martes, 5 de marzo de 2013

El Fútbol y sus aledaños (113) - El truco


El truco

Thomas Edward Lawrence trabaja en una oscura habitación situada en un semisótano de un edificio del Cairo, el cuartel general del Ejército Inglés, pintando mapas. Es un hombre meticuloso. Con pintura azul cobalto y un pincel con un penacho muy fino dibuja el cauce del Nilo en un inmenso plano que tiene sobre la mesa de proyectos. Pero no es eso lo que quiere hacer, lo que soñó que haría cuando le destinaron a aquel lugar. A través de la ventana que da a la calle, situada por encima del nivel de la habitación, ve pasar los viandantes. En realidad la mayoría de las veces solo sus pies. Dos beduinos pasan con sus camellos, que apenas puede ver completamente por el pequeño encuadre de la ventana, y que identifica más por el berreo de los animales. Eso le hace recordar donde está, muy lejos de su Gales natal, en un lugar que su familia consideraría tremendamente exótico, pero también muy lejos del frente, de donde se consigue la gloria. Está con uno de sus subalternos, el cabo Michael George Hartley. "Este es un sucio y oscuro cubículo", le dice, mientras expande el azul a lo largo de un meandro del río. "Correcto", le contesta el cabo sin levantar la mirada de lo que está coloreando en otra esquina del mapa. "No estamos contentos aquí", insiste. No hay queja en lo que dice, se limita a constatar un hecho, y lo hace con cierta distraída alegría. "Yo sí. esto es mejor que una sucia y oscura trinchera". "Entonces eres un tipo innoble", le rebate. "Correcto". Su amistosa conversación es interrumpida por alguien que entra silbando una canción. "Ah, aquí llega William Potter con mi periódico", exclama el teniente Lawrence con alborozo. Cualquier cosa con tal de romper la rutina de visitar los lugares que ahora están tan cerca, pero sólo puede conocer en los mapas. Mientras ojea el diario se muestra hospitalario con quien acaba de llegar, pero a costa de otro: "¿Quieres un cigarrillo del cabo Hartley?". Llega un tercer suboficial que le trae un mensaje a Lawrence. Le requieren en la oficina del general Murray. Mientras se prepara para marchar advierte que Potter tiene un cigarrillo sin prender en los labios. "Permíteme que te lo encienda". Usa un fósforo para encender el pitillo y luego lo apaga con los dedos. "Un día te vas a llevar un disgusto", protesta el cabo Hartley al verle hacer ese truco, "Eres de carne y hueso, Thomas. Como todos". "Michael George Hartley, eres un filósofo". Mientras recoge su gorra y su pistola para irse, Potter intenta repetir el truco. "Ouch", exclama cuando la llama de la cerilla hiere la piel de sus dedos. Lawrence se rie. "Duele", dice Potter. "Claro que duele", conviene Lawrence. "Entonces, ¿dónde está el truco?", pregunta Potter desconcertado, que de repente no entiende que interés puede tener la enseñanza oculta en aquel acertijo. Mientras Lawrence sube el rellano de escaleras que conduce a la puerta del cubículo ensaya una de las muchas versiones de la respuesta. Contundente, simple pero poderosa a la vez, profundamente reveladora. "El truco, William Potter, está en aguantar el dolor", dice el oficial, ufano tras revelar una obviedad que era un arcano para sus hombres hace sólo unos instantes, mientras desaparece y deja tras de sí un olor a carne chamuscada y la perplejidad en los rostros de sus dos subalternos.

