viernes, 15 de septiembre de 2017
Carpe diem
Carpe diem
A principios de este verano mi hermano sufrió un cólico nefrítico. Era fin de semana y la ciudad estaba completamente vacía. Me despertó de madrugada y me pidió que le acompañase a urgencias. Con los años te acostumbras a este tipo de emergencias sanitarias a horas intempestivas. En la anterior nuestra madre casi se nos va. En la anterior a la antepenúltima fui yo mismo quien acabó en la UVI del hospital de La Paz. Claro que yo tuve al menos la deferencia de pedir socorro cuando aun estábamos dentro del horario laboral. Solicitud que debí de hacer por gestos, no recuerdo bien, porque una de las primeras cosas que me hurtó el ictus fue la facultad del habla. El caso es que tras encontrar un taxi a solo dos manzanas de casa, suerte que era el momento en que empezaban a cerrar las discotecas y mi barrio está cuajadito de ellas, fuimos juntos a las urgencias habituales, las del Sanatorio San Francisco de Asís, con orden y concierto, sin tener que mediar palabra con el mundo, mi hermano vomitando entre los coches aparcados y yo adelantándome para encontrar transporte en única avenida transitada a aquella hora, la de Orense. Mi hermano ya es todo un veterano en lo que a la minería renal se refiere y yo, con los años, me he convertido en algo así como un personaje sin frase de una película de Woody Allen. Nadie sabe nunca por qué herida respiro porque soy una tumba. Pienso que esta impasibilidad, esta falta de necesidad de dar mi parecer en cualquier debate que me ronde, sobre todo si soy yo el asunto que se discute, es una secuela del derrame cerebral que sufrí. Cierta psicóloga me advirtió que suelen acarrear cambios bruscos de personalidad. El alma muta y a veces lo hace meramente por causas fisiológicas. O puede que esa sea la única causa posible, que House tenga razón y nadie cambie a sabiendas. El caso es que la relativa prisa con la que salimos de casa, de la cama al ascensor en menos de diez minutos, sin siquiera un café entre medias para espabilar de cara a lo que se nos venía encima, sobre todo a mí, porque mi hermano iba a estar perfectamente entretenido con sus dolores, no me impidió acordarme de llevar un libro conmigo: “Carmina” de Catulo. En la edición de la Editorial Gredos. Sello que durante el tiempo que sobrevivió a la adversidad de ocupar un nicho ecológico escaso en clientela, el de la literatura clásica griega y romana, estuvo suministrando a las librerías bellísimas ediciones, en lo físico y en lo espiritual. Libros llenos de notas a pie de página, que nunca he entendido por qué le molestan tanto a la gente. Todas las cosas realmente trascendentes en la vida nos las perderíamos, nos pasarían desapercibidas, si el corazón no anotase su parecer, si no escribiese un apunte aclaratorio a pie de texto. En el libro que yo portaba aquella noche llamaba la atención su cuidada encuadernación en cuero azul oscuro, tan característica de la editorial Gredos, que le daba una gran prestancia, aun a pesar de tratarse de un ejemplar solicitado en préstamo a una biblioteca pública, viejo y con evidentes muestras de haber pasado por infinidad de manos –Bueno, en realidad no tantas, como delataba la hojita pegada en el interior de la tapa con las fechas para las devoluciones-. Supongo que lo lógico es editar los libros de los autores cuyo recuerdo ha atravesado el océano del tiempo de una forma que se simule cierta sensación de perpetuidad. No, el “Carmina” de Catulo no es precisamente un título de rabiosa actualidad, una obra que una ola del presente haya depositado en la orilla del tiempo, a nuestros pies sobre la arena de la playa, para ponerla a nuestro alcance. Forma parte, más bien, de los restos de un naufragio ocurrido en altamar, lejos de la costa. Imagino que al médico de guardia le llamó la atención ver a alguien tan enfrascado en la lectura mientras tenía un pariente atiborrado de calmantes en la habitación contigua. Ni siquiera me di cuenta cuando se acercó a donde estaba sentado. “¿Me permites el atrevimiento de hacerte una pregunta?”, me dijo y, sin esperar a tener la venia, añadió: “¿Qué estás leyendo?”. “Las obras completas de Catulo”, le contesté, y como vi por la expresión de su rostro que no se agotaban ahí sus interrogantes, añadí: “Un poeta contemporáneo de Julio César”. Se dibujó una sonrisa traviesa en su rostro. “Algo así me imaginaba. ¿Y lo lees por obligación o por gusto?”