miércoles, 30 de agosto de 2017

La doctrina de Plotino




La doctrina de Plotino

Si le regalé una ramita de brezo blanco florida es porque Ella siempre me pareció una más entre aquellas flores. También tenía la piel de nácar y un aura rosada con una suave fragancia a anís que la envolvía. Era toda fragancia y belleza. Y luego estaba toda esa maravilla diminuta que la adornaba, como la que puede observarse en la corola de la flor del brezo blanco si al miras bajo la lupa, como labrada pacientemente con un buril por un orfebre, usando una lente de aumento para los detalles más mínimos: el candor de sus pestañas, que batían el aire como las alas de las libélulas en torno al estanque azul turquesa de de sus ojos, sus dedos calmos y esbeltos, el fruncido adorable en las comisuras de su boca, que le daban a su gesto la dulzura necesaria para remediar el mundo. Lo primero que llamaba la atención en Ella eran sus labios, carnosos y frutales. Besarla era como practicar la zumoterapia. Bueno, eso decían y mientras no lo has podido saber algo por ti mismo no te queda otra que creer en lo que dicen.

Me acerqué a Ella y le regalé una ramita de brezo que acababa de arrancar de un seto, cuando estuve seguro de que nadie me observaba. Ni al cometer el arbusticidio ni al darle mi presente. Lógicamente, la competencia por lograr su atención era feroz, encarnizada, pero sobre todo mimética, y si alguno de su numeroso séquito de galanes se llegaba a enterar de la copla, adiós jardín y adiós primavera.

- ¡Oh, gracias, es precioso!

- “Tú sí que eres preciosa, ángel del Señor”.- No, cierto, no le dije eso, si no algo sobre que el ramillo era perfecto para completar su herbario para la asignatura de botánica. Erica arborea. Dos pies de matorral de tamaño respetable, crecían en la parte trasera del arboreto de la escuela.

Estaba tendida sobre la yerba, al pie de un chopo, con la cabeza reclinada sobre la base del tronco, usando su rebeca roja como improvisada almohada. Me senté a su lado, a una distancia que consideré correcta, ni tan cerca como para resultar invasivo ni tan lejos como para inducir la aparición de una frontera con aduana y aranceles fronterizos. Parecía una ninfa de los bosques a punto de ser acosada por algún sátiro. Tal vez, ojalá Zeus no lo quisiera, por el dios Príapo. Como si mis pensamientos se pudiesen hacer realidad, como en aquel episodio de “En los límites de la realidad”, se acercó hasta nosotros Héctor. Diré que era un guaperas y así me ahorraré su descripción pormenorizada. Se plantó ante Ella dándole sombra y le dijo:

- ¿Me puedes prestar tus apuntes de Estructuras de hoy? –Le preguntó. Todos sabíamos que la pregunta era para Ella. Yo, más que nada, porque jamás había cruzado palabra alguna con Héctor, a pesar de la lata que le daba a mi amiga y de que yo no me despegaba de Ella ni con agua caliente. Sus conmilitones me apodaban la nodriza. Bien que lo sabía.- Es que he llegado tarde y sé que lo tuyos son siempre excelentes- ¡Ay, Dios mío, es que además era muy lista y muy aplicada! La excusa de los apuntes siempre “colaba” a la hora de forzar un encontronazo dialéctico. Yo creo que algunos hasta hacían novillos solo para tener una coartada.

- Claro. Pero pídemelos cuando entremos en clase. Aquí no tengo el cuaderno.

- ¿De qué ha ido la lección?

- Del pandeo del alma de la viga de metal.

El alma de la viga sometida a los esfuerzos de tracción que la hacen claudicar. Toda una metáfora. Dejé que la mía colapsase al impregnar mi mirada con su imagen tan bella y tan infinita. La eternidad era demorarse en la contemplación de cada detalle de su anatomía imposible: El oleaje de su pecho cuando respiraba; Su cintura hecha a la medida mi propio abrazo; La madriguera de su ombligo que asoma a la superficie por la brevedad de su blusa; Su caudalosa melena escurriendo pendiente abajo por la ladera de su cuello. El entramado de la realidad estaba sostenido por sus femeninos hombros. Era una cariátide a la entrada del templo del arte y la sabiduría.

Salí de mi ensimismamiento para fulminar a Héctor con la mirada porque adivinaba su siguiente paso. Pero ni caso. Como quien ve encabritarse a una hormiga y se centra en asuntos más urgentes o peligrosos:

- ¿Te vienes después a tomar algo con nosotros? -Ese nosotros tan inconcreto. Ya lo aclaro yo: un grupo de botarates del que Héctor era su corifeo.- Vamos a ir a la zona de Argüelles tras acabar las clases. Se pone aquello muy animado.

