"Cena en Emaús", de Michelangelo Merisi, el "Caravaggio"
Dedicatoria en Facebook: "Es la primera vez que cuelgo algo del blog en Facebook. Alguna vez tenía que ser la primera. Está escrito solo para tus ojos, aunque supongo que darás permiso a los demás para que lean también. Si quieren..."
Cena en Emaús
He de reconocer mi fascinación por los nombres bíblicos, sobre todo los de mujer -Sara, Miriam, Ruth, Bethsabé. Hay hasta ritmo lírico en esta secuencia nominal escogida al azar-, pero también los topónimos. Emaús es una palabra que me fascina. Comprendo que algo mágico o sobrenatural tuviera lugar allí. La sonoridad del nombre de la localidad parece un gran atractor para hechos trascendentes. En este lugar es donde tuvo lugar el hecho que narra en Evangelio de San Lucas, la aparición de Cristo a sus discípulos por primera vez tras su muerte. En la serie de televisión Anno Domini, basada en la novela "El reino de los réprobos" de Anthony Burgues, se narraba en forma visual ese momento de una forma muy bella y emocionante. Los discípulos habían echado pie al camino, seguramente huyendo de Jerusalém tras la muerte de su maestro. Cundía entre ellos el desánimo, y hasta el pánico. Todo era de repente incertidumbre tras años en que cundió el imperio de la fortaleza en la fe, de la confianza absoluta en el redentor. Habían visto martirizado y muerto a Cristo, el que decía verdades y obraba hechos que aspiraban a ser eternos, es comprensible su voluntad de querer desertar de la realidad y tratar de poner tierra de por medio con su inmediato pasado como discípulos del reo ajusticiado. En su camino se les hace de noche y tienen que pernoctar en Emaús. Se sientan en el suelo de la habitación de la casa en la que encuentran cobijo formando un corro, dispuestos a compartir lo que cada uno lleva en una improvisada cena. En la pantalla del televisor primero los vemos a todos ellos en una plano de conjunto y luego uno por uno en un plano frontal individualizado. Uno de ellos saca una hogaza de pan de su zurrón, parte un trozo para sí y le tiende la hogaza al que tiene a su derecha. Éste repite el gesto, coge su parte y pasa la hogaza a su vecino. Los planos repiten la secuencia anterior de presentación de los comensales a la cena ahora repitiendo un gesto que alude a la eucaistía. Cuando llegamos al último de los discípulos advertimos que hay alguien más todavía a su derecha que no ha recibido pan. Ante el asombro de los reunidos, alguien nuevo ha aparecido entre ellos sin que se dieran cuenta, como materializado de la nada. Es Cristo resucitado, que coge su porción de hogaza y devuelve lo que queda a su dueño, aquel con quien se inicio el flujo circular de la cámara.
Mientras ojeo el ABC de esta mañana -primera lectura, esa en que se decide que se leerá con detenimiento en una segunda y, todo lo más, se atiende a un titular, un breve o un pie de foto-, veo en la sección de entretenimientos veraniegos un artículo con el siguiente sugerente título: "Caravaggio contra Antonio López". El corresponsal del diario en Roma informa en él de una exposición muy singular inaugurada en la Pinacoteca de Brera, museo que alberga una de las dos versiones del momento bíblico de mano de Caravaggio que se conservan en el mundo. Los gestores del museo han decidido enfrentar la obra del pintor milanés con otra del pintor de Tomelloso Antonio López, con una gran aceptación, al parecer, por parte del público, al que imaginamos muy entendido. La pieza de Antonio López se titula "La cena" y, aunque a primera vista no lo parezca, hay algunos nexos de unión entre ambas. La obra de Caravaggio, como casi todas las suyas, inserta en la cotidianidad un momento trascendente: una de las primeras apariciones de Cristo tras su resurrección. La del manchego, como tantas veces, parece querer recorrer justo el camino contrario: trascendentalizar un momento cotidiano, en este caso uno de los que ocurren a diario en su propia casa. Las dos mujeres retratadas ante la mesa son su mujer y su hija. Pero hay más. Se ha dicho a menudo que Antonio López es el más velazqueño de los pintores actuales, y no hay que olvidar que Velázquez fue en su juventud, en su primera etapa como artista, un decidido caravaggista. Luego, más adelante, encontraría su propio estilo y lenguaje.
