lunes, 28 de agosto de 2017









Cuando llegar a ser escritor aun me parecía una utopía de contornos suaves, no la aberración topológica que es hoy día, una cinta de Moebius que me hace regresar constantemente al comienzo del recorrido, cuando aun jugaba a tener un alma lírica y la inspiración no me llegaba -aun la estoy esperando, pero esa es otra historia. Solo las mujeres que se demoran merecen la pena, es la letra del axioma que con lágrimas se aprende- me limitaba a escuchar canciones pop en inglés y a imaginar una traducción ajustada a la emotividad de la música. Es un juego al que, claro está, solo puede jugarse si eres lego en el idioma de Shakespeare. Algo así es lo que hago ahora mientras “Gipsy” de Fleetwood Mac suena en bucle en mi auricular. Cuando aun pensaba que mi opinión le interesaba a alguien, y supongo que escribir es meramente opinar en extenso, había dos libros que siempre recomendaba: “El bosque animado” de Wenceslao Fernández Flores, la ternura hecha foresta y “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger, la ternura y la metáfora del herbazal. Creo que mi sugerencia no prendió en ninguna de las lindas cabecitas en las que quise que germinase mi minúsculo mundo interior. No recuerdo que nadie me hiciera nunca caso en este asunto en particular, ellas menos que nadie, aunque, a Dios gracias, ninguna de las dos novelas ha precisado nunca de mi publicidad para ser leída con fruición por generación tras generación. Son ambas historias que pueden leerse con una sonrisa en los labios, pero que están irremisiblemente contaminadas por la tristeza. A alguien le dije una vez que al leer “The Catcher in the Rye” era inevitable reírse a carcajadas, hasta que te das cuenta de que va la novela, y entonces la risa se te congela en la cara. Esta sinopsis dio como resultado que jamás abriese el ejemplar que le regalara. Hace años leí, y la imagen me fascinó desde entonces, que J. D. Salinger desembarcó en la Playa de Utah, en Normandía, el 6 de junio de 1944, con un manuscrito de la novela en la mochila. ¿Y si Salinger hubiese pisado una mina antipersona? En ese caso, ahora seríamos todos en cierto modo huérfanos. En vano he esperado que “Oona y Salinger”, la novela de Frédéric Beigbeder, detallara esta anécdota. La cogí prestada de la biblioteca pública esta misma semana y dos días después ya la he acabado. Es narrativa al estilo de Truman Capote, quien, por cierto, tiene un cameo en el relato, o de Javier Cercas. Ficción camuflada de reportaje periodístico, narrativa entreverada con vivencias personales del autor y guiños al lector que no siempre vienen a cuento o concuerdan con el tono emotivo del discurso. Hay que decir que la impostura funcionaba mejor en “Soldados de Salamina” y en “A sangre fría”. Tenía muchas ganas hace tiempo de leer el libro (Editorial Anagrama. Panorama de Narrativas. 2014) y si no me ha defraudado ha sido porque el asunto tratado es tan apasionante que es a prueba de fatuos y listillos, como me temo que es el caso.

Oona O’Neill, la hija del premio Nóbel Eugene O’Neill y también la cuarta esposa de Charlie Chaplin, fue la primera novia de Salinger, cuando él apenas contaba con 21 años y ella con 15. Un amor prematuro que se convirtió luego en munición con la que poder disparar literatura, la más celebrada del siglo XX. Se decía cuando yo era joven que nunca faltaban ejemplares de “El Guardián entre el centeno” en los VIPS de Madrid, porque la demanda era constante a cualquier hora del día o de la noche. Los VIPS cerraban muy de madrugada y podías comprar el periódico del día siguiente. Mi amigo Juan y yo finalizábamos nuestras correrías del sábado por la noche, tras ir al cine, esperando El País dominical en alguna de las cafeterías de la cadena. A Salinger no le hizo falta ponerle banda sonora al silencio de su musa, como me pasa a mí, tuvo suficiente inspiración en Utah Beach y luego en Carentan, Cherburgo y el bosque de Hürtgen, una terrorífica batalla que a los combatientes alemanes les hacía añorar el frente ruso. Toda la narrativa de Salinger parece estar escrita en clave, encerrar información adicional a la que subyace en una lectura literal del texto, como si se tratase de un palimpsesto. Por eso, quizás, es tan apreciada por los adolescentes de todas las épocas, que creen atisbar en sus diálogos sincopados claves acerca de la auténtica verdad de las cosas, valga la redundancia. La de Salinger fue sin duda una madurez interrumpida, frustrada por una serie de vivencias traumáticas, acaecidas entre Normandía, en la primavera de 1944, y Núremberg, en la primavera de 1945, donde acabó recluido durante meses en un hospital psiquiátrico para veteranos de guerra. Fue uno de los primeros soldados americanos en entrar en el campo de concentración de Dachau y nunca se llegó a perdonar, a sí mismo y a toda la raza humana, el no haber llegado antes, aunque hubiera sido un solo día.

