domingo, 27 de diciembre de 2015

Album de fotos (29)



17 de diciembre de 2015
Un mito fundacional de la familia Muñoz Aycuens (la de mi abuelo paterno)
(Mi particular regalo de Navidad para Evangeline Lily)

Aun he estado por no salir a la calle. Es viernes y me da pereza estar dos horas deambulando fuera. Cuando empezaba a hacerse tarde me he decidido en un último cambio de aprecer, contraviniendo lo que ya parecía una renuncia en firme a dar mi diario pseo. Me he dicho: "No lo compliques, acércate hasta Rubén Darío y fotografía cosas que no hayas podido incluir todavía en el album. De paso, ordena ideas para poder cumplir lo prometido  a Evangeline". Así que, a petición de mi amiga, que me lo solicitó el otro día, relataré cierta historia mientras camino por Chamberí. Precisamente mi abuelo vivía en ese barrio, en un cuartel que aun existe en la calle Modesto Lafuente. Mientras ando en dirección sur medito las frases de mi historia. Ensayo primeras frases que capten la atención del lector. Escribir mentalmente es algo que hago a menudo. Pienso en un inetrlocutor, que tiene siempre la deferencia y la cortesía de cederme enteramente la palabra y despliego mi discurso. Allá vamos, Evangeline. Esta es una historia que alguna vez oí contar a mi padre en reuniones familiares, como las de estas fechas que se aproximan. Nunca presté mucha atención, lo reconozco con pena y cierta vergüenza. Cuando eres un niño no eres coscinente de que las cosas tienden a desaparecer, a desvanecerse en el olvido, que su existencia es frágil. Más aun si se trata de cosas intangibles, como lo es un relato, el recuerdo de algo que ha sucedido en un pasado que empieza a ser algo remoto. Mi abuelo, que ya no vivía cuando mi padre le recordaba con esta anécdota, era militar de carrera, como lo había sido su padre. Entre los dos debieron participar en casi todas las guerras del siglo XX y finales del XIX, incluídas buena parte de las innumerables escaramuzas, muchas de ellas aciagas para nuestras tropas, que sucedieron en territorio norteafricano. En el salón de mi casa hay una fotografía en blanco y negro, en tonos sepias, un tanto oscurecida por el paso de los años, en la que se les puede ver a los dos vestidos con uniforme de gala: Mi bisabuelo, un oficial con tres estrellas de seis puntas en el uniforme, que indican su graduación como capitán entonces, ignoro si llegó a más en el escalafón, con barba y bigotes y aspecto de no cecesitar elevar la voz para que se le escuche y se acate su parecer. parec el típico espadón decimonónico. Mi abuelo, por su parte, es un imberbe muchacho que intenat adoptar una posición marcial sin lograrlo del todo, al que nadie echaría más de deiciseis años, con un uniforme que aprece de cadete, muy parecido al que yo lucí en mi jura de bandera en al infantería de marina. Lleva el pelo cortado al dos, o quizá al uno, como si el campamente de instrucción fuera algo reciente. Que la fotografía que hay justo a su lado sea la de mi abuelo, con un enorme parecido a como era su padre en la otra, luciendo uniforme de general con la banda en el abdomen, junto a mi padre, que no viste de uniforme sino que lleva una toga y un birrete de día de su graduación, dice mucho sobre el devenir del tiempo y la transformación de España en apenas dos generaciones. Supongo que mi abuelo habría dado por buena la lección que yo extraigo de la visión conjunta de ambas imágenes: Que el estuvo con gusto en cuatro guerras para que la generación de mi padre pudiera rebelarse contra lo que consideraba injusto y trajera la democracia. Uno de los primeros focos de insurrección efectivos contra la dictadura se originó precisamente en la facultad de derecho de Madrid en los días que mi padre cursaba la carrera. La adscripción política de mi padre tengo entendido que no benefició en mucho a mi abuelo, pero no tengo noticia de que jamás le cortó las alas a la hora de expresar en privado sus ideas y de desarriollarlas de puertas para afuera. Supongo que militar en el partido monárquico era lo rzonable para alguien educado en los ya entonces caducos valores de la leltad, al decncia y el amor a la patria. Sin embargo, en aquellso tiempos nadie más que ellos, los monárquicos apostaban por la democracia. Cuántas veces no habré oido a mi padre decir: "Hay que ver loq ue se rieron de nosotros entonces, y mira, al final acabaron todos subido al carro de la monarquía parlamentaria como si la idea hubiera sido de ellos. Cuando yo era niño era difícil no ser franquista a tenor de lo que podía leerse en los libros de texto, que las dos grandes gestas de la historia de España eran la del Cid Campeador, dentro del marco de gloriosa Reconquista, y la del Caudillo, dentro del marco de la cruzada patriótica. Franco era casi un héroe Márvel y podría haber limitado en Los Vengadores si estos hubieran sido anticomunistas. Por eso me chocaba tanto en los tiempos en que aun no era capaz de discernir demasiado los porqués de las cosas que mis padres criticaran abiertamente, cuando no ridiculizaran sin más, a su excelencia el generalísimo. Siempre que se veía en la tele al anciano pescando carpas enormes en una poza en un  río de Galicia mi padre exclamaba: "pero si son de pisfactoría. Las tienen sin comer durante días para que le piquen en el anzuelo en cuanto el lanza el sedal". Yo no podía entender que mi héroe fuera objeto de mofa.