. Me pareció una magnífica pregunta. Además muy pertinente. Dudé unos instantes la respuesta, dejé que madurara porque ni yo mismo la tenía clara. Supongo que en la madrugada uno lee o bien para conciliar un sueño que le es esquivo o bien por mero gusto, para llenar el espacio baldío del insomnio con las palabras de otro, harto ya de escuchar los pensamientos propios. Quizá, como tercera alternativa, y con ella se agotan las posibilidades, creo yo, para preparar un examen, pero mis canas parecían descartarla rotundamente. “Se trata del análisis de un cuadro. Hay cierta obra de Tiziano que se basa en un poema de Catulo. Por eso lo estoy leyendo, para poder entender mejor el lienzo”. No sé si soné convincente, pero el caso es que las preguntas cesaron. ¿Leer a los clásicos por obligación o por gusto? Me temo que este es uno de esos muchos casos en que la verdad no nos hace más guapos. Que se lo digan sino a la Editorial Gredos, a la cabra montés que berrea exultante desde su logotipo, como si no tuviera rivales dignos en su reinado, y que a la larga ha tenido que transigir y dejarse absorber por una filial de la Editorial Plantea, para subsistir en un país abarrotado de lerdos siendo pasto en los coleccionables de los quioscos. Si Tolstoi, Conrad y Goethe, pongo por caso, ya nos parecen gente de la prehistoria, sin más interés, desde nuestro marcado chovinismo del presente, que el meramente paleontológico, que el referencias solo útiles en el caso de que alguien desentierre por accidente un hueso de dinosaurio, que decir entonces de un tipo, como Catulo, que departió con Cayo Julio César desde el triclinio contiguo en muchos simposios. Peor, Gredos se atrevió a editar en su día a gente como Herodoto, Homero y Apolodoro, anteriores con mucho al inicio de nuestra era. Hay que ver cuánto asusta la abreviatura a. C. Pero, seamos sinceros. Para qué mentir estando solos en la madrugada. No está bien que me ponga medallas que no me corresponden, yo jamás habría sabido de Catulo si el bueno de Tiziano no me lo hubiera restregado por las narices. A lo largo de los años he sabido de él por muchas lecturas -“Los idus de marzo” de Thorton Wilder; “La suerte de Venus” de Steven Saylor; “Rubicón” de Tom Holland-, me he dado cuenta ahora, pero su nombre no llegó a captar nunca mi interés. Soy un lerdo más del rebaño que quizá necesita también del pasto que crece en los quioscos para cultivarse. Sin embargo, había genuino deleite en mi lectura aquella madrugada, sentado en el pasillo de un hospital, sin apenas nadie a mi alrededor: un celador en el otro extremo y un médico, un enfermero y un pariente doliente, en la habitación de al lado. El resto seres literarios. Ariadna en la playa de Naxos tras ser abandonada a su suerte por el pérfido Teseo. Ariadna colérica por las promesas incumplidas de su amante, solicitando un castigo de las Furias por su flaca memoria. Teseo víctima de otra desmemoria, infringida en este caso por las Erinias y no por su egoísmo, y que es la causa indirecta de la muerte de su padre Egeo. Ariadna perpleja ante la llegada de Dioniso, su redentor, en un carro tirado por dos fieros leopardos. Aunque esto Catulo no lo cuente exactamente así en su poema. Lo de los felinos al menos. Por mucho que Tiziano lo pintara tal cual en su cuadro. Esa pequeña discrepancia, y algunas otras, me obligaron en su momento a beber en otras fuentes escritas para entender al veneciano: En la de Nonno de Panópolis y sus “Dionisíacas”; en La de Ovidio y su “Arte de amar”; en la de Filostrato el Viejo y sus “Imágenes”. Aunque en realidad ninguno de los dos primeros hablen de leopardos sino de tigres, y el tercero incluso creo recordar que no menciona en ningún momento carro alguno. Aunque cito de memoria. Releer ahora sería como hacer trampa. Y todas esas viñetas de comic estampadas en una colcha, en un nórdico diríamos ahora, el del lecho nupcial en el que van a fornicar Tetis y Peleo durante su noche de bodas para engendrar a Aquiles. Quien no disfrutaría con estas pequeñas cosas. A la octava o novena lectura del Carmen 64 mi hermano ya estaba en perfecto estado de revista. Había superado la crisis, le habían atiborrado de suero para reequilibrar su descompensada química corporal y nos podíamos ir a casa con todas las bendiciones del escéptico médico. “Vini, vidi, vinci”. Y en mi caso no tuve ni que echar una ojeada a los galos, me bastó con leer un libro.
