domingo, 27 de diciembre de 2015

Album de fotos (29)



17 de diciembre de 2015
Un mito fundacional de la familia Muñoz Aycuens (la de mi abuelo paterno)
(Mi particular regalo de Navidad para Evangeline Lily)

Aun he estado por no salir a la calle. Es viernes y me da pereza estar dos horas deambulando fuera. Cuando empezaba a hacerse tarde me he decidido en un último cambio de aprecer, contraviniendo lo que ya parecía una renuncia en firme a dar mi diario pseo. Me he dicho: "No lo compliques, acércate hasta Rubén Darío y fotografía cosas que no hayas podido incluir todavía en el album. De paso, ordena ideas para poder cumplir lo prometido  a Evangeline". Así que, a petición de mi amiga, que me lo solicitó el otro día, relataré cierta historia mientras camino por Chamberí. Precisamente mi abuelo vivía en ese barrio, en un cuartel que aun existe en la calle Modesto Lafuente. Mientras ando en dirección sur medito las frases de mi historia. Ensayo primeras frases que capten la atención del lector. Escribir mentalmente es algo que hago a menudo. Pienso en un inetrlocutor, que tiene siempre la deferencia y la cortesía de cederme enteramente la palabra y despliego mi discurso. Allá vamos, Evangeline. Esta es una historia que alguna vez oí contar a mi padre en reuniones familiares, como las de estas fechas que se aproximan. Nunca presté mucha atención, lo reconozco con pena y cierta vergüenza. Cuando eres un niño no eres coscinente de que las cosas tienden a desaparecer, a desvanecerse en el olvido, que su existencia es frágil. Más aun si se trata de cosas intangibles, como lo es un relato, el recuerdo de algo que ha sucedido en un pasado que empieza a ser algo remoto. Mi abuelo, que ya no vivía cuando mi padre le recordaba con esta anécdota, era militar de carrera, como lo había sido su padre. Entre los dos debieron participar en casi todas las guerras del siglo XX y finales del XIX, incluídas buena parte de las innumerables escaramuzas, muchas de ellas aciagas para nuestras tropas, que sucedieron en territorio norteafricano. En el salón de mi casa hay una fotografía en blanco y negro, en tonos sepias, un tanto oscurecida por el paso de los años, en la que se les puede ver a los dos vestidos con uniforme de gala: Mi bisabuelo, un oficial con tres estrellas de seis puntas en el uniforme, que indican su graduación como capitán entonces, ignoro si llegó a más en el escalafón, con barba y bigotes y aspecto de no cecesitar elevar la voz para que se le escuche y se acate su parecer. parec el típico espadón decimonónico. Mi abuelo, por su parte, es un imberbe muchacho que intenat adoptar una posición marcial sin lograrlo del todo, al que nadie echaría más de deiciseis años, con un uniforme que aprece de cadete, muy parecido al que yo lucí en mi jura de bandera en al infantería de marina. Lleva el pelo cortado al dos, o quizá al uno, como si el campamente de instrucción fuera algo reciente. Que la fotografía que hay justo a su lado sea la de mi abuelo, con un enorme parecido a como era su padre en la otra, luciendo uniforme de general con la banda en el abdomen, junto a mi padre, que no viste de uniforme sino que lleva una toga y un birrete de día de su graduación, dice mucho sobre el devenir del tiempo y la transformación de España en apenas dos generaciones. Supongo que mi abuelo habría dado por buena la lección que yo extraigo de la visión conjunta de ambas imágenes: Que el estuvo con gusto en cuatro guerras para que la generación de mi padre pudiera rebelarse contra lo que consideraba injusto y trajera la democracia. Uno de los primeros focos de insurrección efectivos contra la dictadura se originó precisamente en la facultad de derecho de Madrid en los días que mi padre cursaba la carrera. La adscripción política de mi padre tengo entendido que no benefició en mucho a mi abuelo, pero no tengo noticia de que jamás le cortó las alas a la hora de expresar en privado sus ideas y de desarriollarlas de puertas para afuera. Supongo que militar en el partido monárquico era lo rzonable para alguien educado en los ya entonces caducos valores de la leltad, al decncia y el amor a la patria. Sin embargo, en aquellso tiempos nadie más que ellos, los monárquicos apostaban por la democracia. Cuántas veces no habré oido a mi padre decir: "Hay que ver loq ue se rieron de nosotros entonces, y mira, al final acabaron todos subido al carro de la monarquía parlamentaria como si la idea hubiera sido de ellos. Cuando yo era niño era difícil no ser franquista a tenor de lo que podía leerse en los libros de texto, que las dos grandes gestas de la historia de España eran la del Cid Campeador, dentro del marco de gloriosa Reconquista, y la del Caudillo, dentro del marco de la cruzada patriótica. Franco era casi un héroe Márvel y podría haber limitado en Los Vengadores si estos hubieran sido anticomunistas. Por eso me chocaba tanto en los tiempos en que aun no era capaz de discernir demasiado los porqués de las cosas que mis padres criticaran abiertamente, cuando no ridiculizaran sin más, a su excelencia el generalísimo. Siempre que se veía en la tele al anciano pescando carpas enormes en una poza en un  río de Galicia mi padre exclamaba: "pero si son de pisfactoría. Las tienen sin comer durante días para que le piquen en el anzuelo en cuanto el lanza el sedal". Yo no podía entender que mi héroe fuera objeto de mofa.

Mientras recuerdo las escenas de pesca flucial de la telecivión de entonces, de tiguroso blanco y negro, y con solo un canal y medio para emisiones, llegó a la intersección de Zurbano con la calle  Eduardo Dato. Hay ahí un edificio que me gusta mucho y que he tenido que marginar en las hojas del album cada vez que lo he fotografiado. Cuando se acometieron hace unos años los trabajos de rehabilitación de la sede principal del Defensor del Pueblo, en el palacio de Bermejillo, se habilitó una sede temporal en el edificio de esta esquina para que el organismo no tuviera que paralizar su actividad. Su estilo es parecido y debe ser de época parecida. Cuando las obras acabaron, Enrique Múgica, el titular del puesto entonces, decidió no renunciar a ninguna de las sedes, puesto que el volumen de trabajo al que tenía que hacer frente la oficina que dirigía era cada vez más abultado. Mal gusto a la hora de elegir casa no tiene. La sede principal es uno de los ediificios más hermosos de Madrid, y este adicional, sin ser tan espectacular, tampoco le anda mucho a la zaga, al menos a ojos de un analfabeto en cuestiones arquitectónicas como soy yo. me chifla ese tonio marfil de la fachada a la luz que declina por oriente.

Hace un tiempo le pedí a mi hermano, que siempre fue un oyente más disciplinado que yo de todo lo que decía mi padre, que me contara la anécdota del abuelo. Cuando éramos niños su idolatría hacia mi padre, sus ganas de emularle en lo que podía, era a veces llamativa -Como cuando calcaba lo que mi padre pedís cuando íbamos a comer a un restaurante. A mi de la tortilla de patatas o del filete a la milanesa no había quien me sacara-. Iba a decir enfermiza, pero creo que sería injusto. Si no fuera por su pasión por su palabra de mi padre no podría narrar esta historia, que ahora sé de su boca. Me narró la que yo quería oir y algún otro sucedido más. Como la vez que mi abuela se dio cuenta que le faltaban dos de sus hijos que había visto un rato antes jugando en el patio, y tras buscarlos desesperada por todo el barrio los encontró en un camión de un convoy militar encargado de recoger niños para destinarlos a Rusia. Los famosos niños de la guerra. Mi abuela, vaya usted a saber cómo, supo conmover y convencer al miliciano encargado de tan preciado cargamento para que le devolviera sus hijos, aduciendo que se trataba de todo lo que tenía en el mundo. Eran mi tío Luis y mi padre, entonces el pequeño de los tres hermanos. Años después nacería mi tía Soledad. Según esto, yo podría, por ejemplo, perfectamente haberme llamado Vladimir y vivir en Ucrania. O más probablemente, me podría haber desvanecido en el limbo de lo nunca sucedido tal como iban desapareciendo uno a uno los hermanos de Michael J. Fox en la fotografía de su cartera en la última escena de "Regreso al futuro", a medida que iba quedando claro que no iba a ser capaz de lograr que sucediera lo que era imprescindible: que sus padres se convirtieran en pareja. Los míos podrían no haberse conocido nunca. Siento un escalofrío al pensarlo.

Mi abuelo estudió en la academia de artillería de Toledo. Allí coincidió con el pescador de carpas, con Franco. Pero hablamos de un tipo que probablemente no andaba muy interesado en política. De código ético sencillo, elemental incluso, típico de un militar, pero que tenía la fuerza de voluntad de aplicarlo. eso es lo complicado. Tener creencias y principios es fácil, lo arduo es estar a su altura. Mi abuelo siempre tuvo un exagerado sentido de la justicia y del honor, imagino que desde su particular óptica, discutible para algunos, muy en la línea de la de Calderón o Lope. "Haz lo que debas", que diría un personaje de la películas de Spike Lee. Siempre he pensado que no es tanto estar en lo correcto, tener razón, como tener el corage de tratar de corregir las situaciones que parecen injustas a nuestros ojos. Contaba mi padre, esa historia si la recuerdo, que después de ver en Marruecos sacrificar a cientos de corderos era incapaz de comer su carne, que siempre la rehusaba cuando la veía en su plato. ¿Se anticipó a la ideas de los animalistas de hoy en día? Tal vez. Era hombre poco dado al ruido y a la violencia, bastante callado, quizá porque había estado en las suficientes guerrascomo para preferir otros métodos para relacionarse con su prójimo que los gritos o la barbarie. Aunque era estricto e incluso aplicaba castigos físicos a sus hijos, era sumamente cuidadoso a la hora de meditar el decidir aplicarlos. Importa sobre todo que quien es castigado sepa apreciar que hay justicia en ello, sino el catigo se convierte en mera venganza. En cierta ocasión que vio a uno de sus hijos, mi padre, de parranda con unos amigos por la calle en tiempo de exámenes -mi padre era muy bebedor y bastante jaranero en aquellos tiempos en que vivía en un acuartelamiento en Jerez-, nada le dijo entonces para no avergonzarlo delante de sus compañeos, pero al verlo ya de vuelta en casa su parecer sobre el incidente quedó meridianamente claro.



Mi segunda parada es para fotografiar un edificio que me me parece de una enorme elegancia y que me parace prototípico del barrio de Chamberí. No es un palacio sino una casa de viviendas. Desconozco si su arquitecto es ilustre o si fue residencia de lguien de postín, pero cada vez que paso a su lado lo capto con la cámara. Ayer mismo estuvo a punto de salir en la hoja del album, pero restringir a tres el número de imágenes permitidas por día es de una cicatería extraordinaria. Vale que las regla las he puesto yo, pero no por eso la voy a acatar sin expresar mi descontento. Se trata de la casa del número 36 de la calle Zurbano. Siempre hay gente en la puerta para proporcionarme la referencia perfecta en cuanto a dimensiones. Además de estilo hay disciplina. Ayer alguien entraba con una carretilla de obra cargada de herramientas y materiales. Estarán de reformas en algún piso. Si me ubico en la esquina contraria del cruce y pongo la cámara en vertical el edificio sale en su totalidad dentro de la imagen. Odio que haya cosas que no quepan en el encuadre. Es una de mis manías como fotógrafo. Las ramas verde-amarillentas de las dos acacias de la acera le dan una aspecto a la fachada de tener dibujado sobre su piel un tatoo.