"La cena", de Antonio López
Leo con estupor el dato: "López confesó que trabajó en este cuadro casi diez años, desde 1971 hasta 1980". Un poco más adelante, en el mismo párrafo, se redondea la idea: "Una pintura nunca se acaba, sino que se llega el límite de las propias posibilidades. A partir de los años sesenta no sé cuando termino un cuadro". Es la quintaesencia de lo velazqueño. Velázquez se retrata a sí mismo en "Las Meninas", ante el lienzo que nos da la espalda, meditando con el pincel en la mano, que está quieta, no traza pinceladas sobre el lienzo. Se tenía a sí mismo más como pensador, como creador, que como artesano, y lo quiso dejar muy claro en la obra que en buena medida se convirtió en su testamento artístico. Ya sabemos la leyenda de que a su muerte la obra aun estaba por terminar, y que quien la rematara fue uno de sus discípulos predilectos, el rey Felipe IV, que le pintó sobre el jubón negro la cruz roja de la Orden de los Caballeros de Santiago. La misma parsimonia, la misma lentitud en ejecutar una obra, en el sevillano que en el manchego. Bueno, la misma no, mucho más exagerada en este último. Le recordamos en "El sol del membrillo" recreándose durante horas en cada una de las hojas del arbolillo que dibuja mientras conversa con el director de la película, Víctor Erice.
"Santa Rufina", atribuida a Velázquez
Cada vez que en el mercado del arte aparece un nuevo Velázquez, acontecimiento muy raro, poco cotidiano y sí muy trascendente, surgen las dudas acerca de la autoría. Alguna vez la casa de subastas encargada de vender una obra, la ha expuesto en Madrid para que pudiera ser apreciada por los potenciales compradores y los expertos, que en nuestro país, por razones obvias, se suponen más numerosos. A estos plebiscitos no vinculantes siempre acude Antonio López, que da su parecer sobre el asunto. "No veo la mano de Velázquez en esta pintura", dijo una de las últimas veces, no recuerdo cual. Tal vez fuera cuando apareció en el mercado la santa Rufina, supuestamente del sevillano, que por tratarse la retratada de la patrona de su ciudad natal, andaba detrás de su compra el consistorio. Quería el ayuntamiento forzar incluso al Estado Central a invertir en la compra con argumentos sentimentales. Había que reforzar la sevillanidad del pintor, tan mal representado en su ciudad, adquirir una obra con destino a algún museo sevillano. Y no sé si fallaba ya de entrada, sin entrar en más disquisiciones, el argumento principal. Porque por poco sevillano tengo a Velázquez. Salióo de su tierra siendo muy joven camino de Madrid para medrar en su oficio y no volvió nunca, ni se sabe que sintiera nunca añoranza alguna por lo que dejó atrás. Pero puede que tampoco pudiera considerársele como madrileño, a pesar de que ser quien mejor retratara sus cielos, que con su mote se han quedado -cielos velazqueños-. Sí de algún lugar hubiera querido ser fue de Roma, casi podemos asegurarlo. A Italia viajó dos veces, una primera para aprender, como discente, y una segunda, años después, como docente, para impartir magisterio a sus colegas de oficio. En este segundo viaje no hubiera habido vuelta si de el hubiera dependido. Pero tenía amo, el rey, y este le ordenó reiteradamente su vuelta para retomar sus tareas en el Alcázar de Madrid, entre las que estaban, entre otras igual de poco apasionantes, la de procurar la leña que se consumía en la chimeneas del gélido palacio. En Roma podía pintar, departir con otros pintores, atender a su elogios y a su homenaje permanente. En Roma era alguien, no un simple lacayo. También en el plano personal se había forjado una vida digna de respeto. Se ha descubierto recientemente que se dejó un hijo en Italia cuando partió para Madrid, habido con una amante secreta, una sirvienta según unas versiones, una colega pintora según otras. Normal que se hiciera el remolón cuando su patrón le dio recado para que volviera a sus asuntos de todos los días. Amor y fama quedaron atrás. En casa le esperaba todas esas mezquinas responsabilidades que le quitaban tiempo para pintar, es decir, para meditar con calma sobre las cosas importantes del mundo.
