miércoles, 30 de agosto de 2017
A mis años he empezado a frecuentar las bibliotecas públicas. Han sido todo un descubrimiento. Almacén de libros olvidados y de personas prescindibles. Nunca he creído en la superioridad de la persona que lee. Quizá sí si es mujer, pero esa es otra historia. La lectura ha sido en muchos casos un refugio para cobardes, para aquellos que no se atrevían a leer la vida, la de verdad, no la novelada o ensayada en un discurso prolongado. En las clases de los colegios, al menos por los que yo anduve, el marginado era casi siempre alguien que leía mucho. No le quedaba otra si quería acceder a una realidad soportable.
Siempre he sido más de librerías que de bibliotecas, del olor a página recién impresa que del olor a papel manoseado por otros. Detesto los libros viejos. Por eso, aceptando la doctrina que Pérez Reverte expone en “El Club Dumas”, no me considero un bibliófilo, por mucho que haya leído, por mucho que mi nicho ecológico sea el imperio de los libros, que se agolpan junto y bajo mi cama, sobre la mesa en la que ahora escribo, en la estantería que se cierne sobre mí, hasta en el armario ropero y en los cajones de la cómoda tan escasos en lo que debería de ser su contenido. La seducción de un libro recién editado es tan poderosa como la de una mujer hermosa a la que ves por primera vez y en su mejor momento. Ava Gardner en “Mogambo”, Halle Berry en “El último Boy Scout”, Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”. Es inevitable amar las flores que recién se abren, al día cuando el sol despunta. Pero hay que hacer de la necesidad virtud y si entrara un libro más en mi casa muy probablemente tendría que salir yo por la ventana acto seguido. Y hablamos en un séptimo piso. Hace tiempo que se acabaron los safaris en la Casa del Libro, en los VIPS, en las librerías de mi barrio, en la del Corte-Inglés de castellana que, a lo tonto a lo tonto, es la mejor de España. O lo era cuando aun manejaba el rifle y calzaba el salacot. Ya no hay dinero en mi bolsillo para caprichos ni paciencia para ver mermado su espacio vital en quienes conviven conmigo. Además, aun hay mucho pro leer en la jungla que habito. Así que, a mis años, empiezo a frecuentar las bibliotecas públicas. Y el ritual es justamente el contrario. Antes me lavaba las manos previamente a abrir un libro, para no macharlo. Debían estar inmaculadas para poder tocar el material. Ahora lo hago tras la lectura, para quitarme de los dedos, que siento polvorientos, el invasivo olor de los otros.
Es cuestión de documentación, me digo. Necesito bucear en los textos de Filostrato el Viejo, Ovidio y Cátulo para entender a Tiziano, para saber por qué pintó la leyenda de Narciso y Eco en “La bacanal de los andrios”, o por qué a Dioniso nos lo muestra como si fuera un discóbolo que acaba de arrojar el disco en su “Baco y Ariadna”. Y todo eso está al alcance de la mano en las bibliotecas públicas. He tenido que esperar a peinar canas para descubrir el encanto de los cementerios de palabras. Ese silencio solemne que respetan y cultivan quienes contigo comparten la tierra sagrada de nuestros ancestros. Los estantes con los libros son como los nichos de los cementerios, tras las losas hay oculta una historia personal y colectiva que se diluye en el polvo a ojos vista. Solicitar el préstamo de las poesías de Cátulo y descubrir que hace más de un año que no había sido solicitado por nadie, que apenas interesa. Y tiene su lógica. Hasta hace apenas unas semanas yo apenas sabía quién era, apenas el recuerdo de un personaje secundario en una de las novelas de Gordiano el Sabueso, el detective de época de Steven Saylor. Tan analfabeto he sido. Tan analfabeto con seguridad sigo siendo. Pero me di de bruces con el “Carmen 64”, si poema más famoso, por culpa de un cuadro de Tiziano que andaba desentrañando. Y ahora me las doy de experto. Cuando acabe la novela que tengo entre manos “Maratón” de Andrea Frediani, du título no engaña, solicitaré una novela sobre los amores de Cátulo con Clodia en la Roma de César, Cicerón y Marco Antonio. “Lesbia mía” de Antonio Priante (Editorial Seix-Barral. 