Cebolletas tiernas
(Para Eva en el día de su cumpleaños, a quien en buena medida se deba el que este blog haya sobrevivido tanto tiempo, aunque el fútbol no sea su temática preferida. Ya me haré perdonar mañana o pasado editando un par de sonetos).
Lo que ocurrió en Little Big Horn forma parte de la mitología de mi infancia, glosada por los cuatro evangelistas del cine de aventuras: Michael Curtiz, el director húngaro que apenas sabía hablar en Inglés; Robert Siodmak, que nació con el siglo del cine, en 1900, en Dresde, la ciudad alemana que casi borran del mapa los bombarderos B-29; John Ford, irlandés de pura cepa, aunque no tanto como sus películas; y Raoul Walsh, neoyorkino, estadounidense sólo de primera generación, aunque, aun así, se haga raro tener noticia de un director nativo en el cine americano. Todos ellos narraron la gesta del general Custer en algún momento de su filmografia. Ford de forma oblicua, plasmando la imagen en negativo, con más sombras que luces, en "Fort Apache". Todos menos Curtiz, quien, sin embargo, rodó algunas escenas que bien pudieron servirle a Walsh como apuntes para poder rodar el film de la saga que más se recuerda. Y estoy pensando cuando los digo, por razones obvias, sobre todo en "La carga de la brigada ligera" que, además, le proporcionó la pareja protagonista para la historia: Errol Flynn, para encarnar al aventurero convertido al final de la historia en héroe trágico, y Olivia de Havilland, como su antagonista sentimental, la única rival capaz de rendirle -Toro Sentado le vence, logra matarle, pero no le doblega-. Se trataba de una pareja consolidada que, además de en la película sobre la gesta de los 600 de Balaklava -ni uno más ni uno menos, Lord Tennyson hizo el recuento en su famoso poema-, ya había protagonizado otros títulos de Curtiz, como "Robin de los bosques", "Dodge city, ciudad sin ley" o "Camino de sante Fe". "Murieron con las botas puestas" narra no solo el último hurrah del general Custer, sino su biografía completa como militar, desde que se decanta por la vida castrense hasta que su gesta en las llanuras del medio oeste le procura la inmortalidad. Es un biopic en toda regla. Murió joven y por eso el metraje tampoco llega a ser escandalosamente largo. Pero hay tiempo para la comedia y para la épica, como en todo buen partido de fútbol. En el film hay para mí dos momentos memorables, al margen, lógicamente de la larga secuencia final en que vemos fenecer al completo al Séptimo de Caballería a manos de la nación Soiux. Ese triste momento de mi infancia en que a Custer se queda solo -todos sus compañeros han caído- y tras agotarse la munición de sus pistolas recibe la última embestida de los indios únicamente con el sable desenvainado quedó grabado en mi alma como si ésta fuera una tablilla de madera y la escena un dibujo al pirograbado. Pero años después vería renacer la unidad de sus cenizas, cual ave Fénix, en la película de Coppola "Apocalypse Now", aunque hubiera que sustituir lo caballos mesteños por helicópteros Bell y la alegre tonada irlandesa Garry Owen por la más oscura y euforizante, "Cabalgata de las Valquirias" de Wagner.
En una de esas secuencias a las que me refiero, Flynn, un Custer aun cadete de West Point, se presenta en la casa de la Havilland para cortejarla, misión que acomete en el salón de la esplendida mansión sureña mientras charlan sentados en un sofá. Él trata de dar cuenta mientras habla de una cesta bien repleta de cebolletas tiernas. Sabemos que ella las detesta. Se lo hemos oído decir a su sirvienta negra, una Hattie McDaniel omnipresente en toda película de ambiente sureño que se precie por aquellas fechas -la habíamos visto tensando las varillas del corsé de Scarlet O'Hara en la secuencia inicial de "Lo que el viento de llevó" y ahora le tocaba hacer de Celestina para Custer-, así que si la Havilland acepta con una tímida sonrisa, con la que trata de simular agradecimiento, la cebolleta que le tiende Flynn y luego se la zampa mientras le caen lagrimones por las mejillas, sabemos que estamos asistiendo a una prueba evidente de amor. Aunque, por lo que respecta al film, ambos personajes se hayan conocido hace escasamente diez minutos, y hayan compartido encuadre incluso mucho menos.