- “¿Pero no ves, alelado, que la dama precisa de estímulos más intelectuales que el que la inviten a irse de tascas?”.- Le repliqué a Héctor. Mentalmente. Contaba con que no fuera a oírme. No por miedo. Es que tampoco era cosa de darle pistas. Ella jugaba en otra liga diferente a la nuestra, a la de su rondaya. Bueno, no sé si el termino jugar es el adecuado porque, a pesar de su cara aniñada, era siempre tan seria y tan responsable. Como un personaje femenino de J. D. Salinger. Me recordaba a la protagonista de “Orgullo y prejuicio”. Tenía, como la Keira Nightly en la película, cierta belleza virginal, aderezada con una norme capacidad para llevar siempre la rienda de las cosas. Una cabecita preciosa pero hecha sobre todo para pensar.

- Lo siento, hoy no puedo llegar muy tarde a casa, tengo mucho que hacer.

- ¿Otro día?

- Quizá, cuando esté menos ocupada. Lo prometo- Y se lo dijo sonriendo y fue como si el sol hubiese retrocedido en su transitar por la bóveda celeste. De repente era más de día. Héctor hasta se desabotonó un botón de la camisa para aliviar el sofoco. Se volvió por donde vino, apaleado pero feliz. Tan feliz como la lava que mana de un volcán hawaiano, toda fluidez, ardor y capacidad para abrasar y fertilizar el mundo.

- ¡Qué majo!, ¿no?

- Un primor.

- No seas malo, Luis. Me fastidia cuando te pones sarcástico.

Aguanté su reproché como un hombre. ¿Cómo podría Ella haberse dado cuenta de que Héctor y yo acabábamos de inspeccionarnos nuestros respecticos genitales para calcular cual de los dos tenía más potencia procreativa? Imposible. Ella era un alma pura que había descendido al mundo material desde una esfera inmaculada. Ella era omnisciente pero no estaba para perder el tiempo con nuestras ridículas bobadas.

- ¿Sarcástico? Pero, señorita, ¿en cuál de mis palabras ha detectado usted sarcasmo?

- Venga, no empieces… -Hizo un mohín y con eso zanjó la cuestión.

- ¿Vistes el reportaje anoche sobre lepidópteros? -Lo dije por cambiar rápidamente de tema, pero también por lo que yo me sé, por forzar el milagro.

- Me fui tempranísimo a la cama. –Cuando decía esas cosas me la imaginaba siempre con un pijama con estampado de personajes de Walt Disney. Era mentalmente incapaz de imaginármela en ropa interior. Bueno, capaz sí que era, pero no luego de soportarlo cuerdo-. Estaba agotada.

- Doña ocupada. Pues te lo perdiste. Hablaron sobre la graellsia.

- Ni idea.

- Es una mariposa endémica de la sierra madrileña, bellísima, “como tú” –En cursiva y entrecomillado lo que solo decía mentalmente, por si hay alguno que aun no se quedado con la copla-. Tienen las alas verdes, curiosamente con una tonalidad muy parecida a la de la blusa que ahora llevas.

- Tienen que ser preciosas.

- Ya lo creo que lo son. Durante muchos años fueron un mito. Tan escasas eran y tan fantásticas en las descripciones. Su descubridor, Graells, las describió tras verlas en los bosques de El Escorial, pero nadie confirmaba el avistamiento. Si no hubiera sido naturalista de la corona quizá lo habría pasado mal. Bautizó su hallazgo como Saturnia isabelae, en honor a su patrona Isabel II. Tras su muerte la rebautizaron como Graellsia. Hoy es el símbolo del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama.

- ¿Cómo sabes esas cosas?

- “Me informo para luego poder contártelo y así amenizar tus días”. Yo es que no me voy pronto a la cama, niña. Funciono con el horario de los mayores.

Arrugó la nariz divertida. Se estiró para desperezarse. Puso las manos tras la cabeza, tumbada como estaba sobre la hierba, como si improvisase con ellas unas orejas de trapo para su cara de peluche. Y entonces ocurrió lo que estaba esperando. Una graellsia emergió del interior del puño de su blusa, sin que Ella aparentemente lo advirtiera. Tampoco nadie de quienes nos rodeaban. Ni siquiera Héctor que, sentado a unos 20 metros de nosotros con su panda, parecía un retén de vigilancia del Buró Federal de Investigación. Solo le faltaban los prismáticos. El bichito caminó por la palma de su mano, desplegó sus inmensas alas y empezó a danzar en el aire ante Ella. Disfruté en silencio del pequeño milagro conteniendo la respiración, sin comentar nada, ni siquiera cuando la mariposa rozó levemente su boca con sus inmensas antenas. Cómo no, era una mariposa macho y había captado con sus peines su esencia anís. ¡Cuánto buen gusto! ¡Qué imagen! La mesura besando la delicadeza ante mis mismos propios ojos.