La hija de Antonio López, María, explica que "posaron durante horas y horas a lo largo de semanas en una mesa que no se tocó durante meses, en sesiones interminables". Sesiones en las que el pintor ponía música y le daba charla a ambas modelos para que no se durmieran sobre los platos de sopa, imagino que fría. ¿Podríamos decir que salen especialmente favorecidas? Casi que no, y es ese un rasgo también velazqueño. El amor de padre debería dar para más. Aunque el amor a la verdad estaba por encima de todo lo demás en Velázquez a la hora de ejecutar una obra. Lo negros bien negros, sin medias tintas, los enanos ridículos, y la infanta Margarita con signos evidentes de una madurez. sexual prematura. La queja de María sobre su padre me ha recordado la de Felipe IV sobre su pintor de cámara. También a él le mataban las sesiones maratonianas a las que le sometía Velázquez para obtener cada retrato. "Además me pinta viejo y defavorecido", le decía a sor Ágreda, su confidente secreta. Tantas horas para verse tal cual se veía en el espejo: como un anciano derrotado de mirada mortecina, con poca luz, atenuada por los años de reiterados fracasos. Hubiera preferido verse lleno de pompa y oropeles en los retratos, como los reyes de otras tierras, pero Velázquez le daba ración y media de realidad a cambio de aquellas tediosas tardes en que le servía como modelo.
De sor Ágreda de la Cruz tuve primera noticia, creo, sin caer en su momento mucho en la cuenta de quien era, en un viaje de trabajo a Almazán. Iban a crear un paseo fluvial junto al Duero y para allí que fui a documentarme, a fotografiar el lugar de la obra. Supongo que era un día radiante, con el aire trasparente y el cielo claro. Así es como imagino Soria cuando no está a merced de la tormenta y la nieve, con un cielo también velazqueño. Al acercarme a la ribera del río ví una bandada de gansos. Me acerqué demasiado a la tropa de andares cómicos y el más grande, evidentemente un macho, se me puso farruco. Aquello me hizo aun más gracia y opté por la peor de las opciones: no tomarle en serio. Se me enfrentó con el cuello estirado, tensado como la tira de un arco. El dardo era pro supuesto su pico, con el que me amenazaba con acertarme en cualquier parte el cuerpo y me reprochaba con torvas palabras mientras se me abalanzaba. Para evitar males mayores tuve que correr no menos de 50 metros de espaldas, hacia atrás, para no perderle la cara, sin mucho control de hacia donde iba, porque andaba bastante más preocupado de lo que dejaba atrás. Seguimos en ese improvisado ballet para dos danzarines un buen rato, al menos a mí se me hizo eterno -yo quería que acabase y él seguramente no-, hasta que el ganso pensó que me había hecho retroceder el trecho suficiente como para que su honor quedaba reparado. Las damas de su harén cloqueaban alborozadas por la exhibición de gallardía de su macho. No fue el mejor día para mi hombría. Aunque sí una fantástica jornada. De vuelta al coche tras haber realizado mi tarea me demoré por las calles y plazas de la, en general, tranquila villa, al menos en el ámbito de lo humano, no tanto en el animal por loq ue parece. Parece ser que Almazán fue en tiempos un lugar de destacados religiosos, propensos a la clausura, a la huída de este mundo en beneficio de otro más trascendente. Gansos belicosos y religiosos calmados y circunspectos, la población de Almazán ordenada por rangos. En una plazuela de mi recorrido aleatorio había dos estatuas. Una de ellas me llamó la atención porque estaba dedicada a una monja. No son habituales los homenajes en lugares públicos a religiosas, si a varones de la Iglesia. Santa Teresa parece desmentir la norma, pero le costará a quien me lea encontrar otro ejemplo. Se trataba de sor María de Jesús de Ágreda, la abadesa de un convento de clausura del entorno en tiempos de Felipe IV.
