"Venus, Adonis y Cupido", de Annibale Carracci (Museo del Prado)
Venus y Adonis
La primera visita al Prado ha sido una mera toma de contacto. Ha sido como quien introduce un pie en la piscina para calibrar la temperatura del agua. Y estaba tibia, invitaba a tirarse de cabeza. Una explicación de Las Meninas en la sala XII, la dedicada a Velázquez, el auténtico corazón del museo, en la que quien explicaba, yo en este caso, ha aprendido casi tanto que quien escuchaba, por lo agudo de sus objeciones -no hay que aceptar nada que no nos convenza- y lo certero de sus preguntas, y después un brujulear sin rumbo cierto por las salas de la galería central de la primera planta. Así, calibrando en grupo: Ribera, Tiziano, Tintoreto, pintura italiana en definitiva con predominio de la veneciana. Mucha tarea por delante. Muchas obras maestras agolpadas en un mismo sitio. Tres horas fijaba Eugenio D'Ors como tiempo límite recomendable para una visita al Museo del Prado. Un lapso más prolongado impide asimilar lo visto con el debido orden y digerirlo con provecho, vuelve impermeable al ojo. La nuestra no ha llegado a las dos horas y ha finalizado a los primeros síntomas de empacho de pintura.
La disposición de las obras es radicalmente distinta a la que recordaba. Tras barajar los cuadros y volverlos a repartir sobre las paredes de la pinacoteca, imagino que de una forma no del todo aleatoria, han aparecido muy juntos, pero sin estar contiguos ya que pertenecen a autores y épocas distintas, cuatro relativos a la historia de los amores entre Venus y Adonis. Esta proximidad es con mucho la mayor que jamás recuerdo entre estas obras tras muchos años de visitar el Prado con relativa frecuencia y ver infinidad de disposiciones de su colección. Estas obras, dispuestas una junto a otra, serían como las viñetas de un comic de aventuras, una secuencia de acontecimientos, obra de mano de un dibujante distinto cada una de ellas. La que iniciaría el relato sería "Venus, Adonis y Cupido", de Annibale Carracci, que fue la primera del grupo que vimos tras salir de la sala XII. Fue pintada hacia 1590, cuando el Barroco ya empezaba a trasparentar su faz a través del denso cortinaje del manierismo. Quedaba poco para que Caravaggio irrumpiera como un trueno en el escenario del arte de la pintura.
Adonis está de caza, y al irrumpir en un claro del bosque encuentra a la diosa Venus, desnuda en todo su esplendor. El pintor boloñés nos la retrata como recién salida de la ducha, o presta a meterse en ella, que es cierto que sus cabellos parecen secos y luce sus caractrísticos rizos dorados que el agua habría alisado. El flechazo es mutuo. Inevitable. Ambos son extremadamente hermosos. Es pura lógica. Un silogismo de Platón. Química si se prefiere. A pesar de que Cupido quiera atribuirse el mérito, al menos en lo que respecta a los sentimientos recién nacidos de su madre, mirando a cámara, es decir, al espectador del cuadro, sonriéndole de forma pícara y señalando la herida que ha causado su flecha al impactar a la altura del esternón en el pecho de la diosa. Como la inyección de adrenalina de John Travolta a Uma Thurman en "Pulp Fiction", el dardo ha puesto en marcha de repente su corazón detenido.