1992). Una novela por vez y cinco libros de ensayo. Sé quién es Cátulo por culpa de Tiziano y de Mario Equícola, su guionista, por así decir, quien le dictaba las pautas a seguir en la ejecución de los cuadros que debía pintar para el Camerino de Alabastro de Alfonso I de Este. Lo mejor de un buen libro es las lecturas adicionales que te sugiere. Si no te sugiere ninguna, si no te provoca hambre de conocimiento en asuntos tangenciales, no se puede considerar en absoluto un buen libro. Todo funciona como una cadena. Comienzas investigando sobre “La vieja friendo huevos” de Velázquez -obra de la que algún día escribiré porque está en Edimburgo en vez de en la calle Recoletos y, por tanto, es perfecta candidata para “El Prado en el exilio”-, en un libro editado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado y acabas indagando sobre quien era Tiresias en un manual de mitología del impagable Carlos García Gual para Editorial Siglo XXI. En un mundo en el que los libros ya no valen nada, intenté hace poco vender la mitad de los que tenía, y ni regalados querían buena parte de ellos. Muchos ejemplares acabaron en el contenedor para papel y cartón de la esquina de mi calle. Entonces se me ocurrió donarlos a alguna biblioteca pública. Y ese fue el germen de todo. Ahora paso las tardes en la “Selva esmeralda”, reconvertido de urbanita cazador en pedestre naturalista, como el protagonista de aquella maravillosa película de John Boorman. Si indagar en librerías es caza mayor, o menor, porque lo de menos es la entidad de la pieza cobrada, cual es su peso, su peligrosidad o su rareza, husmear en las bibliotecas es puro senderismo, naturalismo de la vieja escuela. Nunca codiciarás aquello que veas y te llame la atención, por mucho que te tiente Anibal Lecter. O, mejor, podrás codiciarlo, pero un grueso cristal separará y aislara tus instintos consumistas del desabrido exterior. Si por casualidad descubro un libro sobre Garci que no conocía, “Garci. Entrevistas” (Notorius ediciones. 2010), pongo por caso, aunque sea un ejemplo real, puedo disfrutarlo unos momentos, como quien ve una puesta de sol junto a la trocha por la que discurre, pero no pensaré en colgarlo como un trofeo en algún estante de la librería de mi alcoba.
Le pregunta Oti Rodríguez Marchante, el crítico cinematográfico de ABC, a Garci en una de las entrevistas que recopila el libro acerca de su pasión por los periódicos, y su respuesta no solo me parece antológica, sino que siento además que me en parte me retreta: “Desde niño leo periódicos. [Yo también. En mi casa el ABC era uno más de la familia, y siempre digo que ingresó en ella antes que yo, que era como un hermano mayor] Me fascinan esos periódicos viejos que descubres en una casa a la que te invitan a pasar unos días de vacaciones. [A mí en absoluto. Los periódicos envejecen incluso peor que los libros] Mi periódico de toda la vida ha sido el ABC. En mi familia, que era de clase media baja, siempre nos permitíamos tres lujos: tener radio (una Eco que compró mi padre cuando se casó y con la que yo escuché ya el mundial de Brasil del 50), comer y cenar con vino todos los días (mi madre estaba enferma del corazón, Y Marañón, como lo oyes, don Gregorio Marañón, le recomendó vino en las comidas y las cenas, porque, dijo, que el tanino le iba a sentar muy bien. Tuvo razón don Gregorio. Mi madre resistió hasta los 65 años; murió en 1987), y el tercer lujo fue el “ABC”. Mi padre, cuando iba a trabajar, a eso de las ocho de la mañana, compraba en el puesto, luego kiosco, que había, y hay, en Narváez esquina a Ibiza, el periódico de la grapa mágica. Yo lo leía por las noches, después de hacer los deberes. Empezaba por la información deportiva, luego seguía con el cine y el teatro y, por último, con los artículos. Azorín, Ruano, toda aquella galaxia Gutenberg. En “ABC” siempre han escrito los mejores novelistas, dramaturgos, articulistas, filósofos, etcétera. Y confieso que la primera vez que me publicaron una tercerita, que decía Fernández Almagro, fue para mí algo fabuloso [¡Qué cabrón! El si que pudo] Escribir en “ABC” de fútbol es una de las cosas que más me gustan en esta vida. Ah, el “ABC” que traía mi padre del Palace, trabajaba en la peluquería del hotel, olía a Floyd”. Luego, en una pregunta posterior le cuestiona sobre el parque del Retiro y le contesta: “Algún día me gustaría ser corresponsal de ABC en el Retiro”. A mi alma de cazador le duele saber que jamás será mío este libro.
