viernes, 18 de marzo de 2011

El subsuelo de Madrid (8) - Whitehall

El subsuelo de Madrid

8.- Whitehall

Carlos I murió tal como lo hiciera su abuela, Maria Estuardo, con gran dignidad, serenamente, dando testimonio de temple regio y con majestad hasta el último instante. También como su abuela murió en el patíbulo por el certero tajo del hacha del verdugo. Ocurrió una fría mañana de finales de enero, en el pabellón para fiestas y banquetes (Banqueting House) del Palacio de Whitehall, bajo las pinturas de Rubens que adornan sus techos con motivos que trataan de glosar la gloria de la dinastia de los Estuardo, y que el mismo le encargara al pintor flamenco. Un guiño del destino que seguramente supo apreciar aquel incomensurable amante de la pintura. Oliver Cronwell escribió el libreto, pero él hizo las veces de protagonista de la función y de escenógrafo. La gloria de los Estuardo convertida en sangre derramada sobre un tocón de árbol y su reflejo en el imaginario del pintor flamenco.

Muerto el rey, el Parlamento Inglés, cuyo ejército de puritanos ingleses lo había derrocado, quiso también deshacerse de su aureola de magnificiencia, eliminar de la ecuación sus colecciones de arte, fundirlas como el oro para acuñar moneda. Faltaba dinero y sobraban cuadros en los libros de debes y haberes. Pero no todo pudo ser aprovechado para su venta. Los puritanos más exaltados arrojaron alguna obra irremplazable, alguna del propio Rubens, a las aguas del Támesis antes de que se pudieran organizar un comité para ejecutar las confiscaciones con orden y ciencia.

Carlos I por van Dyck

Aunque el tópico pueda hacer creer lo contrario, el esplendor que alcanzaron las artes plásticas durante el reinado de Carlos I de Inglaterra no tuvo un precedente en la época de Isabel I, la encarnizada pero, al tiempo, íntima enemiga de Felipe II. Si que fue un momento destacado para las letras, con Shakespeare como principal exponente. Aunque mientras el bardo de Stratford-Upon-Avon escribía sus comedias la capital mundial del arte de la Musa Melpómene se situaba en Madrid, con Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderon de la Barca y muchos más repesentando sus obras en las corralas o en el Palacio del Buen Retiro que el Conde Duque edificara en tiempo record para poder tener entretenido al Rey Felipe IV, y así mantenerlo lejos de los aburridos, áridos y enojosos asuntos de estado.

El siglo XVII es el del triunfo de la pintura, el que marca su apogeo. Los mayores coleccionistas de arte pictorico se dieron cita en este tramo de la historia. Y todos ellos tienen un nexo común. Cierto que sí, aunque os cuente creerlo: Madrid. Tres grandes acaparadores se disputaban las mejores piezas: Felipe IV, rey de España, el penúltimo de los Austrias meridionales; Rodolfo II, que detentaba la corona de la otra rama de los Austrias y tenía su capital en Praga; y Carlos I, rey de Inglaterra y los territorios ultramarinos.

El reinado de Rodolfo II arranca antes que el de los otros dos soberanos, se sitúa a caballo entre dos siglos. Ávido coleccionista y de carácter tímido y huidizo, se centró más en adquirir tablas y lienzos que en los asuntos de estado. Sentía pasión por Brueguel, El Viejo, de quien llegó a reunir la mayor colección conocida, luego disgregada, como el resto de lo atesorado, cuando el ejército sueco saqueó la ciudad. Un factor que tal vez explique muchas cosas es que fue criado en El escorial, bajo la tutela de su tío Felipe II, de quien seguramente calcó gustos, modos y temperamento. La pasión por la pintura, las reqliquias y los libros esotéricos. La tendencia a la melancolía, la timidez y la necesidad de recluirse en un lugar apartado para sustraerse de la mirada de los otros, de la buena gente que solo quiere pedir y no dar nada a cambio. En su caso fue el Castillo de Praga, desde donde ejercio el gobierno, o lo que quiera que fuera su comportamiento como regente de aquellos predios.

