lunes, 21 de diciembre de 2015
Album de fotos (27)
16 de diciembre de 2015
Hoy no me apetece salir a la calle. A duras penas salgo. Lo hago tarde y me dedico a dar vueltas alrededor de mi calle y las adyacentes. En un esfuerzo supremo cruzo la Avenida de General Perón y me planto en la Plaza del Presidente Carmona, donde se alza la iglesia parroquial de Santa María Micaela y San Enrique. Esta era la otra iglesia de mi barrio cuando yo era niño. Nosotros íbamos a la Basílica de la Merced, en al calle General Moscardó, un templo inmenso que vimos crecer y engalanarse poco a poco, a paso de tortuga, hasta que un día ardió su techumbre. Para cuando empezaron a reconstruirla yo ya no era asiduo a misa, me deslizaba sin remedio hacia el agnosticismo. Jamás había visto ni vería después una grúa móvil tan inmensa como la que hicieron entrar en la calle a duras penas para poder descender los materiales quemados por el incendio.
Imagino que hay dos tipos de experiencias que hacen al individuo llegar a la conclusión de que la vida merece la pena, apreciar la existencia, reforzando las ansias de vivir. El primer tipo englobaría las experiencias de índole sensitiva. Serían las que son producto de nuestra relación con el mundo a través de los sentidos. En ellas la respuesta interior sería una explosión de sensaciones, un "subidón" neuroquímico, al sentir que hemos palpado la realidad con la yema de los dedos. El sexo sería el ejemplo arquetípico. ¿Quien no querría vivir al menos un día más después de una grata experiencia sexual con la esperanza de poder repetirla? Esos momentos que nos reportan la sensación de que somos capaces de influir en nuestro entorno también quedarían adscritas a este grupo: El poder, que para algunos es la razón última del sexo; La satisfacción del trabajo bien hecho; Quizás la quimera de que alguien extraerá una lección provechosa, por minúscula que sea, de la lectura de mis escritos. De este tipo de experiencias he tenido poco bagage en mi vida y no estoy precisamente ni en edad ni en disposición de incrementarlas en mucho en lo que me queda.
El otro tipo tipo posible abarcaría las experiencias de índole cognoscitivo y serían producto de nuestra relación con el mundo a través de la razón. La respuesta interior en este caso sería la de la comprensión, tener la certeza de haber arrancado a la ignorancia otro fragmento más del mensaje, del palimpsesto que tal vez lo explique todo. Comprender la existencia, siquiera el escenario donde tiene lugar todo, es una tarea para la que la duración de la vida se queda corta. Yo creo que el mensaje solo estuvo compleo en el inicio de los tiempos, traté de explicarlo hace veinte años en el relato "Sirenas varadas en archipiélagos de luz", y que luego se desgajo en infinitos fragmentos, pudiendo ser solo recompuesto en el final de lso tiempos. Como ya dije en otra hoja del album, cuando uno habla de sus creencias inevitablemente ha de sonar pueril. El universo no fue creado para la comprensión del ser humano. Cuando hablamos de lo trascendente nos falta vocabulario e inteligencia para poder expresarnos. Somos como analfabetos declamando las entradas de una enciclopedia. Si al menos supiéramos leer. ¿Tiene sentido que en este segundo tipo de experiencias tengo mejor bagaje que en el primero? Creo que sería ridículo creer que sí, mucho más decirlo en voz alta. Sin embargo a veces, por un momento al menos, creo que empiezo a entender las cosas, al menos a compender su temperamento, a averiguar cual es el alfabeto con el que está escrito el mensaje, y aunque son momentos fugaces, apenas instantes confusos, traen el gozo de saber que no todo es entropía, caos deshaciendose en la nada, mero ruido de fondo. La temperatura del universo es de solo 2,7 grados sobre el cero absoluto y todo lo que se expande se enfría. Es algo que sabe cualquiera que haya estudiado los rudimentos de la Física de Gases y las leyes de la Termodinámica. vamos a menos, dice al ciencia, y sin embargo las evidencias nos demuestran lo contrario. La misma parición de la vida y su evolución hacia algo cada vez más complejo contraviene la segunda ley de la termodinámica.
