martes, 13 de enero de 2015

El Fútbol y sus aledaños (176) - Dancing Baby Groot



Dancing Baby Groot

Cuando era joven y me las daba de cinéfilo y frecuentaba los Alphaville en Martín de los Heros para no perderme nada de aquello que no tenía cabida en el circuito habitual de salas de exhibición, me refiero a los desechos de tienta del cine comercial, léase, por ejemplo, el cine chino, entonces una exótica rareza, o el soviético, siempre con tramas con intenciones sesgadas y la acción estancada en cada plano como si lo que mostrase la pantalla en todo momento fuese la actividad de una charca sin fauna -quien haya visto “Solaris” de Andréi Tarkovski sabrá a que me refiero-, recuerdo cuan recurrente era la polémica sobre los títulos de crédito: ¿Había que quedarse a leerlos mientras los demás abandonaban el cine a la carrera o tratar de ser de los primeros en ese éxodo tumultuoso hacia la realidad? Porque esa es otra, antes veíamos el cine en el cine, tan raros éramos entonces. Era oir como los acomodadores descorrían las cortinas de las puertas -que estaban allí para tratar de incrementar la oscuridad en la sala de proyección, para que la luz no filtrase en la ficción-, la señal de que estaba concluyendo la última escena de la película y media sala ya había enfilado por los pasillos camino de las salidas. En ese momento se podía distinguir a los verdaderos cinéfilos entre la masa gris y amorfa de simples espectadores. Eran los permanecían en sus butacas, como si retornar a la realidad no fuese un impulso apremiante para ellos. Y entre estos, los que permanecíamos hasta que la pantalla se fundía en negro constituíamos la realeza entre los frikis por el cine, nobleza con sangre color celuloide en vez de roja recorriendo nuestras venas. Friki, curiosa palabra de florecer tardío, casi una prímula de invierno. El mundo era tan pretérito entonces que ni siquiera existía ese término en nuestro vocabulario habitual, por más que Tod Browning nos hubiera seducido hacía mucho con su "Freaks", verdadera fuente de la que manó el vocablo. Entonces el cine engendraba lenguaje. Que se lo digan sino a Jean Fontaine, que le dio nombre a una prenda de vestir por usarla constantemente en la Hitchkoniana "Rebeca". Y por eso nos gustaba tanto hablar sobre él, generalmente en forma de soliloquios, porque la soledad es una de las servidumbres del auténtico friki. Una servidumbre y a veces un paraíso. Una sala de cine sin obstáculos visuales en forma de prójimo entre nuestros ojos y la pantalla es el séptimo cielo para los auténticos cinéfilos. Se me ocurre que tal vez solo por eso nos quedáramos a leer los títulos de crédito, para poder disfrutar de la película a solas un ratito aunque fuera. Y ya de paso enterarnos de quien era el electricista en el set de rodaje o de quien iba a por los bocadillos y las cocacolas en los descansos entre toma y toma. Quedarse a leerlos era un deber patriótico en la nación cinéfila, bramaba Carlos Pomares en su programa de radio, y por eso nos quedábamos a ver deslizarse los rótulos con los nombres y los quehaceres, como quien contempla tremolar una bandera mientras suena un himno, para rendir homenaje a los caídos, a los creadores del espectáculo que acabábamos de visionar, aunque uno se pudiera enterar de quien dirigía la segunda unidad o había compuesto la partitura de la banda sonora al volver a casa, en alguna revista especializada, que para eso las comprábamos, qué puñetas. Sí, había mucho postureo en nuestro aferrarnos a la butaca mientras la riada humana desaguaba por las puertas con el cartelito iluminado Exit sobre el dintel.