Tiresias, Garci, Orfeo, Tiziano, Esquilo. Llevo dos novelas seguidas sobre las Guerras Médicas en las que el dramaturgo griego es el protagonista. Que peleó en Maratón, Salamina y Platea y que murió descalabrado por un águila que le arrojó en pleno vuelo una tortuga sobre la calva cuando vivía en Sicilia son los dos lugares comunes sobre el personaje. Todo se amalgama en mi cabeza las tardes entre semana. Hasta me impaciento los findes en espera de que llegue el lunes. Este viernes copié para mi artículo sobre “La bacanal de los andrios” la leyenda de “Narciso y Eco” que se incluye en las “Metamorfosis”. Cuenta Ovidio que Liríope, la madre de Narciso, preguntó a Tiresias, el famoso adivino de Tebas, acerca del futuro de su hijo, si viviría feliz y por muchos años. Lo había tenido tras ser violada por el dios-río Céfiso, una vez que quiso refrescarse en su corriente. El oráculo ciego le contestó que la vida de su hijo sería larga, siempre y cuando no llegase a conocerse a sí mismo. Los expertos señalan, hasta en dos ediciones distintas de “Metamorfosis”, la de editorial Gredos y la de Cátedra, aparte del manual de García Gual, he captado este mismo comentario, que se trata de una ironía de Ovidio, un chiste a costa de la leyenda que, dicen, podía leerse sobre el portal de entrada al Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Ovidio no respetaba casi nada: los dioses, la fidelidad del matrimonio, el decoro público. Por eso lo desterró el emperador Octavio Augusto a los confines del imperio, al país de los getas, en Rumanía, y no es un juego de palabras. Al menos intencionado. Por eso y porque tal vez se acostara con su hija. No recuerdo que decía al respecto Robert Graves en “Yo, Claudio”. Y la profecía se cumplió. Una tarde que hacía mucho sofoco, Narciso se acercó a beber a una fuente que había en un claro del bosque, vió su reflejo en las aguas, se conoció a sí mismo, se enamoró y murió de amores no correspondidos. Y todo empieza con Tiresias, se mezcla con Orfeo, aunque no recuerdo como, discurre hacia Tiziano, que es la meta de todo esto, transcurre en paralelo a Esquilo, que escribió sobre estos temas y otros afines, y se contamina con Garci en un ratito de descanso en que brujuleo en la sección de cina. Todo se amalgama en mi cabeza, y si no lo suelto aquí, en completo desorden, tal como coexiste habitualmente en mi cabeza, ésta lo mismo me estalla. Y si lo hago en Facebook y no en Twitter es porque es como una Biblioteca Pública, un reino donde gobierna el silencio, donde nadie va a querer interpelarme, preguntarme esto o aquello. Cada uno a lo suyo en su sitio de lectura.
Orfeo es mi penúltimo descubrimiento. Sobrevivió a la travesía del estrecho donde habitaban las sirenas, pero sin necesidad de atarse al mástil del barco, como hizo Odiseo. Venció su hipnótico cantó tañendo su lira y entonando poemas. Así salvo a sus compañeros de singladura, a los celebérrimos argonautas. Era digno hijo de Apolo, en lo artístico al menos, aunque mucho más consecuente y constante en el amor. Enamorado de la bella Eurídice, la siguió hasta los dominios de Hades cuando murió víctima de una picadura de serpiente. Al dios del inframundo y a su mujer Perséfone les emocionó su devoción y les deleitó su arte. Consintieron en que se la llevase de vuelta a la superficie, pero con una sola condición, que no mirase hacia atrás hasta cruzar el umbral de los infiernos. Si recuerda a la parábola de Lot supongo que no es asunto casual. Hay que decir que si fracasó en la prueba fue porque iba delante y le preocupaba la seguridad de su amada. Orfeo murió descuartizado por las servidoras de Dioniso, nadie sabe dar una razón, porque es un dios al que favoreció en su Tracia natal al extender su culto. Existe cierto consenso entre los filólogos en que tal vez fuese envidia mezclada con celos. Orfeo fue fiel a su mujer el resto del tiempo que le tocó vivir entre los vivos y rechazó a cuantas se le acercaron con la intención de intimar con él. Me parece una parábola muy actual en estos tiempos en que los hombres carecemos según la doctrina de lo políticamente correcto. Las Musas, no en balde Calíope era su madre, la más bella de todas, le organizaron un emocionante funeral. Le enterraron al pie del Monte Olimpo, salvo su cabeza y su lira, que arrojaron al río Hebro, con hache. Lástima, porque la historia es cojonuda y dan ganas de apropiársela. Y mientras eran arrastradas por la corriente camino del mar podía escucharse en los parajes que atravesaban gritos de llamada