Sin saber cómo he llegado hasta la calle Sor Ángeal de la Cruz, tan abstraido voy. No hago más que mirar el reloj esperando que se cumplan los 60 minutos de paseo que he fijado en mis normas como duración mínima. Es como cuando hacía guardias en la mili. El reloj es un verdugo silencioso que te ajusticia cada minuto con la mirada, con la tuya propia además cada vez que le echas un vistazo. El tiempo solo tiene una velocidad, solo se construye con dos tipos de piezas del mecano, las del hastío y las del disfrute, piezas demasiado lentas y demasiado rápidas respetivamente, cuando deberían ser justo al revés. Un edificio reclama mi atención. Precísamente me ha recordado los fuertes que nos construía mi hermano a mi amigo José María y a mí con piezas de mecano cuando jugábamos con los soldaditos de plástico. El bloque superior, más pequeño que el inferior parece encajado en este último como si ambos fueran piezas de un inmenso mecano de esos anteriores a la aparición en als jugueterías de los LEGO. Casi puedo ver la infantería alemana de la Wehrmacht, mi preferida, desplegada sobre la zotea y las ventanas de las oficinas asomando sus fusiles.
Recuerdo haber visto por primera vez "El tercer hombre" de Carol Reed enfermo, siendo un niño, con esa emotividad y exaltación que me ha provocado siempre la fiebre. Hasta es posible que llorase en la última escena, esa en la que Joseph Cotten espera a Alida Valli en la puerta del cementerio donde acaban de enterrar a Harry Lime. Lo hace como última oportunidad antes de irse de Viena de hacer posible un amor que a él se le antoja imprescindible. Y ella pasa de largo sin mirarle. Estar enfermo en mi casa cuando eras niño te daba derechos. Por ejemplo, derecho a ver películas solo para mayores, con dos rombos. De todas maneras, la fiebre, que a menudo alcanzaba los 42 grados, me impedía conciliar el sueño fácilmente e ir a la cama de forma prematura no era ninguna solución. Estaba mejor entretenido en el salón viendo una película que dando vueltas a la almohada sudorosa y quejándome. Lágrimas cálidas recotieron mis mejillas en varias escenas. La música de cítara de Antón Karas se me quedó impresa en el alma aquella noche. Y cuando Harry Lime, Orson Welles, muere acribillado a balazos en las cloacas de Viena agarrando una rejilla del alcantarillado y vemos sus dedos emergiendo al exterior desde la calzada de una calle, como quien trata de agarrar un imposible, la libertad en este caso, me sentí de su parte, aunque fuera el villano de la película. Tarde muchos años en encontrarle rivales a su altura a la obra maestra de Carol Reed. Hube de esperar a "Doctor Zhivago" de David Lean y a todo el abanico de John Ford, empezando por "Que verde era mi valle", mi primer contacto con el director irlandés, para acabar con "Centauros del desierto", la que ahora considero la mejor película de la historia del cine.
"El Tercer hombre" cuenta la historia de Holly Martins, un escritor de novelas del oeste con cierto éxito aunque escasa capacidad literaria, que llega a la Viena de la posguerra que se han repartido en cachos iguales, como quien se reparte una tarta, las cuatro naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Ha llegado hasta allí al reclamo de Harry Lime, un amigo de la infancia, que le ha prometido un trabajo y un futuro. Pero nada más arribar a la ciudad, que no es más que un montón de escombros poblado de fantasmas, se entera de la muerte de Harry. Tras asistir al entierro, aun desorientado pero la pena y la total falta de objetivos, es abordado por un oficial del ejército británico. Ante su estupor le informa que Harry aun sigue vivo, que su entierro ha sido una farsa, que muy probablemente en el ataúd que acaban de poner bajo tierra esté el cadáver de otra persona. Le hace saber también que Harry Lime es el peor villano de la ciudad, a pesar de que acaban de vivir una guerra y la competencia para el puesto es lógicamente dura. El mayor quiere convencerle para que le ayude a capturarlo. Quiere que le sirva de señuelo, que haga salir a Harry de la madrigura en la que sea que se haya metido y que le obligue a alir a campo abierto para que pueda echarle el guante. Imbuido por el mismo espíritu de camaradería y lealtad impostados que impregnan las novelas que escribe, Holly se ofende al escuchar la oferta. Es un hombre de principios sencillos pero sólidos. Es imposible que Harry sea el monstruo que el militar le está describiendo. Además, es su amigo, y eso le pone completamete a salvo de su posible traición. A partir de ahí la trama gira en torno a las pesquisas de Holly para encontrar el rastro de su amigo y averiguar que le ocurrió. Su muerte se debe a una ccidente de tráfico, dicen ciertos testigos. Un atropello. Y entre los que socorrieron al accidentado en la misma calle hay un tercer hombre que se hace imposible idntificar que es quien da el título al relato.
