miércoles, 20 de agosto de 2014

Retorno al Prado (3) - Original y copia

"Adán y Eva (El pecado original)", de Tiziano Vecellio (Museo del Prado)

Original y copia

En nuestra primera visita al Prado, la semana pasada, una de las obras que vimos en la galería central de la primera planta, cerca de los cuadros dedicados a los amores entre Venus y Adonis, fue el "Adán y Eva" de Tiziano Vecellio. Obra muy interesante, capital en la historia del arte, y que además da mucha pistas sobre lo que es el museo, sobre donde residen algunas de sus principales virtudes. Hoy la visita se ha centrado en "La Hilanderas" de Velázquez, obra a la que hemos dedicado más rato. Por un juego de imágenes especulares, una cadena en la que cada eslabón lo forma un reflejo en un espejo ligeramente deformante, hay conexión entre ambos cuadros. Que no es estilística ni temática, sino que se refiere a circunstancias accidentales, a un juego de ecos, de ascendentes, de influencias ejercidas entre grandes pintores.

Dicen que el Adán y Eva de Tiziano está libremente inspirado en un grabado de Alberto Durero. No es extraño, los grabados de este artista alemán eran una utilísima herramienta que tenían los pintores a la hora de plantear la composición de sus cuadros. Cuando se les planteaba un problema de difícil resolución, que se yo, cómo distribuir a los personajes en una escena novedosa o recurrente, por ejemplo, un tema mitológico, un pasaje de la Biblia, o una menos trillada, como relacionarlos, que elementos situar en la escena o a cuales dar más preponderancia, se solía acudir a los ejemplos de los grandes maestros consagrados, analizar sus soluciones, tal vez copiarlas al pie de la letra, o meditar a partir de ellas para no arriesgar la propia respuesta partiendo de cero. Es más fácil llegar a la meta en un carrera de relevos. Mirar lo que habían hecho los colegas de gremio era como escuchar otros puntos de vista. La colección de grabados de Durero salvaba de muchos atolladeros. Puede que mi memoria me induzca a error, pero me parece recordar que el abrazo de "Las Lanzas", ese acercarse cortés de Ambrosio Spinola al derrotado Mauricio de Nasssau en "La Rendición de Breda", impidiéndole que se postre ante él, que hinque la rodilla en tierra en el corrillo formado entre sus respectivo ejércitos, es un lejano eco de una obra de Durero. Así creo haberlo leído en algún sitio, en algún artículo que analizaba la obra.

La obra gráfica de Durero comprende más de un centenar de grabados en plancha de cobre, y en torno al triple de grabados en madera, amén de un sin fin de ilustraciones para libros. En esta basta colección parecía haber solución para casi todo, al menos un apaño razonable del que improvisar una respuesta a la duda compositiva planteada. Puede decirse que la influencia de Durero en la posteridad fue enorme, a la altura de los más grandes de la Historia de la Pintura, como Caravaggio, Goya o Rafael, y que la difusión de su obra fue mayor que la de ningún otro, porque los cuadros viajan mucho peor que los grabados y los libros, y éstos últimos estuvieron al alcance de un público mayoritario dentro de su gremio.

"Adán y Eva", grabado de Alberto Durero (Städel Museum de Frankfurt) 

Entre ambas obras, la de Tiziano y la de Durero, hay notables diferencias, bastantes más que coincidencias. Y, sin embargo, el parentesco es claro. Hay un evidente aire de familia. Adán y Eva aparecen a la sombra del Árbol de la Ciencia del Bien y el Mal. La serpiente del Paraíso, convertida en niño, con cuerpo de culebra en la obra del veneciano, pone en la mano de Eva la manzana que Dios les había prohibido probar. Que sea una figura infantil ofrece una lectura inquietante, que no sé si está en la intención de Tiziano o es solo cosecha mía. Probablemente esto segundo. Porque más que resultar víctimas de la capacidad de seducción de la palabra del reptil, receptores de un concepto, el de pecado, que no es suyo sino ajeno,  Adán y Eva parecen ser quienes lo engendran, como precursores que son del poblamiento humano. ¿De quien más podría ser hijo ese niño?