Y mientras Ella me hablaba durante aquel breve recreo de la verdadera naturaleza de las cosas sin siquiera necesidad de articular palabras yo le compuse mentalmente cinco sonetos con rima consonante sobre la felicidad de saberla del mismo lado de la frontera del tiempo. Para tocar la felicidad en aquellos tiempos bastaba con unos cuantos instantes campestres con Ella a la orilla del futuro.

- Venga, perezoso, es hora de irse. La clase de Patología Forestal comienza en diez minutos.

Ni me molesté en protestar. ¿Ya he dicho que esa chica era miss Responsabilidad? Con mayúscula de apellido o de nombre propio.

- Vale. Pero déjame que antes te enseñé algo en la parte de atrás de la escuela.

- De acuerdo. Pero rapidito. No pienso hacer novillos ni siquiera por tí.

Fuimos a donde había conseguido el ramillo de brezo.

- Mira. Lo sabía. Hay también una mata de otra especie del género Erica. -Estaba claro porque las flores eran de otro color, de un fucsia encendido. Más grandes además, menos delicadas.

- Erica cinerea.- Lo dicho. La primera de la clase. Si iba detrás de Ella como un perrillo faldero es porque estaba enamorado hasta decir basta. Pero aquello tampoco perjudicaba a mi expediente académico. Las mujeres hermosas a menudo se rodean de eunucos para defenderse inconscientemente de los guaperas.- Pero no pienso coger. Tengo suficiente para el herbario con el ramillo que me has regalado. Esquilmar más el arboreto por capricho sería un crimen. Te perdono que hayas arrancado del otro porque sé que lo has hecho con la mejor de las intenciones.

Lo que Ella no sabía es que esa mata de brezo fucsia no estaba allí cuando yo había esquilmado la de brezo blanco. En un libro en el que por entonces trataba de documentarme sobre la doctrina del filósofo Plotino, un griego del siglo III después de Cristo, cosas mías que no vienen a cuento, había leído hacía poco lo siguiente: “El Uno no es en sí mismo el ser, sino la generación del ser. El Uno es perfecto y por ello sobreabunda, y esa superabundancia produce algo distinto de él”. Traduzco: El Uno es la fuente de la que mana el mundo tangible sin agotarse nunca, sin siquiera ser consciente del acto de creación continua que su existencia supone. El Uno es una potencia involuntaria generadora de belleza. El Uno es Dios. O sea, Ella. Y como todo ser creado ama a su creador, por eso la mariposa había rozado sus labios nada más eclosionar a la realidad y el ramillo de brezo que le había dado se mostraba ahora visiblemente más florido que cuando lo había arrancado de la mata por el solo estímulo de su tacto.

Tras esta revelación volvimos al edificio de la escuela, yo absorto en un silencio monacal, como de sabio ermitaño de vuelta de una catarsis completa, Ella emanando de sí todo lo que del mundo es bello. Luego, al pasar por dónde Héctor le saludó con un gesto de la mano, y el guaperas hasta me pareció majo, como Ella se empeñaba. Entonces salí de mi mutismo y le empecé a narrar de sopetón “Doctor Zhivago” mientras subíamos las escalinatas de la entrada de la escuela. Iban a echar la peli esa misma noche por la tele y me parecía aberrante la idea de que Ella desconociese los amores de Yuri Zhivago y Lara Antipova. Y porque sabía que Dios es una muchachita buena que no trasnocha y nunca se olvidaba de rezar sus oraciones cuando se acuesta.

Dice Plotino: “El Uno es verdaderamente inefable. Se diga lo que se diga de él jamás podrá apresárselo, porque decir es siempre decir algo determinado y lo Uno escapa a toda posibilidad de determinación”. ¿Será por eso que soy incapaz de recordar su nombre, a pesar de que tengo grabados en la memoria todos los rasgos de su divino rostro? ¿Será por eso que tengo la sensación de ser incapaz de expresar con justicia y acierto en estas líneas toda la maravilla habida en su presencia? Lo ignoro. No sé cuál es la doctrina correcta sobre el amor. Ella nunca hablaba de religión. Evitaba siempre con tacto hablar sobre Ella misma.

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