a su amada Eurídice. Después llegaron al Egeo, cuyas corrientes permitieron que recorrieran de punta a punta, hasta arribar a Lesbos. Allí se dieron por fin sepultura a sus últimos restos. Dejo que García Gual remate la historia: “Por eso renació con muy potente ímpetu en Lesbos la poesía lírica y allí, en la isla de Safo y Alceo quedó guardada la cabeza y la lira del poeta tracio. Allí, en torno a la tumba santa de la cabeza de Orfeo, acudían a cantar melodiosos lamentos los mejores ruiseñores del mundo griego”. Y no era para menos, era justo honrar la memoria del hombre que había vencido con su arte al horror y con su amor a la muerte. Cierto que en ambos casos solo en primera instancia. Pero es que ninguna victoria de un mortal es definitiva. Solo el triunfo de los dioses es para siempre. Ocho siglos después de todo aquello retomarían la tradición unos joven romanos movilizados en torno a Cátulo que miraban al futuro con los ojos puestos en el pasado, dando lugar a la poesía elegiaca en idioma latino. Nada es para siempre pero todo renace tarde o temprano o, como dijo no recuerdo quien, todo está interconectado de tan sutil aunque tan recia, que es imposible destrozar una flor sin trastornar una estrella. Ni que decir tiene que ando peinando las bases de datos de la biblioteca de Madrid en busca de libros sobre todo este asunto.
La doctrina de Plotino
La doctrina de Plotino
Si le regalé una ramita de brezo blanco florida es porque Ella siempre me pareció una más entre aquellas flores. También tenía la piel de nácar y un aura rosada con una suave fragancia a anís que la envolvía. Era toda fragancia y belleza. Y luego estaba toda esa maravilla diminuta que la adornaba, como la que puede observarse en la corola de la flor del brezo blanco si al miras bajo la lupa, como labrada pacientemente con un buril por un orfebre, usando una lente de aumento para los detalles más mínimos: el candor de sus pestañas, que batían el aire como las alas de las libélulas en torno al estanque azul turquesa de de sus ojos, sus dedos calmos y esbeltos, el fruncido adorable en las comisuras de su boca, que le daban a su gesto la dulzura necesaria para remediar el mundo. Lo primero que llamaba la atención en Ella eran sus labios, carnosos y frutales. Besarla era como practicar la zumoterapia. Bueno, eso decían y mientras no lo has podido saber algo por ti mismo no te queda otra que creer en lo que dicen.
Me acerqué a Ella y le regalé una ramita de brezo que acababa de arrancar de un seto, cuando estuve seguro de que nadie me observaba. Ni al cometer el arbusticidio ni al darle mi presente. Lógicamente, la competencia por lograr su atención era feroz, encarnizada, pero sobre todo mimética, y si alguno de su numeroso séquito de galanes se llegaba a enterar de la copla, adiós jardín y adiós primavera.
- ¡Oh, gracias, es precioso!
- “Tú sí que eres preciosa, ángel del Señor”.- No, cierto, no le dije eso, si no algo sobre que el ramillo era perfecto para completar su herbario para la asignatura de botánica. Erica arborea. Dos pies de matorral de tamaño respetable, crecían en la parte trasera del arboreto de la escuela.
Estaba tendida sobre la yerba, al pie de un chopo, con la cabeza reclinada sobre la base del tronco, usando su rebeca roja como improvisada almohada. Me senté a su lado, a una distancia que consideré correcta, ni tan cerca como para resultar invasivo ni tan lejos como para inducir la aparición de una frontera con aduana y aranceles fronterizos. Parecía una ninfa de los bosques a punto de ser acosada por algún sátiro. Tal vez, ojalá Zeus no lo quisiera, por el dios Príapo. Como si mis pensamientos se pudiesen hacer realidad, como en aquel episodio de “En los límites de la realidad”, se acercó hasta nosotros Héctor. Diré que era un guaperas y así me ahorraré su descripción pormenorizada. Se plantó ante Ella dándole sombra y le dijo:
- ¿Me puedes prestar tus apuntes de Estructuras de hoy? –Le preguntó. Todos sabíamos que la pregunta era para Ella. Yo, más que nada, porque jamás había cruzado palabra alguna con Héctor, a pesar de la lata que le daba a mi amiga y de que yo no me despegaba de Ella ni con agua caliente. Sus conmilitones me apodaban la nodriza. Bien que lo sabía.- Es que he llegado tarde y sé que lo tuyos son siempre excelentes- ¡Ay, Dios mío, es que además era muy lista y muy aplicada! La excusa de los apuntes siempre “colaba” a la hora de forzar un encontronazo dialéctico. Yo creo que algunos hasta hacían novillos solo para tener una coartada.