Tiziano nos muestra a Adán sentado y no de pie, y si Durero le dibuja tendiendo la mano hacia Eva en un gesto que parece traslucir un intento de acercamiento, como si portase algo en la mano que tratara de poner al alcance de la mujer -tal vez un modesto regalo, quizás unas bayas-, en su trasunto de la obra del veneciano el gesto tiene justo el significado contrario: La mano trata de evitar esa proximidad que parece precipitarse inexorablemente hacia el contacto de los cuerpos. Adán aparta a Eva, sitúa la mano en su hombro, cerca de su pecho izquierdo, lo que en un primer vistazo rápido, dejándose llevar por la desnudez de los cuerpos, podría entenderse como un gesto de lujuria, pero que ha de leerse como un reproche: "No cojas la manzana y mantente lejos de mí". Pero sabemos que acabará cayendo en su trampa. La de la mujer, que siempre quiere más, según el arquetipo femenino comúnmente aceptado. También en la de la serpiente, que es la hábil instigadora. Y en la de Dios, por someterles a una prueba que sabe que no lograrán superar. Esta historia tiene una tradición de varios milenios de spoilers.

"Adán" y "Eva", de Alberto Durero (Museo del Prado)

El propio Durero tiene una versión pictórica de su propio grabado. Obra que, por un casual, por una sucesión de carambolas históricas,  también pertenece a las colecciones del Prado. Y el cuadro también permite jugar al pasatiempo de buscar semejanzas y divergencias con la obra en papel: La misma serpiente en postura espiralada; El mismo recurso del pelo de la mujer, rubio y rizado, tremolando al viento como un banderín, pero en direcciones opuestas en cada caso, como la cola de un cometa que surca el fondo del lienzo, oscuro como la noche, de oriente a occidente; Adán portando en este caso una manzana, no sabemos si por tratarse su retrato de un momento en el tiempo posterior al que refleja el de Eva  y haber recibido ya de mano de su compañera la manzana.

Pero lo que le importa a Durero en este caso no es tanto relatar una historia, aunque nunca esté de más entretener al espectador, como realizar un estudio del cuerpo humano, de sus proporciones, asunto que llegaría a interesarle de un modo obsesivo. Un asunto muy de su época, por otra parte. La época de Leonardo y de su "Hombre de Vitruvio", o de Miguel Ángel y sus frescos de la Capilla Sixtina. Ha colocado la escena sobre un fondo neutro, oscuro, que permite recortar de forma nítida las siluetas de los personajes,  y ha eliminado toda anécdota existente en el grabado, animales, paisajes y plantas, etcétera, que puedan distraernos de lo fundamental: El lujurioso esplendor de los cuerpos. Adán tiene la boca entreabierta y reclina mínimamente la cabeza. Es un gesto admirativo, aunque su mirada parece dirigirse hacia un lugar indefinido fuera del encuadre que no es el lugar que ocupa Eva en el otro cuadro con el que hace pareja. Tal vez es un nuevo dato sobre la falta de sincronización en los tiempos, porque Eva avanza hacia el espectador con unos andares voluptuosos y turbadores y tal vez cuando vuelvan a sincronizarse los relojes podría estar situada en el lugar hacia donde mira Adán.

Las dos tablas, que forman un conjunto, como las alas de un tríptico, aunque no se tenga noticia de la existencia de una tabla central relacionada con ambas obras, fueron adquiridas por el ayuntamiento de Nuremberg, ciudad natal de Durero, a la viuda del pintor tras su muerte. Fueron posteriormente regaladas a Rodolfo II, ávido coleccionista de arte, casi tanto como Felipe IV. Y no es extraño este dato común. El emperador fue educado por su tío Felipe II en El Escorial, y de él se le contagio la pasión por el arte y por las ciencias ocultas, y un temperamento más bien huidizo, poco sociable, enigmático, fascinante si se acierta a mirar más allá de la antipatía que ambos personajes suelen suscitar. Estando en el Castillo de Praga, donde tenía su sede la rama austriaca de los Habsburgo y el trono imperial, las tablas fueron saqueadas por las tropas del rey Gustavo Adolfo, tras irrumpir el ejército sueco como un manantial, a borbotones, imparable por las calles de la ciudad. Un ejército, todo hay que decirlo, que se mantuvo invicto en la Guerra de los Treinta Años durante década y media, hasta que se enfrentó a los tercios españoles en Nördlinguen, batalla que supuso algo así como la jubilación del ejército nórdico. Pero esa es otra historia, que tal vez contemos otro día. El caso es que la Reina Cristina de Suecia gozó hasta su abdicación de la visión en su castillo de Upsala de estas dos y otras tablas de Durero, producto del botín de guerra de las andanzas de su padre. La reina decidió abjurar de su credo, el protestantismo, y profesar la fé católica, lo que le obligó a renunciar a la corona. En la versión cinematográfica de esta historia ("La reina Cristina de Suecia", 1933), dirigida por Rouben Mamoulian, se adornaba el relato dándole tinte románticos, insinuándose que la razón última de la abdicación residió en un amor imposible, además de sumamente inconveniente, el de la soberana con el embajador español Antonio Pimentel de Prado.