Con esta sencilla escena, el director David Lean y su guionista predilecto, Robert Bolt, con el que luego trabajaría en "Doctor Zhivago" y "La hija de Ryan", hacen un resumen rápido y escueto, pero también certero, de la personalidad del teniente Thomas Lawrence. Quien, gracias a las aventuras que narra la propia película, luego se haría acreedor del apodo por el que es mundialmente conocido "Lawrence de Arabia". Hombre de ideas claras, que aspira a la gloria, al que nada arredra en la búsqueda de la nobleza y la rectitud. Mucho menos cualquier sufrimiento que sea etapa inevitable en ese camino. Nada salvo la pérdida del honor, porque es persona de convicciones, de rígido código personal, capaz por la fortaleza de su carácter de llevarlo a cabo. En la narración que nos haga la película luego no nos quedará del todo claro en alguna escena si ese estoicismo ante el dolor no contiene también un componente masoquista. Quizá narcisista al ser capaz en un ejercicio de abstracción de contemplarse desde fuera y sentirse orgulloso con lo que ve, con lo que cree ver, un hombre elegido para llevar a cabo los grandes hechos que demanda la Historia, sin tropiezos del espíritu ni protesta de la carne mortal. El sufrimiento no solo es un obstáculo que puede salvarse. Se diría que Lawrence lo cree también necesario para que el logro sea noble y orle de virtud a quien lo alcance. La facilidad no acarrea honor alguno. Si algo es fácil de obtener es porque se adecua a los méritos de la persona y, si es así, son cosas aun mejores a las que ésta debería aspirar para alcanzar los límites de su valía y medirse como ser humano.

No sin sufrimiento alcanzó el Real Madrid sus tres últimas Copas de Europa. En los tres casos, a la felicidad de la obtención del trofeo, en dos casos siendo el outsider de la final, se unió un paso irregular, incluso penoso, en los torneos nacionales. No sin sufrimiento alcanzó las finales de 1998, 2000 y 2002. Sufrimiento personal incluso. En la figura de Jupp Heynckes en el primero de los años citados, que para entonces, cuando se viajó para disputar la final, ya se había desentendido del equipo debido a la enorme presión, exterior y dentro del vestuario, y ni siquiera planteaba las alineaciones. Los jugadores no le obedecían, y si en la Liga la trayectoria acabó siendo muy decepcionante, lo lógico en una situación de anarquía, pudo ganarse no obstante el trofeo con el que sueña constantemente el madridismo. Los otros dos títulos los logró Del Bosque, entrenador muy cuestionado en su etapa en el club, que si pudo tratarse con sus jugadores fue porque redujo a la mínima expresión sus exigencias con ellos. "El abuelo", le llamaba Ronaldo en su última temporada, porque le consentía todos los caprichos y excesos. Ni el Madrid de Heynckes ni el de Del Bosque parecían gran cosa en aquellas dos primeras finales. Como Lawrence de Arabía, que apenas alcanzaba 1,66 metros de estatura y era sumamente delgado, de aspecto endeble. Pero hicieron de su debilidad virtud, y de su capacidad de sufrimiento fortaleza. Tanto en Amsterdam, ante La Juventus, como en París, ante el Valencia, parecían víctimas propiciatorias. Pero se pudo ganar, utilizando incluso las armas del rival, la fortaleza en el medio campo ante el equipo que lideraba Zidane, y el juego alegre y vistoso, ante el que comandaba Mendieta. La tercera final, más que ejercicio de superación, fue el canto del cisne de un equipo grandioso logrado a base de fichajes, menos habituado quizá a los esfuerzos titánicos por estar todo a su alcance en apariencia.