- Claro. Pero pídemelos cuando entremos en clase. Aquí no tengo el cuaderno.
- ¿De qué ha ido la lección?
- Del pandeo del alma de la viga de metal.
El alma de la viga sometida a los esfuerzos de tracción que la hacen claudicar. Toda una metáfora. Dejé que la mía colapsase al impregnar mi mirada con su imagen tan bella y tan infinita. La eternidad era demorarse en la contemplación de cada detalle de su anatomía imposible: El oleaje de su pecho cuando respiraba; Su cintura hecha a la medida mi propio abrazo; La madriguera de su ombligo que asoma a la superficie por la brevedad de su blusa; Su caudalosa melena escurriendo pendiente abajo por la ladera de su cuello. El entramado de la realidad estaba sostenido por sus femeninos hombros. Era una cariátide a la entrada del templo del arte y la sabiduría.
Salí de mi ensimismamiento para fulminar a Héctor con la mirada porque adivinaba su siguiente paso. Pero ni caso. Como quien ve encabritarse a una hormiga y se centra en asuntos más urgentes o peligrosos:
- ¿Te vienes después a tomar algo con nosotros? -Ese nosotros tan inconcreto. Ya lo aclaro yo: un grupo de botarates del que Héctor era su corifeo.- Vamos a ir a la zona de Argüelles tras acabar las clases. Se pone aquello muy animado.
- “¿Pero no ves, alelado, que la dama precisa de estímulos más intelectuales que el que la inviten a irse de tascas?”.- Le repliqué a Héctor. Mentalmente. Contaba con que no fuera a oírme. No por miedo. Es que tampoco era cosa de darle pistas. Ella jugaba en otra liga diferente a la nuestra, a la de su rondaya. Bueno, no sé si el termino jugar es el adecuado porque, a pesar de su cara aniñada, era siempre tan seria y tan responsable. Como un personaje femenino de J. D. Salinger. Me recordaba a la protagonista de “Orgullo y prejuicio”. Tenía, como la Keira Nightly en la película, cierta belleza virginal, aderezada con una norme capacidad para llevar siempre la rienda de las cosas. Una cabecita preciosa pero hecha sobre todo para pensar.
- Lo siento, hoy no puedo llegar muy tarde a casa, tengo mucho que hacer.
- ¿Otro día?
- Quizá, cuando esté menos ocupada. Lo prometo- Y se lo dijo sonriendo y fue como si el sol hubiese retrocedido en su transitar por la bóveda celeste. De repente era más de día. Héctor hasta se desabotonó un botón de la camisa para aliviar el sofoco. Se volvió por donde vino, apaleado pero feliz. Tan feliz como la lava que mana de un volcán hawaiano, toda fluidez, ardor y capacidad para abrasar y fertilizar el mundo.
- ¡Qué majo!, ¿no?
- Un primor.
- No seas malo, Luis. Me fastidia cuando te pones sarcástico.
Aguanté su reproché como un hombre. ¿Cómo podría Ella haberse dado cuenta de que Héctor y yo acabábamos de inspeccionarnos nuestros respecticos genitales para calcular cual de los dos tenía más potencia procreativa? Imposible. Ella era un alma pura que había descendido al mundo material desde una esfera inmaculada. Ella era omnisciente pero no estaba para perder el tiempo con nuestras ridículas bobadas.
- ¿Sarcástico? Pero, señorita, ¿en cuál de mis palabras ha detectado usted sarcasmo?
- Venga, no empieces… -Hizo un mohín y con eso zanjó la cuestión.
- ¿Vistes el reportaje anoche sobre lepidópteros? -Lo dije por cambiar rápidamente de tema, pero también por lo que yo me sé, por forzar el milagro.
- Me fui tempranísimo a la cama. –Cuando decía esas cosas me la imaginaba siempre con un pijama con estampado de personajes de Walt Disney. Era mentalmente incapaz de imaginármela en ropa interior. Bueno, capaz sí que era, pero no luego de soportarlo cuerdo-. Estaba agotada.