 
Greta Garbo en "La reina Cristina de Suecia", de Rouben Mamoulian

La anécdota nos la han contado infinidad de veces. Carlos Pumares sobre todo, que siente especial predilección por ella. En el plató de rodaje, La Garbo pide instrucciones a su director acerca de como encarar la escena. La reina abandona su país para no volver nunca. Es un momento en que los sentimientos se suponen tan gigantescos que tal vez no quepan en la expresión de un rostro. Ha perdido a su amante, cuyo cadáver ha sido embarcado en el bergantín que habrá de conducirla al continente en un viaje que acabará en Italia y con ciertas semejanzas con la procesión fúnebre de Juana la Loca por la Castilla profunda junto al féretro de su amado Felipe el hermoso. En el momento de zarpar la vemos junto a la borda, acodada sobre el arranque del mascarón de proa. Va a ser un plano americano, un retrato de medio cuerpo para entendernos. La Garbo no tiene claro como expresar lo que siente su personaje en ese momento tan dramático. "Pon cara de nada", le dice Mamoulian, como si cero e infinito se dieran la mano, y la Garbo vacía su rostro de toda expresión. Camino del exilio, la reina de Suecia mira al vacío, un vacío de sentimientos, de expectativas, y se deja invadir por él, deja que se infecte su alma por su calma mortecina y contagiosa . A partir de entonces se nos hace imposible leer nada en la expresión de "La Divina," porque esa cabeza despojada de su corona está ahora también desprovista de pensamientos o emociones. Es como si estuviese abdicando de su futuro.

Pero la situación parece ser que no fue tan dramática al fin y a la postre. La reina pudo encontrar un buen acomodo en Roma, un retiro soñado en el momento más apasionante de la capital Italiana desde los tiempos de los césares. Fue aceptada por el papa en la ciudad gracias a la intercesión del rey Felipe IV. Imagino que la conversión al catolicismo de una persona tan principal entre "el enemigo" debió de visualizarse en la estructura de la Iglesia Católica como un gran triunfo sobre el rival interior, el protestantismo. Una victoria en la que debieron influir los esfuerzos del aparato diplomático español. Cristina correspondió al favor de Felipe IV haciéndole un magnífico presente: Su colección de obras de Durero, que ahora lucen en el Prado, aunque en cierto modo parezcan ser extraños en el Paraíso. La pequeña sala dedicada al renacimiento alemán en cuyas paredes cuelgan las obras de Alberto Durero, Hans Baldung "Grien" y Lucas Cranach es como un diminuto oasis de germanidad en medio de un museo donde predomina de forma abrumadora lo italiano, lo español y lo flamenco. Es el carácter del Prado, alternar las grandes lagunas con la abundancia extremada. O (casi) todo o (casi) nada. La mitad de los cuadros de Velázquez que hay en el mundo y uno solo de Rembrant. Varios centenares de pinturas flamencas y apenas una decena de obras alemanas. Muchísimas obras d carácter religioso y apenas unos cuantos bodegones.Y así con todo.

