miércoles, 30 de agosto de 2017


A mis años he empezado a frecuentar las bibliotecas públicas. Han sido todo un descubrimiento. Almacén de libros olvidados y de personas prescindibles. Nunca he creído en la superioridad de la persona que lee. Quizá sí si es mujer, pero esa es otra historia. La lectura ha sido en muchos casos un refugio para cobardes, para aquellos que no se atrevían a leer la vida, la de verdad, no la novelada o ensayada en un discurso prolongado. En las clases de los colegios, al menos por los que yo anduve, el marginado era casi siempre alguien que leía mucho. No le quedaba otra si quería acceder a una realidad soportable.

Siempre he sido más de librerías que de bibliotecas, del olor a página recién impresa que del olor a papel manoseado por otros. Detesto los libros viejos. Por eso, aceptando la doctrina que Pérez Reverte expone en “El Club Dumas”, no me considero un bibliófilo, por mucho que haya leído, por mucho que mi nicho ecológico sea el imperio de los libros, que se agolpan junto y bajo mi cama, sobre la mesa en la que ahora escribo, en la estantería que se cierne sobre mí, hasta en el armario ropero y en los cajones de la cómoda tan escasos en lo que debería de ser su contenido. La seducción de un libro recién editado es tan poderosa como la de una mujer hermosa a la que ves por primera vez y en su mejor momento. Ava Gardner en “Mogambo”, Halle Berry en “El último Boy Scout”, Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”. Es inevitable amar las flores que recién se abren, al día cuando el sol despunta. Pero hay que hacer de la necesidad virtud y si entrara un libro más en mi casa muy probablemente tendría que salir yo por la ventana acto seguido. Y hablamos en un séptimo piso. Hace tiempo que se acabaron los safaris en la Casa del Libro, en los VIPS, en las librerías de mi barrio, en la del Corte-Inglés de castellana que, a lo tonto a lo tonto, es la mejor de España. O lo era cuando aun manejaba el rifle y calzaba el salacot. Ya no hay dinero en mi bolsillo para caprichos ni paciencia para ver mermado su espacio vital en quienes conviven conmigo. Además, aun hay mucho pro leer en la jungla que habito. Así que, a mis años, empiezo a frecuentar las bibliotecas públicas. Y el ritual es justamente el contrario. Antes me lavaba las manos previamente a abrir un libro, para no macharlo. Debían estar inmaculadas para poder tocar el material. Ahora lo hago tras la lectura, para quitarme de los dedos, que siento polvorientos, el invasivo olor de los otros.

Es cuestión de documentación, me digo. Necesito bucear en los textos de Filostrato el Viejo, Ovidio y Cátulo para entender a Tiziano, para saber por qué pintó la leyenda de Narciso y Eco en “La bacanal de los andrios”, o por qué a Dioniso nos lo muestra como si fuera un discóbolo que acaba de arrojar el disco en su “Baco y Ariadna”. Y todo eso está al alcance de la mano en las bibliotecas públicas. He tenido que esperar a peinar canas para descubrir el encanto de los cementerios de palabras. Ese silencio solemne que respetan y cultivan quienes contigo comparten la tierra sagrada de nuestros ancestros. Los estantes con los libros son como los nichos de los cementerios, tras las losas hay oculta una historia personal y colectiva que se diluye en el polvo a ojos vista. Solicitar el préstamo de las poesías de Cátulo y descubrir que hace más de un año que no había sido solicitado por nadie, que apenas interesa. Y tiene su lógica. Hasta hace apenas unas semanas yo apenas sabía quién era, apenas el recuerdo de un personaje secundario en una de las novelas de Gordiano el Sabueso, el detective de época de Steven Saylor. Tan analfabeto he sido. Tan analfabeto con seguridad sigo siendo. Pero me di de bruces con el “Carmen 64”, si poema más famoso, por culpa de un cuadro de Tiziano que andaba desentrañando. Y ahora me las doy de experto. Cuando acabe la novela que tengo entre manos “Maratón” de Andrea Frediani, du título no engaña, solicitaré una novela sobre los amores de Cátulo con Clodia en la Roma de César, Cicerón y Marco Antonio. “Lesbia mía” de Antonio Priante (Editorial Seix-Barral. 1992). Una novela por vez y cinco libros de ensayo. Sé quién es Cátulo por culpa de Tiziano y de Mario Equícola, su guionista, por así decir, quien le dictaba las pautas a seguir en la ejecución de los cuadros que debía pintar para el Camerino de Alabastro de Alfonso I de Este. Lo mejor de un buen libro es las lecturas adicionales que te sugiere. Si no te sugiere ninguna, si no te provoca hambre de conocimiento en asuntos tangenciales, no se puede considerar en absoluto un buen libro. Todo funciona como una cadena. Comienzas investigando sobre “La vieja friendo huevos” de Velázquez -obra de la que algún día escribiré porque está en Edimburgo en vez de en la calle Recoletos y, por tanto, es perfecta candidata para “El Prado en el exilio”-, en un libro editado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado y acabas indagando sobre quien era Tiresias en un manual de mitología del impagable Carlos García Gual para Editorial Siglo XXI. En un mundo en el que los libros ya no valen nada, intenté hace poco vender la mitad de los que tenía, y ni regalados querían buena parte de ellos. Muchos ejemplares acabaron en el contenedor para papel y cartón de la esquina de mi calle. Entonces se me ocurrió donarlos a alguna biblioteca pública. Y ese fue el germen de todo. Ahora paso las tardes en la “Selva esmeralda”, reconvertido de urbanita cazador en pedestre naturalista, como el protagonista de aquella maravillosa película de John Boorman. Si indagar en librerías es caza mayor, o menor, porque lo de menos es la entidad de la pieza cobrada, cual es su peso, su peligrosidad o su rareza, husmear en las bibliotecas es puro senderismo, naturalismo de la vieja escuela. Nunca codiciarás aquello que veas y te llame la atención, por mucho que te tiente Anibal Lecter. O, mejor, podrás codiciarlo, pero un grueso cristal separará y aislara tus instintos consumistas del desabrido exterior. Si por casualidad descubro un libro sobre Garci que no conocía, “Garci. Entrevistas” (Notorius ediciones. 2010), pongo por caso, aunque sea un ejemplo real, puedo disfrutarlo unos momentos, como quien ve una puesta de sol junto a la trocha por la que discurre, pero no pensaré en colgarlo como un trofeo en algún estante de la librería de mi alcoba.