- Doña ocupada. Pues te lo perdiste. Hablaron sobre la graellsia.
- Ni idea.
- Es una mariposa endémica de la sierra madrileña, bellísima, “como tú” –En cursiva y entrecomillado lo que solo decía mentalmente, por si hay alguno que aun no se quedado con la copla-. Tienen las alas verdes, curiosamente con una tonalidad muy parecida a la de la blusa que ahora llevas.
- Tienen que ser preciosas.
- Ya lo creo que lo son. Durante muchos años fueron un mito. Tan escasas eran y tan fantásticas en las descripciones. Su descubridor, Graells, las describió tras verlas en los bosques de El Escorial, pero nadie confirmaba el avistamiento. Si no hubiera sido naturalista de la corona quizá lo habría pasado mal. Bautizó su hallazgo como Saturnia isabelae, en honor a su patrona Isabel II. Tras su muerte la rebautizaron como Graellsia. Hoy es el símbolo del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama.
- ¿Cómo sabes esas cosas?
- “Me informo para luego poder contártelo y así amenizar tus días”. Yo es que no me voy pronto a la cama, niña. Funciono con el horario de los mayores.
Arrugó la nariz divertida. Se estiró para desperezarse. Puso las manos tras la cabeza, tumbada como estaba sobre la hierba, como si improvisase con ellas unas orejas de trapo para su cara de peluche. Y entonces ocurrió lo que estaba esperando. Una graellsia emergió del interior del puño de su blusa, sin que Ella aparentemente lo advirtiera. Tampoco nadie de quienes nos rodeaban. Ni siquiera Héctor que, sentado a unos 20 metros de nosotros con su panda, parecía un retén de vigilancia del Buró Federal de Investigación. Solo le faltaban los prismáticos. El bichito caminó por la palma de su mano, desplegó sus inmensas alas y empezó a danzar en el aire ante Ella. Disfruté en silencio del pequeño milagro conteniendo la respiración, sin comentar nada, ni siquiera cuando la mariposa rozó levemente su boca con sus inmensas antenas. Cómo no, era una mariposa macho y había captado con sus peines su esencia anís. ¡Cuánto buen gusto! ¡Qué imagen! La mesura besando la delicadeza ante mis mismos propios ojos.
Y mientras Ella me hablaba durante aquel breve recreo de la verdadera naturaleza de las cosas sin siquiera necesidad de articular palabras yo le compuse mentalmente cinco sonetos con rima consonante sobre la felicidad de saberla del mismo lado de la frontera del tiempo. Para tocar la felicidad en aquellos tiempos bastaba con unos cuantos instantes campestres con Ella a la orilla del futuro.
- Venga, perezoso, es hora de irse. La clase de Patología Forestal comienza en diez minutos.
Ni me molesté en protestar. ¿Ya he dicho que esa chica era miss Responsabilidad? Con mayúscula de apellido o de nombre propio.
- Vale. Pero déjame que antes te enseñé algo en la parte de atrás de la escuela.
- De acuerdo. Pero rapidito. No pienso hacer novillos ni siquiera por tí.
Fuimos a donde había conseguido el ramillo de brezo.
- Mira. Lo sabía. Hay también una mata de otra especie del género Erica. -Estaba claro porque las flores eran de otro color, de un fucsia encendido. Más grandes además, menos delicadas.
- Erica cinerea.- Lo dicho. La primera de la clase. Si iba detrás de Ella como un perrillo faldero es porque estaba enamorado hasta decir basta. Pero aquello tampoco perjudicaba a mi expediente académico. Las mujeres hermosas a menudo se rodean de eunucos para defenderse inconscientemente de los guaperas.- Pero no pienso coger. Tengo suficiente para el herbario con el ramillo que me has regalado. Esquilmar más el arboreto por capricho sería un crimen. Te perdono que hayas arrancado del otro porque sé que lo has hecho con la mejor de las intenciones.
Lo que Ella no sabía es que esa mata de brezo fucsia no estaba allí cuando yo había esquilmado la de brezo blanco. En un libro en el que por entonces trataba de documentarme sobre la doctrina del filósofo Plotino, un griego del siglo III después de Cristo, cosas mías que no vienen a cuento, había leído hacía poco lo siguiente: “El Uno no es en sí mismo el ser, sino la generación del ser. El Uno es perfecto y por ello sobreabunda, y esa superabundancia produce algo distinto de él”. Traduzco: El Uno es la fuente de la que mana el mundo tangible sin agotarse nunca, sin siquiera ser consciente del acto de creación continua que su existencia supone. El Uno es una potencia involuntaria generadora de belleza. El Uno es Dios. O sea, Ella. Y como todo ser creado ama a su creador, por eso la mariposa había rozado sus labios nada más eclosionar a la realidad y el ramillo de brezo que le había dado se mostraba ahora visiblemente más florido que cuando lo había arrancado de la mata por el solo estímulo de su tacto.