Hattie McDaniel
En la otra escena, tras ser ascendido por error de teniente segundo a general de brigada, le vemos tomar el mando de la Brigada Michigan, la única unidad que se interpone entre la vanguardia del ejército confederado y Washington. Aquí Custer nos ofrece otro ejemplo de su titánica tozudez. Capaz de abrirse paso hasta su amada a pesar de su mal aliento, aquí será capaz de contener a todo un cuerpo de ejército con una simple brigada, y sin más artes que echarle bemoles al asunto, sin apelar a la astucia o a una genialidad táctica. Nada más llegar y presentarse ante sus tropas como su nuevo líder, casi sin solución de continuidad, ordena formar a uno de los regimientos a su mando, el Séptimo de Michigan, y lo envía al ataque contra el enemigo. Carga que el mismo lidera sable en mano. No vemos la batalla, solo un apunte de su desenlace: Le vemos retornar a sus filas seguido por unos pocos supervivientes. Si marcharon a galope tendido ahora tornan al paso, algunos incluso andando, arrastrando los pies, descabalgados o desprovistos de montura. Pero eso no lo arredra. Una vez de vuelta con los suyos manda formar esta vez dos batallones, el Quinto y el Sexto de Michigan, y repite el ataque suicida. Habrá aun uno más tras el nuevo fracaso con el Primero de Michigan, el único regimiento que le resta. Y a la tercera carga será la vencida, Custer se convierte en el héroe que salva a la capital en el primer jaque al que somete el general Lee a la causa unionista.
Siempre que veo a Bale trotar en descubierta al contraataque, por el campo rival, me acuerdo de Errol Flynn en esta escena de la película de Walsh y me pregunto si estoy asistiendo a la carga del Quinto, el Sexto o el Séptimo de Michigan o si, por ventura, a la del Primero. En casi todos los partidos hay una, dos, y hasta tres de estas huidas hacia adelante, cargas suicidas contra la portería enemiga y, suele ser con la última con la que llega la victoria. Sucedió en la final de Lisboa del año pasado, si bien quien lideraba el batallón en ese caso fuera Di María. Ocurrió unas semanas antes en la final de copa, y esa vez cabalgó en solitario, sin tropa que le respaldase. Por eso, quizá, la banda sonora que mejor le cuadrase aquella vez no fuera ni irlandesa ni operística, sino "Oxygene", de Jean Michel Jarre, aun más frenética incluso que la pieza wagneriana. No cabe duda de que si en la jugada del partido de Mestalla Bale hubiera pasado el balón a Benzemá, que corría en paralelo a él, pero libre de marca, además en una trayectoria más centrada respecto a la portería de Alves, muy probablemente a estas horas estaríamos hablando de una nueva victoria oficial, las vigésimo tercera de la serie triunfal y de tener media liga en el bolsillo tras el inopinado tropiezo del Barça, pero unas veces se yerra y otras se logra que le salten los goznes a Roger Bartra. Cuando se inicia la carga nunca se puede saber como será el desenlace
Los reproches que le llueven al galés creo que son merecidos, más si tenemos en cuenta de que es reincidente. Ayer mismo se repitió la escena. Aunque el desenlace esta vez no fuera funesto. Sobre todo por ya que había distancia de por medio en el marcador gracias a un gol y a una asistencia del propio Bale. Fue ver la desesperación de CR7 una vez malograda la ocasión o, días antes, la de Benzemá, cuya reacción furiosa se ha aireado bastante menos que la del portugués, y sentir en ambos casos como un deja vù, aunque solo hubiera imagen parpadeante de gato en la segunda escena. Habíamos vivido esa misma situación antes m uchas veces este año, idéntica frustración, desesperación por la oportunidad malograda, las mismas ganas de arrancar de la guerrera de Bale sus distintivos como oficial de húsares. Pero es que una vez que Gareth desenvaina el sable ya solo tiene ojos para buscar con quien poder regarlo con sangre. Si un samurai desnuda la