Le pregunta Oti Rodríguez Marchante, el crítico cinematográfico de ABC, a Garci en una de las entrevistas que recopila el libro acerca de su pasión por los periódicos, y su respuesta no solo me parece antológica, sino que siento además que me en parte me retreta: “Desde niño leo periódicos. [Yo también. En mi casa el ABC era uno más de la familia, y siempre digo que ingresó en ella antes que yo, que era como un hermano mayor] Me fascinan esos periódicos viejos que descubres en una casa a la que te invitan a pasar unos días de vacaciones. [A mí en absoluto. Los periódicos envejecen incluso peor que los libros] Mi periódico de toda la vida ha sido el ABC. En mi familia, que era de clase media baja, siempre nos permitíamos tres lujos: tener radio (una Eco que compró mi padre cuando se casó y con la que yo escuché ya el mundial de Brasil del 50), comer y cenar con vino todos los días (mi madre estaba enferma del corazón, Y Marañón, como lo oyes, don Gregorio Marañón, le recomendó vino en las comidas y las cenas, porque, dijo, que el tanino le iba a sentar muy bien. Tuvo razón don Gregorio. Mi madre resistió hasta los 65 años; murió en 1987), y el tercer lujo fue el “ABC”. Mi padre, cuando iba a trabajar, a eso de las ocho de la mañana, compraba en el puesto, luego kiosco, que había, y hay, en Narváez esquina a Ibiza, el periódico de la grapa mágica. Yo lo leía por las noches, después de hacer los deberes. Empezaba por la información deportiva, luego seguía con el cine y el teatro y, por último, con los artículos. Azorín, Ruano, toda aquella galaxia Gutenberg. En “ABC” siempre han escrito los mejores novelistas, dramaturgos, articulistas, filósofos, etcétera. Y confieso que la primera vez que me publicaron una tercerita, que decía Fernández Almagro, fue para mí algo fabuloso [¡Qué cabrón! El si que pudo] Escribir en “ABC” de fútbol es una de las cosas que más me gustan en esta vida. Ah, el “ABC” que traía mi padre del Palace, trabajaba en la peluquería del hotel, olía a Floyd”. Luego, en una pregunta posterior le cuestiona sobre el parque del Retiro y le contesta: “Algún día me gustaría ser corresponsal de ABC en el Retiro”. A mi alma de cazador le duele saber que jamás será mío este libro.