Tras esta revelación volvimos al edificio de la escuela, yo absorto en un silencio monacal, como de sabio ermitaño de vuelta de una catarsis completa, Ella emanando de sí todo lo que del mundo es bello. Luego, al pasar por dónde Héctor le saludó con un gesto de la mano, y el guaperas hasta me pareció majo, como Ella se empeñaba. Entonces salí de mi mutismo y le empecé a narrar de sopetón “Doctor Zhivago” mientras subíamos las escalinatas de la entrada de la escuela. Iban a echar la peli esa misma noche por la tele y me parecía aberrante la idea de que Ella desconociese los amores de Yuri Zhivago y Lara Antipova. Y porque sabía que Dios es una muchachita buena que no trasnocha y nunca se olvidaba de rezar sus oraciones cuando se acuesta.
Dice Plotino: “El Uno es verdaderamente inefable. Se diga lo que se diga de él jamás podrá apresárselo, porque decir es siempre decir algo determinado y lo Uno escapa a toda posibilidad de determinación”. ¿Será por eso que soy incapaz de recordar su nombre, a pesar de que tengo grabados en la memoria todos los rasgos de su divino rostro? ¿Será por eso que tengo la sensación de ser incapaz de expresar con justicia y acierto en estas líneas toda la maravilla habida en su presencia? Lo ignoro. No sé cuál es la doctrina correcta sobre el amor. Ella nunca hablaba de religión. Evitaba siempre con tacto hablar sobre Ella misma.
lunes, 28 de agosto de 2017
Cuando llegar a ser escritor aun me parecía una utopía de contornos suaves, no la aberración topológica que es hoy día, una cinta de Moebius que me hace regresar constantemente al comienzo del recorrido, cuando aun jugaba a tener un alma lírica y la inspiración no me llegaba -aun la estoy esperando, pero esa es otra historia. Solo las mujeres que se demoran merecen la pena, es la letra del axioma que con lágrimas se aprende- me limitaba a escuchar canciones pop en inglés y a imaginar una traducción ajustada a la emotividad de la música. Es un juego al que, claro está, solo puede jugarse si eres lego en el idioma de Shakespeare. Algo así es lo que hago ahora mientras “Gipsy” de Fleetwood Mac suena en bucle en mi auricular. Cuando aun pensaba que mi opinión le interesaba a alguien, y supongo que escribir es meramente opinar en extenso, había dos libros que siempre recomendaba: “El bosque animado” de Wenceslao Fernández Flores, la ternura hecha foresta y “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger, la ternura y la metáfora del herbazal. Creo que mi sugerencia no prendió en ninguna de las lindas cabecitas en las que quise que germinase mi minúsculo mundo interior. No recuerdo que nadie me hiciera nunca caso en este asunto en particular, ellas menos que nadie, aunque, a Dios gracias, ninguna de las dos novelas ha precisado nunca de mi publicidad para ser leída con fruición por generación tras generación. Son ambas historias que pueden leerse con una sonrisa en los labios, pero que están irremisiblemente contaminadas por la tristeza. A alguien le dije una vez que al leer “The Catcher in the Rye” era inevitable reírse a carcajadas, hasta que te das cuenta de que va la novela, y entonces la risa se te congela en la cara. Esta sinopsis dio como resultado que jamás abriese el ejemplar que le regalara. Hace años leí, y la imagen me fascinó desde entonces, que J. D. Salinger desembarcó en la Playa de Utah, en Normandía, el 6 de junio de 1944, con un manuscrito de la novela en la mochila. ¿Y si Salinger hubiese pisado una mina antipersona? En ese caso, ahora seríamos todos en cierto modo huérfanos. En vano he esperado que “Oona y Salinger”, la novela de Frédéric Beigbeder, detallara esta anécdota. La cogí prestada de la biblioteca pública esta misma semana y dos días después ya la he acabado. Es narrativa al estilo de Truman Capote, quien, por cierto, tiene un cameo en el relato, o de Javier Cercas. Ficción camuflada de reportaje periodístico, narrativa entreverada con vivencias personales del autor y guiños al lector que no siempre vienen a cuento o concuerdan con el tono emotivo del discurso. Hay que decir que la impostura funcionaba mejor en “Soldados de Salamina” y en “A sangre fría”. Tenía muchas ganas hace tiempo de leer el libro (Editorial Anagrama. Panorama de Narrativas. 2014) y si no me ha defraudado ha sido porque el asunto tratado es tan apasionante que es a prueba de fatuos y listillos, como me temo que es el caso.