Sor María de Jesús de Ágreda (1602 - 1665)
Felipe IV conoció a sor Ágreda en persona en su viaje hacia Cataluña, cuando iba de camino a aquellas tierras para socorrer la rebelión y para oponerse a la invasión francesa. Eran malos tiempos para la corona, en bancarrota en lo económica y muy quebrantada en lo político y lo moral. La mucha fama alcanzada por la religiosa, a la que se atribuía santidad o dotes proféticas, le hizo detenerse en la villa para conocerla. Debió haber buena química entre ambos en el encuentro cara a cara, porque aunque nunca más volvieron a verse en persona el nexo que se estableció entre ambos ya no se rompió nunca. Mantuvieron correspondencia muy seguida hasta la muerte de ella, acaecida unos 20 años después. Entraba la religiosa en sus cartas dirigidas al rey a opinar de lo personal y también de los asuntos de estado. Y no era nada renuente a la crítica. Es más, solía ser muy dura con su amigo en sus juicios. Me la imagino casi como un ganso macho haciendo retroceder al monarca con sus invectivas el trecho que estimaba suficiente para hacerle ceder en sus opiniones. Sor Ágreda fue la persona que finalmente le convenció de la necesidad de destituir al Conde Duque de Olivares como gestor del estado, quien le hizo ver que su deber era tomar él mismo las riendas del gobierno. Algo que empezó a hacer ya en edad madura y cuando ya nada podía hacerse para salvar a la patria. No había consuelo en las palabras de la abadesa para los fracasos que acontecían todos los días, solo reproches y llamadas al deber de hacer lo que se estimaba correcto, sobre todo en lo moral. Pero el rey Felipe era ya un anciano prematuro, aplastado por la culpa de su propio fracaso. Un imperio que daba la vuelta al globo es lo que le legó su padre, y por eso le llamaban rey planeta, y cuando le llegó el tiempo para reflexionar sobre lo logrado en su vida, para valuar su labor como monarca, ni heredero siquiera tenía y muy poca paz y prosperidad en sus menguantes reinos.
¿Si María López hubiera sabido lo que le esperaba al empezar a posar para su padre para el cuadro "La cena", lo hubiera hecho de buen gana?¿Hubiera podido negarse de haber querido? Felipe IV, que tenía bastante más gobierno de su propia vida, al menos en lo concerniente a los caprichos, había dejado de posar hacía tiempo para Velázquez. Le contaba en alguna carta a sor Ágreda el suplicio que suponía ser su modelo y lo enormemente insatisfactorio del resultado. Para diez años iban ya sin pintar a su rey cuando Velázquez acometió la realización de Las Meninas. Diez años en los que seguramente insistiría a menudo a su patrón para que le dejase ejercer su oficio. Sí, él era el que procuraba la leña en el alcázar y el que se ocupaba de innumerables tareas de escaso lustre, pero también el retratista del rey, y esa era su razón de ser en palacio, su patrimonio personal más preciado. Venir de Italia renunciando a tanto para no poder ejercer su labor principal, la que le daba lustre y honor, no tenía sentido para él. Si algo había de trascendente en su vida para Velázquez era el poder retratar a papas y reyes. Esa tarea en la corte era la única que le daba rango y le elevaba por encima de sus iguales. Eran diez años de frustración, pero sin la posibilidad de poder quejarse, menos aun a quien podía poner fin a su mal.