Tiresias, Garci, Orfeo, Tiziano, Esquilo. Llevo dos novelas seguidas sobre las Guerras Médicas en las que el dramaturgo griego es el protagonista. Que peleó en Maratón, Salamina y Platea y que murió descalabrado por un águila que le arrojó en pleno vuelo una tortuga sobre la calva cuando vivía en Sicilia son los dos lugares comunes sobre el personaje. Todo se amalgama en mi cabeza las tardes entre semana. Hasta me impaciento los findes en espera de que llegue el lunes. Este viernes copié para mi artículo sobre “La bacanal de los andrios” la leyenda de “Narciso y Eco” que se incluye en las “Metamorfosis”. Cuenta Ovidio que Liríope, la madre de Narciso, preguntó a Tiresias, el famoso adivino de Tebas, acerca del futuro de su hijo, si viviría feliz y por muchos años. Lo había tenido tras ser violada por el dios-río Céfiso, una vez que quiso refrescarse en su corriente. El oráculo ciego le contestó que la vida de su hijo sería larga, siempre y cuando no llegase a conocerse a sí mismo. Los expertos señalan, hasta en dos ediciones distintas de “Metamorfosis”, la de editorial Gredos y la de Cátedra, aparte del manual de García Gual, he captado este mismo comentario, que se trata de una ironía de Ovidio, un chiste a costa de la leyenda que, dicen, podía leerse sobre el portal de entrada al Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Ovidio no respetaba casi nada: los dioses, la fidelidad del matrimonio, el decoro público. Por eso lo desterró el emperador Octavio Augusto a los confines del imperio, al país de los getas, en Rumanía, y no es un juego de palabras. Al menos intencionado. Por eso y porque tal vez se acostara con su hija. No recuerdo que decía al respecto Robert Graves en “Yo, Claudio”. Y la profecía se cumplió. Una tarde que hacía mucho sofoco, Narciso se acercó a beber a una fuente que había en un claro del bosque, vió su reflejo en las aguas, se conoció a sí mismo, se enamoró y murió de amores no correspondidos. Y todo empieza con Tiresias, se mezcla con Orfeo, aunque no recuerdo como, discurre hacia Tiziano, que es la meta de todo esto, transcurre en paralelo a Esquilo, que escribió sobre estos temas y otros afines, y se contamina con Garci en un ratito de descanso en que brujuleo en la sección de cina. Todo se amalgama en mi cabeza, y si no lo suelto aquí, en completo desorden, tal como coexiste habitualmente en mi cabeza, ésta lo mismo me estalla. Y si lo hago en Facebook y no en Twitter es porque es como una Biblioteca Pública, un reino donde gobierna el silencio, donde nadie va a querer interpelarme, preguntarme esto o aquello. Cada uno a lo suyo en su sitio de lectura.

Orfeo es mi penúltimo descubrimiento. Sobrevivió a la travesía del estrecho donde habitaban las sirenas, pero sin necesidad de atarse al mástil del barco, como hizo Odiseo. Venció su hipnótico cantó tañendo su lira y entonando poemas. Así salvo a sus compañeros de singladura, a los celebérrimos argonautas. Era digno hijo de Apolo, en lo artístico al menos, aunque mucho más consecuente y constante en el amor. Enamorado de la bella Eurídice, la siguió hasta los dominios de Hades cuando murió víctima de una picadura de serpiente. Al dios del inframundo y a su mujer Perséfone les emocionó su devoción y les deleitó su arte. Consintieron en que se la llevase de vuelta a la superficie, pero con una sola condición, que no mirase hacia atrás hasta cruzar el umbral de los infiernos. Si recuerda a la parábola de Lot supongo que no es asunto casual. Hay que decir que si fracasó en la prueba fue porque iba delante y le preocupaba la seguridad de su amada. Orfeo murió descuartizado por las servidoras de Dioniso, nadie sabe dar una razón, porque es un dios al que favoreció en su Tracia natal al extender su culto. Existe cierto consenso entre los filólogos en que tal vez fuese envidia mezclada con celos. Orfeo fue fiel a su mujer el resto del tiempo que le tocó vivir entre los vivos y rechazó a cuantas se le acercaron con la intención de intimar con él. Me parece una parábola muy actual en estos tiempos en que los hombres carecemos según la doctrina de lo políticamente correcto. Las Musas, no en balde Calíope era su madre, la más bella de todas, le organizaron un emocionante funeral. Le enterraron al pie del Monte Olimpo, salvo su cabeza y su lira, que arrojaron al río Hebro, con hache. Lástima, porque la historia es cojonuda y dan ganas de apropiársela. Y mientras eran arrastradas por la corriente camino del mar podía escucharse en los parajes que atravesaban gritos de llamada a su amada Eurídice. Después llegaron al Egeo, cuyas corrientes permitieron que recorrieran de punta a punta, hasta arribar a Lesbos. Allí se dieron por fin sepultura a sus últimos restos. Dejo que García Gual remate la historia: “Por eso renació con muy potente ímpetu en Lesbos la poesía lírica y allí, en la isla de Safo y Alceo quedó guardada la cabeza y la lira del poeta tracio. Allí, en torno a la tumba santa de la cabeza de Orfeo, acudían a cantar melodiosos lamentos los mejores ruiseñores del mundo griego”. Y no era para menos, era justo honrar la memoria del hombre que había vencido con su arte al horror y con su amor a la muerte. Cierto que en ambos casos solo en primera instancia. Pero es que ninguna victoria de un mortal es definitiva. Solo el triunfo de los dioses es para siempre. Ocho siglos después de todo aquello retomarían la tradición unos joven romanos movilizados en torno a Cátulo que miraban al futuro con los ojos puestos en el pasado, dando lugar a la poesía elegiaca en idioma latino. Nada es para siempre pero todo renace tarde o temprano o, como dijo no recuerdo quien, todo está interconectado de tan sutil aunque tan recia, que es imposible destrozar una flor sin trastornar una estrella. Ni que decir tiene que ando peinando las bases de datos de la biblioteca de Madrid en busca de libros sobre todo este asunto.


























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