La historia que quiero relatar a mi amiga tuvo lugar antes de estar casado, incluso antes de conocer a mi abuela en un destino que le llevó a Badajoz, de donde ella era. Ocurrió en algún lugar de Marruecos que mi hermano no me supo precisar. Tampoco la fecha exacta o aproximada, ni el rango que entonces ostentaba mi abuelo, ni la unidad en la que estaba encuadrado. Parecen muchas imprecisiones pero la historia que pretende ser cierta. En el peor de los casos es al menos sincera, no hay intención de engañar en ella. Una noche de tantas el acuartelamiento donde estaba destinado mi abuelo fue atacado por los rifeños, con tan mala fortuna que el primer oficial del puesto estaba ausente. Era corriente en él. Militar arrojado y fiero, gustaba de compensar sus esfuerzos en batalla apurando al máximo los momentos de asueto. Como Nelson o De Lezo le faltaba a aquel oficial un ojo y una mano como consecuencia de los gajes del oficio. Mujeriego y legendario bebedor, solía ingirir alcohol hasta caer redondo cuando pelear en una barra d bar se trataba. Aquella noche no tenía que estar ausente del cuartel, pero le pudo más las ansias de aventura femenina que el deber. Así que la dafensa de la posición recayó sobre su joven segundo, que no era otro que mi abuelo. A duras penas y con serias bajas pudieron repeler los españoles el ataque, salvando el puesto y la bandera de la unidad. Al día siguiente el problema era que dicidir sobre el ausente. Solo había dos soluciones, ninguna más: O se le fusilaba en el acto o se le condecoraba, y los que tenían que decidir sobre aquello acabaron concediéndole la Laureada de San Fernando, la máxima condecoración del ejército español, según tengo entendido. El fiero soldado llegó a atesorar hsta 5 de esas ansiadas condecoraciones, espero que alguna de las otras cuatro con mayor motivo que atreverse a realizar un ataque frontal en los burdeles. La unidad que mandaba también fur distinguida a título colectivo. Solo mi abuelo se quedó sin premio. Contaba mi padre que su indignación era palpable. Obligado a callar por no delatar a su superior solicitó traslado y se le debió conceder para no enquistar el problema. De vuelta a su tienda pidió a su ayudante que pusiese en un sombrero todos los posibles destinos escritos en papeletas dobladas. Al desplegar la elegida resultó er Extremdura y lo demás, como se suele decir, es historia, en este caso familar.

Mi tercera y última parada es en la calle Almagro. Se trata de la conocida como Casa Garay, por su primer propietario, Antonio Garay Vitorica, un potentado vasco que vino a Madrid a sacarle partido a su fortuna. Llegó a diputado de la Cortes por la circunscripción de Cáceres, en donde era un todo un terrateniente. Bien relacionado con la aristocracia y al gente bien de Madrid, incluso con su majetad Alfonso XIII, en 1914 decidió asentar sus reales en la capital, para lo que encargó al arquitecto bilbaíno Manuel María Smith e Ibarra (parece la típica conjunción para poder unir dos apellidos en uno y así lucirlos) la construcción de una casa-palacio en las inmediaciones de La Castellana, cerca de su ribera, aunque no en primera línea de playa. El rsulatado fue este belló caserón de estilo regionalista, con detalles neo-platerescos del que he sacado un par de docenas de fotos, entre las que he escogido con sumo dolor tan solo un para el album. La perpectiva desde la esquina es la que mejor resalta el torreón, auqnue de pierden los magníficos detalles de la entrda principal, que estaá situada en el extremo de la izquierda del inmueble. Nuevamente se trata de un edificio que luce tupé, esto es, veleta en su techumbre. El edificio fue adquirido en 1970 por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos para sus oficinas y la sede central de su banco. Como alguna vez cobré mientras era autónomo algún cheque de Caja Caminos lo llegué a conocer por dentro y su sabor por dentro tiene el mismo regusto elegante y antiguo que por fuera.

Un día mi padre me contó a pregunta directa mía cosas de mi abuelo. Me explicó que había sido instado a presidir uno de los tribunales que juzgaba a los prisioneros de la Guerra Civil recién acabada ésta y que rehusó hacerlo. Recuerdo ya muy de mayor como le afeitaba mi padre y como mi abuelo permanecía muy quieto y callado mientras lo hacía. Mi padre siempre le hablaba de usted como en las películas de John Ford ambientadas en Irlanda. Esa lejanía en el lenguaje mientras le hablaba para distraerle al tiempo que la íntima cercanía al pasar la navaja por su cuello era un mestizaje fascinante. En algo si que los dos estaban próximos, su pasión por el tabaco, que tanto amargara a ambos su últimos años. La bombona de oxígeno permanentemente en la cabecera de la cama en los últimos días de mi abuelo, la tos recurrente de mi padre y su pánico a los inviernos. Yo no he fumado un cigarrillo en mi vida. También en la firmea de carácter para estar a la altura de sus propias espetativas. A veces tengo la sensación de haber aprendido haber aprendido de ellos lo accesorio y haber pasado por alto lo importante. No me hice ninguna foto junto a mi padre el día que me concedieron el título de ingeniero de montes. Soy el eslabón que trunca la cadena. 90 minutos hablándole a Evangeline. Espero que le haya gustado la historia.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Album de fotos (28)



17 de diciembre de 2015

La primera imagen de la hoja de hoy la reservo para el Palacio de las Artes y la Industria de la Plaza de San Juan de la Cruz. Ni la cuenta llevo, la he perdido hace tiempo, de las veces que lo he fotografiado. Trato de esmerarme porque sé que eta vez le tengo reservado espacio en elm album. Ya le iba tocando. Para poder captar el edificio en su integridad hace falta poner distancia y resignarse a que en la imagen salga mucho mar de asfalto. Como ya dije, la cúpula metálica indica el verdadero esqueleto de la construcción, que no es cerámico, como hacen pensar sus fachadas, sino metálico. Desde donde estoy, en la distancia, el monumento a la Constitución parece un dado que alguien hubiera arrojado sobre un tablero de parchis inclinado sobre la guarida del equipo verde.

La Plaza de San Juan de la Cruz es de las más amplias de Madrid. Tiene una fuente diseñada por el ingeniero catalán Boïgas. En algunas publicaciones de ponen diéresis a la "i" y en otra la escoltan con una "h". A saber que será lo correcto. Yo opto aquí por lo primero porque me parece sumamente exótico. La fuente me trae recuerdos porque la teñimos unas cuantas veces de rojo o azul en señal de protesta cuando hicimos huelga en la universidad. Al este de la plaza hay un pequeño cerro en cuyo cima se alza el Palacio de las Artes y la Industria, hoy repartido a pachas entre la Escuela de Ingenieros Industriales, adscrita a la Universidad Politénica, y el Museo de Ciencias Naturales, uno de los mejores del mundo, dicen. Y aun lo sería más si durante las épocas de penuria no hubieran desaparecido muchas de las piezas de sus colecciones, que llegaron a estar esparcidas por jardines y patios traseros, literalmente en la calle, a falta de espacios expositivo, almacenes apropiados y ganas y medios para organizar tantos enseres. La plaza es atravesada de norte a sur por La castellana, cuyo trazado es anterior a los ensanches del siglo XIX, y por eso tiene un dibujo sinuoso. Por el oeste confluye en la plaza la calle Ríos Rosas, donde viven unos tíos míos. Un dato por darle a estas líneas un toque personal y autobiográfico. Por el este lo hace la calle Vitruvio, cuyo último número es un edificio ligado a la seguridad nacional, con helipuerto en la azotea. La calle Zurbano, que si tiene más o menos una alineación norte-sur, empieza en la misma plaza y, aprovechando el trazado con querencia hacia el este de al avenida, se va separando progresivamente de ella. En la ladera del cerro hay un parque en el que destaca un cedro del Himalaya cuya extraordinaria talla y porte no me explico que no le hayan hecho acreedor a ser considerado árbol monumental. Los que si lo son junto al Museo del Prado no son mucho mejores que este ejemplar y no están tan castigados por las podas y los años. Aunque quizás me este pasando de listo. Los árboles a veces no avisan de sus males, pueden estar podridos por dentro y parecer fuertes y lozanos. Un día se le caen a alguien encima por un ventarrón y nadie se lo explica. Si este se cayera se oiría en media ciudad.

Esta vez prosigo en dirección sur no por La Castellana sino por Zurbano, que pretendo cribar a fondo de elementos urbanos interesantes hasta su final en Génova. La intención es sobrepasar la altura de la Plaza de Colón y ver si soy capaz de llegar hasta La Cibeles, aunque lo dudo bastante. Nada más iniciar el recorrido me fijo en la parte trasera del edificio del CESEDEN, que ya he incluido en otra hoja del album. Están adecentando las incrustaciones de piedra de sus fachadas de ladrillo. Las partes ya lavadas se ven de un blanco impoluto que contrasta vivamente beige del resto. Hay colocados algunos andamios, pero no hay nadie trabajando. Será un objetivo a tener en cuenta cuando acaben los trabajos de rehabilitación. En Eduardo Dato encuentro la primera estación de mi recorrido. Es un edificio oficial, la otra sede del Defensor del Pueblo, aparte del Palacio Bermejillo, unas manzanas más abajo, junto a la Plaza de Rubén Darío. Tiene el mismo aire que aquel y mi imagino que también será una muestra del estilo neoregionalista que hizo furor después del 98. Me llama la atención la veleta que corona la techumbre. Hay muchas por la zona. El siguiente edificio en la calle, también en la acera de la izquierda, es el Hospital General Universitario Gregorio Marañón, bastante bonito, de ladrillo. Están arreglando la acera en ese tramo y eso me "engorrina" la imagen. En todo caso, tampoco encuentro un buen ángulo de ataque para hacer la fotografía. Justo en la esquina de esa parcela, en la calle General Arrandio, que es la siguiente perpendicular que cruzo, está la fachada principal del edificio. En ella puede leer que se trata del Instituto Oftalmológico. Es un edificio del año 1896, obra el arquitecto José Urioste Velada, autor también del edificio del Museo Lázaro Galdiano.