Mientras recuerdo las escenas de pesca flucial de la telecivión de entonces, de tiguroso blanco y negro, y con solo un canal y medio para emisiones, llegó a la intersección de Zurbano con la calle  Eduardo Dato. Hay ahí un edificio que me gusta mucho y que he tenido que marginar en las hojas del album cada vez que lo he fotografiado. Cuando se acometieron hace unos años los trabajos de rehabilitación de la sede principal del Defensor del Pueblo, en el palacio de Bermejillo, se habilitó una sede temporal en el edificio de esta esquina para que el organismo no tuviera que paralizar su actividad. Su estilo es parecido y debe ser de época parecida. Cuando las obras acabaron, Enrique Múgica, el titular del puesto entonces, decidió no renunciar a ninguna de las sedes, puesto que el volumen de trabajo al que tenía que hacer frente la oficina que dirigía era cada vez más abultado. Mal gusto a la hora de elegir casa no tiene. La sede principal es uno de los ediificios más hermosos de Madrid, y este adicional, sin ser tan espectacular, tampoco le anda mucho a la zaga, al menos a ojos de un analfabeto en cuestiones arquitectónicas como soy yo. me chifla ese tonio marfil de la fachada a la luz que declina por oriente.

Hace un tiempo le pedí a mi hermano, que siempre fue un oyente más disciplinado que yo de todo lo que decía mi padre, que me contara la anécdota del abuelo. Cuando éramos niños su idolatría hacia mi padre, sus ganas de emularle en lo que podía, era a veces llamativa -Como cuando calcaba lo que mi padre pedís cuando íbamos a comer a un restaurante. A mi de la tortilla de patatas o del filete a la milanesa no había quien me sacara-. Iba a decir enfermiza, pero creo que sería injusto. Si no fuera por su pasión por su palabra de mi padre no podría narrar esta historia, que ahora sé de su boca. Me narró la que yo quería oir y algún otro sucedido más. Como la vez que mi abuela se dio cuenta que le faltaban dos de sus hijos que había visto un rato antes jugando en el patio, y tras buscarlos desesperada por todo el barrio los encontró en un camión de un convoy militar encargado de recoger niños para destinarlos a Rusia. Los famosos niños de la guerra. Mi abuela, vaya usted a saber cómo, supo conmover y convencer al miliciano encargado de tan preciado cargamento para que le devolviera sus hijos, aduciendo que se trataba de todo lo que tenía en el mundo. Eran mi tío Luis y mi padre, entonces el pequeño de los tres hermanos. Años después nacería mi tía Soledad. Según esto, yo podría, por ejemplo, perfectamente haberme llamado Vladimir y vivir en Ucrania. O más probablemente, me podría haber desvanecido en el limbo de lo nunca sucedido tal como iban desapareciendo uno a uno los hermanos de Michael J. Fox en la fotografía de su cartera en la última escena de "Regreso al futuro", a medida que iba quedando claro que no iba a ser capaz de lograr que sucediera lo que era imprescindible: que sus padres se convirtieran en pareja. Los míos podrían no haberse conocido nunca. Siento un escalofrío al pensarlo.