Qué tendrá el latín, me pregunto, que todo lo que está escrito en esta lengua parecen sentencias que no requieren ser demostradas, siquiera argumentadas, que parecen escritas en relieve sobre mármol pantélico, incontrovertibles, incuestionables e imperecederas. “Conócete a ti mismo”, podía leerse a la entrada del templo a Apolo en Delfos en tiempos de Pericles, y la frase aun sigue haciendo fortuna, aunque casi nadie la entienda del todo y sean aun menos quienes la ponga en práctica. Cierto que me estoy equivocando, aunque a posta: Aquella frase estaba escrita en griego. Pero la idea es el misma, no altera mi discurso. Es más, lo refuerza. Muchas sentencias de origen griego han hecho fortuna al ser traducidas y/o reformuladas por los romanos, como aquella de “Mens sana in corpore sano” de Juvenal. De hecho, “conócete a ti mismo”, dicha en esos términos, suena más bien a frase de hippies o de libro de autoayuda. Cómo envidiaba a los que estudiaban derecho porque tenían que aprender tantas frases en latín. A mi padre, que era abogado, le oí decir una vez aquello de “in dubio pro reo” cierta vez que se ventilaba si yo era merecedor de un castigo por mi comportamiento y, aparte de agradecido, me sentí fascinado por su oratoria. La sabiduría expresada en latín parece más y mejor. Nosotros en la escuela de ingenieros de montes nos teníamos que contentar con la fórmula de “Conditio sine quanon” del enunciado de algunos teoremas de Álgebra. Y bien poco más. Si me gustó el “Club Dumas” de Arturo Pérez-Reverte, para que nos vamos a engañar, fue sobre todo porque me reveló la existencia de epatante frase que adornaba los relojes de sol en los tiempos de Pilatos: “Omnia vulnerant, postuma necat”, en referencia a las horas, aunque también vale para la pasión del Señor. Todas hieren y la última mata. Luego vendría el conocimiento de aquella otra, la que hay escrita en una filacteria que un ángel despliega tras el caballero en el cuadro de Antonio Pereda: “Aeterna pungit, cito volat et occidit” -pronúnciese la “c” de cito como si fuera una “q”, con su “u” correspondiente, por supuesto, como si se estuviera mentando la capital de Ecuador, para que ningún enteradillo nos corrija-, tan emparentada en cuanto a significado, y casi llegué al éxtasis. Eternamente hiere, vuela veloz y mata. Es como el enunciado de un acertijo cuyo resultado es, que nadie se devane los sesos, el tiempo. El caballero sueña con las beneficios que puede traer la vida: fama, dinero, honores, y el ángel le advierte, o más bien a nosotros, porque el caballero parece más allá de cualquier enseñanza, sumido como está en su sueño de gloria, que cualquier bien de este mundo es pasajero, que solo los bienes del alma pueden ser acarreados a la otra vida.
Estaba claro que en este revival personal de los clásicos, no siempre voluntario, tarde o temprano iba a acabar arribando a la literatura de Horacio. Si el haber tenido que investigar sobre el cuadro “Baco y Ariadna”, el tercero de la serie del Camerino de Alabastro, me deparó la sorpresa del descubrimiento de Cayo Valerio Catulo, “La bacanal de los andrios”, el último de la serie, cuyo análisis inicio estos días, me ha obligado a darme por enterado también de la poesía de Quinto Horacio Flaco. Resulta que uno de los personajes del lienzo, que muchos consideran un retrato de la amante del pintor, Violante, por las flores con ese mismo nombre que luce en el pelo, tiene junto a sí un papelillo con una canciocilla cuyas estrofas son un elogio a las cualidades del vino, a su capacidad para infundir en los hombres la creencia de que son mejores de lo que en realidad son. Según leí en un artículo la letra de la composición está inspirada en una sátira de Horacio. Se trata de una carta que el poeta envía a un amigo, un tal Torcuato, a modo de invitación para un banquete que piensa celebrar en su casa. El amigo es abogado. Desciende de un linaje de hombres concienzudos, entregados al deber y marciales en sus actos: Los Manlios, cuya severidad les ha forjado una reputación a lo largo de los siglos. El primero en destacarse en este linaje se hizo célebre tras sentenciar a muerte a su propio hijo por desobedecer una orden suya. Y eso que el resultado había sido positivo: Una victoria contundente