J. D. Salinger conoció a Oona O’Neil una noche de juerga en el Stork Club de Nueva York. Ella estaba acompañada por su habitual pandilla: Gloria Vanderbilt, Carol Marcus y Truman Capote, aquel niño repipi y marisabidillo que Lee Harper describe en “Matar a un ruiseñor”, pero ya convertido en el fatuo papagayo de colores que llegó a ser siendo adulto. Del romance que nació aquella velada solo quedaron rescoldos con el correr del tiempo en el corazón de Salinger, que durante años escribiría regularmente a Oona cartas, suponemos que apasionadas y románticas, durante la guerra, tras ella, siendo ella ya una mujer felizmente casada. Casi ninguna con contestación, la mayoría sin siquiera acuse de recibo, como si Salinger fuera un pelmazo o un acosador al que no se debe alentar dando una respuesta, cualquira. El contenido de estas cartas es, tras la autoría del asesinato del presidente Kennedy y la procedencia del OVNI de Roswell, el mayor misterio del siglo XX, porque los herederos de Oona jamás han dado permiso para publicarlas. Oona se casó con Chaplin siendo aun muy joven. De hecho el noviazgo se desarrolló íntegramente mientras ella era aun menor de edad y no pasaron por la vicaría hasta que cumplió los 18, prácticamente el día de su cumpleaños. Tanta prisa había. Como le pasó a Polanski, el regusto a pederastia de su romance en el fino paladar de la pacata sociedad estadounidense acabó convirtiendo a Charles Chaplin en persona non grata y, como Polanski, en un deportado político.

Si hay algo que me molesta en el libro de Beigbeder es que parece querer que tomemos partido a toda costa, primero entre los dos aspirantes, Salinger y Chaplin. Luego, entre Salinger y Oona, cuando se consuma su ruptura. Incluso, lo que roza el absurdo, entre Capote y Salinger. Como si hubiese necesidad de escoger entre lo maravilloso y lo sublime cuando hay espacio de sobra en el corazón para abarcarlo todo. Me parece un error estratégico, además de una canallada. Lo que distingue en mi opinión una obra correcta de una excelente, de un proyecto de obra maestra, si se quiere, aunque esa es una distinción que solo el tiempo otorga, es que en la segunda de las categorías el autor es capaz de desarrollar ternura, empatía, comprensión por todos sus personajes, incluyendo los eventuales villanos. Y eso es algo que Beigbeder parece negarle a Salinger. Y, como digo, es una canallada, porque de haber pecado, y tendríamos primero que discutirlo detalladamente, habría ido implícito en la falta la penitencia, una misantropía que fue a más con el correr de los años, una incapacidad para relacionarse con sus semejantes. Salinger acabaría recluyéndose en uno de esos bunkers que asaltara en la playa de Utah. Viendo la foto del autor que se incluye en la solapa del libro creo entender el por qué de su velada antipatía por J. D. El amigo Frédéric es un guaperas, un tipo acostumbrado a llevárselas de calle, como el mismo nos ejemplifica en un epílogo que aun no me explico, donde nos narra la forma en que se ligó a su última esposa, aquella vez en que sedujo a la diosa de la fiesta a la que asistía una noche de jarana. Beigbeder seguramente detesta a los perdedores, a quienes nos dieron calabazas por preferirle a él. Justificando a Oona, si es que alguien ha pedido tal cosa, yo no por lo menos, midiendo a Chaplin con Salinger con una regla que solo conviene al primero, parece querer empequeñecer su complejo de culpa por ser más atractivo y más interesante que el común de los mortales. Él se llevó a la ninfa de la bacanal, igual que Chaplin a la musa de Hollywood previo a la Segunda guerra Mundial, porque es ley de vida, y por cumplir las leyes, caminante díselo a la polis cuando allí llegues, yacemos, que diría Simónides. Bueno, yacemos en sentido figurado, que de un desamor nadie se muere, desgraciadamente, y lo que es yacer solo lo hacen él y Chaplin. Con la chica, me refiero.