hoja de su katana es para probarla en el enemigo. Imposible que repare en sus compañeros en mitad de su furor homicida. Bale es como el Custer que compone Errol Flynn en "Murieron con las botas puestas", y unas veces le veces le vemos perecer asaeteado por las flechas de los pieles rojas -esperemos que no esta semana que mañana empieza-, como en la final de la Supercopa, y otras celebrando la victoria como un poseso, como en el córner del Estadio de la Luz. Pero siempre hay épica, incluso cuando su pifia parece que explica la derrota, como en Mestalla. A Custer hay que quererle, con lo bueno y con lo malo. Lo mismo hace el mayor de los ridículos que nos salva Washington del desastre, que es algo así como decir que salva la capitalidad en el país del fútbol para la sala de trofeos del Bernie. A Bale hay que quererle aunque el aliento a veces le huela a cebolletas, como hace la Havilland, que nada más verle en el primer encuadre en que coinciden, atisba en él la grandeza del guerrero victorioso y la ternura del niño díscolo que se enzarza en riñas perfectamente evitables.
Custer copió su pasión por las cebolletas del general Murat, su referente como líder de caballería. A Murat, lugarteniente de Napoleón en España, le tuvimos enfrente, pero con Custer tenemos la suerte de poder contar con él en nuestras filas, sin necesidad de tener que elegir entre él y Ronaldo. Ese era el torpe debate de ayer en Twitter. No ha lugar: Carleto ha demostrado que caben los dos en el mismo once inicial. Tener que escoger es de pobre, como diría Imelda marcos o Carmen Lomana. Los pitos del Bernabéu el sábado a Bale probablemente no sean del todo justos, y si no lo son es por la misma razón, que a mucha incita a la rechifla, por la que debería preservarse de los pitos a Casillas. Sí, me estoy refiriendo a aquello de "con todo lo que nos ha dado". Bale tiene la manía de marcar en finales al igual que Iker de hacer paradas decisivas, y ya se que lo pongo fácil para que se me rebata. Es fácil recordar Lisboa, está bien fresca, porque Glasgow, la única ciudad en la que el Real Madrid europeo es reincidente, queda por lo visto muy lejos en la memoria-. Ese Washington del museo madridista sigue afianzando su poder en un pasado que ambos ayudaron a construir con sus pies y sus manos, cada uno con sus dones, aunque ahora, gracias a Dios, juntos. Pero no todas las travesuras de Custer, como las de Bale o Casillas, son graciosas, y es justo admitir que no todos quieran ser la Olivia de Havilland del film, con su amor incondicional, tenerse que zampar la cebolleta a lágrima viva. Los grandes hombres necesitan detractores para robustecer su leyenda, y los medianos de la crítica para lograr perfeccionarse. Los pitos del Bernabéu a menudo son un espejo en el que los jugadores pueden mirarse. Unos lo necesitan menos que otros, porque suelen ir siempre perfectamente acicalados como para pasar revista sin problemas como futbolistas o como madridistas, pero si algún botón no está correctamente abrochado es bueno que se lo advierta el espejo y no el cabo de guardia. A Roberto Carlos le vino bien que le protestasen desde la grada la única vez que se descarrió, que yo recuerde. Su renovación que se había estancado, si no me falla la memoria. Él también contribuyó en gran medida a edificar el capitolio. Había mucho cariño en la protesta. Si queremos libertad de expresión en Twitter para poder hatear, por ejemplo, a quien nos afea o nos estorba en una alineación de las que confecciona Ancelotti, es justo concedérsela también a quienes acuden al estadio, aunque consideremos ese proceder las antípodas de nuestro estilo como espectadores desde al grada. Aunque esa es otra, no entiendo muy bien a algunos que se pasan todo el día hateando a aquellos por quienes sienten antipatía, que a veces son muchos, y luego les parece mal que haga lo propio el público del