 

Al llegar a la calle Almagro, Zurbano desaparece, para reaparecer donde no le corresponde tras una discontinuidad espacio-temporal. Es fácil perderse, sobre todo porque la que parece su continuación natural es la calle Zurbarán, de nombre muy parecido. Ni hecho aposta. Estas son las cosas que deberían cuidar en la denominación de las vías públicas y no las cuestions ideológicas. Accedo a la calle Génova a la altura de la sede del Partido Popular. Hay dos policías en la puerta, uno de ellos con una escopeta en las manos de esas que vemos que portan los patrulleros del Bronx en las películas policiacas. Como me dijo una tuitera tras comentarlo, no está el PP para bromas tras el puñetazo que recibió Rajoy en las calles de Pontevedra. Justo aquí acaba Zurbano. Estoy a un tiro de piedra de la Plaza de Colón. Desciendo un poco por Génova y con la estatua del almirante a la vista, y prosigo por la primera calle que me cruzo. A los pocos pasos desemboco en la Plaza de la Villa de París, que da la impresión de haber sido remodelada hace poco. Lugar hermoso que casi deconocía. Hay una estatua del Rey Fernando VI en el centro de una zona ajardinada. Al fondo se alza majestuoso el Tribunal Supremo, ocupando el edificio que fuera el Palacio y Convento de las Salesas Reales. El autor es el mismo que el del Palacio Real de Madrid, Juan Bautista Sachetti y se le notan las hechuras de grandeza. Las normas para que los reinas puedan ser enterradas en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial es que o bien hayan reinado como titulares de la corona, no como reinas consorte, o bien hayan sido madres de reyes. Creo que la fórmula exacta es: "Haber sido rey o haber parido rey". El rey que pare rey ha de ser lógicamente una señora, al menos en estos tiempos. Cuando avance algo más la medicina ya veremos. Supongo que las adopciones no valen, aunque tampoco he indagado sobre el particular. Como la esposa de Fernando VI, Barbara de Braganza, no cumplía ninguno de los dos requisitos y puesto que el rey habría tenido que ser enterrado separado de ella, algo que le pareció intolerable, decidió crear un mausoleo exclusivo para ellos dos en Las Salesas Reales. Son los únicos de las dos dinastías de reyes que prefifieron pasar la eternidad en un pisito propio. Bueno, miento. Alfonso XII le construyó la Catedral de la Almudena a María de las Mercedes, su primera esposa, para tener un lugar digno donde enterrala. "¿A dónde vas Alfonso XII?", decái el estribillo de la canción. "A construir una iglesia", debería haber contestado en la segunda estrofa.

Por la propia calle que le dedica el callejero a la reina consorte accedo hasta Recoletos, y en vez de proseguir hasta La Cibeles doy por bueno el alcance del paseo. ya en retroceso hacia Colón busco la tercera foto para la hoja del album. El edificio de la Biblioteca Nacional ya navega  entre dos luces a estas horas de la tarde. Idéntico motivo me hace descartar la estatua del almirante. Al pie de las Torres de Jerez encuentro mi trofeo: La Venus de Fernando Botero, que descarada exhibe sus cinceladas y rotundas carnes a quien se quiera solazarse con su ebúrnea visión. El colchón parece duro, pero la dureza se ve amortiguada por sus pujantes pechos. La dama está seria, no sonríe. Hay incluso un gesto de desdén en sus finos albios. Es cosciente de que con los argumentos femeninos con losq ue cuenta no necesita hacer concesiones. El espejito diminuto me hace recordar la Venus de Velázquez de la National Gallery de Londres. Lo mismo es su parodia. Desde los glúteos a los dedos de los pies la vista desciende por continuos toboganes como si los ojos discurrieran por los rápidos de un río. Las dos estatuas de bronce de Botero que lucen en las calles de Madrid, ambas en La castellana, se quedaron aquí tras una exposición al aire libre con sus obras que ocupó el Paseo de Recoletos. El consistorio adquirió una de las obras y la otra fue regalada por el escultor, dejando que se elegiese entre las expuestas. La vuelta la hago a paso vivo, hasta que a la altura de Ríos Rosas, el inicio del bucle, empiezo a notarme cansado. Me suda la espalda a pesar de que estamos a mediados de diciembre. Ha sido una tarde despejada de nubes en el cielo y en mi cabeza. Tardo 125 minutos en regresar a casa, un nuevo record. Se me van a quedar en el tintero la mayoría de las fotos que he hecho en el paseo.



lunes, 21 de diciembre de 2015

Album de fotos (27)




16 de diciembre de 2015

Hoy no me apetece salir a la calle. A duras penas salgo. Lo hago tarde y me dedico a dar vueltas alrededor de mi calle y las adyacentes. En un esfuerzo supremo cruzo la Avenida de General Perón y me planto en la Plaza del Presidente Carmona, donde se alza la iglesia parroquial de Santa María Micaela y San Enrique. Esta era la otra iglesia de mi barrio cuando yo era niño. Nosotros íbamos a la Basílica de la Merced, en al calle General Moscardó, un templo inmenso que vimos crecer y engalanarse poco a poco, a paso de tortuga, hasta que un día ardió su techumbre. Para cuando empezaron a reconstruirla yo ya no era asiduo a misa, me deslizaba sin remedio hacia el agnosticismo. Jamás había visto ni vería después una grúa móvil tan inmensa como la que hicieron entrar en la calle a duras penas para poder descender los materiales quemados por el incendio.

Imagino que hay dos tipos de experiencias que hacen al individuo llegar a la conclusión de que la vida merece la pena, apreciar la existencia, reforzando las ansias de vivir. El primer tipo englobaría las experiencias de índole sensitiva. Serían las que son producto de nuestra relación con el mundo a través de los sentidos. En ellas la respuesta interior sería una explosión de sensaciones, un "subidón" neuroquímico, al sentir que hemos palpado la realidad con la yema de los dedos. El sexo sería el ejemplo arquetípico. ¿Quien no querría vivir al menos un día más después de una grata experiencia sexual con la esperanza de poder repetirla? Esos momentos que nos reportan la sensación de que somos capaces de influir en nuestro entorno también quedarían adscritas a este grupo: El poder, que para algunos es la razón última del sexo; La satisfacción del trabajo bien hecho; Quizás la quimera de que alguien extraerá una lección provechosa, por minúscula que sea, de la lectura de mis escritos. De este tipo de experiencias he tenido poco bagage en mi vida y no estoy precisamente ni en edad ni en disposición de incrementarlas en mucho en lo que me queda.

El otro tipo tipo posible abarcaría las experiencias de índole cognoscitivo y serían producto de nuestra relación con el mundo a  través de la razón. La respuesta interior en este caso sería la de la comprensión, tener la certeza de haber arrancado a la ignorancia otro fragmento más del mensaje, del palimpsesto que tal vez lo explique todo. Comprender la existencia, siquiera el escenario donde tiene lugar todo, es una tarea para la que la duración de la vida se queda corta. Yo creo que el mensaje solo estuvo compleo en el inicio de los tiempos, traté de explicarlo hace veinte años en el relato "Sirenas varadas en archipiélagos de luz", y que luego se desgajo en infinitos fragmentos, pudiendo ser solo recompuesto en el final de lso tiempos. Como ya dije en otra hoja del album, cuando uno habla de sus creencias inevitablemente ha de sonar pueril. El universo no fue creado para la comprensión del ser humano. Cuando hablamos de lo trascendente nos falta vocabulario e inteligencia para poder expresarnos. Somos como analfabetos declamando las entradas de una enciclopedia. Si al menos supiéramos leer. ¿Tiene sentido que en este segundo tipo de experiencias tengo mejor bagaje que en el primero? Creo que sería ridículo creer que sí, mucho más decirlo en voz alta. Sin embargo a veces, por un momento al menos, creo que empiezo a entender las cosas, al menos a compender su temperamento, a averiguar cual es el alfabeto con el que está escrito el mensaje, y aunque son momentos fugaces, apenas instantes confusos, traen el gozo de saber que no todo es entropía, caos deshaciendose en la nada, mero ruido de fondo. La temperatura del universo es de solo 2,7 grados sobre el cero absoluto y todo lo que se expande se enfría. Es algo que sabe cualquiera que haya estudiado los rudimentos de la Física de Gases y las leyes de la Termodinámica. vamos a menos, dice al ciencia, y sin embargo las evidencias nos demuestran lo contrario. La misma parición de la vida y su evolución hacia algo cada vez más complejo contraviene la segunda ley de la termodinámica.

Sin saber cómo he llegado hasta la calle Sor Ángeal de la Cruz, tan abstraido voy. No hago más que mirar el reloj esperando que se cumplan los 60 minutos de paseo que he fijado en mis normas como duración mínima. Es como cuando hacía guardias en la mili. El reloj es un verdugo silencioso que te ajusticia cada minuto con la mirada, con la tuya propia además cada vez que le echas un vistazo. El tiempo solo tiene una velocidad, solo se construye con dos tipos de piezas del mecano, las del hastío y las del disfrute, piezas demasiado lentas y demasiado rápidas respetivamente, cuando deberían ser justo al revés. Un edificio reclama mi atención. Precísamente me ha recordado los fuertes que nos construía mi hermano a mi amigo José María y a mí con piezas de mecano cuando jugábamos con los soldaditos de plástico. El bloque superior, más pequeño que el inferior parece encajado en este último como si ambos fueran piezas de un inmenso mecano de esos anteriores a la aparición en als jugueterías de los LEGO. Casi puedo ver la infantería alemana de la Wehrmacht, mi preferida, desplegada sobre la zotea y las ventanas de las oficinas asomando sus fusiles.



Recuerdo haber visto por primera vez "El tercer hombre" de Carol Reed enfermo, siendo un niño, con esa emotividad y exaltación que me ha provocado siempre la fiebre. Hasta es posible que llorase en la última escena, esa en la que Joseph Cotten espera a Alida Valli en la puerta del cementerio donde acaban de enterrar a Harry Lime. Lo hace como última oportunidad antes de irse de Viena de hacer posible un amor que a él se le antoja imprescindible. Y ella pasa de largo sin mirarle. Estar enfermo en mi casa cuando eras niño te daba derechos. Por ejemplo, derecho a ver películas solo para mayores, con dos rombos. De todas maneras, la fiebre, que a menudo alcanzaba los 42 grados, me impedía conciliar el sueño fácilmente e ir a la cama de forma prematura no era ninguna solución. Estaba mejor entretenido en el salón viendo una película que dando vueltas a la almohada sudorosa y quejándome. Lágrimas cálidas recotieron mis mejillas en varias escenas. La música de cítara de Antón Karas se me quedó impresa en el alma aquella noche. Y cuando Harry Lime, Orson Welles, muere acribillado a balazos en las cloacas de Viena agarrando una rejilla del alcantarillado y vemos sus dedos emergiendo al exterior desde la calzada de una calle, como quien trata de agarrar un imposible, la libertad en este caso, me sentí de su parte, aunque fuera el villano de la película. Tarde muchos años en encontrarle rivales a su altura a la obra maestra de Carol Reed. Hube de esperar a "Doctor Zhivago" de David Lean y a todo el abanico de John Ford, empezando por "Que verde era mi valle", mi primer contacto con el director irlandés, para acabar con "Centauros del desierto", la que ahora considero la mejor película de la historia del cine.

"El Tercer hombre" cuenta la historia de Holly Martins, un escritor de novelas del oeste con cierto éxito aunque escasa capacidad literaria, que llega a la Viena de la posguerra que se han repartido en cachos iguales, como quien se reparte una tarta, las cuatro naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Ha llegado hasta allí al reclamo de Harry Lime, un amigo de la infancia, que le ha prometido un trabajo y un futuro. Pero nada más arribar a la ciudad, que no es más que un montón de escombros poblado de fantasmas, se entera de la muerte de Harry. Tras asistir al entierro, aun desorientado pero la pena y la total falta de objetivos, es abordado por un oficial del ejército británico. Ante su estupor le informa que Harry aun sigue vivo, que su entierro ha sido una farsa, que muy probablemente en el ataúd que acaban de poner bajo tierra esté el cadáver de otra persona. Le hace saber también que Harry Lime es el peor villano de la ciudad, a pesar de que acaban de vivir una guerra y la competencia para el puesto es lógicamente dura. El mayor quiere convencerle para que le ayude a capturarlo. Quiere que le sirva de señuelo, que haga salir a Harry de la madrigura en la que sea que se haya metido y que le obligue a alir a campo abierto para que pueda echarle el guante. Imbuido por el mismo espíritu de camaradería y lealtad impostados que impregnan las novelas que escribe, Holly se ofende al escuchar la oferta. Es un hombre de principios sencillos pero sólidos. Es imposible que Harry sea el monstruo que el militar le está describiendo. Además, es su amigo, y eso le pone completamete a salvo de su posible traición. A partir de ahí la trama gira en torno a las pesquisas de Holly para encontrar el rastro de su amigo y averiguar que le ocurrió. Su muerte se debe a una ccidente de tráfico, dicen ciertos testigos. Un atropello. Y entre los que socorrieron al accidentado en la misma calle hay un tercer hombre que se hace imposible idntificar que es quien da el título al relato.