Mi abuelo estudió en la academia de artillería de Toledo. Allí coincidió con el pescador de carpas, con Franco. Pero hablamos de un tipo que probablemente no andaba muy interesado en política. De código ético sencillo, elemental incluso, típico de un militar, pero que tenía la fuerza de voluntad de aplicarlo. eso es lo complicado. Tener creencias y principios es fácil, lo arduo es estar a su altura. Mi abuelo siempre tuvo un exagerado sentido de la justicia y del honor, imagino que desde su particular óptica, discutible para algunos, muy en la línea de la de Calderón o Lope. "Haz lo que debas", que diría un personaje de la películas de Spike Lee. Siempre he pensado que no es tanto estar en lo correcto, tener razón, como tener el corage de tratar de corregir las situaciones que parecen injustas a nuestros ojos. Contaba mi padre, esa historia si la recuerdo, que después de ver en Marruecos sacrificar a cientos de corderos era incapaz de comer su carne, que siempre la rehusaba cuando la veía en su plato. ¿Se anticipó a la ideas de los animalistas de hoy en día? Tal vez. Era hombre poco dado al ruido y a la violencia, bastante callado, quizá porque había estado en las suficientes guerrascomo para preferir otros métodos para relacionarse con su prójimo que los gritos o la barbarie. Aunque era estricto e incluso aplicaba castigos físicos a sus hijos, era sumamente cuidadoso a la hora de meditar el decidir aplicarlos. Importa sobre todo que quien es castigado sepa apreciar que hay justicia en ello, sino el catigo se convierte en mera venganza. En cierta ocasión que vio a uno de sus hijos, mi padre, de parranda con unos amigos por la calle en tiempo de exámenes -mi padre era muy bebedor y bastante jaranero en aquellos tiempos en que vivía en un acuartelamiento en Jerez-, nada le dijo entonces para no avergonzarlo delante de sus compañeos, pero al verlo ya de vuelta en casa su parecer sobre el incidente quedó meridianamente claro.



Mi segunda parada es para fotografiar un edificio que me me parece de una enorme elegancia y que me parace prototípico del barrio de Chamberí. No es un palacio sino una casa de viviendas. Desconozco si su arquitecto es ilustre o si fue residencia de lguien de postín, pero cada vez que paso a su lado lo capto con la cámara. Ayer mismo estuvo a punto de salir en la hoja del album, pero restringir a tres el número de imágenes permitidas por día es de una cicatería extraordinaria. Vale que las regla las he puesto yo, pero no por eso la voy a acatar sin expresar mi descontento. Se trata de la casa del número 36 de la calle Zurbano. Siempre hay gente en la puerta para proporcionarme la referencia perfecta en cuanto a dimensiones. Además de estilo hay disciplina. Ayer alguien entraba con una carretilla de obra cargada de herramientas y materiales. Estarán de reformas en algún piso. Si me ubico en la esquina contraria del cruce y pongo la cámara en vertical el edificio sale en su totalidad dentro de la imagen. Odio que haya cosas que no quepan en el encuadre. Es una de mis manías como fotógrafo. Las ramas verde-amarillentas de las dos acacias de la acera le dan una aspecto a la fachada de tener dibujado sobre su piel un tatoo.