Es el primer instante de la historia. Adonis acaba de apartar un ramaje que le ocultaba la divina visión del cuerpo de Venus. Ésta se vuelve para averiguar quien llega, herida de muerte por la flecha del amor desde el primer cruce de miradas. Los perros, totalmente desinteresados por los asuntos meramente humanos, más atentos a otro tipo de presas que las que codicia Adonis, tratan de inducirle a seguir en la actividad cinegética. Uno de ellos mira a su amo casi con expresión de súplica: "Venga, prosigamos, no te demores en cosas que no son importantes". El otro tiene los ojos perdidos en la lejanía, mira expectante lo que ocurre a su derecha con las orejas alzadas, como si hubiera visto corretear algo entre la maleza, en una clara muestra de que ansía continuar con la dulce actividad de la caza que el encuentro con la diosa ha interrumpido. Mi amigo me explica que en el lenguaje convenido de las representaciones artísticas mirar hacia la derecha denota progreso, mirar hacia el futuro, mientras que hacerlo hacia la izquierda representa lo contrario, un interés en lo que se deja atrás, es decir, retroceso. Tiene su lógica porque el sentido de avance del reloj también es dextrógiro, hacia derechas. ¿Hay melancolía en la mirada del perro cuando observa su futuro? Estoy por decir que sí, pero probablemente me estoy dejando influir por el desenlace de al historia, que yo conozco, pero espero que quien me lea aun no para poder mantener el suspense otro poco más.
"Hipomenes y Atalanta", de Guido Reni (Museo del Prado)
Adonis casi no cabe en el rectángulo del cuadro. Parece un gigante. Alicia en el País de las Maravillas tras morder la galleta que tiene escrito en su dorso "Eat me" y que la hace crecer hasta no caber en la estancia en la que se encuentra. gracias a Dios, a los dioses del Olimpo en este caso, las dimensiones de los amantes son parejas, aunque sean ciclópeas. Los personajes, humanos y animales, abarrotan el espacio disponible para que se desarrolle la escena. Es un canto a la anatomía humana, que en Venus alcanza el cénit expresivo, una diagonal plena de sensualidad que se nos ofrece para que gocemos de ella. ¿Quien no querría disfrutar entre esos muslos, que parecen frotarse entre sí anticipando el goce próximo?¿Quién no querría sostenerse sobre esas amplias caderas para reptar a empujones hasta el cielo? Comprendemos perfectamente a Adonis, que él no necesite flecha para justificar su deseo.
La obra fue adquirida en Italia para la corona española por encargo de Felipe IV en la almoneda de un noble italiano, maestre de campo de los tercios españoles, junto con otras varias obras maestras. Entre ellas el "Hipomenes y Atalanta" de Guido Renni, situado muy cerca de la obra de Carracci en la galería central, y ante la que nos hemos detenido un rato largo para que yo pudiera explicarle a mi amigo la historia de los leones que tiran del carro de la diosa Cibeles, que ningún madridista que se precie de serlo debería ignorar. Pero esa historia es materia para otro escrito si acaso, aunque Venus figure como actriz secundaria en ella. Si que es cierto que tras contemplar a la Venus de Carraci la Atalanta de Renni parece poca atractiva, demasiado corpulenta, con una barriguita cervecera incipiente incluso.
"Venus y Adonis", de Paolo Veronés (Museo del Prado)
Justo en la pared de enfrente y a muy pocos pasos de las dos obras que hemos citado hasta ahora, se situaba la segunda viñeta del comic, y estoy seguro de que no se trata de una casualidad. "Venus y Adonis" del pintor veneciano Veronés, pintado hacia 1580, una década antes que la de Carraci, puro manierismo como aquella, pero sin trazas de barroco en este caso, al menos que yo advierta con mi ojo poco entrenado. Adonis echa una cabezada. Es el reposo del guerrero, pero tras haber hecho el amor y no la guerra. Entre la primera secuencia y esta segunda se ha producido lo que en términos cinematográficos se denomina una elipsis, esto es, un tramo de historia que no se quiere narrar -pero que se sobreentiende-, bien porque no se quiere gastar el poco tiempo de metraje disponible en asuntos accesorios, bien porque resultan asuntos embarazosos de mostrar para el que refiere la historia. Si en una película vemos entrar a dos personajes en un dormitorio, desde el mismo umbral de la estancia pero desde fuera, y vemos cerrarse la puerta en nuestras narices excluyéndonos de la visión de lo que allí va a ocurrir, sobreentenderemos que ahí ocurrirán asuntos de adultos. A lo mejor se nos darán otros indicios como, por ejemplo, ver a los personajes en la siguiente escena desayunando, dándose tratamiento de tú cuando antes de entrar en la alcoba era un respetuoso de usted, etcétera. Claro está que estamos hablando del cine antiguo, del de los precursores que establecieron las bases de como se cuenta de forma elegante una historias con imágenes, de Lubitsch, Kucor o Capra y demás tropa. De esa bendita gente. Porque el cine posterior, no digamos ya el actual, no tiene ningún reparo en mostrarnos con todo lujo de detalles lo que viene siendo un coito. En definitiva, estamos ante el mismo tipo de elipsis, como si el cuadro de Carraci y el de Veronés fuesen el fotograma inmediatamente anterior y posterior, respectivamente, de lo que se prefiere no mostrarnos. Aunque el dormitorio en este caso sea la maleza del bosque.