"Adán y Eva (El pecado original)", de Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)

Aunque venida a menos, en tiempos del rey planeta, su majestad Felipe IV, Madrid seguía siendo el primer centro de poder de Europa. Las ordenanzas municipales tuvieron que regular el trasiego de carruajes en el acceso al alcázar Real. Era mucha la gente llegada de todos los rincones del mundo entero para realizar peticiones al hombre que aun era el soberano más poderoso del orbe cristiano. Entre ellos, Pedro Pablo Rubens, viajero impenitente, artista itinerante, que recaló en Madrid después de visitar la corte de París y la Península Italiana. Y vino como artista, pero también como diplomático, para buscar soluciones al cáncer que asolaba su Flandes natal: Las guerras de religión, que ya duraban tres generaciones, el tiempo que abarcaba el reinado de tres Felipes. Aquí contacto con Velázquez al que convenció para viajara a Italia, pintó para la corona española, para los nobles y para sí mismo y conspiró por la paz. Felipe IV puso a su disposición sus vastas colecciones de pintura y el flamenco anduvo entretenido copiando a los grandes maestros en los ratos en que no atendía a su misión diplomática. Que en el Prado cuelguen uno junto a otro un cuadro y su copia y que ambas sean obras de grandes maestros es lo que vulgarmente se conoce como un alarde, como una virguería para exhibir la propia destreza. En el extremo norte de la galería central del primer piso, mi amigo y yo estuvimos un buen rato contemplando, comparando y comentando el cuadro de Tiziano y la copia de Rubens. Sabemos que en las salas del Prado han trabajado copistas que luego han sido muy ilustres, por ejemplo Pablo Picasso y Fernando Botero. Pero antes que ellos ya hubo otros, como Rubens. "Esto es algo solo al alcance de este museo", le decía a mi amigo. "Dos genios de la historia de la pintura midiéndose uno frente a otro en las colecciones del Prado".

El Adán de Rubens tiene más musculatura que el de Durero, y la Eva del flamenco parece ser todo brazos. Estuvimos discutiendo sobre si tal vez eran un poco desproporcionados, excesivamente largos. El izquierdo parece haber crecido en el paso del original a la copia y casi roza la rodilla de Adán. Está claro que Rubens tuvo en cuenta el grabado de Durero, porque en su versión recuperamos al guacamayo rojo, animal que simboliza la redención, y que contrarresta la aparición del zorro, que simboliza el mal y la lujuria, aunque en la actualidad estos dos últimos no sean conceptos que se consideren equivalentes ni necesariamente compatibles. Jugar a ver las divergencias es un gran pasatiempo, porque Rubens no copiaba, versionaba, reinterpretaba y llevaba la obra ajena a su terreno, la repetía en voz alta con su particular lenguaje pictórico, con su timbre visual inconfundible y característico, por lo que no sonaba igual que el original. Además de esta obra versionó otras. Entre ellas el retrato ecuestre de mano de Velázquez y que sirvió de modelo para la estatua que se yergue en la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real. Todo lo que copió se lo llevó consigo como equipaje de viaje, siendo adquiridas algunas de estas obras a su viuda a la muerte del pintor, cuya almoneda explica en parte la superabundancia de obras del pintor en el museo del Prado.


Y aquí es donde llega lo que va a parecer una digresión en la historia que vego contando y una excusa para hablar una vez más de Velázquez. Como dije en el artículo anterior, no solo todos los caminos conducen a Velázquez sino que cualquier hilo argumental tarde o temprano rondará su territorio. Si es un círculo, como más a adelante se verá que es el recorrido que traza éste, los atravesará en cada giro. El caso es que el final de la segunda visita de mi amigo y mía al muso se centro en el pintor sevillano. Mi amigo opinaba, creo que con mucho tino, que en sus cuadros siempre se establece un centro de atención, en el que se focaliza la máxima luz y la mayor nitidez en las figuras que pueblan la obra. A partir de ese centro la luminosidad y el nivel de detalle van perdiendo intensidad en dirección a hacia la periferia, como las ondas en un estanque al que hubiéramos arrojado una piedra, que se van atenuando a medida que se acercan a la orilla. En "Las Meninas" ese vértice central es evidentemente la infanta Margarita, que además se sitúa en el centro geográfico de la tabla. Pero en "La Fragua de Vulcano" lo es el dios Apolo, que está en el extremo izquierdo de la pintura. Además de esta tendencia a dotar de una geometría circular a sus obras, añadía yo, Velázquez potencia la tridimensionalidad en sus puestas en escena creando focos de atención, de atracción de la mirada, al fondo de sus historias, que dotan de una gran profundidad de campo a sus imágenes. En "Las Meninas" es el aposentador de la reina, José Nieto Velázquez, que abre una puerta en la pared posterior de la estancia, que además introduce una nueva fuente de luz en el taller del pintor, y nos hace intuir sus auténticas dimensiones. En la Fragua de Vulcano es un recurso parecido, aunque menos logrado -quizás fuera esa la intención-: Un centauro situado al fondo, en la penumbra, nos advierte de las verdaderas dimensiones de la fragua, evitando que el apelotonamiento de personajes en primer término nos induzcan a engaño. Situar personajes en el encuadre alejados de la cámara es un recurso habitual en el cine para lograr lo que los entendidos denominan como una gran profundidad de campo. El ejemplo al que suele acudirse es la película de Robert Rossen "El buscavidas" ("The hustler", 1996). En casi cualquier plano de su metraje siempre hay personajes en segundo o tercer término perfectament dibujados que nos hacen deslizar la mirada hacia el fondo, en busca del punto de fuga de la perspectiva creada por el ojo de la cámara.

