lunes, 21 de diciembre de 2015
Album de fotos (26)
15 de diciembre de 2015
Me dirijo otra vez a la Escuela de Ingenieros de Montes. He salido temprano para tener tiempo para curiosear una vez llegue. Me seduce también la idea de acercarme a la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones, donde estuve estudiando un año. Aquel curso no logré aprobar nada, condición sine quanon para poder continuar en los primeros cursos de las carreras de ingeniería y en el deshucio acabé aterrizando de rebote en Montes. Aquel primer año de universidad viví completamente aislado de mi prójimo, como un autista. Apenas era capaz de interactuar con mis compañeros de clase, pedir unos apuntes, plantear uan duda al profesorado en las tutorías, estudiar para un examen. Era un compelto zombi social. Solo me juntaba con los marginales como yo. Mi compañero de prácticas de laboratorio resultó ser un proetarra y ni siquiera me sentí con fuerzas para rebatir sus falaces argumentos. También es verdad que en aquellos tiempos el terrorismo gozaba de cierto prestigio político en la izquierda más militante. De sus labios oi por primera vez el término "La basca" como sinónimo de "la peña", y reconozco que durante mucho tiempo lo usaba como gentilicio. Anda que nio era pánfilo y bisoño en aquella época.
Creo que fue en mi segundo año en Montes cuando conocí a Susana, la mujer desmayada. Un día tuvo una lipotimia en plena clase de Álgebra con el profesor Aranguren, el celebérrimo Cerillo, y ya se le quedó para siempre el sanbenitode ser una mujer necesitada de protección y cuidados. A ello nos dedicábamos Enrique y yo a tiempo completo. Los tres formábamos un trío inseparable. Donde estaba uno podía encontrarse a los otros dos. Como si fuera una cría diez años, ambos la incitábamos constantemente a alimentarse más cuando nos tocaba quedarnos todo el día en la escuela y debíamos usar el comedor de alumnos. Ella apenas probaba bocado. Por la mañanas traía de casa un sanwich de queso Filadelfia envuelto en papel de aluminio, que desenvolvía antes de entrar en la primera clase, la de las ocho y media de la mañana, y que devorábamos por turnos en un pasillo apoyados en una ventana. Nos lo íbamos pasando en corrillo como quien se fuma un porro en grupo con los colegas. Con ese ritual conseguíamos que la niña al menos ingiriera un tercio de su desayuno. Su madre rellenaba el sandwich con doble capa de queso y lo hacía con rebanada grande sabedora de que era para compartir. Estaba delgada y pálida y tenía problemas de tensión. Las pulsaciones las tenía siempre por los suelos. Dos veces en cada jornada, al menos, subíamos al bar de la escuela, que estaba entonces en el tercer piso, para que se tomara una menta poleo. También bebía agua constantemente, que hace aumentar la presión tónica en el cuerpo por lo visto. Con los meses empecé a intuir que había una razón oculta en su falta de energía. Era un misterio impenetrable. Arrastraba cierta tristeza congénita dentro de su alegría natural, como una segunda capa de una cebolla, que lo ensombrecía todo. Nunca nadie antes o después de ella me ha inspirado tanta ternura. Para mí el sentimiento supremo. Cada vez que nos cruzábamos con el profesor Cerillo éste se interesaba por su salud, le cogía al mano y le hacía saber que estaba a su disposición, como un galante caballero de otra época. Creo que el pobre estaba tan enamorado de ella como yo, como creo que lo estaba Enrique. Nos dieron un trabajo en el laboratorio de anatomía vegetal y los tres nos pasábamos las horas muertas preparando muestras para el microscopio de tejidos de acículas de pino para una investigación sobre genética. Estudiar lo justo y hacer novillos con cualquier excusa. ¿Cuántas horas habremos pasado los tres en pandilla en cada uno de los rincones secretos del arboreto de la escuela?