https://www.youtube.com/watch?v=comtYS3eQwg

Beigdeber justifica su libro como el producto de una fascinación, la suya por Oona O’Neill, a la que Capote, su compañero de borracheras desde la pubertad hasta la senectud, definía de la siguiente manera: “Solo tiene un defecto: que es perfecta. Por lo demás es perfecta”. En la página 133 de la novela Beigdeber trata hacernos partícipes de esa fascinación, de convertirnos en cómplices, facilitando un enlace de internet a un documento audiovisual colgado en Youtube. Se trata de un casting realizado por Oona cuando aun soñaba con ser actriz. Luego se casaría con Chaplin, uno de los dueños fundadores de la United Artist, y con eso estaría servida de por vida en lo que a cine se refiere. Un pañuelo cubre la cabeza de Oona en la prueba de cámara. Está caracterizada como una mujer rusa. Trata de obtener un papel en “The girl from Leningrad”, una producción en la que iba a participar Greta Garbo, imagino que tratando de aprovechar la estela dejada por el éxito de Ninotchka, la obra maestra de Ernst Lubitsch. Beigbeder llena un párrafo entero con elogios a la belleza de Oona, a su desarmante timidez, a su divina gestualidad, a su aura de mujer adorable. Una pieza de caza mayor, digna de ser codiciada por un macho alfa como él. Los guaperas anegan de piropos el hábitat de sus presas para que sepamos que son suyas, que solo pueden ser cobradas por ellos. Si son algo más bastos hasta se mean en un arbusto. Y mientras releo el párrafo de marras y contemplo al mismo tiempo la prueba de casting, no puedo dejar de sorprenderme por lo mucho que se me recuerda Oona a su hija Geraldine. Mi sorpresa no debería ser tal, lo reconozco, ni por lo que nos dice la genética ni por circunstancia. Mi principal recuerdo de Geraldine, entiendo que el más impactante, el que me acabó calando, es su interpretación de Tonya Gromeko en “Doctor Zhivago”. ¡Claro, idiota, ella también iba caracterizada de rusa! Tardo un buen rato en asumir mi torpeza y dos días enteros en caer en la cuenta de que estamos ante un cambio de tornas. Geraldine Chaplin, Tonya Gromeko, es en “Doctor Zhivago” eso que se suele motejar en los vodeviles como “la otra”. Geraldine heredó de su madre todo el encanto de la mujer de peluche que parece en perpetuo peligro, que nos instiga a los hombres a abrir un hueco entre nuestros brazos para cobijarla. No, no es una cualidad que los productores de la película debieron pasar por alto, que recabaron por casualidad. Una opción anterior para el papel había sido Audrey Hepburn, la reina de la fragilidad hecha belleza. Y hay una escena, sublime como casi todo el metraje de la película, que justifica que la actriz que al final se quedara con el papel debiera ser poseedora de esta cualidad. Yuri Zhivago pasea nervioso por el jardín de Varykino. Arde en deseos de ver de nuevo a Lara Antipova, la mujer que le ha amputado el corazón para hacerse un broche. Advertimos en sus ojos el mono del drogadicto. Entonces, en un momento dado, se detiene para contemplar a su esposa Tonya. Está embarazada de su segundo hijo, de rodillas sobre el pequeño huerto que han improvisado junto a la casa, escarda la tierra con una azadilla. En ese mismo momento Yuri tiene una revelación. Se despide precipitadamente de Tonya y cabalga hasta el pueblo donde vive Lara. Allí le dice que han de dejar de ser amantes. “Nunca volveremos a vernos”, le dice y ella asiente con lágrimas en sus ojos mansos y dorados. “¿Me crees?”, le insiste, y ella le vuelve a mentir al asentir de nuevo. Luego, de regreso a Varykino es cuando es capturado por los partisanos. Ambas mujeres vivirán durante años pensando que han sido abandonadas por causa de la otra. Y, ¿cómo se justifica que Zhivago sea capaz de engañar a su mujer? A efectos de casting se justifica con Julie Christie, un ángel deslumbrante que rezo porque no llegue a ser descubierto por la mirada voraz de los Beigbeders de este mundo, aunque ya solo sea posible de forma retrospectiva. Pero hay más. Yuri y Tonya eran técnicamente hermanos. Yuri es el bastardo de un hombre muy poderoso, algo muy habitual en la Rusia de los zares, y es adoptado por el matrimonio Gromeko a la muerte de su madre, cuyo entierro abre la película. El amor entre ambos, tierno pero desapasionado, surge entre ambos de forma natural, casi de forma obligada, alentado y celebrado por sus propios padres. Amor sin pasión sexual, como el que Beigbeder cree que Salinger sintió por Oona. Nada de pétalos amarillos lloviendo en el plano fijo como en la escena en que Yuri y Lara son al fin conscientes de que se han enamorado. Como si al escena no la hubiera rodado David lean sino Renoir. Me refiero al padre, al pintor, no al cineasta. Como si la ternura no pesase en la balanza. La ternura por tus propios personajes o por la persona a la que amas. Vale, lo dejo, es una discusión que sé que tengo perdida desde el mismo momento en que la planteo. Ternura frente a pasión. Lo confieso, siempre he preferido que hubiera un guardián entre el centeno a una fiera tronchando las espigas, y quizá eso lo explique todo. Para empezar, lo poco que he yacido con hembra singular alguna. Bueno con la de cualquier especie.