"El buscavidas", de Robert Rossen ("The Hustler", 1961)

En "Las Hilanderas" ambos recursos se contraponen, se contrarrestan el uno al otro, por así decir, hasta originar un equívoco, un extravío, que ha perdurado durante siglos. El verdadero significado de la obra debió perderse con el tiempo. Hasta bien entrado el siglo XX se consideraba a la obra como una mera escena constumbrista. Velázquez muestra el interior del obrador de Santa Isabel, donde las hilanderas producen el hilo que habrá de utilizarse en la confección de los tapices para la casa real. En un primer término, cinco operarias trabajan la lana. La segunda contando desde la izquierda opera la rueca, cuyos radios se difuminan con su celérico movimiento circular. La segunda contando desde la derecha devana la lana, y es tal su destreza y la rapidez de su mano que el efecto óptico nos hace parecer que tiene seis dedos. En segundo término, en una estancia más iluminada que la que ocupan las trabajadoras, varias mujeres, estás ricamente ataviadas, se congregan en torno a un tapiz que ocupa una de los muros, suponemos que para valorarlo.

El foco de atención y de luz parecen haber sido fijados por el pintor en la figura central de la segunda estancia. Se trata de Aracne, cuyos rasgos están borrosos por la distancia que media entre ella y el espectador. Durante mucho tiempo se interpretó "Las Hilanderas" como un día de trabajo en el obrador, con las artesanas realizando su labor en un primer plano y unas señoras principales en un segundo término admirando el resultado final del proceso de creación de los tapices. Fue el historiador alemán Carl Justi, al parecer, quien reparó en el casco que portaba una de las mujeres de la habitación del fondo, también en que se trataba de una figura real, es decir, presente en el mismo plano de realidad que el resto de las mujeres, y no un personaje del tapiz, como se había creído durante siglos. Esa figura, que representa a la diosa Palas Atenea, de repente adquirió volumen, se hizo carne, dejó de ser un ser pintado en la superficie virtual de la lana para convertirse en un ser de carne y óleo en la tabla de Velázquez. Se deshizo el trampantojo y todo empezó a adquirir sentido.

"Las Hilanderas", de Diego Velázquez (Museo del Prado)

La fuente del relato vuelve a ser, como casi siempre, "Las metamorfosis" de Ovidio. Aracne era una joven lidia muy diestra en el tejido de tapices. Hasta tal punto era su destreza que sus paisanos decían que sus obras podían competir en belleza con las que urdían las diosas, en especial la diosa Atenea, inventora de la rueca. Parece ser que el halago se le subió a la cabeza a la muchachita, que acabó creyéndolo y retando a las diosas a competir con ella hilando historias, escribiendo narraciones con palabras hechas con lanas de colores. Debió formular la bravata en voz alta, olvidando lo cotillas que son lo dioses y su capacidad para estar en todas partes a la vez. El caso es que, enterada la protectora de Atenas del desafío, decidió aceptarlo para tratar de bajarle los humos a la engreída e insolente doncella. Cada una de ellas debía de tejer un tapiz y un jurado decidiría cual era mejor. Así de simple.