Cuando llegó a la escuela pore la entrada trasera me dirijo directamente hacia el círculo de cipreses del otro extremo del recinto, por las sendas que han habilitado desde que no voy por alli. Cuando llego a la madroñera mi cabeza se llena de recuerdos. Por estas mismas fechas íbamos allí a buscar frutos de madroño. Este arbolillo, más bien arbusto por su porte ramificado desde la base y su escaso tamaño, florece a principios del invierno, justo ahora, y empieza a dar frutos en poco tiempos. Según nos contó el profesor de La Torre, el catedrático de Botánica, Linneo le dio su nombre científico (Arbutus unedo), porque uno y solo uno era la cantidad de frutos que aconsejaba que se ingiriera. Uno para catarlo, porque hay que probarlo todo esta vida, y ninguno más porque no merece la pena. La leyenda dice que cuando el fruto madura en la rama fermenta un tanto y puede provocar cierta borrachera si se ingiere en exceso. Enrique, que era el más aventurero de los tres, acabó "pedo" cierta vez que se dio un atracón, como si fuera el oso del escudo de Madrid. Un cierto aire se daba porque era muy corpulento. Tenía pecho de haltera. La madroñera de la escuela fue durante mucho tiempo, hasta que empezó a usarse la especie de forma habital en loa años 80s y 90s para las plantaciones en parques y jardines de la ciudad, el único lugar en Madrid donde podía contemplarse el árbol que luce en su escudo municipal.
Los madroños están cuajaos de flores. Hay un único fruto en toda la fronda, de un rojo casi cereza. Encuadro el que me parece más hermoso de todos desde un extremo del rodal y las ramas se diría que encanecen por el juego de la luz filtrándose entre las hojas. Después me dirijo a la salida del recinto de la escuela. Pensar en Susana me ha puesto mohino. Deambulo cerca de la Escuela de Ingenieros Forestales, la titulación técnica de Montes. Ahí acabaron muchos de mis compañeros, frustrados por no verse capaces de avanzar en los estudios. había gente que tardaba 4 ó 5 años en superar lso dos primeros cursos. Como Montes está en lo alto de un cerro y Forestales al pie del mismo, el símil hidrológico estaba servido: Acabar estudiando en Forestales era deslizarse ladera abajo arrastrado por la escorrentía. Alguno conocí que empezaba a quedarse calvo arriba y abajo recuepró al melena. Vivíamos en un permanente estrés y frustración. Por qué aguante tanbto allí. Yo reo que porque no me quiero nada en absoluto. De camino a la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones descubro que han edificado una nueva facultad entre la mía y la de Biología. Se trata de Químicas. Cuando estoy a la altura de la Facultad de Ciencias Exactas me pesa retroceder en el tiempo y me desvío hacia la Agencia de Meteorología. Es una huída. Trato de buscar la ruta más corta hacia el barrio de Chamberí. De repente estoy en plena estampida. Pero me sale mal. Estoy repitiendo el paseo que hice con Susana el último día que hablé con ella hace dos décadas y media. Salgo escopetado hacia la zona de los colegios mayores en cuanto puedo por que encuentro una ruta. Tanta gente que se ha quedado atrás porque la he relegado al olvido. O no. Ojalá el olvido fuera posible.
Me refugio en la fotografía. Abandono la ciudad universitaria por Almirante Francisco Moreno, la continuación de la Avenida de Pablo Iglesias. Esta calle bordea un parque que solía atravesar cada vez que iba a la facultad a pie. Hoy su aspecto es esplendoroso. Los pinos piñoneros lucen sus copas verdes, como los corresponde, aunque estemos en pleno invierno, para eso son coníferas de hoja perenne. Es un verde del mismo tono que el del céped que asoma entre la hojarasca. Los plátanos de la acera alfombran el suelo con sus hojas color arcilla, que casa con el rojo salmón de la corteza de los pinos. Parece algo premeditado esta distribución cromática, como si un diseñador de interiores hubiera sido el encargado de ajardinar la zona. Más adelante, en la ruta de regreso a csa, en la calle Leñeros un edificio con forma de cuña me sorprende. La acera tiene aspecto de quilla de barco y en el paramento extrior de la terraza hay colgado un timón, como si la casa fuese el puente de mando de una velero. Hay incluso una ventana debajo con forma de ojo de buey. La acacia que se arquea justo al lado parece un mástil con su vela amarilla ondeando al viento.
Entro a comprar berenjenas en un supermercado de barrio. ¿Lo he dicho ya?, me encanta el sabor a pueblo que tiene el barrio Tetuán. Mañana me toca hacer la comida. Pienso rellenarlas con un remanente de carne picada que hay en el congelador. Hacer de ama de casa me reconforta y me anticipa la sensación de alivioque representa volver a casa. 115 minutos de paseo, pero apenas he aguantado veinte en el recinto de la escuela. De intentar entrar en el edificio ni hablemos.
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