viernes, 29 de septiembre de 2017
Hispanofobia
Hispanofobia
Ayer, en la tertulia política matinal del programa de Ana Rosa Quintana, Arcadi Espada ha vuelto a salirse. Ante el discurso “progre” de Montserrat Domingo no ha podido refrenarse y se lo ha dejado muy claro: “Se dice mucho que por cada minuto que habla Rajoy o alguien del PP se crea un independentista, y es rotundamente falso. Quien crea un independentista por cada minuto de alocución es gente como tú, con tu discurso, que después de la que se ha montado, de los desmanes que hemos tenido que soportar, de los desplantes a la ley de los separatista, quiere premiarles con diálogo”. La discusión no ha degenerado en gritos ni descalificaciones porque ambos son personas educadas y de buen talante, pero se notaba que la andanada había dado en el blanco y que había dolido. Estoy con Espada, el de Cataluña no es un problema de ideas sino de xenofobia, en la variante de hispanofobia, para ser más precisos. Y contra eso no hay diálogo que valga, solo educación y desmontar fronteras, no crearlas, que la gente viaje, se mezcle y se contamine con lo que le han enseñado su mayores que son una lacra.
No. No es un problema de ahora. Hablando de viajar. Hace muchos años, así como 20, en mis tiempos de universitario, un amigo mío pasó unas vacaciones en Egipto. A la vuelta traía regalos para nosotros, y para él una novia. A la sombra de las pirámides había cuajado un romance entre dos de los integrantes del grupo organizado. Lo curioso es que él, mi amigo, era de Madrid, y ella de Barcelona. Es como si solo se hubieran podido conocer en el extranjero. Y no parecía haber mayor problema que el de la logística. El romance progresó tras el retorno a España, y hubo de hacerlo por vía telefónica y ferroviaria. Pensemos que entonces no había alta velocidad. Trenes rigurosamente vigilados por el reloj, el tiempo apremiaba, partían cada viernes por la tarde de la Ciudad Condal con destino a Madrid, o al contrario, para que los amantes tuvieran unas cuantas horas de encuentro. La situación se hizo tan insoportable que acabaron casándose. Pero me estoy precipitando. Varios fines de semana después de iniciarse el asunto, una de las veces que a la catalana le tocó visitar los madriles, fue oficialmente presentada en sociedad. No éramos un grupo excesivamente lucido. Baste decir, para que se acepte lo que afirmo, que yo era una parte sustancial de aquella comandita. Pero rebozábamos en cariño. Éramos los allegados, los que tenían que aceptar tácitamente esa relación.
Seamos justos, En ese primer encuentro hubo mucha rechifla, pero dirigida íntegramente contra mi amigo. Quizás ella se dio por aludida por nuestras risas o simplemente le molestara que nos riéramos de su futuro marido. En cualquiera de los dos casos no se explicaría en parte lo que luego vendría. Al ver tan formal a mi amigo, tan campanudo, tan defensor de los valores tradicionales, como un Cicerón o un Catón en el senado romano, yo le insistía mientras le daba con el codo: “Cuéntale a tu novia el chiste de los elefantes”. Y luego, dirigiéndome a ella, añadía: “¿No te lo ha contado todavía? Ah, que no. Pues es buenísimo. Nosotros estuvimos toda una fiesta Noche Vieja descojonándonos vivos”. Es lo que tiene la ingesta masiva de ginebra, que adelgaza el muro de contención de la risa hasta convertirlo en papel de fumar. Además mojado. En alcohol, por supuesto. Los amigos comunes, reunidos alrededor de la mesa en la que estábamos tomando el aperitivo no podían parar de reír al ver el envaramiento de nuestro amigo ante una situación que le desbordaba. Y como notaba que sudaba la gota gorda, yo insistía en que se lo contara.
Dos de los de aquel grupo, yo uno de ellos, teníamos ínfulas de poetas. El tiempo acabaría demostrando que aquel de los dos que no era yo no se equivocaba, porque acabaría publicando. El domingo firma libros en una feria. El caso es que nuestro amigo común, el del puente ferroviario, se burlaba de nosotros siempre que podía. Cierto día íbamos caminando por la calle en comandita y, de repente, se detuvo. El resto se freno dos pasos más adelante y se giró para ver qué pasaba “Atención, un poema”, dijo de forma solemne. Y tras un minuto de silencio dramático para crear expectación entre la callada audiencia soltó un sonoro cuesco. Con esta anécdota trato de decir que donde las daban las tomaban, y que quizá, y sin el quizá también, quien más daba era mi amigo. El caso es que aquella tarde se le veía vulnerable y mí me apetecía cobrarme venganza. El famosísimo chiste de los elefantes en realidad era una tontería. Se reducía a un simple acertijo: ¿Cómo se sabe que ha habido una orgía de elefantes? Respuesta: Porque a la mañana siguiente la selva está llena de bolsas de basura. Dependiendo de la cantidad de alcohol consumida se tarda más o menos en caer en la cuenta una vez te dan la solución. A alguno aquella Nochevieja hubo que explicárselo con un croquis. Una pista: El meollo está en las connotaciones sexuales.
