Master Chef
¿Sabes qué es lo que más me gustaría hacer en la vida? Verte cocinar. No comer lo que guises. Eso tal vez sea lo segundo. O que me invites a cenar a tu casa, que es algo que parece fuera de la escala. No, poderte contemplar mientras andas entre fogones y pucheros, que es donde Santa Teresa decía que se podía encontrar a Dios. Debe ser emocionante engullir tu bizcocho de limón. Lo imagino como saborear la gloria, con toda su ternura, su azúcar y su gotita de amargor. Pero prefiero mirarte mientras lo preparas, mientras separas las yemas de las claras, y luego las bates, mientras calculas la dosis de canela y de limadura, mientras metes el molde en el horno usando las manoplas de cocinera
Y ni siquiera sé si quiero estar involucrado en la ensoñación, si quiero estar presente en la instantánea de mi imaginación. Es verdad que se me ocurren mil formar de añadir intimidad y picante al esplendor, como si fueran pellizquitos de especias con los mejorar el condimento. Por ejemplo: Que me ordenes picar cebolla y ajos y que, tras lavarme las manos, me las seque en tu delantal, rodeándote con los brazos desde atrás porque me das la espalda mientras trinchas la carne del estofado arrimada a una encimera; Que me corrijas el ritmo con el que muevo un guiso para que no se pegue, cogiéndome la mano con la que agarro la cuchara de madera e indicándome la velocidad adecuada con un suave apretón -Ahora eres tú quien respira en mi nuca-; Que me des a probar tu salsa con el mismo cubierto que acabas de usar para el mismo fin. “Sólo un poquito”, me adviertes, “que tiene que quedar para luego”. “Me basta con lo que mancha ahora mismo tus labios”.
Pero no. Prefiero ser solo espectador, que ni siquiera sepas que te espío. Lo bello no tiene nada que ver conmigo y no quiero mezclar sabores que no estoy seguro que conjuguen. Chocolate con patatas a lo pobre. Migas con bacalao reseco. Solomillo de recental con entraña de buey. Y es que creo que es cuando guisas cuando obra tu capacidad de sentimiento con su máximo potencial. Sé que el amor es tu ingrediente secreto: Preparar paella para tus abuelos en un soto de su dehesa de encinas, junto a un arroyo cantarín que te proporcionará el agua para el arroz -¿Me he pasado con la fantasía? Venga, sustituimos el encuadre junto a la ribera del regato mientras llenas una tinaja con un primer plano de tu mano regordeta echando cigalas en el paellador-; Rebozar pescado adobado -¿con gajos de patatas, dijiste? Perdona, no domino la jerga profesional-, en tu casa de Madrid para que lo coman tus padres y tus hermanos, que llevan semanas rezando para que vuelva la chef; Escribir una nota con tinta de nata usando la manga pastelera sobre la superficie de la tarta que acabas de hornear para tu ex. ¡Ay, Dios mío, me muero de celos!
Quiero verte amar aunque no sea a mí. Todas esas imágenes abrasan mis retinas. Es posible que un solo imaginario me acabe de dejar ciego. Por favor, diem algo para que pueda escuchar tu voz y sepa que sigues ahí.
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