Bernabéu. ¿No habíamos quedado que dentro del legado de Mou estaba el decir las cosas sin hipocresías, aunque doliesen? Tampoco creo que un pito, sobre todo si es merecido o, al menos, explicable, implique demostrar odio eterno, como tampoco un tuit de reproche a un jugador es escritura sobre granito, un discurso imperecedero. ¿Cuántos de los que hoy idolatran a Benzemá, JJJames o Isco fueron de otra opinión, es decir, de otro sentir, en el pasado? Un pito no es ninguna tragedia griega, una matanza de las que escribía Eurípides, menos aun en el Bernabéu. A menudo el estadio silba a quien más quiere. Así ocurrió con Roberto Carlos y no hubo divorcio sentimental con él. Fue solo una pelea de enamorados, como otras muchas con Guti. A José maría Gutiérrez se le exigía más que a los demás porque se le quería más, porque dolía ver que no alcanzaba a ser quien podía llegar a ser como futbolista. Eso es lo que ocurre con Bale, ni más ni menos. Al menos en mi caso. Yo quiero un Gareth que pase la pelota cuando proceda, sobre todo cuando pisa el área contraria en compañía, con camaradas en sus flancos. Lo quiero así porque eso le hará ser más grande aunque lo sea con menos goles en su haber. Estoy cansado de que la gente escrute con microscopio las reacciones del Bernabéu. Sobre todo los que no van nunca. ¿Cuantas cosas de las que se dijeron el año pasado sobre este asunto resultaron ser mentira? ¿Casi todas? A riesgo de repetirme, acerca del tema de si pitos sí o pitos no, diré que es difícil saber porque silba la gente, incluso a quien y por qué motivo. Algunos parecen tenerlo muy claro cuando corrobora su discurso. Ayer la tesis era que la culpa de los pitos a Bale la tenía el AS y la prensa en general. Desear que cierren los periódicos por quiebra es como querer ametrallar simbólicamente al Charlie Hebdo cuyas portadas nos ofenden. Y siento ponerme tan campanudo en el tramo final del escrito, pero es que hace años detecté en el Madridismo Wonder, en mi mismo por ser parte de él entonces, una obsesión enfermiza los periodistas lindante en el racismo.
Cardiff está al sur de Gales, como Monroe, la ciudad natal de Custer, lo está al sur de los Estados Unidos. Más abajo solo está el mar. Por eso, quizás, Gareth se vino al Madrid, para que el océano no coartase su geografía como futbolista, para que en su horizonte no hubiese estorbos y sus cabalgatas pudieran ser interminables al margen del rumbo que eligiese. Gales mira a Irlanda, y tal vez por eso el galope de Bale nos evoque el estribillo de "Garry Owen", esa tonada que Custer eligiera para que pudiera marchar en campaña su Séptimo de Caballería, por ser tan cantable sobre al grupa de un caballo. Yo me quedo siempre con la épica, al margen de que al final caigamos con las botas puestas en Little Big Horn o consigamos arrasar el poblado norvietnamita solo para que el rubio de la diadema pueda surfear en al corriente verde del río, allí donde las olas son más altas, en el delta del área grande del equipo contrario. En el Manzanares hay siempre más oleaje pero es junto a La castellana donde la cresta de las ola se eterniza sin romper nunca y logra catapultar la tabla del surfista hasta el infinito, como en aquel partido contra El Rayo Vallecano. Porque me gusta más la épica que lo razonable a veces la pachorra de Ancelotti, su calma infinita, me exaspera un poco. Siempre da la sensación de verse poco exigido por las circunstancias, como si su margen de mejora fuese siempre amplio. Por eso casi me gusta el brete en el que parece estar metido en copa, porque el Real Madrid es locura, y aunque con él hayamos encontrado el perfecto psiquiatra, esta vez no le queda más remedio que dejarse contagiar por el frenesí de su paciente. Toca remontada. Toca que Bale lidere el Primero de Michigan.
"Garry Owen". Banda sonora de "Rough Riders".
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