Expurgo de fiebres y males
Seamos justos, es cierto que Séneca amamantó a la víbora. Al menos en lo espiritual, que en lo físico ya se debió encargar su madre, como es de suponer. Las matronas romanas eran austeras y tenían en sus hijos su principal orgullo. La inmortal Cornelia le reprochó un día a Tiberio y Cayo el que aún se la conociese como la hija de Publio Cornelio Escipión el Africano y no como la madre de los Gracos. Ambos morirían para dar lustre a su apellido encabezando la primera revolución social de la que se tiene noticia. Pero, como decía, también lo es que en cuanto fue consciente de su naturaleza venenosa, se la arrancó del pecho y trató de en medida de lo posible de evitar o aliviar el mal que podía causar.
En las bibliotecas públicas de Madrid, quizá sea algo común a las de todas partes, hay una sección en la que los usuarios pueden depositar los libros que ya no quieren tener en casa, para que los herede el primero que los vea y que se les antoje. En la que más frecuento lo denominan expurgo. Es una simple caja de cartón de no exiguas dimensiones con capacidad solo para una biblioteca muy pobre en títulos. Sin embargo hoy había un buen puñado de tomos purgados. He arramblado con tres de aforismo por si tengo que viajar en metro o acampar en alguna sala de espera en un futuro próximo. Estaban en perfecto estado. Edición a cargo del El Círculo de Lectores. He sopesado detenidamente añadir un cuarto al lote. “Matar un ruiseñor”·, de Harper Lee. Edición en cartoné de Bruguera. El ejemplar estaba bastante ajado, con las esquinas del taco de páginas y los cantos roídos y ennegrecidos por el roce de dedos. Para Eva, he pensado, que le pirran los volúmenes baqueteados, con muchas lecturas a cuestas de diferentes dueños. Pero, ¿cómo se lo podría hacer llegar? Vive lejos, allá en Poniente, al sur de la Costa da Morte, y solo nos vemos una vez por bienio, como mucho, ya han habido un par de desconvocatorias. Podría ser una manera de renovar temas de conversación, de incentivar su fidelidad a cumplir con las citas. Yo soy su Atticus y ella mi Scout. Mi padre también era abogado y, una vez al menos, defendió a un acusado que se enfrentaba a la pena capital. Me lo contó un día, como sin querer, como una confidencia iniciada en una indiscreción involuntaria, como si le diera más vergüenza que entonces la pena de muerte se prescribiese y aplicase que orgullo por haber sido capaz de haberla burlado. Una mujer sin apenas recursos y educación había ahogado a su hijo recién parido para evitar la vergüenza de ser madre soltera. Ser lavandera le dio la oportunidad. La marginación y el embrutecimiento, del que era culpable la sociedad en su conjunto, el móvil y el arma homicida. Logró convencer o conmover al tribunal y fue absuelta. Aquí poco importa si hubo justicia o humanidad.