Holly empieza a intuir que hay una sórdida trama en todo el asunto y no es capaz de dilucidar si su amigo Harry es una víctima de un complot o quien la ho urdido para poder beneficiarse. Conoce a Anna Schmidt, la amante de Harry y averigua el trato vejatorio que recibía por parte de él. En ese momento empieza a aflorar su personalidad de caballero andante, protector de damas, que suele soterrar en los personajes priotagonistas de las noveluchas que escribe. El amor empieza a tallar una fisura en su lealtad a Harry. La brecha se hace más grande cuando el mayor Calloway le hace saber que Harry es el mayor traficante del mercado negro de Viena, que su negocio más lucrativo es la venta de medicamentos adulterados. Una visita a un hospital infantil en la que el mayor hace las labores de cicerone, donde algunos niños agonizan por culpa de la penicilina aguada y caducada, dinamita sus últimas defensas. Holly sabe ahora que Harry está vivo, le ha visto. Lo hemos visto todos los espectadores en la penumbrea de un portal. La secuencia es sin duda la mejor entrada en escena jamás filmada para un perdonaje cinematográfico. Anna y Holly conversan en la alcoba de la casa de Harry. Es de noche y hay mucha penumbra en la calle por la falta de iluminación pública. Hay que recordar que estamos en plena posguerra. El ventanal de la habitación está abierto de par en par. El gato de Harry escapa brincando del alfeizar a la calle en un descuido de la pareja, mientras Holly intenta unos torpes acercamientos amorosos a Anna. Cuando se encarna en un héroe de novela barata todo le resulta más fácil con las mujeres. El gato camina por el empedrado de la calzada hasta la otra acera. Entra en las sombras de un portal y se refugia junto a unos pies. Hay una figura humana protegida por las sombras. La escasa luz de la luna solo permite ver hasta la altura de sus tobillos y al gato restregandose en el bajo de los pantalones. En ese momento un elemento hasta entonces apenas advertido a pesar de su extremada belleza se nos hace evidente. La música de cítara de Antón Karas, que constituye la banda sonora de la película, ha venido teniendo un significado que no habíamos advertido hasta ese momento. Cada vez que el tema recurrente de la melodía, su estribillo, por así decir, se ha dejado escuchar en una escena es porque Harry estaba presente, aunque no lo pudiera captar el ojo de al cámara por estar ausente del encuadre. Justo mientras el gato de Harry ronronea y evidencia su cariño al tipo emboscado en el portal es cuando el estribillo se hace más evidente e insistente que nunca. Un fogonazo de luz procedente del otro lado de la calle al abrirse bruscamente una ventana confirma nuestras sospechas: Orson Welles hace acto de presencia por primera vez en la película, a despecho de que hayamos escuchado el estribillo inumerables veces, y al sonreir de forma pícara a su amigo, que le contempla sorprendido a través del ventanal de su propia alcoba, sabemos automáticamente que Orson Welles es Harry Lime, el tercer hombre misterioso que Holly lleva persiguiendo buena parte del metraje de la película y al que hemos advertido antes repetidas veces, pero a través del oído que no de la vista.

Hally acepta hacer la labor de cebo para poder capturar a su amigo pero, ¿qué es lo que le mueve a hacerlo? ¿El despecho amoroso o el sentido del honor? Probablemente ni el lo sepa. El drama personal que vive en ese momento no se parece en nada a las heroicas y diáfanas historias de sus novelas. Tampoco él es el protagonista, solo un sórdido y deslucido personaje secundario. Un diálogo de esos que se recuerdan en todos los manuales de cine permite a Holly salir de su ensimismamiento. Subidos en una cesta la noria del Prater vienés, en lo más alto del recorrido circular, Holly intenta hacer de Harry regrese a la senda de la decencia. Welles se ríe socarronamente de él. "Dime una cosa, Holly, ¿siglos de democracia y de paz en Suiza que le han reportado a la humanidad? Tan solo el reloj de cuco". Holly le inquiere por las personas que han sido víctimas de sus engaños, por los niños del hospital. Los demás son solo hormigas anónimas e insignificantes, le responde éste, y le señala para que lo entienda al gentío que camina al pie de la noria. En ese momento, no antes, Holly comprende que Lime se merece cualquier castigo que le imponga la justicia. Cuando Anna pasa de largo ante él tras el segundo entierro, esta vz con el cadáver correcto, tampoco llegamos a saber si es la falta de amor a Holly, los restos de su amor a Harry, o un castigo por lo que juzga un comportamiento desleal los que motivan su negativa a la muda pregunta de su caballero andante. Es un final desolador que planteó muchas dudas durante el montaje de la versión definitiva de la película y que a duras penas sobrevivió por el miedo que suscitaba a que pudiera ser rechazado por los espectadores.

Muchos años depués de ver por primera vez la película llegó a mis manos, en una cacería de libros en la Casa del Libro de Espasa-Calpe en Gran Vía y sus aledaños, la edición de Alianza Editorial del relato de Graham Greene. Colección de bolsillo. Inconfundible formato en rústica en el que predomina el color blanco y el cartoné en las portadas. En el prólogo del libro Greene confesaba que el cuento se basaba en el guión que le encargaron escribir para una historia de espías ambientada en la Viena finales de los 40s, un escenario único, facinante y fugaz que, gracias a Díos, el tiempo relegó la olvido en pocos años. Aquella vez fue la literatura la que adaptó al cine y no al revés, como suele ser. El argumento, comentaba Greene, se basaba en una nota que el novelista escribió en su diario tras el entierro de un amigo: "La tierra endurecida por el frío, casi congelada, que hacía difícil que fuera excavada la tumba, parecía reacia a acoger en su seno a mi amigo". Esa escueta frase, o una muy parecida, hablo de memoria, cualquiera encuentra el ejemplar en mi selvática biblioteca, es la simiente de uno de los mejores guiones de la Historia del Cine. Pero, ¿realmente asistió Greene a un entierro en la Viena de aquellos años? ¿Era quizá una despedida simbólica? Nada esclarece en su prólogo acerca del particular. Y, sin embargo, oh casualidad, esta misma semana puede que haya encontrado una respuesta a este apasionante misterio que para mí a durado décadas. Y la posible respuesta no puede ser más fascinante y evocadora. Tanto, que incita a indagar y profundizar aun más en la historia. Ojalá haya aun alguna veta más de información en mi tupida biblioteca porque hace años que no puedo comprar libros.

Este fin de semana pasado emergió entre un matorral de libros, concretamente en el que crece en el comedor que usamos en casa como guardamuebles y cuarto trastero, como desván, un libro mío aun por leer: "Escritores espías" de Martínez Laínes. Editorial Temas de Hoy. Como su título indica, se trata de once breves ensayos biográficos sobre otros tantos escritores que fueron además espías en algún momento de sus vidas. Todos son muy famosos. Hasta el punto que dos de ellos son las dos máximas cumbres  el Lengua Castellana: Cervantes y Quevedo. Uno de los otros nueve es Graham Greene. Aquí viene lo increíble: Durante la Segunda Guerra Mundial, Greene trabajó para el servicio secreto británico. Formaba parte de la Subsección 5 del MI6, a las órdedes del archiconocido Kim Philby, el espía más famoso de todos los tiempos. Tras un tiempo realizando trabajo como agente de campo en Sierra Leona, a su regreso a Londres, Greene fue asignado a la subsección encargada de recabar información sobre la Península Ibérica, cuyo jefe era Philby. Su campo de acción personal era Portugal, pero esta vez realizaba su labor preferentemente en un despacho. A pesar de que rindió a muy alto nivel y iba a ser promocionado en breve, renunció al servicio secreto en tras el desenbarco de Normandía. Nadie entendió muy bien por qué. Llegaba el tiempo de las vacas gordas y estaba en la cresta de la ola y en el lugar idóneo. Pero parece ser que tenía sus razones. Íntimo amigo de su jefe inmediato, éste había logrado hacerse con la plaza vacante más codiciada del momento: la de jefe del servicio de contraespionaje para la URSS, el nuevo enemigo. Para llevarse el gato al agua, Philby tuvo que destrozar la reputación del máximo aspirante, un acérrimo enemigo del comunismo. Fue una jugada maestra: Eliminó al peor enemigo de Stalin y se ubicó en el mejor puesto posible para servir a sus verdaderos patronos porque Philby era un topo de los soviets. Muchos años depués, durante el deshielo de la guerra fría, con Philby ya viviendo a Moscú como un héroe condecorado por el Kremlim, los antiguos amigos seguían siéndolo. ¿Le confesó Philby quien era en realidad en los años cuarenta y por eso Greene renunció a su puesto, a la promociónq ue le ofrecía Philby? ¿Lo averiguó opor su cuenta y prefirió tirar al toalla pensando que nadie iba a creerlo o porque le pareció indecente delatar a su amigo? Estas preguntas, más bien sus respuestas, dan un giro de tuerca al argumento de "El tercer hombre". Greene confesó en sus diarios y sus mmorias ser un hombre atormentado por la culpa, aunque sin esclarecer la naturaleza exacta de sus pecados. Parece que Holly Martin prefirió en la película justo la opción contraria a la que eligió Greene en la vida real, con idéntico sabor a derrota y a desencanto. Tal vez el escritor quisiese explicar que algunos dilemas son en realidad una callejón sin salida, sin un resquicio para la ética y mucho menos la felicidad.

En fin, a falta de grandes aventuras carnales o profesionales, este tipo de nimios descubrimietos son los que me hacen sentir vivo, querer vivir otro día para repetirlos. Y no es poca cosa aunque pueda parecer exagerado. Porque no siempre he valorado la vida lo suficiente como para desear prorrogarle el alquiler de mi confianza. Creo que fue el aspecto que le conté a mi psicóloga durante nuestra primera sesión. Como durante la segunda parecía muy centrada todavía en él, quise tranquilizarla. Le expliqué que era muy poco probable, casi imposible, que me llegara a suicidar alguna vez. Le confesé las normas que me había autoimpuesto cuando era un adolescente para evitar optar por esa vía de escape aunque la angustia fuese insoportable. A saber: 1) Que el suicidio no podía buscar una reacción en este lado de las cosas. En el mundo de los vivos. No podía ser un golpe de efecto que intentara provocar una reacción en lsoq ue dejaba atrás y cuyo beneficio solo pudiera disfrutar si siguiera estando vivo; 2) Que nadie pudiera sentirse directamente culpable del suicidio, es decir, que no pareciese una respueta a un suceso en lo que pudiera estar involucrado alguien que quedara atrás. Le dije a la doctora, un poco en broma para quitarle hierro al asunto: "Nunca te haría la faena de suicidarme meintras estuviera bajo tu tratamiento. No sería tan canalla como para hacerlo y hacer que te sintieras culpable". Su respuest me pareció curiosa, no sé si desacertada: "No considero que sea mi responsabilidad, por lo que no ha lugar". Creo que no era consciente de que si pedí ayuda psicológica hace unso meses fue porque las reglas pasaron a importarme un bledo, dejaron de ser un obstáculo. Me dio mucha pereza explicárselo. Creo que efectivamente le daba igual. Luego, meses más tarde, me demostró que tenía razón con mi intuición.