El Real Madrid con el que me afiancé en mi credo madridista, era un equipo que conocía el truco de Lawrence, al que no importaba el dolor. Stielike, su líder entonces, podría haber ejercido de doble de Peter O'Toole en la escena de la cerilla. Tengo semi enterrado en la memoria el recuerdo de un encuentro que jugó lesionado porque el alemán era fundamental para el equipo y éste se jugaba mucho aquella jornada. Tras adelantarse el Madrid fue sustituido. Pero como el rival tomo el mando del partido, y hasta logró empatar, Stielike tuvo que volver a salir al campo, marcando además el gol que daba el triunfo al Madrid. El Madrid de Mou parece confeccionado para no sufrir, pero el entrenador le ha sabido inculcar ese sentimiento de desapego ante el dolor, ese aire espartano que tanto gusta al aficionado subversivo. Tras dos años de esfuerzo continuo, en este tercero hubo una relajación, un querer tomarse un respiro, que nos llevó al borde del abismo en todas las competiciones. La semana natural que acaba hoy ha sido de enorme sufrimiento y, quizá por eso, ha logrado despertar al equipo, que parecía necesitar el sabor de su propia sangre en la boca para reaccionar, sentir el golpe de los acontecimientos. Hoy, en Manchester, acaba la semana más exigente que el madridismo recuerda en mucho tiempo. Y si lo hace con un triunfo será como si el equipo lograra imitar el truco de Lawrence, sin una queja, dejando atónitos a todos los testigos. Una derrota nos haría grandes no obstante, tras el espíritu de superación demostrado. Y una victoria, aunque no inmortales, porque preferimos ser de carne mortal, capaz de sentir el dolor, el mordisco de la adversidad y su herida, si héroes capacitados para la gloria.

En la oficina del general Murray, Lawrence despliega todo su proceder extravagante y desconcertante. Nada más entrar en el despacho y plantarse ante la mesa de su comandante en jefe, éste le exige que le salude, algo que parece habérsele pasado por alto al teniente. "Si se insubordina conmigo, Lawrence, voy a tener que arrestarle". Murray está molesto porque le han ordenado destinar a Lawrence como observador en el ejército beduino del rey Faisal. Es una orden que no entiende. No siente ningún respeto por el ejército árabe y aquella misión le parece una pérdida de tiempo. Pero, por otro lado, gracias a ella se librará de un oficial que más bien parece un estorbo. "Es mi manera de ser", contesta Lawrence, más como explicación que como disculpa. "¿Su qué?". "Mi manera de ser. Parece insubordinación pero no lo es". "Con toda franqueza, no alcanzo a saber si es usted un maleducado o un perfecto idiota". "Yo tengo esa misma duda". "¡Cállese!". "Sí, señor". Lawrence tiene el vicio de querer decir siempre la última palabra. Como el Madrid, al que nunca ha de descartarse en una discusión. Con mayor razón cuando se dirime un título. Es su forma de ser, parece insubordinación... y en este caso sí lo es. Insubordinación contra la adversidad y los retos que parecen imposibles, más allá de sus fuerzas. No rindió la debida pleitesía al que se decía que era el mejor equipo de todos los tiempos, y no ha dejado de replicarle, con escaso señorío, durante dos años y medio, hasta hacerle callar la boca. Su última palabra, su "si, señor", fue una victoria contundente en campo contrario. Esta temporada ha sobrevolado la duda en los aficionados, no ha estado claro hasta hace bien poco si el equipo era un perfecto inútil o un insolente, y no han sido pocas las voces de queja, incluso contra Mourinho, en el mismísimo Bernabéu. Pero las dudas habidas, en quien las tuviera, se han resuelto de la forma más contundente posible, con un triunfo claro en el Nou Camp, superando la calidad del juego incluso a la contundencia en el tanteo. "El departamento de Arabia cree que usted puede serles útil allí, no comprendo por qué. No es capaz de cumplir como es debido sus actuales obligaciones". Se diría que en vez de informar a su subordinado, el general lo está haciendo a la plantilla del Madrid. Incapaz de cumplir con sus obligación, que no es otra que ganar, en bastantes partidos de Liga, ante el Granada y el Málaga, por ejemplo, ahora se le destina a Manchester, empresa muchísimo más difícil. "No se tocar el violín, pero de una ciudad pequeña puedo hacer un gran estado". "¿Cómo?". "Es de Temístocles, señor. Filósofo griego". En realidad, Temístocles fue algo más que un filósofo, fue un estratego ateniense, uno de los diez que comandaban las tropas que vencieron a los persas en Maratón, y el almirante de la flota griega que los batió en Salamina. Tampoco es claro si se trata de una cita real o apócrifa. Plutarco la ponía en sus labios en la biografía del ilustre griego, que fuera el preludio del gran siglo de Pericles, su descendiente. El Madrid no sabe tocar el violín, al decir de la prensa, a la que desagrada su juego, pero ha hecho del Bernabéu un estado poderoso y de su estilo, hecho al esfuerzo y a aguantar el dolor, una jerarquía preñada de triunfo.