"Las Meninas", de Diego Velázquez
Las Meninas es al mismo tiempo la búsqueda de lo que trasciende en un suceso cotidiano y un intento de traducir a un lenguaje asequible un suceso de magnitud enorme. Las Meninas lo es todo a la vez y también cada uno de sus correspondientes contrarios, pero eso ya lo sabemos. Para unos es nada menos que la aceptación y presentación en sociedad de la infanta Margarita como heredera de la corona y para otros un simple retrato de familia. Así era precisamente el nombre por el que conocían el cuadro la gente que lo contemplaba en el tiempo en que fue pintado. "La familia". Con ese título aparece en diversos inventarios de palacio. Fue un regalo del sirviente a su patrón para que fuera colgado en su despacho personal, un lugar al que rara vez accedía nadie aparte del monarca. Era como la foto que el ejecutivo tiene sobre la mesa de su despacho, en el que están las gentes que le son más queridas, el núcleo familiar más estricto. Y al fondo, no se sabe si en un cuadro que adorna la pared posterior de la sala retratada o en el reflejo de un espejo, están el rey y loa reina. Para Fernando Marías, uno de los mayores expertos mundiales en asuntos velazqueños, el pintor se incorpora a ese núcleo familiar de Felipe IV haciendo lo que debe, como el resto de personajes. El perro guarda la compostura, el enano enreda y mortifica al mastín para divertir a los presentes, las doncellas atienden a la pequeña infanta, el aposentador de la reina abre un camino de salida para cuando la esposa del rey acabe con los asuntos que la han llevado a la estancia y el pintor del rey retrata a los monarcas.
En "Las Meninas", como en la "Cena de Emaús" de Caravaggio, parecen haber más personajes de los estrictamente necesarios. Como en el hecho bíblico que narra éste, en aquel el principal personaje aparece en la estancia como por arte de magia, como en un milagro, en este caso producto de un uso imaginativo y crtero, casi alquímico, de los recursos geométricos disponibles. En "La cena" de Antonio López, como en la obra cumbre de Velázquez, parece faltar asunto cuando se mira la obra sin ojos avisados, sin la reflexión suficiente. El diálogo con el pintor, presente fuera de él en la obra del manchego y en ambos mundos, el real y el retratado, en el caso de la del andaluz, debería evitar que nos durmiéramos, como María, sin entender antes de qué estamos formando parte. Si que debió entenderlo el rey, el mensaje que le enviaba su amigo a través del óleo, porque poco después accedió a ser retratado por última vez. Y el resultado, claro está, no le gustó en absoluto y se quejó de él amargamente a su otra amiga, la que retratada su alma por escrito, sor Ágreda.
En "Las Meninas", como en la "Cena de Emaús" de Caravaggio, parecen haber más personajes de los estrictamente necesarios. Como en el hecho bíblico que narra éste, en aquel el principal personaje aparece en la estancia como por arte de magia, como en un milagro, en este caso producto de un uso imaginativo y crtero, casi alquímico, de los recursos geométricos disponibles. En "La cena" de Antonio López, como en la obra cumbre de Velázquez, parece faltar asunto cuando se mira la obra sin ojos avisados, sin la reflexión suficiente. El diálogo con el pintor, presente fuera de él en la obra del manchego y en ambos mundos, el real y el retratado, en el caso de la del andaluz, debería evitar que nos durmiéramos, como María, sin entender antes de qué estamos formando parte. Si que debió entenderlo el rey, el mensaje que le enviaba su amigo a través del óleo, porque poco después accedió a ser retratado por última vez. Y el resultado, claro está, no le gustó en absoluto y se quejó de él amargamente a su otra amiga, la que retratada su alma por escrito, sor Ágreda.
"Felipe IV", de Diego Velázquez
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