Adonis duerme sobre el regazo de la diosa tras el esfuerzo realizado. Venus le abanica para enfriar sus ardores y para que su sueño pueda ser así más plácido. Uno de los perros dormita. Imaginamos que el encuentro amoroso ha debido ser largo, titánico, aburrido en definitiva para el can. El otro, impaciente, obsesionado por el futuro que ha podido atisbar momentos antes, en la primera viñeta, trata de despertar a su amo para que pueda reanudarse la caza. Pero es retenido por Cupido, que quiere que la felicidad de su madre se prolongue lo más posible. Mamá se ha sacado por fin un novio que la vuelve loca y no es cosa de estropear su dicha. Los cabellos dorados de la diosa, iluminados por la luz del sol en su parte izquierda, orlan su bello rostro. En este cuadro se nos hurta la visión de su cuerpo. Los pechos están tapados por uno de sus brazos y su piernas por una tela estampada. No digamos ya la incongruencia de ver a Adonis vestido, hasta con una cuerda enroscada enroscada alrededor de sus costillas. ¿Ni siquiera se ha remangado el faldón de la túnica para cumplir con su deber viril en el tálamo improvisado en el claro del bosque? Casi dan ganas de pensar que lo que hemos sobreentendido ha sido de forma errónea, que somos unos mal pensados y que aquí no ha pasado nada que no se pudiera narrar en una película para todos los públicos... De los de antes, que los niños de ahora saben más que nosotros de informática, cinematografía y biología. Sí, es verdad, hay un niño presente en la escena que ha sido espectador de todo: Cupido. Pero, ¿hasta que punto se trata de un niño al ser un dios? Además, es lógico que sea testigo de lo que provoca por diversión y pro oficio, que atienda a lo que les ocurre a aquellos que son heridos por su flecha
"Céfalo y Procris", de Veronés (Museo de Bellas Artes de Estrasburgo)
El cuadro de Veronés fue comprado por Velázquez durante su segunda estancia en Italia. Ya sabemos que Felipe IV era reacio a dejarle marchar, que no quería verse privado de sus servicios. Pero el pintor debió de convencerle, entre otros ardides, prometiéndole que se encargaría de adquirir obras de grandes maestros para su colección en la civilizada Italia. Como así fue además. El rey era un ávido e insaciable coleccionista de arte, uno de los más célebres jamás habidos. La simple visión de su colección por Carlos I de Inglaterra durante su breve visita a Madrid -Entre el palacio del Buen Retiro, el Alcázar de Madrid, El Pardo y otras dependencias reales, se desparramaba una colección fabulosa de miles y miles de obra maestras- hizo prender en él monarca británico la misma pasión por el arte que ardía en el monarca español, y el mismo deseo imposible de saciar de poseerlo. Felipe IV, Carlos I y Rodolfo II, casi coetáneos entre sí, suponen el apoteósis del coleccionismo en la historia del arte.