Cuando Murray despide con cajas destempladas a Lawrence y a Mr. Dryden, el embajador francés, un Claude Rains avejentado, pero en una de sus mejores interpretaciones, ambos actores dirimen un combate dialéctico sublime. Mr. Dryden ha conseguido para Lawrence un plazo de 3 meses para que pueda llevar a cabo su misión. Labor que, por otro lado, no está claro en principio cual es. Dryden quiere que Lawrence averigüe las intenciones del rey Faysal respecto a Arabia. Se trata de un territorio administrado por los gobiernos francés e inglés, y ninguno de los dos está dispuesto a renunciar a él, a tolerar un estado independiente de las potencias europeas. "¿Dónde están ahora?". Lawrence pregunta por el ejército árabe, cuál es su posición. "En un radio de 300 millas alrededor de Medinah. Son beduinos hasemitas capaces de atravesar 60 millas de desierto en una jornada". "Gracias, Dryden. Esto va a ser divertido". Hay una sonrisa en los labios del oficial, tenue pero significativa, inadecuada para el diplomático, totalmente fuera de lugar, según su criterio. "Lawrence, sólo hay dos especies que se divierten en el desierto: los beduinos y los dioses, y usted no pertenece a ninguna de ellas. Créame, para un hombre normal el desierto es un horno ardiente". Pero Lawrence conoce un truco. Le enciende con un fósforo el puro que el embajador tiene en las manos, con el que lleva jugueteando todo el rato que llevan hablando. Tras prender el tabaco y dar la primera bocana Dryden, Lawrence acerca la cerilla a los labios. David Lean cambia el punto de vista de la cámara de forma radical, abandona el plano general en la escena y lo convierte en un primerísimo plano de O'Toole, que acerca sus labios a la llama y sopla. Y del soplido, del penacho de aire y humo ardiente, surge el desierto, rojo y abrasador en el amanecer. Ráfagas intermitentes de viento arrastran la arena por el suelo ondulado, en el que predominan las líneas curvas sobre las rectas como si fuera un ser vivo. La música de fondo de Maurice Jarre es el único contenido del paisaje que evite que esté vacío. Contenido sonoro en aquel paraje inabarcable, que llena de emoción y no de materia todo el espacio liberado, como lo haría el sonido de un órgano en el espacio catedralicio de una colegiata gótica. Para muchos críticos cinematográficos se trata del encadenado más hermoso de la historia del Cine. ¿Va a ser divertido lo de esta tarde? No lo se. Pero si estoy seguro de que solo hay dos especies capaces de divertirse en los grandes partidos que lo dirimen todo, en el infierno del fútbol, los madridistas y los dioses. Ojalá del soplido, del ardoroso aliento de ánimo de la afición para con el equipo, surja otro paisaje inmenso, otra alborada, una temporada inabarcable y llena de retos y logros. Y al fondo, en el horizonte en el que reverberan figuras que se dirían espejismos, pero tal vez no lo sean, en el último capítulo de la narración, la ciudad de Damasco y la copa orejona de la Décima. El truco está en aguantar el dolor, que no te importe, nos lo ha revelado Lawrence. Son noventa minutos de sufrimiento en el horno de Old Trafford, pero somos madridistas y, tal vez por eso mismo, también dioses. Tampoco será el dolor un obstáculo infranqueable.

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