Con Oona Castilla se cierra el círculo. La hija de Geraldine, actriz como ella, parece a bote pronto, al primer vistazo, la antítesis de sus dos antecesoras. Audaz y extrovertida, parece negar la timidez que cualquiera hubiera creído parte de su patrimonio genético. Será su herencia castellana que delata su apellido, imagino. Tiene propensión a sonreír, como su madre y su abuela, pero en su caso parece antes un arma ofensiva que defensiva, arma blanca para la corta distancia, carnívoro cuchillo que amenaza el corazón de quien la contempla mientras despliega su panoplia de seducción, que a juzgar por las muchas entrevistas que le llevo leídas, es casi siempre. A mí me tiene ganado hace tiempo. Ojalá me reclame como objeto de su propiedad algún día. Aunque sea en calidad de cachivache. No tengo dudas de que si volviese a la casilla de salida, como si la vida se tratase del juego de la oca, la rondaría con mi prosa, tal como hizo Salinger con su abuela, porque le sospecho también una enorme capacidad para ser musa. La descubrí en “Juego de Tronos” y aborrecí la serie durante varias temporadas al haberle concedido los productores el papel de novia en la boda sangrienta. Luego, tras tener que olvidarla, volví a enamorarme de ella en “Dates”, una serie británica en la que interpretaba a una prostituta en busca del amor, con los lógicos accidentes que tamaña incongruencia, por otra parte harto razonable, se adivinaba que iban a suponerle. Véanla es una pequeña joya. Episodios de apenas veinte minutos que brillan como el cristal esmerilado de una vidriera de colores. Enamorarse es esa sensación que experimenta quien cree atisbar el futuro y lo adivina feliz, lleno de posibilidades, pura arquitectura de castillos en el aire. Justo lo contrario al amor, que mira al pasado desde el hoy y solo contempla certezas y cimientos sólidos. Tendría tan pocas posibilidades con la Oona que es causa mis desvelos como las tuvo Salinger con la Oona que provocaba los suyos. A todo lo más que podría llegar es a que algún guaperas suplantase mi firma en alguna misiva de amor sucedánea. Y solo estoy dispuesto a verme suplantado por Cyrano de Bergerac “¿Cómo pudo generar en el set de rodaje la tensión sexual con Tom Hardy?”, le pregunta una reportera en una entrevista a propósito de la última serie que ha rodado: “Taboo”. Ella contesta partiéndose de su risa; “¿Que cómo se genera tensión sexual con Tom Hardy? ¿Pero tú lo has visto?”. Es desvergonzada y ocurrente, pura alegría contagiosa, belleza que lo mancha todo de hermosura. Confieso que hacía años que una mujer no me sacaba de mi taciturna forma de entender la vida. También que más que para alguien le cree una zona de cobijo entre unos brazos masculinos esta hecha para procurarlo ella. Demasiado pollo para tan poco arroz, me digo al pensar en ella y en mi como posible pareja, como le pasó a Salinger con la otra Oona. Pero hay algo que no entienden los Beigbeders de este mundo, que en el amor también hay honor en la derrota, si tras ver a la mujer que amas, corrijo, a la mujer de la que te has enamorado en brazos de otro eres capaz de preservar la ternura que te inspira. Algo que el amigo Frédéric nos hurta en las cartas que falsifica en su novela. La contraportada del libro lo confiesa son tapujos. En una de las críticas literarias que se extractan como reclamo para posibles compradores puede leerse: “[...] Lo mejor: cuando imagina las cartas desesperadas de Salinger a Oona, esas cartas que los herederos de Chaplin nunca han querido hacer públicas”. ¿Lo mejor? Lo abracadabrante más bien. Nada hay más personal que una carta, no digamos ya si se trata de una carta de amor, para remate de un autor consagrado, esto es, al que se le presume pericia al exponer sus propios sentimientos. Jugar a escribir las cartas de otro me parece un delito que debería estar tipificado en el código penal, como la suplantación de identidad o el falseamiento de documento público. Mientras esas cartas, las reales, no se hagan públicas, me negaré a creer en los acres reproches que el Salinger de pacotilla que se inventa Beigbeder le hace a la Oona.