La historia que quiero relatar a mi amiga tuvo lugar antes de estar casado, incluso antes de conocer a mi abuela en un destino que le llevó a Badajoz, de donde ella era. Ocurrió en algún lugar de Marruecos que mi hermano no me supo precisar. Tampoco la fecha exacta o aproximada, ni el rango que entonces ostentaba mi abuelo, ni la unidad en la que estaba encuadrado. Parecen muchas imprecisiones pero la historia que pretende ser cierta. En el peor de los casos es al menos sincera, no hay intención de engañar en ella. Una noche de tantas el acuartelamiento donde estaba destinado mi abuelo fue atacado por los rifeños, con tan mala fortuna que el primer oficial del puesto estaba ausente. Era corriente en él. Militar arrojado y fiero, gustaba de compensar sus esfuerzos en batalla apurando al máximo los momentos de asueto. Como Nelson o De Lezo le faltaba a aquel oficial un ojo y una mano como consecuencia de los gajes del oficio. Mujeriego y legendario bebedor, solía ingirir alcohol hasta caer redondo cuando pelear en una barra d bar se trataba. Aquella noche no tenía que estar ausente del cuartel, pero le pudo más las ansias de aventura femenina que el deber. Así que la dafensa de la posición recayó sobre su joven segundo, que no era otro que mi abuelo. A duras penas y con serias bajas pudieron repeler los españoles el ataque, salvando el puesto y la bandera de la unidad. Al día siguiente el problema era que dicidir sobre el ausente. Solo había dos soluciones, ninguna más: O se le fusilaba en el acto o se le condecoraba, y los que tenían que decidir sobre aquello acabaron concediéndole la Laureada de San Fernando, la máxima condecoración del ejército español, según tengo entendido. El fiero soldado llegó a atesorar hsta 5 de esas ansiadas condecoraciones, espero que alguna de las otras cuatro con mayor motivo que atreverse a realizar un ataque frontal en los burdeles. La unidad que mandaba también fur distinguida a título colectivo. Solo mi abuelo se quedó sin premio. Contaba mi padre que su indignación era palpable. Obligado a callar por no delatar a su superior solicitó traslado y se le debió conceder para no enquistar el problema. De vuelta a su tienda pidió a su ayudante que pusiese en un sombrero todos los posibles destinos escritos en papeletas dobladas. Al desplegar la elegida resultó er Extremdura y lo demás, como se suele decir, es historia, en este caso familar.

Mi tercera y última parada es en la calle Almagro. Se trata de la conocida como Casa Garay, por su primer propietario, Antonio Garay Vitorica, un potentado vasco que vino a Madrid a sacarle partido a su fortuna. Llegó a diputado de la Cortes por la circunscripción de Cáceres, en donde era un todo un terrateniente. Bien relacionado con la aristocracia y al gente bien de Madrid, incluso con su majetad Alfonso XIII, en 1914 decidió asentar sus reales en la capital, para lo que encargó al arquitecto bilbaíno Manuel María Smith e Ibarra (parece la típica conjunción para poder unir dos apellidos en uno y así lucirlos) la construcción de una casa-palacio en las inmediaciones de La Castellana, cerca de su ribera, aunque no en primera línea de playa. El rsulatado fue este belló caserón de estilo regionalista, con detalles neo-platerescos del que he sacado un par de docenas de fotos, entre las que he escogido con sumo dolor tan solo un para el album. La perpectiva desde la esquina es la que mejor resalta el torreón, auqnue de pierden los magníficos detalles de la entrda principal, que estaá situada en el extremo de la izquierda del inmueble. Nuevamente se trata de un edificio que luce tupé, esto es, veleta en su techumbre. El edificio fue adquirido en 1970 por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos para sus oficinas y la sede central de su banco. Como alguna vez cobré mientras era autónomo algún cheque de Caja Caminos lo llegué a conocer por dentro y su sabor por dentro tiene el mismo regusto elegante y antiguo que por fuera.

Un día mi padre me contó a pregunta directa mía cosas de mi abuelo. Me explicó que había sido instado a presidir uno de los tribunales que juzgaba a los prisioneros de la Guerra Civil recién acabada ésta y que rehusó hacerlo. Recuerdo ya muy de mayor como le afeitaba mi padre y como mi abuelo permanecía muy quieto y callado mientras lo hacía. Mi padre siempre le hablaba de usted como en las películas de John Ford ambientadas en Irlanda. Esa lejanía en el lenguaje mientras le hablaba para distraerle al tiempo que la íntima cercanía al pasar la navaja por su cuello era un mestizaje fascinante. En algo si que los dos estaban próximos, su pasión por el tabaco, que tanto amargara a ambos su últimos años. La bombona de oxígeno permanentemente en la cabecera de la cama en los últimos días de mi abuelo, la tos recurrente de mi padre y su pánico a los inviernos. Yo no he fumado un cigarrillo en mi vida. También en la firmea de carácter para estar a la altura de sus propias espetativas. A veces tengo la sensación de haber aprendido haber aprendido de ellos lo accesorio y haber pasado por alto lo importante. No me hice ninguna foto junto a mi padre el día que me concedieron el título de ingeniero de montes. Soy el eslabón que trunca la cadena. 90 minutos hablándole a Evangeline. Espero que le haya gustado la historia.

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