La compra del "Venus y Adonis" iba acompañada de una segunda obra de Veronés, con la que hacía pareja: "Céfalo y Procris". Siglo y medio después de su llegada a Madrid este segundo cuadro desapareció de España dentro del equipaje del rey José Bonaparte o en el de Murat. Tanto da. El caso es que ahora es un inquilino del Museo de Bellas Artes de Estrasburgo. Hay quien señala que ambos lienzos forman no solo pareja estilística sino también temática, que representan momentos de una misma historia, por lo que la obra del Prado no se trataría de un instante en el romance entre Venus y Adonis, sino de un pasaje de la historia de Céfalo y Procris, también narrada por Ovidio en "Las Matamorfosis", también con muchas infidelidades, pitillitos y siestas a pierna suelta tras lances amorosos y con desenlaces fatales plenos de fatum, de destino fatal ineludible. O sea, un cuentecito divertido, libertino y poco edificante también, casi intercambiable, pero vamos a obviar este dato para no interrumpir nuestro comic y poder acabarlo con una mínima coherencia.
"Venus y Adonis", de Tiziano Vecellio (Museo del Prado)
La tercera viñeta nos la proporciona Tiziano Vecelio, con un lienzo con idéntico título que la obra de Veronés: "Venus y Adonis". En realidad los asuntos entre estos dos es un tema muy trillado en la historia del arte, muy recurrente. El propio Tiziano tiene varias versiones del encontronazo forestal entre los dos seres más bellos de la literatura de ficción distribuidas por diversos museos del mundo. La del Prado se pinto unos 50 años antes que el cuadro de Veronés. Por lo que se ve, para avanzar en este relato hay que retroceder en la cronología de la historia de la pintura.
Nos cuentan los clásicos en sus obras que Venus abandonó el Olimpo para ir a vivir al bosque con Adonis. Su pisazo de soltero. Ya no era solo deseo de él, d su cuerpo, sino también de su circunstancia. Quería compartir su lecho, de hojas imagino, pero también sus vicisitudes diarias. Irse a vivir juntos. Amor y no solo frenesí. En nuestro comic, género en que la historias son más esquemáticas, todo sucede en un día, con su noche, claro está, y a la mañana siguiente, o después de la siesta reparadora, Adonis quiso proseguir con lo que se traía entre manos cuando Venus irrumpió en su vida: cazar algo grande y peligroso, que para eso servían los mancebos de entonces, para medir su hombría con su entorno constantemente -como los osos cuando se rascan la espalda con un tronco de árbol y de paso dejan constancia para quien venga después de cual es su envergadura-. Aparte de para ganarse el batir de un abanico por la mano de una mujer satisfecha. La literatura clásica nos dice que la pareja llevaba ya un tiempo juntos, que Adonis le pedía constantemente que le dejara salir de farra con sus amigotes, es decir, los perros, pero que ésta le suplicaba que no lo hiciera, porque temía por su vida si salía a practicar deportes de riesgo. La caza lo es en la mitología greco-romana. Un día que la diosa partió en su carro tirado por cisnes rumbo a Chipre, a atender determinados asuntos que no vienen al caso, él aprovechó para zafarse de su marcaje. En nuestra historieta ella aun está en casa cuando el sale dando un portazo. Tiziano nos muestra a Venus suplicante, agarrándole por la cintura para tratar de impedir su avance, hacia la derecha, hacia el futuro. Es curioso -se me ocurre justo ahora, mientras escribo- que ella esté sentada -lo está en los tres cuadros. Es curioso, no la hemos visto de pie en ningún instante- con el cuerpo orientado hacia la izquierda, hacia el pasado. Mira Venus hacia lo que han vivido, hacia lo que la colma, porque el futuro la aterra, no le interesa, y vuelve la cabeza en un escorzo un tanto forzado para no perder la cara a su mamado, para mirar su rostro, como si quisiera memorizarlo antes de que se marche. En el rostro de él no sé que sentimiento interpretar. Quizá haya ternura, cierta condescendencia, pero el gesto de su cuerpo nos dice que hay plena resolución en su deseo de marcharse. Los perros tiran de él anticipando el juego de la caza. Cupido dormita, casi parece un loro disecado de alas multicolores. Y, en lo alto, se adivina un rompimiento de gloria, un haz de luz del sol colándose por un agujero en el entramado de nubes que cubre el cielo. Es en realidad Apolo, que espía a los amantes. Ese dios chismoso que no sabía guardar un secreto. Cabe preguntarse si el brillo de luz en los cabellos de la Venus de Veronés no es un indicio también de su presencia también durante la coyunda.
