadores de la selección se reconozcan por sus zamarras coloradas en medio de la refriega. Mejor sin el morado republicano, que entonces dejan de ser un ejército destinado a la hazaña y la gloria. Cien años después de Mühlberg los integrantes del tercio de Idiáquez se identificaban entre sí en la cima de la colina de Albuch, en mitad del tumulto causado por la carga de los suecos, por algún distintivo rojo. Por cierto, que la tarea del descabello, de finiquitar el ejército del rey Gustavo II Adolfo de Suecia, invencible hasta que se toparon con Los Tercios en Nördlingen, corrió a cargo de la caballería croata. ¡Ese Lukita Modric!

Que tiempos estos en que la gloria, o por lo menos la supervivencia, no se logra en el campo de batalla sino en el VAR. El gol de Iago Aspas, maravilloso por su trascendencia, su magistral ejecución y por su estética, más que un brindis con cerveza de barril, aunque sea de Mahou, merece un brindis con Champagne Möet & Chandon. Aunque bien recibida es esa caña tirada por los árbitros auxiliares y con gusto nos la hemos bebido de un solo trago. Que hacía mucho calor y teníamos el gaznate polvoriento. Y, así, con el vaso alzado en lo alto, llego al final de estas líneas sin haber tenido que demorarme ni un segundo en el bochornoso fútbol ofrecido por España ni en el sonrojante discurrir de los acontecimientos sobre el césped. Quien quiera que se pida un bitter Cinzano, un licor de cerezas o un Bloody Mary, que hay barra libre.



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