Holly empieza a intuir que hay una sórdida trama en todo el asunto y no es capaz de dilucidar si su amigo Harry es una víctima de un complot o quien la ho urdido para poder beneficiarse. Conoce a Anna Schmidt, la amante de Harry y averigua el trato vejatorio que recibía por parte de él. En ese momento empieza a aflorar su personalidad de caballero andante, protector de damas, que suele soterrar en los personajes priotagonistas de las noveluchas que escribe. El amor empieza a tallar una fisura en su lealtad a Harry. La brecha se hace más grande cuando el mayor Calloway le hace saber que Harry es el mayor traficante del mercado negro de Viena, que su negocio más lucrativo es la venta de medicamentos adulterados. Una visita a un hospital infantil en la que el mayor hace las labores de cicerone, donde algunos niños agonizan por culpa de la penicilina aguada y caducada, dinamita sus últimas defensas. Holly sabe ahora que Harry está vivo, le ha visto. Lo hemos visto todos los espectadores en la penumbrea de un portal. La secuencia es sin duda la mejor entrada en escena jamás filmada para un perdonaje cinematográfico. Anna y Holly conversan en la alcoba de la casa de Harry. Es de noche y hay mucha penumbra en la calle por la falta de iluminación pública. Hay que recordar que estamos en plena posguerra. El ventanal de la habitación está abierto de par en par. El gato de Harry escapa brincando del alfeizar a la calle en un descuido de la pareja, mientras Holly intenta unos torpes acercamientos amorosos a Anna. Cuando se encarna en un héroe de novela barata todo le resulta más fácil con las mujeres. El gato camina por el empedrado de la calzada hasta la otra acera. Entra en las sombras de un portal y se refugia junto a unos pies. Hay una figura humana protegida por las sombras. La escasa luz de la luna solo permite ver hasta la altura de sus tobillos y al gato restregandose en el bajo de los pantalones. En ese momento un elemento hasta entonces apenas advertido a pesar de su extremada belleza se nos hace evidente. La música de cítara de Antón Karas, que constituye la banda sonora de la película, ha venido teniendo un significado que no habíamos advertido hasta ese momento. Cada vez que el tema recurrente de la melodía, su estribillo, por así decir, se ha dejado escuchar en una escena es porque Harry estaba presente, aunque no lo pudiera captar el ojo de al cámara por estar ausente del encuadre. Justo mientras el gato de Harry ronronea y evidencia su cariño al tipo emboscado en el portal es cuando el estribillo se hace más evidente e insistente que nunca. Un fogonazo de luz procedente del otro lado de la calle al abrirse bruscamente una ventana confirma nuestras sospechas: Orson Welles hace acto de presencia por primera vez en la película, a despecho de que hayamos escuchado el estribillo inumerables veces, y al sonreir de forma pícara a su amigo, que le contempla sorprendido a través del ventanal de su propia alcoba, sabemos automáticamente que Orson Welles es Harry Lime, el tercer hombre misterioso que Holly lleva persiguiendo buena parte del metraje de la película y al que hemos advertido antes repetidas veces, pero a través del oído que no de la vista.