La toma de la capital de Bohemia por los suecos se produjo al final de la Guerra de los Treinta Años, que enfrentó a Católicos y Protestantes por el dominio territorial y moral de Europa. El saqueo del castillo de Praga procuró un abundante botín para las tropas nórdicas, incluyendo la famosa “Biblia del Diablo”, un voluminoso códice medieval miniado, conocido por el Códice Gigas, cuyas primera referencias conocidas datan de finales del siglo XIII. Obra bibliográfica primorosa, anterior al invento de la imprenta, se convirtió en la joya de las colecciones de la Reina Cristina de Suecia. Los checos han convertido su recuperación en un asunto prioritario en la actualidad. De conseguirlo los cuadros de Durero que atesora el Prado tal vez tuvieran que emigrar hacia algún lugar, porque proceden de la fastuosa donación que efectuó la Reina Cristina cuando decidió abdicar para poder vivir como católica en vez de como la regente de un país protestante. Pero esa es otra historia que quizás algún día tenga tiempo de narrar. Lo que derivó de lo ocurrido en la Colina de Albuch, cuando el tercio de Idiaquez sostuvo la arremetida furiosa y reiterada de las huestes de Mariscal Horn. Si se visita la sala XI del Prado, aquella en la que exhiben los retratos ecuestres de Rubens, el de Felipe II, el de Olivares, junto a ellos podrá verse también el del Cardenal Infante, hermano de su majestad Felipe IV, a caballo ante un paisaje bélico. Lo que sucede bajo la panza del equino, retratado como una miniatura, es el momento culminante de la historia de Los Tercios españoles.

Aunque todo el era yesca, es en su viaje a Madrid, que realiza con el objetivo de que le sea otorgada la mano de la hermana de Felipe IV, hecho que habría supuesto tal vez el fin de medio siglo de guerras, cuando prende la llama de la pasión de Carlos I por la pintura. Nada había entonces, y casi se diria que hoy en día, equoparable a la magnificencia de lo que podía verse colgado de los fríos muros del viejo Alcázar Real y de los más acogedores del Palacio del Buen Retiro. Miles de obras de autores renacentistas. Nordicos y meridionales. El Bosco y Tizziano. Van der Weyden y También ejemplos del incipiente arte barroco, que aun le quedaba siglo y medio para desarrollar sus capacidades. La inacabable colección del monarca español deslumbró al joven rey y despertó su codicia de coleccionista. Hizo dos peticiones en el momento de su partida que su anfitrión se vió obligado a satisfacer por cortesía: La Venus del Pardo y el retrato del Emperador Carlos V, dos Tizzianos de entre la vasta colección de este autor veneciano que poseía el rey castellano, aunque el retrato de su bisabuelo posando junto a sus perros de caza hoy sabemos copia de un Seisenegger. Nulo botín político obtuvo de su visita a Madrid, pero si una lección vital y una primera piedra, un primer tranco, para la que luego sería su fastuosa colección.

La Venus del Pardo era el cuadro favorito de Felipe II de los que disponía en su pabellón de caza de El Pardo. La Venus que yace en mitad de la pintura es una de tantas mujeres recredas por el pintor veneciano que alentaron las fantasías y la líbido siempre a punto del Demonio del Mediodía. El retrato del ancestro de ambos Felipes, fue el único que los avatares de la historia nos devolvió y ahora luce en El Prado junto al retrato ecuestre del mismo personaje. Ojalá hubiera sido al revés, desde luego. Hay que hacer notar la generosidad del monarca español, que acepto el capricho de su invitado, cuando luego, poco después, en Francia le serían denegados otros, como poder hacerse con la propiedad de la Gioconda de Leonardo da Vinci.

La Venus del Pardo de Tizziano

Y si copió afición también imitó usos y modos de satisfacerla. Van Dyck pasó a ser pintor de cámara del rey Carlos I, tal como Velázquez lo era de Felipe IV o Arcimboldo de Rodolfo II. Las colecciones de los tres reyes crecieron desmesuradamente a lo largo de los años. Se convirtieron en factoría por los encargos directos a los artistas, y también en foco de atracción con las compras y pesquisas en el propio reino y el extranjero. Y las tres hunden sus raíces, sus propósitos de partida, en Madrid, en el eje de giro de la Historia de la Pintura.