Ahora que ya no soy cinéfilo puedo reconocer que aquella era una polémica estúpida, como tantas otras que se generan en torno al cine. Como la de los subtítulos: Siempre es mejor enterarse de la mayor cantidad de información posible de la que aporta el director y si uno solo tiene ojos para lo escrito, porque los personajes hablan demasiado y los oídos no le sirven para nada, hay una basta superficie de pantalla que queda virgen de nuestra mirada. También puedo confesar ahora que prefiero la versión de la novela de Stanislam Lem de Steven Soderbergh a la de Tarkovski, seguramente más fiel al escrito pero sin ningún calor humano. Aunque suene a sacrilegio cinematográfico el decirlo. Aunque George Clooney enseñe el culo en un momento dado, no recuerdo si con justificación en el guión, y a algún crítico aquello le pareciese un burdo pretexto para atraer al público femenino por la senda de la impudicia, siempre fácil de recorrer y el atajo más corto hasta la taquilla. Ví el otro día por primera vez “Bizamtium”, la última perla de Neil Jordan, y hay que reconocer que ver a Gemma Aterton en ropa interior no deja de ser uno de sus mayores alicientes, a pesar de todas sus otras virtudes cinematográficas.

Que los responsables de las películas empezaran a idear estrategias para mantener a los espectadores atentos durante toda la ordalía de nombres y apellidos fue como una nueva vuelta de tuerca en la lucha por tratar de expandir la secta de los cinéfilos. Entre otras:

1.- Películas cuya última escena se proyectaba tras los títulos de créditos. Alguno se la perdió por tratar de ser el primero en llegar a la boca de metro. Que se joda por antipatriota.

2.- Momentos musicales memorables que amenizaban la lectura. A ver quien era capaz de levantarse mientras sonaban los acordes de Ennio Morricone en "La Misión".

3.- Potpurrí de tomas falsas durante. Antes de que se convirtieran en un fin en sí mismo, un atractivo más convenientemente planeado, de un film o serie televisiva esa fue la verdadera razón para emitirlos en el cine, tratar de frenar la estampida en los cines, como si el descorrerse de las cortinas fue el sonido de un disparo en una pradera repleta de reses bravas.

Reconozco que disfruto como un enano con estas nuevas estrategias puestas en práctica por los directores para hacernos leer los rotulitos de marras. En "Al filo del mañana", película cuyo supuesto fracaso comercial solo me explico, como el de "Oblivion", otra magnífica película de ciencia ficción, por la antipatía que el público parece profesar por Tom Cruise -en "Minority report" le salvó el tirón de Spielberg y de Philip K. Dick, lo cual imagino algo humillante para una megaestrella como él- desde que se airean sus rarezas privadas, también supuestas, los títulos de crédito están amenizados por un hit del pop actual, "Love me again" de John Newman, y empezarla a escucharla en el momento de máxima tensión dramática del film, justo en su instante final, es como una bofetada que te disuade de levantarte de la butaca. Es como sentir el corte con ese filo del futuro al que alude el título, sangrar por primera vez después de recorrerlo con la yema del dedo infinidad de veces. “Ámame otra vez” es la frase del estribillo, y es como un guiño, porque ambos personajes protagonistas, que se conocen por primera vez en el último segundo de la película sabemos que ya se han amado en miles de veces en miles de vidas anteriores, pero que es en ese ahora que se inicia justo mientras los títulos de crédito comienzan a deslizarse pantalla arriba cuando llega la vez que importa, la que va decidir su destino como pareja.


"Love Me Again", de John Newman. Banda sonora de "Edge of Tomorrow"