Algunos autores creen que la escena en primer término narraría un momento de la fábula anterior al del juicio del jurado, que sería lo que se representa en la estancia posterior. Ese momento sería aquel en el que Atenea visita el taller de Aracne para espiar su trabajo. La muchacha sería la mujer que nos da la espalda y devana la lana con tanta presteza que sus dedos parecen multiplicarse. La diosa sería la anciana que maneja la rueca y que tiene cubierta la cabeza con un paño, del que asoman algunos mechones canosos. Un ardiz, como las arrugas de su rostro y su gesto adusto, para sacar ventaja en la disputa. Es un disfraz para engañar a la mortal y poder conocer su trabajo de antemano -aunque, como ya veremos, no debió lograr su objetivo. Quizá llegó demasiado pronto, cuando aun se procesaba la lana para convertirla en hilo-. La lozanía de Atenea se delata en la tersura de la piel de la pierna que asoma del vestido negro, que se diría el de una viuda.

El concurso acabó en tablas, quizá porque el jurado no se atrevió a desairar a la diosa. Sin embargo, a pesar de lo que se adivina como un tongo, Atenea acabó llenándose de ira, pero dirigida contra Aracne, y no tanto por la envidia, que es probable que también. A la arrogante muchacha lidia no se le había ocurrido otra cosa que utilizar como motivo para su tapiz una de las aventuras sexuales del padre de su rival, el divino Zeus. Concretamente el rapto de la doncella Europa. Tema muy recurrente en la historia del arte pero que, en buena lógica, Atenea interpretó como un insulto premeditado y estemporáneo, como un bofetón con la finalidad de callar la boca de aquel a quien se propina, es decir,, lo que ahora se denomina como un "zasca". "Con que esas tenemos, bonita", le vino a decir la diosa, "pues si tan diestra eres tejiendo y tanto te gusta te vas a pasar la vida haciéndolo". Y la convirtió en araña.

Y si hay algunos detalles que llaman la atención en el cuadro, por ejemplo la viola de gamba que porta una de las mujeres de la estancia del fondo -¿Qué significará? Según leo en algún sitio es el símbolo del buen gobierno político-, o el gato -aquí son varias las interpretaciones que he recabado indagando: Que sí es el resultado de un consejo de Rubens, que le habría indicado a Velázquez que es elegante incluir alguno como personaje en un cuadro; que sí una alegoría del buen súbdito, ya que los gatos son independientes, saben arreglárselas solos, pero al mismo tiempo son sumisos con sus amos-, lo que de verdad llama la atención al visitante habitual del prado es el tapiz confeccionado por Aracne. Aunque solo podamos ver los dos cupidos es fácil identificar la obra que Velazquez copió en "Las Hilanderas". De hecho en la distribución actual del museo cuelga en la pared contigua. Es "El rapto de Europa", de Pedro Pablo Rubens. La tela de color carmesí que ondea en torno a Aracne, y que por un vistazo rápido a la obra puede parecer parte del ropaje de la muchacha lidia, pertenece en realidad a la ninfa Europa.

"El rapto de Europa", de Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)

Bueno, en realidad estoy mintiendo. No es la versión que Rubens realizó en su segunda visita a Madrid sino el original de Tiziano lo que Velázquez copió en "Las Hilanderas". En este caso la obra del pintor flamenco si que parece una copia stricto sensu y no tanto una versión, como ocurría con su "Adán y Eva". Por eso el trampantojo que propone el Prado en su sala dedicada a la fábula de Aracne es casi perfecto. Apenas hay diferencias esta vez entre el objeto y su reflejo en el espejo. Cupido cabalga un delfín -un cetáceo con aspecto de besugo en ambos cuadros-, detalle que simboliza la impaciencia del amor. Los dos amorcillos que vuelan por el aire portan arcos y flechas simbolizando el triunfo seguro del padre de los dioses en su empeño sexual. Zeus quedó prendado de la ninfa Europa al verla un día bañarse desnuda en un richuelo, algo que solía hacer, más por despreocupada inocencia que por pura desvergüenza. Una ninfa es un ser sexualmente inmaturo, pero en el último estadío antes de alcanzar lo que en entomología se denomina con cierta lógica como "estado perfecto", esto es, el momento evolutivo en el desarrollo del individuo en que éste adquiere capacidad reproductiva plena. Al contrario que las hembras, que sienten predilección por los individuos del otro sexo totalmente formados física e intelectualmente -no digamos ya económicamente-, los machos se ven irremisiblemente atraídos por la virginidad de las hembras que acaban de dejar de ser púberes. Hablamos de impulsos, de instintos, no de acciones meditadas, sujetas a lo que se considera correcto  o decoroso. Pero hay que recordar que Zeus no estaba sujeto a ninguna ley más que a la que el mismo se dictaba, era el rey de los dioses. Tomaba aquello que se le antojaba. Sí podía. Y si no estaba a su alcance hacía uso del engaño para salirse con la suya. Era una cuestión de capacidad, no ética. Vío a Europa y ya no pudo pensar en otra cosa que no fuera en tratar de hacerla suya. Para ello se transformó en toro. Pero no en uno cualquiera, en un ejemplar blanco de gran belleza y dulzura, para enternecer a la ninfa y para que ésta le dejara acercarse y no desconfiara de su proximidad. Y en cuanto la tuvo "a tiro" se la llevó en volandas por los aires haciendo uso de las alas de las que se había dotado. La chica en apuros agita un paño rojo, tal vez para llamar la atención a los dos putti armados que escoltan el vuelo, aunque los suponemos cómplices del raptor, y este gesto adquiere evidentes reminiscencias taurinas. Tal vez pide socorro a un matador para que lidie al toro y le de muerte.