Mi amigo quería mostrar ante su novia una imagen blanca y neutra, lavada con Perlán, prolongar la vigencia de la imagen impoluta que había logrado crearse ante sus ojos. Las palabrotas, las procacidades y las blasfemias estaban prohibidas. No digamos ya los pedos. La situación era gozosa, como siempre que alguien sufre en sus dignidades fatuas. La otra chica del grupo, la mujer de uno de nosotros, le decía entre risas, cuando le veía ponerse digno: “Anda. Recítale un soneto”. Y a ella: “¿No sabes que compone? ¿No te lo ha dicho?”. Y todos estallábamos en carcajadas, como las palomitas en una sartén sobre el fuego, ante la perplejidad de la catalana.
¿Nos tomó manía a los madrileños aquella misma tarde? ¿Nunca antes había tenido contacto con gente del foro? ¿Había puesto el listón muy alto la imagen censurada de su novio? Yo creo que no. Al correr del tiempo quedó patente que no soportaba la capital. Ya casada con mi amigo, su monotema en todas las quedadas que hacíamos era lo desagradable que era vivir en Madrid y cuanto perjudicaba sus nervios. Cierta tarde que paseábamos junto al Retiro por la acera de Menéndez Pelayo le propuse mostrarle el parque en un intento sincero de acercamiento. Ante mi insistencia, casi literalmente se agarró a la verja perimetral del parque para no tener que entrar y conocer tal vez algo que pudiera gustarle. Era de esas personas que gozan saboreando la opinión negativa que tienen de algo o de alguien, en este caso mi ciudad y mis convecinos. Compréndase que me molestara aquella madrileñofobia. Pero lo soporté como un hombrecito. La fractura llegó un año más tarde, una noche que alguien cometió el error de introducir la política en nuestras charlas. Pronto quedó clara la opinión de ella: Nos toleraba a los españoles, pero le molestaba que las facturas las pagase siempre Cataluña. “España nos roba” y todo lo que rima con ese verso para hacer pareados. Como la cosa se desmabraba, intentando contemporizar, intentó regalarnos el oído a quienes allí estábamos. No, no tenía nada contra nosotros. Nos dijo: “A quienes no aguanto es los andaluces y a los extremeños, porque son unos vagos redomados”. Y, que pena, ahí pinchó en hueso. Yo le repliqué: “Pues que sepas que mi padre era de Badajoz y que ya quisiera el tuyo ser la mitad de trabajador de lo que él lo era”. El cisma estaba servido. Se me empezó a marginar de las quedadas. Yo tampoco hacía nada por romper el cerco. Los amigos comunes me decían que estaba siendo injusto, que la chica no era separatista, que ni siquiera era del Barça. Como si ese fuera el problema. Lo que sí lo era es que tenía una hispanofobia de caballo, supongo que mamada en la escuela y en la calle, que le rezumaba por todos los poros de la piel cuando hablaba. Ni que decir tiene que acabaría alejando a mi amigo de Madrid.
Hace bastantes menos años, comencé a viajar a la tierra de la mujer de mi examigo. He visitado Barcelona aproximadamente una docena de veces y otras tantas el resto del territorio de la región. No me tengo por un experto en la materia, Dios me libre, pero algo he aprendido. Nunca olvidaré una comida en un hotel de carretera, junto a la A-2. La carta estaba escrita en Catalán, en Inglés y en Francés. El camarero al dirigirse a mí obviaba el Castellano, entiendo que de forma deliberada porque yo solo le interpelaba en se idioma, no por nada, sino porque estaba seguro de que era el único en cuyo conocimiento coincidíamos. Aun así me pude hacer entender señalando con el dedo lo que quería, como si yo fuera sordomudo o aquello el aula de un parvulario. Y es que justo al lado del nombre de cada plato había un dibujito ilustrativo. Sospechoso, pero conveniente. No, el problema no son las ideas sino la hispanofobia, y ese es un problema general de los catalanes, incluso de los españolistas. Tampoco es algo de hoy sino de hace mucho, ni algo que vaya arreglarse en un fin de semana, en el que hoy comienza. Ni en un par de docenas. Mi amigo no pudo.
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