Oona y Salinger” al menos me ha servido para dos cosas, aparte de para pasar unos cuantos ratos de lectura muy gratos, vaya eso por delante, a pesar de los peros que he expuesto. En primer lugar para corregir dos errores que arrastraba hace tiempo. Uno de índole menor: No. Salinger no desembarcó en la playa de Omaha el Día D con un manuscrito de “El guardián entre el centeno” n la mochila. Tal vez llevase el germen de una idea cuando chapoteaba con sus botas sobre las olas teñidas de rojo. Una idea autodestructiva que la guerra le inoculó a lo largo de un año de pesadilla, tal como Leonardo Di Caprio inserta en “Inception” en la mente torturada y fértil para la desdicha de Marion Cotillard. El otro error era más grave. Siempre di por supuesto que tras la novela de Salinger, y lo digo en singular, porque no llegó a escribir ninguna otra, que se sepa, se escondía una historia de abusos a menores, tal vez de incesto. Es difícil acercarse a la relación entre Holden Caufield y su hermana con los ojos limpios. Más que una hermana parece una novia, y no ayuda ni la edad ni el parentesco. Esa desconfianza en Holden por los mayores, empezando por sus propios padres, le pareció a mi imaginación calenturienta indicio de algo maligno. Ese único deseo de proteger a la infancia del protagonista parecía la prueba definitiva. Que casi todas las heroínas de Salinger sean pelirrojas era como la prueba adicional aportada por el CSI. Y no, de lo que habla Salinger en sus obras, casi siempre a través de las voces infantiles de sus personajes, es de horrores aun más espantosos. Tanto que apenas pueden verbalizarse -el al menos no pudo y por eso quizás dejó de publicar- y solo pueden abordarse desde la inocencia absoluta.

El otro servicio que me ha procurado la novela es que me ha hecho caer en la cuenta de que existe un nexo de unión entre el mito Salinger y el mito Zhivago, aunque sea tortuoso y tan minúsculo como lo es el cuerpo menudo de Geraldine Chaplin. Voy a estar eternamente agradecido por esta revelación. Por cierto, Oona Castilla nació aquí cerquita, en Madrid. Me pregunto si conoce el museo del Prado. No seré un guaperas, pero en según que ocasiones puedo ser un perfecto intermediario entre el arte y al belleza. Venga, dejo descansar a Fleetwood Mac, que voy a acabar desgastando “Gipsy”. Ese solo de guitarra hacia el final. ¡Ay ese solo! Mientras escucho los acordes, escucha que ahora vienen, es cuando se inflama mi prosa. Momento de poner el punto final. En crescendo emocional, como los films de Cameron Crowe.