Pero me desvío del tema. Uno de los libros de la terna, el primero que llamó mi atención en realidad, es una recopilación de frases de Lucio Anneo Seneca, el preceptor de Nerón. Tuvo que suicidarse por mandato imperativo, nunca mejor dicho. Le mostró a su discípulo la senda de la vida y éste, a su vez, le mostró a él el de la muerte. La simetría es clara. Bondad y maldad son cifras que cuando se mezclan forman números capicúas. Otro de los volúmenes rescatados recoge pensamientos de Schopenhauer. Abro por una página al azar y leo: “Si quitamos de la vida los pocos instantes de religión, de arte y amor, ¿qué queda sino una serie de pensamientos triviales”. Eso me hace pensar a mi vez: ¿Si es en ti en quien vertebro mi credo, si preñas mi mundo de belleza y sólo cuando percute contigo mi corazón es capaz de vibrar como acero curado y no como roca, por qué parece siempre tan trivial mi discurso amoroso? Creo que ante lo inefable hablamos como niños. Nos falta sabiduría y vocabulario. En otra página, también elegida al buen tuntún, leo: “La riqueza se parece al agua de mar, cuánta más bebemos, tanto más sedientos nos sentimos”. Será por eso que tus besos nunca sofocan la llama, por lo que surcar tus labios salados me hace sentir como un náufrago en una balsa de troncos a merced de las corrientes oceánicas que fluyen desde lo más profundo. El último del trío es de Confucio: “Confucio dijo: Las palabras hábiles y la apariencia insinuante raramente van asociadas a la virtud”. Si es así tal vez deba sentirme halagado al concederme cierta pericia en la elección de y el uso de las frases, pero yerras si crees que las palabras y el orden en que las escribo me las dicta la intención o el conocimiento. Son más bien pueriles balbuceos de infante tratando de asimilar y explicar religión, arte y sentimiento cuando medito sobre la serenidad que me transmite tu semblante de Luna llena, moreno como la madrugada y redondo como los astros que ruedan por el firmamento de horizonte a horizonte, hasta colarse por la ranura de mi asombro. No creo en las casualidades porque una vez llegué a entrever el entramado, porque advertí los surcos por los que discurren las canicas que la mano invisible lanza hacia la seguridad del guá para rescatarnos del extravío y el vértigo del libre albedrío.
“El alma que ha desdeñado las cosas externas se encuentra situada en un lugar inexpugnable, se hace fuerte en su propia ciudadela”, le dice Séneca a amigo Lucilio en una carta. Se pretendía estoico y, sin embargo, el éxito temprano como abogado, su capacidad oratoria en una sociedad donde la palabra bien dicha era un artículo de lujo extremadamente valorado y muy consumido, le acostumbró casi desde siempre a una vida de lujos exenta de privaciones de las que guarecer el alma. Pudo ser quizá hasta un playboy, porque cierto affaire con una joven dama de alcurnia al inicio de su carrera pública le fue castigado con un exilio. El principal reproche que le hacían sus adversarios no radicaba en la calidad de su pensamiento ni en su modo de hacer política, sino en cómo era posible que pudiendo vivir con tan poco por temperamento tuviera tanto. En definitiva, la vieja máxima de dime de qué presumes y te diré de qué careces. Pero formulada al revés: Dime de qué te jactas no necesitar y te diré de que tienes repletos los bolsillos. Según parece, Séneca fue el inventor del suicidio en la bañera. Lo cuenta Tácito: Invitó a sus amigos y allegados a estar con él en sus últimas horas, para poder apurar l disfrute de la buena conversación. Se había decretado, así lo había ordenado Nerón, que aquella fuera la última velada. Pero no había forma. Los venenos tardaban en surtir efecto y por más que sajaba aquí y allá venas y arterias, la sangre no se vertía con prontitud. Al final, los rezagados en despedirse del ágape para volver casa decidieron macerarlo en agua caliente para incrementar la fluidez de sus tejidos corporales. Pero ¿qué fue aquello tan grave que hizo que Seneca mereciera la muerte? Sin duda sentir la pulsión de su propia conciencia inmerso como estaba en un medio amoral y carente de ética. No renunció al lujo pero si al poder, que también le fue dado desde muy temprano al ser el principal consejero del heredero de emperador Claudio. Quien aprieta el gatillo está en el lado adecuado del cañón de la pistola si de sobrevivir es de lo que se trata. Lo sabía Beria y por eso aceptó la tarea de ser el verdugo de Stalin. Por eso y porque era un psicópata. Distanciarse voluntariamente de Nerón fue en realidad la forma de morir que eligió. En todo caso, el camarada Iósif acabó encontrando un sustituto para el cargo.
Me gustaría sr medicina para tu fiebre. Descansa, niña. Duerme, que yo te velo. Que estás palabras sirvan como cuento de antes de cerrar los ojos. La máxima de Séneca numerada como septuagésima reza: “Morirás no porque enfermes, sino porque vives”. Reposa la frente caliente sobre el frescor de la almohada, expurgo de fiebres y de males en una caja con forma de sueño. Será donde debas depositar mi recuerdo para que lo herede el olvido. Hasta que amanezca.
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