Meses después de morir ajusticiado Carlos I, Felipe IV encomendo a Luis de Haro presentarse en Londres en la que durante décadas se consideró la almoneda del siglo. Sobrino del Conde Duque de Olivares, a la caída en desgracia de su tío heredó el poder, aunque muy mermado respecto del que aquel ostentara. Felipe IV, atormentado por la monja que desde Almazán le escribía cartas llenas de reproches por su torpeza y dejadez en las labores de gobierno, había decidido asumir el reto de personarse en los consejos de estado para tomar parte en las deliberaciones para la elección de soluciones de los problemas. Poco después del desastre de Rocroi Haro tuvo que hacerse cargo de la ingrata labor de dirigir el bando español que tomó parte en las deliberaciones para el Tratado de los Pirineos, por el que Francia tomó las riendas de Europa. Riendas que una vez cogidas no soltará ya después Luis XIV durante todo su reinado. También hubo de hacerse cargo de la logística del encuentro que tuvo lugar en la Isla de los Faisanes, donde se escenificó ese cambio de guardia, de gendarmería, y en el que un avejentado Felipe IV otorgó la mano de su hija al mozalbete engreido y narcisista que entonces era el futuro rey Sol. Si las anteriores no parecen todavía suficientes humillaciones, añadiré que don Luis fue quien dirigió las tropas españolas en la derrota de Elvas, que le valieron a Portugal su independencia.

Pero el destino le tenía reservado al Tercer Conde de Olivares una revancha, un resarcimiento. Poco conocida ha sido su labor en la almoneda del siglo. La subasta en si misma es un acontecimiento histórico prácticamente ausente de los libros de Historia. Un dato para tratar de ofrecer desde ya una imagen de la magnitud de aquel evento: Hasta 1.570 cuadros de grandes maestros se ofrecieron a los que pujaban. Y que lo mejor de lo más selecto acabará en el erario de la Corona Española se debe en buena medida al buen hacer de don Luis.

La lista de lo que vino a Madrid desde Londres para formar parte de las colecciones reales, que son el embrión del Prado, abruma al leerla. Siempre tuve curiosidad por saber el motivo de que una de las sagradas familias de Rafael que luce la Sala 45 del museo se apodara La Perla. Existe una Sagrada Familia y una Sagrada Familia del Roble, y en ambos casos la razón de la denominación reside en que el elementos aludido está integrado en la imagen. No existe ninguna perla en el cuadro que Luis de Haro adquiriera para el rey. Si reside ese nombre es por que Felipe IV, gran conocedor de pintura, consideraba aquella obra como la mejor de su colección, la perla de su pinacoteca.

La Perla - Rafael

Pero hay mucho más. El Tránsito de la Virgen, el único Mantegna del Prado y de España. Los dos dulces Corregios, que en parte nos consuelan de la pérdida a lo largo de los años de las poesías que a este autor encargará Felipe II. Tal vez sea el Noli me Tangare, una de estas dos obras, la que me acabará de enganchar a la pintura en general y al Prado en particular, una vez asimilado el shock del cuadro de Antonello de Messina. La escena que se nos narra es sabida. Cristo se presenta poco después de su resurrección a Maria Magdalena, y los sentimientos de la mujer, plenos de amor espiritual y carnal de desbocan. Cristo le dice: aquí estoy ante ti, pero no puedes tocarme, y en el cuadro de Corregio se lo dice a una mujer postrada a sus pies, mientras camino con pasos que asemejan los de un funambulista en el alambre. Pasos cortos y vacilantes. Los brazos abiertos. Un pie detrás de otro, en paralelo a la dirección de avance. Difícil lograr el equilibrio. Cristo camina sobre la cuerda floja. Es un ser carnal aunque divino soportando su última tentación antes de volver a los Cielos.

Noli me Tangere de Corregio

Las pesquisas a encargo de Felipe IV continuaron. Velázquez peinó Italia en busca de obras que pudieran satisfacer a su señor. A la muerte de Rubens ordenó comprar el mayor número de obras posible del pintor. De las batallas no quedan restos tangibles, solo las explicaciones de las causas y las consecuencias en los libros, y aun estas cambian según cambian las modas en la forma de razonar y explicar lo que ocurrio. El poder cambió decenas de veces después de lo ocurrido en Fuenterrabía, si bien es verdad que en esa alternancia nunca volvió a estar España. Pero de lo ocurrido en el verano de 1648 en Londres en la almoneda del siglo quedan multiples ejemplos en el Museo del Prado. Que un hecho se constituya en no ya capital, sino siquiera visible en la biografía de este museo es poco habitual. Lo que consiguió don Luis de Haro es como una veta de belleza claramente visible en una montaña de maravillas.

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