Hally acepta hacer la labor de cebo para poder capturar a su amigo pero, ¿qué es lo que le mueve a hacerlo? ¿El despecho amoroso o el sentido del honor? Probablemente ni el lo sepa. El drama personal que vive en ese momento no se parece en nada a las heroicas y diáfanas historias de sus novelas. Tampoco él es el protagonista, solo un sórdido y deslucido personaje secundario. Un diálogo de esos que se recuerdan en todos los manuales de cine permite a Holly salir de su ensimismamiento. Subidos en una cesta la noria del Prater vienés, en lo más alto del recorrido circular, Holly intenta hacer de Harry regrese a la senda de la decencia. Welles se ríe socarronamente de él. "Dime una cosa, Holly, ¿siglos de democracia y de paz en Suiza que le han reportado a la humanidad? Tan solo el reloj de cuco". Holly le inquiere por las personas que han sido víctimas de sus engaños, por los niños del hospital. Los demás son solo hormigas anónimas e insignificantes, le responde éste, y le señala para que lo entienda al gentío que camina al pie de la noria. En ese momento, no antes, Holly comprende que Lime se merece cualquier castigo que le imponga la justicia. Cuando Anna pasa de largo ante él tras el segundo entierro, esta vz con el cadáver correcto, tampoco llegamos a saber si es la falta de amor a Holly, los restos de su amor a Harry, o un castigo por lo que juzga un comportamiento desleal los que motivan su negativa a la muda pregunta de su caballero andante. Es un final desolador que planteó muchas dudas durante el montaje de la versión definitiva de la película y que a duras penas sobrevivió por el miedo que suscitaba a que pudiera ser rechazado por los espectadores.
Muchos años depués de ver por primera vez la película llegó a mis manos, en una cacería de libros en la Casa del Libro de Espasa-Calpe en Gran Vía y sus aledaños, la edición de Alianza Editorial del relato de Graham Greene. Colección de bolsillo. Inconfundible formato en rústica en el que predomina el color blanco y el cartoné en las portadas. En el prólogo del libro Greene confesaba que el cuento se basaba en el guión que le encargaron escribir para una historia de espías ambientada en la Viena finales de los 40s, un escenario único, facinante y fugaz que, gracias a Díos, el tiempo relegó la olvido en pocos años. Aquella vez fue la literatura la que adaptó al cine y no al revés, como suele ser. El argumento, comentaba Greene, se basaba en una nota que el novelista escribió en su diario tras el entierro de un amigo: "La tierra endurecida por el frío, casi congelada, que hacía difícil que fuera excavada la tumba, parecía reacia a acoger en su seno a mi amigo". Esa escueta frase, o una muy parecida, hablo de memoria, cualquiera encuentra el ejemplar en mi selvática biblioteca, es la simiente de uno de los mejores guiones de la Historia del Cine. Pero, ¿realmente asistió Greene a un entierro en la Viena de aquellos años? ¿Era quizá una despedida simbólica? Nada esclarece en su prólogo acerca del particular. Y, sin embargo, oh casualidad, esta misma semana puede que haya encontrado una respuesta a este apasionante misterio que para mí a durado décadas. Y la posible respuesta no puede ser más fascinante y evocadora. Tanto, que incita a indagar y profundizar aun más en la historia. Ojalá haya aun alguna veta más de información en mi tupida biblioteca porque hace años que no puedo comprar libros.