Tras fotografiar el edificio de la esquina de Sor Ángela de la Cruz con la Avenida de La Castellana me bato en retirada. Tiene su aquel, auqnue más que nada lo hago proque aun no tengo las tres ima´genes de rigor para al hoja del album. Voy por los 40 minutos de caminata, así que serpenteo de camino a casa, trazando bucles innecesarios. Son exactamente 60 minutos de paseo cuando regreso al portal, más callado que en misa. También en lo mental.










Album de fotos (26)





15 de diciembre de 2015

Me dirijo otra vez a la Escuela de Ingenieros de Montes. He salido temprano para tener tiempo para curiosear una vez llegue. Me seduce también la idea de acercarme a la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones, donde estuve estudiando un año. Aquel curso no logré aprobar nada, condición sine quanon para poder continuar en los primeros cursos de las carreras de ingeniería y en el deshucio acabé aterrizando de rebote en Montes. Aquel primer año de universidad viví completamente aislado de mi prójimo, como un autista. Apenas era capaz de interactuar con mis compañeros de clase, pedir unos apuntes, plantear uan duda al profesorado en las tutorías, estudiar para un examen. Era un compelto zombi social. Solo me juntaba con los marginales como yo. Mi compañero de prácticas de laboratorio resultó ser un proetarra y ni siquiera me sentí con fuerzas para rebatir sus falaces argumentos. También es verdad que en aquellos tiempos el terrorismo gozaba de cierto prestigio político en la izquierda más militante. De sus labios oi por primera vez el término "La basca" como sinónimo de "la peña", y reconozco que durante mucho tiempo lo usaba como gentilicio. Anda que nio era pánfilo y bisoño en aquella época.

Creo que fue en mi segundo año en Montes cuando conocí a Susana, la mujer desmayada. Un día tuvo una lipotimia en plena clase de Álgebra con el profesor Aranguren, el celebérrimo Cerillo, y ya se le quedó para siempre el sanbenitode ser una mujer necesitada de protección y cuidados. A ello nos dedicábamos Enrique y yo a tiempo completo. Los tres formábamos un trío inseparable. Donde estaba uno podía encontrarse a los otros dos. Como si fuera una cría diez años, ambos la incitábamos constantemente a alimentarse más cuando nos tocaba quedarnos todo el día en la escuela y debíamos usar el comedor de alumnos. Ella apenas probaba bocado. Por la mañanas traía de casa un sanwich de queso Filadelfia envuelto en papel de aluminio, que desenvolvía antes de entrar en la primera clase, la de las ocho y media de la mañana, y que devorábamos por turnos en un pasillo apoyados en una ventana. Nos lo íbamos pasando en corrillo como quien se fuma un porro en grupo con los colegas. Con ese ritual conseguíamos que la niña al menos ingiriera un tercio de su desayuno. Su madre  rellenaba el sandwich con doble capa de queso y lo hacía con rebanada grande sabedora de que era para compartir. Estaba delgada y pálida y tenía problemas de tensión. Las pulsaciones las tenía siempre por los suelos. Dos veces en cada jornada, al menos, subíamos al bar de la escuela, que estaba entonces en el tercer piso, para que se tomara una menta poleo. También bebía agua constantemente, que hace aumentar la presión tónica en el cuerpo por lo visto. Con los meses empecé a intuir que había una razón oculta en su falta de energía. Era un misterio impenetrable. Arrastraba cierta tristeza congénita dentro de su alegría natural, como una segunda capa de una cebolla, que lo ensombrecía todo. Nunca nadie antes o después de ella me ha inspirado tanta ternura. Para mí el sentimiento supremo. Cada vez que nos cruzábamos con el profesor Cerillo éste se interesaba por su salud, le cogía al mano y le hacía saber que estaba a su disposición, como un galante caballero de otra época. Creo que el pobre estaba tan enamorado de ella como yo, como creo que lo estaba Enrique. Nos dieron un trabajo en el laboratorio de anatomía vegetal y los tres nos pasábamos las horas muertas preparando muestras para el microscopio de tejidos de acículas de pino para una investigación sobre genética. Estudiar lo justo y hacer novillos con cualquier excusa. ¿Cuántas horas habremos pasado los tres en pandilla en cada uno de los rincones secretos del arboreto de la escuela?

Cuando llegó a la escuela pore la entrada trasera me dirijo directamente hacia el círculo de cipreses del otro extremo del recinto, por las sendas que han habilitado desde que no voy por alli. Cuando llego a la madroñera mi cabeza se llena de recuerdos. Por estas mismas fechas íbamos allí a buscar frutos de madroño. Este arbolillo, más bien arbusto por su porte ramificado desde la base y su escaso tamaño, florece a principios del invierno, justo ahora, y empieza a dar frutos en poco tiempos. Según nos contó el profesor de La Torre, el catedrático de Botánica, Linneo le dio su nombre científico (Arbutus unedo), porque uno y solo uno era la cantidad de frutos que aconsejaba que se ingiriera. Uno para catarlo, porque hay que probarlo todo esta vida, y ninguno más porque no merece la pena. La leyenda dice que cuando el fruto madura en la rama fermenta un tanto y puede provocar cierta borrachera si se ingiere en exceso. Enrique, que era el más aventurero de los tres, acabó "pedo" cierta vez que se dio un atracón, como si fuera el oso del escudo de Madrid. Un cierto aire se daba porque era muy corpulento. Tenía pecho de haltera. La madroñera de la escuela fue durante mucho tiempo, hasta que empezó a usarse la especie de forma habital en loa años 80s y 90s para las plantaciones en parques y jardines de la ciudad, el único lugar en Madrid donde podía contemplarse el árbol que luce en su escudo municipal.

Los madroños están cuajaos de flores. Hay un único fruto en toda la fronda, de un rojo casi cereza. Encuadro el que me parece más hermoso de todos desde un extremo del rodal y las ramas se diría que encanecen por el juego de la luz filtrándose entre las hojas. Después me dirijo a la salida del recinto de la escuela. Pensar en Susana me ha puesto mohino. Deambulo cerca de la Escuela de Ingenieros Forestales, la titulación técnica de Montes. Ahí acabaron muchos de mis compañeros, frustrados por no verse capaces de avanzar en los estudios. había gente que tardaba 4 ó 5 años en superar lso dos primeros cursos. Como Montes está en lo alto de un cerro y Forestales al pie del mismo, el símil hidrológico estaba servido: Acabar estudiando en Forestales era deslizarse ladera abajo arrastrado por la escorrentía. Alguno conocí que empezaba a quedarse calvo arriba y abajo recuepró al melena. Vivíamos en un permanente estrés y frustración. Por qué aguante tanbto allí. Yo reo que porque no me quiero nada en absoluto. De camino a la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones descubro que han edificado una nueva facultad entre la mía y la de Biología. Se trata de Químicas. Cuando estoy a la altura de la Facultad de Ciencias Exactas me pesa retroceder en el tiempo y me desvío hacia la Agencia de Meteorología. Es una huída. Trato de buscar la ruta más corta hacia el barrio de Chamberí. De repente estoy en plena estampida. Pero me sale mal. Estoy repitiendo el paseo que hice con Susana el último día que hablé con ella hace dos décadas y media. Salgo escopetado hacia la zona de los colegios mayores en cuanto puedo por que encuentro una ruta. Tanta gente que se ha quedado atrás porque la he relegado al olvido. O no. Ojalá el olvido fuera posible.



Me refugio en la fotografía. Abandono la ciudad universitaria por Almirante Francisco Moreno, la continuación de la Avenida de Pablo Iglesias. Esta calle bordea un parque que solía atravesar cada vez que iba a la facultad a pie. Hoy su aspecto es esplendoroso. Los pinos piñoneros lucen sus copas verdes, como los corresponde, aunque estemos en pleno invierno, para eso son coníferas de hoja perenne. Es un verde del mismo tono que el del céped que asoma entre la hojarasca. Los plátanos de la acera alfombran el suelo con sus hojas color arcilla, que casa con el rojo salmón de la corteza de los pinos. Parece algo premeditado esta distribución cromática, como si un diseñador de interiores hubiera sido el encargado de ajardinar la zona. Más adelante, en la ruta de regreso a csa, en la calle Leñeros un edificio con forma de cuña me sorprende. La acera tiene aspecto de quilla de barco y en el paramento extrior de la terraza hay colgado un timón, como si la casa fuese el puente de mando de una velero. Hay incluso una ventana debajo con forma de ojo de buey. La acacia que se arquea justo al lado parece un mástil con su vela amarilla ondeando al viento.

Entro a comprar berenjenas en un supermercado de barrio. ¿Lo he dicho ya?, me encanta el sabor a pueblo que tiene el barrio Tetuán. Mañana me toca hacer la comida. Pienso rellenarlas con un remanente de carne picada que hay en el congelador. Hacer de ama de casa me reconforta y me anticipa la sensación de alivioque representa volver a casa. 115 minutos de paseo, pero apenas he aguantado veinte en el recinto de la escuela. De intentar entrar en el edificio ni hablemos.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Album de fotos (25)


14 de diciembre de 2015

Miro con detenimiento el Hotel Vía Castellana tratando de determinar si está falto de una tercera dimensión, tal como me parece a mí. Parece un edificio construido para los habitantes de Planilandia, aquel país imaginario inventado por el clérigo y matemático Erwin Abbot hace más de un siglo para explicar algunas cuestiones geométicas y de paso para hacer crítica social en su tiempo. No haría falta ser muy elástico, digamos que tanto como el líder de los 4 Fantásticos de los tebeos Marvel, para poder tener apoyada la mano sobre el alfeizar de la ventana que da al este mientras que con la otra se abre la que mira al oeste. El eje norte sur debe ser el único que sobrevive en la brújula cuando se está dentro del edificio. Visto desde donde me sitúo parece un emparadado hecho con galletas Cracker, con el relleno de mermelada, mejor miel qu es más viscosa, sobresaliendo por el dorde en forma de rulo, ahí por donde discurre lo que parece la caja de unas escaleras. ¿Cabrá una cama de matrimonio en una de las habitaciones del hotel? ¿Las suites serán solo para enanos o tipos muy delgados? Cuanto más lo miro más me fascina. Hasta creo ver salir por la puerta de recepción mientras hago una de las fotos al señor Triángulo del brazo de la señora Trapecio.