sobre el enemigo cuando se había dado orden expresa de no atacarlo. Otro posterior había declinado el asistir al funeral de un allegado, también un hijo -parece que éstos, los hijos, son siempre los peor parados en anecdotario de los Manlios-, para poder atender a sus obligaciones como patrono, que juzga ineludibles. Horacio trata de engatusar a su amigo para que acuda al fiestorro que quiere montar, donde sobre todo correrá el vino, que alaba sin medida: “¿Qué no destapa la ebriedad? Descerraja secretos, confirma esperanzas, empuja al cobarde al combate, exime de carga a espíritus angustiados, adiestra en artes. ¿A quién unos cálices fecundos no hicieron elocuente, a quién no aliviaron su estrecha pobreza?”. Normal que estos versos de Horacio ilustren un cuadro dedicado a Dioniso. Horacio le dice a Torcuato que deje el cumplimiento de sus obligaciones para otro momento, que olvide el ridículo proceder habitual de los Manlios y se desentienda de clientes, que se avenga a gozar con él de la velada que está preparando. Y tras esta conclusión es inevitable acordarse de la famosa sentencia: “Carpe diem, quam minimum credula postero” que, mire usted por dónde, tendría que haberlo sospechado desde un principio, también es de Horacio. “Atrapa el día”, nos aconseja Horacio en una de sus odas, “no otorgues ningún crédito al futuro”. Apostar por él es despilfarro. Si juegas al parchís no te guardes para luego las cuentas de diez, esas con las que se te premia por llevar las fichas hasta la meta, materialízalas cuanto antes, vive el momento presente, porque no puede saberse que nos deparara el futuro, siquiera si tendremos alguno esperándonos a la vuelta de la esquina. Escucho el consejo de Horacio, me dejo convencer plenamente por él al serme formulado en latín, además del bueno, y luego caigo en la cuenta de que si hay una enseñanza a la que he hecho menos caso a lo largo de mi vida ha sido a esa. La que llevaba las fichas a la meta a las primeras de cambio cuando jugaba con ella al parchís era mi madre, mi rival más encarnizada. Yo era más de dejar ese plus para el último apuro y, a menudo, me tenía que comer con patatas las cuentas de diez porque cuando llegaban ya no podían ser aprovechadas por ficha alguna. Tantas veces le quise decir a la adorable Paula: “Es conditio sine quanon que me sonrías para que fluya en mí la felicidad”, mientras el profesor Cerillo nos explicaba los teoremas de Poincaré que preludiaron las teorías de Einstein, y nunca fui capaz de agarrar el momento por las solapas, a pesar de lo mucho que me gustaba. Cuánto donaire y cuanta peca. Y no fue por ninguna estrategia de ahorro ni por altruismo, para no supeditar las metas de los demás a las mías propias, que es lo que yo creo que esconde el reverso de exhortación de Horacio. Fue sencillamente por cobardía. La sentencia “Carpe diem” no fue acuñada para los cobardes, ni para los que se dejan convencer solo por su tristeza. Horacio le dice a Torcuato que la cena se celebrará la víspera de la fiesta del natalicio del César Augusto, que podrán pasar la resaca en cama si así les place, y nos imaginamos que acabará convenciéndolo. Conmigo no habría forma. Soy completamente inmiscible en la alegría ajena. Rehúyo las fiestas como a la peste. Y eso que había señales. En el asunto de Paula me refiero. Ella y su amiga llegaban siempre después de mí, que era uno de los primeros en entrar en el aula, y se junto a mí, habiendo tantos otros sitios disponibles. Entiéndaseme: Las dos se sentaban a mi vera. Esto es: Una a cada lado, conmigo entre medias. Y no paraban de hablar durante toda la clase, en cuchicheos que quedaban siempre en la trayectoria de mi oído, de pelearse en broma utilizándome como campo de batalla. Si se trataba de una contienda de bolas de papel yo acaba siendo la mesa de ping-pong. Si se pasaban notitas con bromas yo ejercía de involuntaria estafeta. Aquello significaba algo, pero a mí me aterraba sacar mis propias conclusiones. Aun hoy, tantos años después, desconfío de las apariencias, no me atrevo a alargar la mano para agarrar un futuro retrospectivo que podría moldear a mi antojo. Quizá es que me enamoré del ángel andrógino de Pereda con su promesa de muerte.
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