Este fin de semana pasado emergió entre un matorral de libros, concretamente en el que crece en el comedor que usamos en casa como guardamuebles y cuarto trastero, como desván, un libro mío aun por leer: "Escritores espías" de Martínez Laínes. Editorial Temas de Hoy. Como su título indica, se trata de once breves ensayos biográficos sobre otros tantos escritores que fueron además espías en algún momento de sus vidas. Todos son muy famosos. Hasta el punto que dos de ellos son las dos máximas cumbres el Lengua Castellana: Cervantes y Quevedo. Uno de los otros nueve es Graham Greene. Aquí viene lo increíble: Durante la Segunda Guerra Mundial, Greene trabajó para el servicio secreto británico. Formaba parte de la Subsección 5 del MI6, a las órdedes del archiconocido Kim Philby, el espía más famoso de todos los tiempos. Tras un tiempo realizando trabajo como agente de campo en Sierra Leona, a su regreso a Londres, Greene fue asignado a la subsección encargada de recabar información sobre la Península Ibérica, cuyo jefe era Philby. Su campo de acción personal era Portugal, pero esta vez realizaba su labor preferentemente en un despacho. A pesar de que rindió a muy alto nivel y iba a ser promocionado en breve, renunció al servicio secreto en tras el desenbarco de Normandía. Nadie entendió muy bien por qué. Llegaba el tiempo de las vacas gordas y estaba en la cresta de la ola y en el lugar idóneo. Pero parece ser que tenía sus razones. Íntimo amigo de su jefe inmediato, éste había logrado hacerse con la plaza vacante más codiciada del momento: la de jefe del servicio de contraespionaje para la URSS, el nuevo enemigo. Para llevarse el gato al agua, Philby tuvo que destrozar la reputación del máximo aspirante, un acérrimo enemigo del comunismo. Fue una jugada maestra: Eliminó al peor enemigo de Stalin y se ubicó en el mejor puesto posible para servir a sus verdaderos patronos porque Philby era un topo de los soviets. Muchos años depués, durante el deshielo de la guerra fría, con Philby ya viviendo a Moscú como un héroe condecorado por el Kremlim, los antiguos amigos seguían siéndolo. ¿Le confesó Philby quien era en realidad en los años cuarenta y por eso Greene renunció a su puesto, a la promociónq ue le ofrecía Philby? ¿Lo averiguó opor su cuenta y prefirió tirar al toalla pensando que nadie iba a creerlo o porque le pareció indecente delatar a su amigo? Estas preguntas, más bien sus respuestas, dan un giro de tuerca al argumento de "El tercer hombre". Greene confesó en sus diarios y sus mmorias ser un hombre atormentado por la culpa, aunque sin esclarecer la naturaleza exacta de sus pecados. Parece que Holly Martin prefirió en la película justo la opción contraria a la que eligió Greene en la vida real, con idéntico sabor a derrota y a desencanto. Tal vez el escritor quisiese explicar que algunos dilemas son en realidad una callejón sin salida, sin un resquicio para la ética y mucho menos la felicidad.
En fin, a falta de grandes aventuras carnales o profesionales, este tipo de nimios descubrimietos son los que me hacen sentir vivo, querer vivir otro día para repetirlos. Y no es poca cosa aunque pueda parecer exagerado. Porque no siempre he valorado la vida lo suficiente como para desear prorrogarle el alquiler de mi confianza. Creo que fue el aspecto que le conté a mi psicóloga durante nuestra primera sesión. Como durante la segunda parecía muy centrada todavía en él, quise tranquilizarla. Le expliqué que era muy poco probable, casi imposible, que me llegara a suicidar alguna vez. Le confesé las normas que me había autoimpuesto cuando era un adolescente para evitar optar por esa vía de escape aunque la angustia fuese insoportable. A saber: 1) Que el suicidio no podía buscar una reacción en este lado de las cosas. En el mundo de los vivos. No podía ser un golpe de efecto que intentara provocar una reacción en lsoq ue dejaba atrás y cuyo beneficio solo pudiera disfrutar si siguiera estando vivo; 2) Que nadie pudiera sentirse directamente culpable del suicidio, es decir, que no pareciese una respueta a un suceso en lo que pudiera estar involucrado alguien que quedara atrás. Le dije a la doctora, un poco en broma para quitarle hierro al asunto: "Nunca te haría la faena de suicidarme meintras estuviera bajo tu tratamiento. No sería tan canalla como para hacerlo y hacer que te sintieras culpable". Su respuest me pareció curiosa, no sé si desacertada: "No considero que sea mi responsabilidad, por lo que no ha lugar". Creo que no era consciente de que si pedí ayuda psicológica hace unso meses fue porque las reglas pasaron a importarme un bledo, dejaron de ser un obstáculo. Me dio mucha pereza explicárselo. Creo que efectivamente le daba igual. Luego, meses más tarde, me demostró que tenía razón con mi intuición.
Tras fotografiar el edificio de la esquina de Sor Ángela de la Cruz con la Avenida de La Castellana me bato en retirada. Tiene su aquel, auqnue más que nada lo hago proque aun no tengo las tres ima´genes de rigor para al hoja del album. Voy por los 40 minutos de caminata, así que serpenteo de camino a casa, trazando bucles innecesarios. Son exactamente 60 minutos de paseo cuando regreso al portal, más callado que en misa. También en lo mental.
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