Durante mis tres días de estancia en la UCI -¿O fueron cuatro?- creí tener una revelación. A veces tengo la loca idea de que esa revelación fue lo que me hizo superar el trance, no cerrar los ojos para siempre, como temía el Conejo Blanco. Ahora sé... Mejor: Ahora creo saber que me equivocaba. No hubo ninguna revelación y si sobreviví fue por puro azar. El azar y la necesidad lo gobiernan todo, como un relojero ciego que ajusta los mecanismos del universo con sus diestros dedos, tanteando, sin mirar. Pensaba que ella estaba a mi lado, que la había conocido, que me había sido concedido el don de conocerla para que fuese mi protectora, mi ángel de la guarda. Eso pensaba mientras veía girar las manecillas en el relojito del Conejo Blanco cada vez que se acercaba a mi cama. Cerraba los ojos para concentrarme en su recuerdo, para juntar los pocos retales de conocimeinto que tenía de ella y armar una imagen coherente, y, como por ensalmo, el Conejo de Alicia se presentaba ante mi cama. "¿Felipe, estás despierto?". creo recordar que usaba un diminutivo, pero no recuerdo cual. "", "Pues abre los ojos para que yo vea esa dulce mirada". La había conocido en internet, casi me da vergüenza confesarlo, ni siquiera era una presencia de carne y hueso en mi memoria. Vino envuelta en música de Vivaldi, como un querubín que desciende de los cielos acompañado por una orquesta de arcángeles. Era tan hermosa la mujer de la foto de su avatar que di por sentado que no era ella y por eso me atreví a hablarle. Mi vida estaba patas arriba, o más bien espatarrada, en sentido literal, y mientras estaba tumbado en la cama de una UCI solo podía pensar en ella. Todo parecía tan irreal a dos pasos de la muerte que su existencia virtual me resultaba totalmente consistente. Siempre que lograba convocar su recuerdo cerrando los ojos el Conejo Blanco me devolvía al país de los moribundos. Así que aprendí a evocarla con los ojos abiertos. Y cuando lo logré una golondrina vino a posarse en el minúsculo alfeizar de la ventana, junto a la cama de mi vecino de la izquierda, un tipo que nunca hablaba yq ue yo creoq ue no etaba del todo en este mundo. El pájarillo de plumón negro batió sus alas contra la ventana, tamborileando el vidrio, como si estuviese tratando de llamar la atención de todos, o tal vez solo la mía. Es lo que quería pensar en aquel momento. Luego reemprendió el vuelo y nuca más volvía verlo hasta unos meses más tarde ya de vuelta en casa.

Imagino que no tenía el cerebro para elaborar complicadas asociaciones. Vi el plumaje oscuro como la noche del avecilla y enseguida pensé en su espeso cabello moreno, en su cejas perfiladas en forma de plumas. Lo había visto en fotos: larga melena suelta, cuidada, con volumen, imagino que siempre oliendo a limpio. Sabía que era su máximo orgullo, me lo había dicho, que se lo había dejado crecer sin cortapisas y que ahora era incapaz de cortárselo, de cercenar su libertad. Fue tumbado allí, en la cama del hospital, donde creí entenderlo, ella era la golondrina de "La anunciación" de Fra Angelico, convertida en ángel por Cristo en la cruz tras haberse compadecido de él y haberle extraído de la frente una espina clavada desprendida de su corona de sarmientos. Creo que el pasaje está en algún aveangelio apócrifo: Durante la pasión de Jesús una bandada de golondrinas revoloteaba en el cielo y algunas se apiadaron de él y quisieron aliviarle en algo su sufrimienro extrayendo con sus picos las espinas clavadas que hacían sangrar su cabeza. Dios me enviaba su ángel más querido para que cuidara de mí. Todo un inmenso disparate, pero ¿quién necesita la coherencia habiendo poesía? Hasta escribí un relato durante aquellos días y los que le siguieron en mi cabeza. Nunca lo convertí en escritura, a pesar de que algunos pasajes los llegué a conocer casi de memoria tras reescribirlos mentalmente decenas de veces durante las madrugadas en vela ydurante los días mientras el Conejo Blanco me permitía concentrarme. Me prometí a mi mismo escribir el cuento en cuanto pudiera volver a sentarme ante el teclado del PC. Pero luego rompí mi promesa. Cambié de idea. Se como acaban los relatos nacidos del amor, del mío me refiero, como grotescos cadáveres momificados en forma de letra yerma. "Sirenas varadas en archipiélagos de luz", al igual que los cuarente sonetos, los escribí para Susana y ella jamás llegó a leerlos, a saber siquiera de su existencia. "La niña y el oso" lo escribí para Ruth y ahora ella ni siquiera quiere dirigirme la palabra, mucho menos aunn leer mis escritos. Tal es el rechazo que mi persona le causa. Escribir desde el amor es un callejón sin salida. No quería que "La cicatriz", que tal es el nombre que iba a darle, se convirtiese en otro feto deforme en el interior de un frasco con formol en el laboratorio de un taratólogo. Si al menos supiese escribir...



Mientras hago fotos sobre la pasarela peatonal que cruza La Castellana noto como el tablero vibra al paso de los vehículos. ¿O tal vez sean los trenes del subsuelo? El efecto es como si el tablero se pandease en un movimiento casi circular. Sigue habiendo contaminación. Las Torres Kio se perfilan claramente en mitad de la bruma de smog, mejor que otro días. Cuando se construyó este tramo de la La Castellana, que en su momento se denominó Avenida del Generalísimo, hacia las décadas de los 60s y 70s, se pobló de bloques de viviendas a uno y otro lado de la calle, edificios solitarios que no formaban manzanas, la mayoría de ladrillo visto, construidos sin alardes, parecidos a los que pueden contemplarse en cualquier ciudad dormitorio, con alturas entre los 7 u 8 pisos y los 15 en algunos casos. Poco a poco, con el cambio de siglo, se ha ido adecentando el tramo, reconstruyendo algunos de los edificios, unos pocos, que lucen fachadas más pulcras y modernas, añadiendo algunos de diseño. Sin embargo, el contraste con el tramo que cruza Chamberí sigue siendo notable. Los nuevos rascacielos, los de AZCA, los de la Plaza de Castilla, los más recientes de la Ciudad Deportiva del Real Madrid y los que se prevén en la Operación Chamartín, justifican esteticamente este segmento de la avenida.

Pero la amargura vino mucho después. En aquellos días de hospital era feliz porque solo la necesitaba a ella y la sentía a mí lado. Lo más peligroso de la esperanza es la facilidad con la que prende. Es una planta rupícola, capaz de crecer entre las piedras, apenas necesita sustrato para echar raíces. Es una rosa del desierto que se nutre de la misma arena que la cubre. El de las creencias es un territorio que nos devuelve al país de la infancia. Nada suena más pueril que alguien confesando aquello en lo que cree cuando esas creencias nos son ajenas. Es algo que aprendí hace mucho, cuando era niño, en el colegio, en una clase de religión. Impartía la asignatura un antiguo cura que había dejado los hábitos para casarse, decían lso chismosos. Una tarde nos animó a que explicásemos cada uno ante nuestros compañeros aquello en lo que creíamos. Después de escuchar diversas variantes de la fé católica, todas mal explicadas y con voces y razonamientos infantiles, me animé a tratar de explicarme. Se trataba más bien de ideas inconexas más que de una teoría elaborada, ya que en estos asuntos creo que hay una total carencia de certezas. Para mi sorpresa, al cabo de unos minutos de empezar a hablar empecé a escuchar risitas. A algunos de mis amigos les parecían un mero hatajo de tontunas lo que estaban escuchando. Me sentí más avergonzado que dolido. El profesor, supongo que para echarme un capote, me preguntó al acabar si había oido hablar alguna vez de Teilhard de Chardin. Yo dije que no, entonces él me aclaró que lo que acababa de exponer de forma tan vacilante, por momentos con balbuceos, se parecía mucho a la teoría sobre el Alfa y el Omega del clérigo francés. Ojalá. Aquello era mucho trillar la paja pensando que puede haber grano. En realidad donde mejor he visto plasmadas mis ideas fue en la novela "Legión" de William Peter Blatty, la continuación del bestseller "El exhorcista". Imagino que no es la mejor de las credenciales. En todo caso mucho menos prestigiosa que la del filósofo jesuíta. Una de las ideas, también pueril, que expone Blatty en esa misma novela, en realidad su protagonista, un teniente de policía encrgado de investigar unos asesinatos con componentes sobrenaturales, es que el purgatorio es un lugar donde las almas, que por sus heridas no pueden alcanzar el cielo, son tratadas de sus dolencias para que sanen, como si fuesen los pacientes de un gran hospital donde los cuidadores son ángeles. Así percibía yo la UCI, un parada en el purgatorio en mi tránsito tal vez hacia otro lugar desconocido. Una etación intermdia en la que percibía presencias angelicales, algunas de carne y hueso y otras spectrales, como la de mi golondrina. En "Sirenas varadas en archipiélagos de luz" hice uan vez un intento de exponer mis pueriles creencias, las que hicieron reir a mis compañeros de clase. Lo convertí en relato que presenté a un concurso literarario de la Universidad Politéncia, en el que fue premiado con un segundo puesto. La verdad solo la sabremos cuando muramos, y por eso puedo afirmaro estuve a punto de conocer el secreto.

Aunque el plan que me he fijado es recorrer la calle Sinesio Delgado desde su cruce con La castellana hasta cerca de La Vaguada para buscar un lugar desde donde poder fotografiar las cuatro torres, al final desisto y me contento con encontrar una ubicación que me permita obtener una buena imagen de la que me falta por capturar: La Torre PWC. Ha sido recordr a la golondrina y empeara  arrastrar lso pies de forma cansina. Aunque las fachadas son de vidrio, el aspecto de la torre por la coloración le hace parecer fabricada con material plástico. Si fuera así el nombre estría bien traído, aunque sea meramente comercial y antes se llamara Torre Sacyr-Vallermoso por sus anteriores dueños. La sección del edificio es la de un triángulo aproximadamente equilatero pero con los lados curvos. En el reflejo en la piel de la Torre de Cristal, que parece un tatuaje, si silueta es mucho más estilizada. El solar vallado que aparece en primer término de la imagen es donde estaba previsto construir el nuevo palacio de congresos de la ciudad. En la vuelta a casa sigo de cerca una chica mulata que camina muy despacio para no tropezar, ya que es incapaz de soltar el móvil, cuya pantalla parece su único mundo. Siento la tentación de pedirle que me deje hacerle una foto pero la timidez me lo impide. Este album contiene muy poco paisaje humano. Echo de menos a Patricia. Todas las muejeres de piel oscura me remiten a su recuerdo. Son 115 minutos de paseo. Siento que mi viaje a La Paz está concluido, que no debo insistir en la ruta norte por el momento.

 

domingo, 13 de diciembre de 2015

Album de fotos (24)


10 de diciembre de 2015

En el episodio "Autopsia" de la segunda temporada de "Doctor House", para mi gusto no sólo el mejor de la serie sino también una obra maestra de las ficciones para televisión, a Gregory House le asignan un caso imposible, amargo, sin gloria alguna posible. Debe prorrogar la vida de una niña que de todas maneras está llegando a su término, haga lo que haga, tenga éxito o no en su diagnóstico. Andie es una niña de nueve años, una de tantas pacientes del doctor Wilson, el oncólogo amigo de House, que está aquejada de un cáncer en fase terminal. Le quedan tal vez dos o tres años de vida, pero algo diferente, otra enfermedad que nadie sabe diagnosticar, ha empezado a manifestarse con virulencia y amenaza con acabar con ella en semanas o tal vez días. Al rompecabezas que le proponen a House no solo le faltan muchas piezas sino que ha de resolverlo en un tiempo record. Observando a su paciente desde el otro lado de la pared de cristal, como suele -solo accederá a hablar con ella ya muy avanzado el episodio en uno de los diálogos más hermosos y emocionantes que se han escrito para la televisión-, comprueba que es ella la que consuela a su madre y no al revés. Su madurez y entereza, su estoicismo, le parecen impropios de alguien de su edad. En realidad de cualquier persona que esté doblemente deshauciada. Andie acepta con auténtico fair play, con humor incluso, su situación, su día a día circunscrito a las salas de los hospitales, donde es sometida continuamente a pruebas molestas y denigrantes, cuando no además dolorosas. Hay en ello un enigma que para House tal vez tenga un respuesta médica. "¿Qué harías si os dijeran que os vais a morir?", pregunta a sus ayudantes tras entrar en tropel en su oficina. "Acojonarme, supongo", contesta Foreman a bote pronto. "Exacto", certica House, "y sin embargo la niña...". "Andie...", sale en su ayuda Cameron. "... Sí, eso... Sin embargo, como se llame lo escucha imperturbable, como si fuese una roca". Para House la asombrosa fortaleza de Andie puede ser un síntoma del mal que le aqueja. Y aunque al final sale derrotado en la defensa de su tesis, que todos rechazan de forma visceral desde el minuto uno, en especial Wilson y Cameron, su particulares Pepitos Grillos, por parecerles indecente que pretenda hurtarle a una niña el mérito por su heroíca conducta, al menos su error le hace buscar en el lugar adecuado. Buscando un tumor o una lesión en el cerebro encuentra un coágulo en un vaso sanguíneo y consigue concederle a Andie una corta moratoria en el pago de la deuda contraída con la muerte.