Sabemos ahora que Venus tenía razones para estar temerosa. La jornada de caza de Adonis acabó de manera trágica, enfrentándose a un jabalí que se cobró su vida. Logró herirlo con su jabalina, pero el puerco salvaje se revolvió ensartándole con sus cuernos y dándole un bocado mortal en la ingle. Unos dicen que el jabalí había sido enviado por Artemisa para vengarse de Venus por no se que asunto -siempre había rencillas y deudas pendientes entre los dioses-, robándole lo que más preciaba, esto es, a su amante. Otros que era Ares transformado, uno de los amantes de la diosa, que transmutó en la fiera más peligrosa de los bosques para vengarse por su infidelidad con el bello Adonis. Siempre duele más cuando el desliz se comete con alguien que es más que uno, que es más amado pro al persona en disputa. Y es curioso porque Venus estaba casada, y su marido no era ninguno de los que hemos mencionado hasta ahora.
Anemona "de Caen" roja (Anemone coronaria)
Enterada de que su amante agonizaba Venus partió rauda a su encuentro, pero solo para verle morir en una terrible agonía. Por medio de su magia, y para poder perpetuar el recuerdo de Adonis, convirtió las gotas de su sangre que regaban el suelo en flores de anémona roja, una flor bellísima pero modesta de la misma familia que los ranúnculos, que tan habituales son en los prados húmedos. Aquí acabaría al historia en principio, pero en la misma sala que los tres cuadros hasta ahora analizados había un cuadro de Jacopo Bassano de grandes dimensiones, que si bien no forma parte de la historia que narramos si nos da una pista acerca de su epílogo, de su última viñeta. Es "La fragua de Vulcano", obra de hacia 1577, rescatada para el museo hace relativamente poco de una cesión absurda en una universidad catalana. Vemos al dios armero fabricando armas en su taller, no sabemos para quien exactamente. Tal vez para Venus, que bien podría ser la moza que se asoma por la puerta, y que le habría solicitado a su marido que fabricara un arco para uno de su protegidos: el príncipe Eneas. Pero tal vez la flechas sean para Cupido, que vemos en el suelo jugando con el perro. Se trata de una escena hasta cierto punto doméstica. La fragua de Vulcano que nos retrata Bassano con todo lujo de detalles, profusión de personajes y cacharros por doquier, parece ser al mismo tiempo hogar y lugar de trabajo, como si el dios fuera un simple trabajador autónomo. No, no es aquí donde hemos de buscar el desenlace del relato sino en la obra homónima de Velázquez. Como ya dijimos en el primer artículo de la serie, el pintor sevillano solo fue plenamente feliz en Roma. Y como le ocurre a la ciudad eterna, todos los caminos de la pintura conducen a Velázquez.
"La Fragua de Vulcano", de Jacopo Bassano (Museo del Prado)
Velázquez pinto "La Fragua de Vulcano" hacia 1630, durante su primera estancia en Italia. Apolo irrumpe por sorpresa -casi diríamos que lo ha teletransportado Scoty desde la Enterprise- en el taller de Vulcano e interrumpe el golpear de los martillos sobre los yunques para referir en el silencio espeso que se forma en la estancia, donde antes solo había ruido, lo que acaba de contemplar: la infidelidad de la esposa de Vulcano. El marido es el último en enterarse, sobre todo si no hay un dios Apolo de por medio para "largarlo" todo. El dedo índice del dios solar parece querer dar énfasis a lo que dice, como si el pobre Vulcano necesitase que le dramatizas la historia que está escuchando. Su rostro, al igual que el de los cíclopes que tiene contratados para que le ayuden en su taller, es de total incredulidad. O tal vez solo de cauta sorpresa, sin poner en duda la confidencia que escucha. Porque suponemos que algo debía conocer a su mujer. De hecho nos dicen los libros que no es de Adonis de quien le están hablando, sino de Ares, el jabalí rabioso. Se conoce que Apolo era un voyeur, pasatiempo en el que empleaba el don divino de la ubicuidad.