Reconozco, por último, que cuando CR7 gritó tras completar su discurso de agradecimiento no me gustó nada en absoluto su desahogo, que me pareció un desatino fuera de lugar, inapropiado para el momento y la atmósfera del lugar, pero también que lo gocé desde la primera repetición, en cuanto me percaté del respingo de Blatter, que parece estremecerse como en el interior de una pesadilla, como si Zurich fuese Elmstreet y CR7 un Freddy Krueger con garras arañando con su alarido el trofeo dorado. Nada más lejos de la realidad, embutido en ese elegante atuendo, smoking con pajarita a juego, que tan bien le quedaba, Ronaldo parecía un James Bond ibérico y Blatter un Blofeld, el malvado líder de la organización Spectra, esto es, la FIFA capitidisminuido por los años de borracheras en el campus de Oxford. Con su grito, el CR7 jugador de fútbol parecía estarle diciendo a su Némesis burócrata: "Soy Ronaldo... Comandante Ronaldo", pero sin el característico comedimiento británico que nos avocara a Sean Connery. El símil me parece tan fácil de establecer que me pregunto si Benzemá no fue incluido entre los galardonados para que la presencia de un gato en el escenario no lo hiciera aun más evidente. La estrategia para mantenernos pegados a la butaca durante los títulos de crédito de la gala tuvo tal éxito que han pasado casi veinticuatro horas y aun seguimos sentados ante el televisor visionando el momento para poder comentarlo. Ahora quien se acuerda si el evento fue un rollo, como se quejaban algunos en Twitter o estuvo entretenido. En todo caso, los ojos soñolientos de Kate Abdo la hacían aun más atractiva. Quien recuerda ya la forma morosa, a lo Moneypenny, con que la Thierry Henry anunció al ganador, chafando el momento clímax que Kate Abdo llevaba toda la noche tratando de lograr con su etéreo batir de pestañas.

Ronaldo le puso banda sonora a los títulos de crédito del Balón de Oro, una melodía gutural, selvática, casi a lo Tarzán, y volvimos a quererle otra vez, a desearle de vuelta en el terreno de juego, a su hábitat natural. Porque Ronaldo es como Groot, un hombre árbol cuya sombra lo abarca todo dentro del rectángulo de césped, un roble entre tallos de hierba. Y si el esqueje del personaje de "Guardianes de la Galaxia" parece querer bailar en secreto la melodía de los Jackson Five, jugar al escondite con su compañero de aventuras, porque su timidez le impide mostrar abiertamente su alegría por sentirse de nuevo vivo, la de Ronaldo es la personalidad opuesta, la de alguien que no le avergüenza al mostrar su dicha por el triunfo. Carme Barceló etiquetaba como prepotencia ese rasgo de su carácter ayer noche, con la misma falta de sensibilidad para captar los matices como cuando confundió los vocablos estentóreo y ostensible al tratar de calificar el grito de Ronaldo, para acabar diciendo "ostentóreo", casi tartamudeando, dudando de lo que decía porque sabía que pisaba terreno gramátical que no conocía. Que duda cabe que el modo de manifestarse de Baby Groot es mucho más tierno que el de CR7. Ha sido fácil diseñar su peluche tras estrenar la película. Pero es que lo último que queremos es un Ronaldo que arranque dulces sonrisas a sus rivales cuando lo tengan en frente. Queremos un CR7 que sea Freddy Krueger para Blatter y un predador para los ñús en la sabana de Barcelona. Un CR7 al que Arda Turan le vote de forma perpetua al acordarse del estropicio que le causó a su equipo en su último enfrentamiento con él. "Cual es para tí el gol más importante de tu carrera", le preguntaron en la gala. "El próximo que voy a marcar", contestó sin dudarlo. Ronaldo mantiene su hambre, quiere su cuarto y quinto Balón de Oro para superar a Messi y optar al título honorífico de mejor jugador de al historia. Quiere otra Champions para formar parte del equipo que consigue revalidar el título por primera vez en la historia de la liga europea. Esa es la lectura que saqué de la gala. A Barceló le ofende, pues que le regalen un peluche de Baby Groot. O, mejor, uno de Leo Messi, que ya están tardando en sacarlo al mercado la Disney. Pero uno que sonría también cuando hable Luis Enrique, que todos los niños tienen derecho a tener juguetes, no solo Guardiola o Mourinho. Barceló quiere un Ronaldo que manifieste su felicidad cuando ella no esté mirando, que juegue al escondite con su sonrisa, un Baby Groot que, además, parezca inofensivo. Pues no estoy por la labor.

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