Si ayer lo hice con el oeste, auqnue de forma indirecta, aprovechando el juego de reflejos, hoy me centro en el edificio este de las Torres Kio. Lo hago para fijarme en el juego visual, en el baile con el obelisco de Santiago Calatrava, que con su postura erguida, tiesa, parece marcarse un chotis con la torre inclinada. El monumento del ingeniero valenciano tiene una altura de 96 metros, aunque iba a llegar a los 120, ese era el encargo del cliente, Caja Madrid, que pretendía donarlo a la ciudad de Madrid, pero la densa red de túneles subterráneos en la zona desaconsejo perpretar tal exceso. En teoría iba a estar dotado de movimiento, pero la maquinaria se "descacharó" enseguida, en unos pocos meses, y el alto coste de la reparación y mantenimiento hizo que el juguete quedará abandonado en el suelo.

¿Es legítimo temer a la muerte? Un biólogo nos diría que aparte de algo lógico es sobre todo útil. Es el miedo a morir lo que nos hace huir del peligro, lo que acreecienta nuestras posibilidades de sobrevivir al transcurso del día. Yo siempre le había tenido terror a la muerte. Ese pavor nacía de la certeza de que es algo inevitable, que es un abismo insondable, en el más puro sentido de la palabra, al que algún día tendré que mirar cara a cara. Es una cita ineludible con el futuro, que lo cercenará todo de medio a medio. La única certeza en una existencia dominada por la duda. Recuerdo haber despertado súbitamente muchas veces en mitad de la madrugada,bañado en sudor tras haber irrumpido el terrible concepto en mitad de mis sueños. La muerte es la negación de todo y, sin embargo, me parecía lo único real. ¿Qué sentido tenía vivir si el final era inevitable? Pero no se trataba de una objeción filosófica, era puro pánico a la oscuridad y el silencio absolutos. ¿Cuando estas muerto vives en una cárcel en la que careces de percepciones en la que nada puede ser percibido? Y si ser es ser percibido, como afirmaba George Berkeley, desde un punto de vista subjetivo la muerte no solo supone la negación del propio ser sino también la de todo lo que existe de forma independiente a uno. Tras mi muerte ni siquiera me quedará el consuelo de que todas esas hermosas personas y lugares que he conocido que dan sentido al caos sigan embelleciendo el universo porque yo no podré percibirlas. No sé si lo que digo es confuso, supongo que sí. Hasta pueril. En todo caso, imagino que es superfluo que trate de justificar, y menos aun de explicar, el miedo a la muerte, ya que debe ser un sentimiento muy común entre los que pudieran estar leyendo ahora mismo estas líneas. El asunto es, y con esto vamos al fin a lo mollar en mi exposición, que durante mi ictus, en especial mientras me conducían en ambulancia en mitad de la noche hacia el hospital de La Paz, sólo, sin ninguna persona conocida junto a mí, no sentí la más mínima inquietad o angustia. Decir que me sentía bien quizá sea excesivo, aunque lo cierto es que el derrame apenas me provoco incomodidades, al margen de la imposibilidad de poder valerme por mi mismo. Pero en ausencia de dolor o malestar cabe hablar de un proceso con más aspectos agradables que desagradables, con más armonía que disonancia. Únicamente me inquietaba que algún vecino me pudiera ver saliendo en camilla por el portal de mi casa. Ese pánico escénico que siempre me ha acompañado, pero que dejó de tener relevancia una vez me embarcaron en el vehículo. Gracias a Dios era domingo y la gente ya se había recogido en sus casas. No hubo miedo en aquella noche ni en los tres días que la sucedieron. Hablo de mí, lógicamente, porque mi hermana lloró liberando toda la tensión aumulada cuando al cabo de ese plazo le comunicaron que había salido de peligro y ya no se temía por mi vida.
 
 

Torre Espacio es el rascacielos situado más al norte del cuarteto de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid. Junto a ella se sitúa la denominada como Torre de Cristal. Mientras camino en dirección a La Paz, al pie de la Torre de Norman Foster, el duo de rascacielos del extremo me lanza un guiño. Puedo ver reflejada en el vientre de la Torre de Cristal a la Torre Espacio, pero en pequeñito, como si aquella hubiera quedado preñada de ésta última y estuviera gestando un vástago a su imagen y semejanza. Ese juego de reflejos de unas en otras, como ya dije ayer, es lo más espectacular de las torres de la Bussines Area de Madrid. Torre Espacio fue proyectada por el arquitecto Henry N. Cobb y posee una extraña silueta. Tiene sección cuadrada en el plano basal y sección ojivale en la cúspide, transformándose progresivamente de un tipo de perfil al otro a medida que se asciende de altura. Esta extraña fisionomía de la Torre Espacio le confiere una forma que muta si uno gira en torno suyo, que varía según la dirección en que es contemplado, pareciendo bien un cohete de juguete, y tal vez de ahí su nombre, como los que se veían en la serie de dibujos animados "Los supersónicos" -sí, yo soy de esa época-, o, más exactamente, como el que aparece en la portada del album de Tintín "Objetivo la Luna", si es vista desde el norte, o bien un medio cilindro con un arabesco en forma de curva trazado sobre su fin piel de vidrio si es visto desde donde yo la contemplo ahora mismo. La tonalidad azul metáico de ambas torres casa extraordianariamente con el color azul invierno del cielo. Mirar tan en vertical forzando las cervicales me produce vértigo.

No, en ese rato, tampoco demasiado prolongado que tengo la sensación de que se ha extraviado de mi memoria, el tiempo de espera hasta la llegada de la ambulancia, no ví ninguna luz al final de un túnel ni mi vida pasó ante mis ojos en forma de resumen al modo de esos montajes que en el inicio de los episodioos de las series de televisión una voz en off titula"en episodios anteriores de... ". Nadie me dijo que el cielo podía esperar, si es que el ático es mi destino cuando palme. En realidad el cielo lo saboreé en la UCI. Siempre había escuchado que las unidades de cuidados intensivos eran lugares terroríficos, una especie de purgatorios, y es verdad que he visto algunos desde detrás de una cristalera y buena pinta no tenían, sobre todo si conocías a algún inquilino entubado de la sala. Pero mi estancia en la UCI de La Paz solo puedo calificarla como una experiencia plácida y placentera. Es verdad que ningún tubo salía de mi cuerpo, excepción hecha de la sonda que pendía de mis partes pudendas y que en vez de depreocuparme por tener que levantarme para ir el servivio me procuraba unas ganas permanentes de orinar, pero mi situación en general lejos de incomodarme,  de parecerme denigrante, terrorífica o tediosa, me tenía sumido en un sopor benigno que arañaba la felicidad. Había un tropel de enfermeras, todas hermosas sin excepción, que se desvivían por tener vigilado y cómodo, en la medida que ello era posible. Y no estoy hablando de una fantasía sexual hecha realidad. Más bien lo contrario. Me parecían ángeles, esto es, seres físicamente perfectos, extremadamente bondadosos y totalmente asexuados. Todas eran estilizadas como sílfides, amables y solítitas, morenas del prototico ibérico, ya que se trataba de un cielo español, salvo la enfermera jefe, que era pequeñita e inquieta. Con su reloj en la solapa y su bata blanca, que sonsultaba constantemente, cuando brincaba entre las camas de los enfermos, alrededor de la mía, me recordaba al conejo de "Alicia en el País de la Maravillas". No me permitía que cerrara los ojos en todo el día. A mi me gustaba hacerlo para que nada me distrajera de mis pensamientos. Pero en cuanto lo hacía se personaba al instante en mi cama y me zarandeaba. Luego, cuando abría los ojos y la miraba me preguntaba mi nombre, dónde estaba y en qué día de la semana estábamos. Siempre contestaba como mucho dos preguntas de cada tres, así que me daban un suficiente raspado. Luego supe que tanto empeño en no dejarme desconectarme era por temor a que no volviera a abrir los ojos nunca, a que cayera en coma prorundo.

En "Autopsia" a House se le presenta el inconveniente de tener que averiguar la ubicación exacta del coágulo en la cabeza de Andie. La red arterial del cerebro es como un universo ramificado practicamente hasta el infinito. Tiene una ligera idea de la región en la que puede encontrarse, pero topar con él es como tratar de encontrar una aguja en un pajar y entes de abrir para extirparlo ha de saber la ruta sobre seguro. Sus jefes le apremian y el pide más tiempo para acotar la búsqueda. Alguien le replica: "A este paso encontrar el trompo en la autopsia", y es cuando tiene la gran ocurrencia que llega en cada episodio. Eso es precísamente lo que va a hacer: Matar a la niña en una mesa de quirófano y auscultar su cadáver, para luego reanimarla y devolverla al país de los vivos. La cosa se explica así: Le reduce la temperatura corporal, le extrae toda la sangre y se la retorna al organismo poco a poco, permitiendo que un escáner le indique a medida que va ingresando el punto donde se produce una anomalía, una fluctuación, al penetrar en las arterias cerebrales. A esta operación la denomina trasfundir el organismo. Tras sufrir mi ictus tuve la sensación de que mi cuerpo se reiniciaba. Antes era habitual que tuviera hemorragias de todo tipo: oculares, intestinales, bucales. Fue como si la rotura capilar en el cerebro hubiese aliviado la tensión y la hubiese reducido a niveles tolerables. El cuerpo en tensión rompió por donde pudo una vez más, en la última ocasión en un lugar vital. Pero no solo se corrigió la tensión, también mejoró mi artristis, las molestias en la vejiga, la espalda. De repente era capaz de aguantar sin ir al baño el doble de tiempo. A mi también me apagaron pulsando el interruptor para a continuación reiniciaron, como House hizo con Andie.

Voy pillado de tiempo, no quiero alargar en exceso el paseo. Al pie de la Torre Espacio ya tengo una buena panórámica del complejo de edificios de La Paz, del que tiene forma de robot de la Guerra de las Galaxias, de uno con la misma línea que R2D2, el fiel escudero de Luke Skywalker. Solo son 15 pisos y sin embargo rcuerdo que cuando yo era niño parecía un rascacielos. A la derecha está el hospital donde permnecí ingresado. Dicen que es el mejor hospital de España. Me lo creo, aunque descartemos en esa valoración tan halagüeña la sección de urgencias, que conozco como familiar de paciente y es lo más parecido al infierno en la Tierra que conozco. Pero la UCI era como el cielo, así me lo pareció a mí. 120 minutos. He vuelto a batir el record.