La obra, al igual que "La Túnica de José", con la que hace pareja, y que fue pintada al mismo tiempo por Velázquez, es un estudio sobre el poder de la palabra. Si en la obra inspirada en tema bíblico, una mentira asombrosa, la muerte del benjamín, es refrendada con falsas pruebas: una túnica ensangrentada del propio José, para que sea creída por el padre, en la obra de tema mitológico es una verdad inconcebible lo que se está revelando. Esta vez sin pruebas que puedan apoyarla, solo la persuasión de quien la narra. Quizá por eso la teatralidad en el gesto de Apolo, para darle a sus palabras una sonoridad, una amplitud con capacidad de penetración psicológica.
El gesto de vulcano es fiero. Hay que entenderle. Hijo de la diosa Hera, la compañera de Zeus, fue repudiado por ésta dada su fealdad, su carácter desabrido y su cómica cojera. Nada más duro que sentir que avergüenzas a tu propia madre. Desterrado del Olimpo buscó su hogar y lugar de trabajo en las entrañas de un volcán. El Etna según unas versiones. El Stromboli, aquel junto al que Rosellini filmara a su amante Ingrid Bergman en su mejor película, según otras. Obligado a ganarse el sustento con el sudor de su frente, en sentido figurado y también estricto, porque el calor en la fragua debía de ser insoportable, Vulcano representa al esforzado y honrado artesano con aspiraciones de ser considerado como artista. De ahí probablemente el interés de Velázquez por el personaje. Hay que recordar que el sevillano dedicó los últimos años de su vida a lograr que los pintores de la España del Siglo de Oro dejaran de ser considerados como meros trabajadores manuales y se admitiera su labor como una más de las bellas artes.
"La Fragua de Vulcano", de Diego Velázquez (Museo del Prado)
¿Cómo logró un tipo tan feo como él, cojo, hosco y siempre sudoroso y tiznado por las cenizas del fuego de la fragua casarse con la más hermosa y deliciosa de las criaturas femeninas? He ahí un misterio insondable. Lo que está claro es que Venus no estaba cómoda en ese matrimonio, por más que su marido fuera amable con ella, le concediera todos los caprichos que le pedía y se portara bien con su hijo, engendrado con Ares, no olvidemos ese espinoso detalle. También Vulcano era un hijo extramatrimonial. No corría por sus venas una sola gota de sangre de Zeus. Enterado de la infidelidad de su esposa, decidió vengarse de ella, como ya lo había hecho con su madre, a la que le regaló un trono de piedras preciosas que la tuvo atrapada hasta que aceptó su socorro a cambio de volver a ser reconocido como su hijo. Se trataba de un tipo esforzado, acostumbrado a guerrear con todo y con todos, incluso con quienes más cerca de su corazón debían estar. Venus y Ares fueron atrapados en el lecho, en plena efervescencia sexual, por una red concebida por Vulcano en su taller con la ayuda de los cíclopes. Desnudos y en posición desairada el marido burlado quiso mostrarlos al resto de dioses del Olimpo para convertirles en el hazmerreír del momento. La venganza de Venus al sufrir las burlas crueles de sus iguales -la vida en el Olimpo era una cadena infinita de afrentas y desquites-, quizá de para otro escrito de esta serie, si es que hay alguna obra en la colección del Museo del Prado que la relate.
"La túnica de José", de Diego Velázquez (Monasterio de San Lorenzo de El Escorial)