"El rapto de Europa", de Tiziano Vecellio (Museo Isabella Stewart Gardner de Boston)

Si el Prado hubiera podido exhibir las tres obras juntas hubiera sido como la cuadratura del círculo, un auténtico espectáculo, pero por circunstancias que desconozco la obra de Tiziano salió de España hace muchos años y ahora es parte de la colección de un museo de EE.UU. Como compensación, la versión de Rubens pudo ser adquirida por Felipe IV, al igual que el "Adan y Eva", en la almoneda del pintor. Sin embargo, el recorrido que nos propone el Prado es casi completo, lo iniciamos con Tiziano y su reflejo en Rubens y lo acabamos con la imagen encerrada en el espejo enfrentado, como si estuviéramos en una barbería, con el eco lejano de Tiziano en el fondo de un cuadro de Velázquez, que a su vez refleja un cuadro de Rubens, Como si original y copia pudiesen intercambiar sus papeles, sus posiciones. Ya solo queda aprovechar la oportunidad para cortarse el pelo, que estamos en pleno verano y empiezo a tener greñas.

PD (26-9-2014): Ayer mismo, en un itinerario didáctico organizado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado sobre obras maestras de la pinacoteca, la guía que nos explicaba "La Meninas" me recordó un dato de la obra que había olvidado y que es pertinente con el tema que tratamos en este escrito, que supone una vuelta más, otra voluta en la espiral infinita de copias y reflejos de la que estamos hablando. Una de las dos obras que Velázquez sitúa en la pared posterior de la estancia que retrata en el cuadro, el que había sido el cuarto del Príncipe Baltasar Carlos en el Alcázar Real, y que el pintor heredó para convertirlo en su taller tras morir el varón primogénito de Felipe IV, es la versión de Rubens sobre el mismo tema que aborda en "Las Hilanderas". No sé si es el que se sitúa a la derecha o a la izquierda, ya que el cuadro está muy oscurecido y apenas son otra cosa que dos manchas oscuras rectangulares -a la izquierda, me informo al investigar en Google- , pero el caso es que una de las dos obras que Velázquez sitúa al fondo es la "Minerva y Aracne" de Rubens, pero no el cuadro original sino la copia que realizó su yerno y también discípulo, Juan Bautista Martínez del Mazo. Velázquez versionando a Martínez del Mazo versionando a Rubens, sobre un tema de asunto mitológico que el mismo abordará años después y en el que volverá a situar una obra del pintor flamenco al fondo del espacio pictórico. Y en ninguno de los dos casos la obra será en realidad de mano de Rubens sino de otro autor, un copista en "Las Meninas" y el prededente en "La Hilanderas". Hablamos del universo de ficción, porque en nuestra realidad ambas obras serán lógicamente versiones de Velázquez-. Espejos enfrentados que se reflejan el uno al otro en una fuga que persigue a la imagen original hasta el borde del infinito, hasta el horizonte del campo visual y del entendimiento. Demasiado complicado para estar planeado, para ser un suceso deliberado y no meramente fortuito. La madeja de hilo que traza la espiral ha acabado por enredarse y convertirse en un nudo.

"Minerva y Aracne", de Pedro Pablo Rubens (Virginia Museum of Fine Arts)


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