 

jueves, 10 de diciembre de 2015

Album de fotos (23)



9 de diciembre de 2015

Hoy me dirijo hacia el norte en busca de La Paz. Me parece buen titular, equívovo si no se repara en en el uso de mayúsculas. En todo cao reconozco mi intención de hacer un juego de palabra. Camino despacio bajo un cielo limpísimo. Parcee mentira que sigamos en alerta por contaminación. Algo debe haber descendido porque los edificios se perfilan perfectamente sobre el fondo azul. Fotografío la sede del INE, que ya he dicho en alguna parte que me gusta por su aspecto naïf, como de cachivache de juguete. Desde la acera dentral de La Castellana parece lucir tupé Rock abilly por esa extraña cubierta de la que la han dotado. Alguna vez he estado en sus entrañas en mis tiempos de universidad, buscando información sobre censos para algún trabajo de economía. Bien mirado el edificio más bien parece una grapadora de diseño de esas que se compran en tiendas de material de oficina, para los adictos a las grapas, los bolis y las libretas de espiral. La Grapa saldría por donde está el cartel de Soraya Sáenz de Santamaría. Decididamente me gusta. Leo en Wikipedia que el edificio fue construido en 1973 pero que fue reformado profundamente entre 2006 y 2008, respondiendo el aspecto general resultante al diseño del escultor José María Cruz Novillo, a quien no tengo el gusto de conocr, y que lo denominó "Diafragma decafónico de dígitos". Pues eso mismo, lo que yo decía.

Recuerdo perfectamente que era domingo, incluso esa especial sensación que trae ese día de la semana, que se nota en la base del estómago y que se empieza a sentir ya en los tiempos de colegio, esa melancolía de ver atardecer sabiendo que mañana tocará madrugar, que se agota la luz de la libertad, que al día siguiente volverás a ser un reo de la rutina y las obligaciones. Eso en el mejor de lso casos, porque peor aun es no tenerlas y tener edad sobrada para ello. Era domingo y ya solo me cabía esperar a que empezara el partido de fútbol del Real Madrid. Tenía previsto verlo en el PC a través de una emisión pirata de Canal Plus. En aquella época vivía en un desasosiego permanente, quizá eso explique lo que inmediatamente iba a ocurrir, en un enfado sordo continuo y sin motivo concreto, pero en parte relacionado con las infantiles paleas en las que me involucraba cuando accedía a Twitter. También en mi desastrosa vida personal, por supuesto, o mejor decir que inexistente. El caso es que había convertido lo que debía ser una mera evasión de los problemas reales en una nueva fuente para ellos, en este caso virtuales, pero igual de estresantes y de una foma casi igual de caudalosa, así que mis días no tenían tregua, ni en el mundo real ni en la nebulosa de Matrix. Era primavera y el encuentro que iba a disputar el equipo era contra el Athletic de Bilbao, ya no recuerdo si en casa o en el Santiago Bernabéu. Iba a comenzar en un rato y decidí ir al servicio. La tensión me aumenta las ganas de orinar, es una de mis respuestas fisiológicas ante los nervios. Una vez hube acabado intenté subir la cremallera, pero ésta se obstinaba en no querer subir. Lo intente durante un rato, pero nada, no había forma. Era más que nada irritante, pero ninguna alarma sonó en mi cabeza. Quizá mis neuronas se habían tomado un respiro para un Kit-kat. De alguna forma, que cuando rememoro aquel momento soy incapaz de explicarme, me vi no solo con la cremallera bajada sino también con el cinturón desabrochado. ¿Tal vez producto del forcejeo? ¿Había ido a lo otro y mi pudorosa memoria lo ha censurado' Que sé yo. En todo caso, creo que es cosa de ponerse a explicar a estas alturas la mecánica de una visita al cuarto de baño para mear o para la tarea alternativa, me parece innecesario además de tedioso y desagradable, pero imagino que a todos se les alcanzará que para hacerlo no es necesario desabrocharse el cinturón, que para eso los pantalones tienen bragueta. El caso es, y eso es lo que importa, que me veía incapaz de volver a ajustarme el pantalón y este empezó a deslizarse por mis piernas camino del suelo. Aquello empezaba a ser bochornoso e iba de mal en peor. "Mira que hoy estas especialmente torpe", me dije tras mi enésimo intento fallido de encajar el gancho del cinturón en la correspondiente agujero. Entonces pensé en simplificar el asunto. Si ajustarse un cinturón se había convertido en un asunto tan complicado como una intervención de neurocirujía, y ya que yo no soy el Doctor Macizo, esto es, ni estoy macizo ni soy doctor ni conozco a Meredith Grey, pensé que lo mejor era simplificar el problema, que mejor incluso que despejar la incógnita de la ecuación para resolverla era eliminar la "x" de la fórmula. En otras palabras: Decidí ponerme un pantalón de pijama, que no necesitan ajustarse manualmente, ya que para eso llevan una banda eléstica en la cintura. Aun era de día pero, oyes, estaba en mi casa, era día festivo y no esperaba visitas. ¿A qué parece un buen plan? Tonto del todo no me había vuelto.

Una de las cosas más sorprendentes de los rascacielos es su capacidad de convertirse en espejos y reflejar su entorno inmediato, especialmente con la luz de ciertas horas del día. Cuando en ese entorno hay otros edificios el juego de reflejos se convierte en un pasatiempo lúdico apasionante. A una escala menor porque no se trata de un edificio pequeño, capto una de estas paradojas visuales al llegar a la Plaza de Castilla, la transformación de la piel de un edificio en la de su vecino, como si fuera un mutante, un x-men, capaz de absorver los superpoderes de otro y hacerlos suyos. En la fachada del Hotel Puerta de Castilla, en el número 191 de La Castellana,  veo reflejado el perfil de una de las torres KIO, con su anómala inclinación incluida mientras discurro por debajo de la marquesina del intercambiador de transportes. He llegado a la plaza en apenas media hora. Al comienzo de mis paseos me parecía terriblemente lejos.
 


Los problemas motrices debieron demorarse bastantes minutos desde el comienzo de la crisis porque llegué a mi dormitorio sin mayor novedad. Tampoco hablamos de una maratón, es verdad. Siendo generosos, entre mi cuarto y el baño hay tres o cuatro pasos mal contados. Eso sí, me costó un tanto abrir la puñetera puerta del armario ropero. La llave, como antes el cinturón y la cremallera, se había declarado en rebeldía, pero pude someterla haciendo uso de mi proberbial mala leche. Aun era capaz de odiar un trozo de hierro y reporcerle el cuello dentro de un agujero practicado en la madera para que me obedeciera. Quitarme el pantalón y el canzoncillo fue fácil, me bastó con pactar una alianza con la Ley de la Gravedad. Otra cosa bien distinta fue intentar ponerme el pijama. No lograba coordinar mis piernas con la prenda, que coincidieran en el mismo lugar del espacio-tiempo. Era como una danza de apareamiento de gansos. A veces lograba poner en el mismo sitio un miembro y una pernera, pero en instantes distintos. Cuando trataba de encestar un pie en el cilindro de tela rayada con vivos colores siempre daba en el aro y ni siquiera era capaz de coger mi propio rebote. Al tercer o cuarto intento acabé por el suelo. Afortunadamente, la propia puerta del armario, que estaba convenientemente entornada, amortiguó el impacto de la caída cuando mi espalda chocó con ella. Ahora me parece un milagro que lograra levantarme. La operación póngase cómodos para ver el fútbol iba de mal en peor. Desesperado decidí salir a pedir ayuda. Y si no era para pedir ayuda, para contarle a alguien tan jocoso sucedido. Estaba viviendo en un un libro de Stephen King: La rebelión de los puñeteros objetos cotidianos. Creo que iba desnudo de cintura para abajo, no lo recuerdo bien. Es algo que deduzco más que un recuerdo. Aunque pienso que iba otar vez con el pantalón de vestir, sina jutar, agarrado con la mano para que no se me callear de la cintura. Justo al lado de mi cuarto, en el pasillo que desenboca en el recibidor de casa, estaba mi hermana. Traté de decirle algo, pero me había convertido en el más simplón de los enanitos de Blancanieves, en Mudito. Tampoco hizo falta explicar nada, mi hermana vio mi rostro paralizado del lado derecho y ató enseguida cabos. Llamó a gritos a nuestro otro hermano y entre los dos me llevaron al salón y me tumbaron en un sofá. En ese preciso instante yo me desconecté del mundo. Dejé de preocuparme, no solo de mi incapacidad para vestirme sino de todos los demás problemas, de los míos personales y los de la humanidad. Ya no me importaba ni estar arruinado ni el hambre en África ni que cuatro merluzos resentidos despellejaran vivo a Iker Casillas en la redes sociales. Estaba relajado y me había dejado de interesar mi entorno. Y aquí viene el primer misterio: en lo que me pareció un suspiro vi entrar en la habitación la dotación de una ambulancia. ¿Eché quizás una cabezada? ¿Batieron un record de velocidad aprovechando el poco tráfico dominical? ¿Alguien había llamado por teléfono a urgencias o se habían presentado de mutuo proprio? Enseguida se hicieron cargo. Me tomaron la tensión con un sofisticado aparato, creo que en la cabeza y me llevaron a La Paz. Si hubiera querido protestar no habría podido porque no podía hablar, pero lo cierto es que todo me parecía bien. Que me llevaran de allí sin un acompañante, que me sacaran a la calle en pijama -se conoce que alguien con más pericia que yo había logrado ponerme un pantalón-, que oyera pitar una sirena todo el trayecto como si estuviera grave, que nadie me informase de qué pasaba. Pero, ¿realmente me importaba saberlo? ¿Era consciente de lo que estaba ocurriendo, de mi gravedad? No estoy seguro.

Cuando llego a un punto de La Castellana en que las torres de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid quedan a tiro del objetivo de mi cámara ha pasado casi una hora desde que salí de casa. ¿Cuanto tardaría aquel domingo en llegar en ambulancia. ¿Unos pocos minutos? Tan cerca de los rascacielos necesito hacer una foto en formato vertical. Ya las he fotografiado desde la pasarela peatonal que cruza por encima la avenida, pero esta toma me gusta más. La Torre CEPSA, la diseñada por el estudio del arquitecto Norman Foster se convierte en la protagonista. El edificio mide 250 metros y es el más alto de España. También el menos molón del cuarteto, en mi modesta opinión. Tiene la ventaja de que si Godzilla quisiera apartarlo de su camino no tendría que derribarlo de un manotazo, le bastaría con cogerlo por el asa superior y colocarlo en otro sitio que no estorbase. Me ha costado el lustro que lleva construido en que me empiece a gustar. Supongo que he hecho un especial esfuerzo por tratarse de una criatura de mister Foster. Que no aprezca que soy un inculto que no sé apreciar la obra de un genio. Echas las fotos doy media vuelta. Dejo para mañana alcanzar La Paz. Aun tengo un pequeño margen de tiempo para llegar más lejos. Tardo 115 minutos en regresar a casa. Aquella vez fue una semana. Pero pude volver también para contarlo, como estoy haciendo ahora.