Posdata


Ayer tarde, justo antes de salir de la biblioteca pública, solicité en préstamo la biografía “Salinger” de David Shields y Shane Salerno (Editorial Seix-Barral, 2014). No he tenido que esperar mucho para enterarme. Lo leo en la página 24. Transcribo: “Salinger le contó a Will Burnett, su profesor de escritura en la Universidad de Columbia y redactor jefe de la revista Story, que el día D llevaba encima seis capítulos de El guardián entre el centeno, que necesitaba llevar encima aquellas páginas no solamente como amuleto para ayudarle a sobrevivir, sino como razón misma para sobrevivir”. Vamos, que tenía yo razón después de todo. La mejor anécdota de todo el asunto sobre Oona y Salinger y Beigbeder se la deja en el tintero. Y ni siquiera tendría que habérsela inventado, como hace prácticamente con el resto de su novela. Que a lo mejor se trata de eso, de que piensa que su inventiva corrige la realidad, que Ava Gardner habría sido más guapa si él la hubiera besado. O soy yo, que soy muy obtuso, que todo podría ser, o por el contrario es cierto que con su relato Beigbeder trata de inducirnos a creer que la génesis de la novela de Salinger es muy posterior al final de la guerra. Creo recordar que habla de un lapso de tiempo superior a la década entre ambas fechas.

Pero aun hay más… Espera que apago “Gipsy”, que no quiero que se me suavice el tono… Casi a renglón seguido, en la página 25 del libro, leo: “A Salinger lo asignaron al 12.º Regimiento de Infantería, Yo pensaba que él había desembarcado con su regimiento a las 10:30, casi cuatro horas después de la Hora H. Pero el texto oficial de la History of the Counter Intelligence Corps afirma que «el Cuarto Destacamento del CIC bajó con al 4.ª División de Infantería en su asalto a Playa Utah a las 6:45». Esto quiere decir que el destacamento del CIC de Salinger bajó a tierra aquella hora con el 8.º Regimiento, que hizo de punta de lanza del desembarco de la 4.ª División”. Y ahora espera, que no quiero dejarle toda la responsabilidad otra vez a mi memoria. Beigbeder escribe lo siguiente en el capítulo: “Por suerte, Jerry [Jerry es Jerome, la J de la primera inicial de Salinger. No te digo que encima el muy cabrito va y le tutea a lo largo de toda la novela] no estaba en primera línea. Tras cruzar el screen smoke (una cortina de fumígenos generada por el ejército estadounidense para esconder sus barcos), empezó a pasar por encima de los cuerpos de los primeros mártires, unos cadáveres ya abotargados entre dos olas. El secreto de un desembarco consiste en no desembarcar primero”. ¿Se puede ser más hijoputa? Vale que si eres francés es bastante más fácil, pero asombra tanto cuajo y tanta mala baba. Que diréis que a lo mejor es que no ha leído la antes referida biografía. Pues mucho lo dudo. Algo me dice que el párrafo que acabo de extractar se inspira en la siguiente impactante frase que también puede leerse en la biografía y que un marinero atribuye a un oficial de mando el día previo al del desembarco: “No os preocupéis si a los de la primera oleada os matan a todos. Nosotros nos limitaremos a pasar pro encima de vuestros cuerpos con más y más hombres”. No va y presume Fréderic de haberse documentado en profundidad, de haber visto incluso con hijo crítico “Conociendo a Forrester”, la película dirigida por Gus van Sant en la que Sean Conery encarna a un sosias de Salinger. “Muy buena elección de casting”, nos dice. “El actor escocés, alto y desgarbado, da muy bien físico de Jerry”, añade locuaz. Venga, pongo Gipsy otra vez y cuando llegue el solo de guitarra y se me inflame la prosa quemo la novela. Ah, no, espera, que tengo que devolverla a la biblioteca. Mecachis.






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