Oona O’Neill, la hija del premio Nóbel Eugene O’Neill y también la cuarta esposa de Charlie Chaplin, fue la primera novia de Salinger, cuando él apenas contaba con 21 años y ella con 15. Un amor prematuro que se convirtió luego en munición con la que poder disparar literatura, la más celebrada del siglo XX. Se decía cuando yo era joven que nunca faltaban ejemplares de “El Guardián entre el centeno” en los VIPS de Madrid, porque la demanda era constante a cualquier hora del día o de la noche. Los VIPS cerraban muy de madrugada y podías comprar el periódico del día siguiente. Mi amigo Juan y yo finalizábamos nuestras correrías del sábado por la noche, tras ir al cine, esperando El País dominical en alguna de las cafeterías de la cadena. A Salinger no le hizo falta ponerle banda sonora al silencio de su musa, como me pasa a mí, tuvo suficiente inspiración en Utah Beach y luego en Carentan, Cherburgo y el bosque de Hürtgen, una terrorífica batalla que a los combatientes alemanes les hacía añorar el frente ruso. Toda la narrativa de Salinger parece estar escrita en clave, encerrar información adicional a la que subyace en una lectura literal del texto, como si se tratase de un palimpsesto. Por eso, quizás, es tan apreciada por los adolescentes de todas las épocas, que creen atisbar en sus diálogos sincopados claves acerca de la auténtica verdad de las cosas, valga la redundancia. La de Salinger fue sin duda una madurez interrumpida, frustrada por una serie de vivencias traumáticas, acaecidas entre Normandía, en la primavera de 1944, y Núremberg, en la primavera de 1945, donde acabó recluido durante meses en un hospital psiquiátrico para veteranos de guerra. Fue uno de los primeros soldados americanos en entrar en el campo de concentración de Dachau y nunca se llegó a perdonar, a sí mismo y a toda la raza humana, el no haber llegado antes, aunque hubiera sido un solo día.
J. D. Salinger conoció a Oona O’Neil una noche de juerga en el Stork Club de Nueva York. Ella estaba acompañada por su habitual pandilla: Gloria Vanderbilt, Carol Marcus y Truman Capote, aquel niño repipi y marisabidillo que Lee Harper describe en “Matar a un ruiseñor”, pero ya convertido en el fatuo papagayo de colores que llegó a ser siendo adulto. Del romance que nació aquella velada solo quedaron rescoldos con el correr del tiempo en el corazón de Salinger, que durante años escribiría regularmente a Oona cartas, suponemos que apasionadas y románticas, durante la guerra, tras ella, siendo ella ya una mujer felizmente casada. Casi ninguna con contestación, la mayoría sin siquiera acuse de recibo, como si Salinger fuera un pelmazo o un acosador al que no se debe alentar dando una respuesta, cualquira. El contenido de estas cartas es, tras la autoría del asesinato del presidente Kennedy y la procedencia del OVNI de Roswell, el mayor misterio del siglo XX, porque los herederos de Oona jamás han dado permiso para publicarlas. Oona se casó con Chaplin siendo aun muy joven. De hecho el noviazgo se desarrolló íntegramente mientras ella era aun menor de edad y no pasaron por la vicaría hasta que cumplió los 18, prácticamente el día de su cumpleaños. Tanta prisa había. Como le pasó a Polanski, el regusto a pederastia de su romance en el fino paladar de la pacata sociedad estadounidense acabó convirtiendo a Charles Chaplin en persona non grata y, como Polanski, en un deportado político.
Si hay algo que me molesta en el libro de Beigbeder es que parece querer que tomemos partido a toda costa, primero entre los dos aspirantes, Salinger y Chaplin. Luego, entre Salinger y Oona, cuando se consuma su ruptura. Incluso, lo que roza el absurdo, entre Capote y Salinger. Como si hubiese necesidad de escoger entre lo maravilloso y lo sublime cuando hay espacio de sobra en el corazón para abarcarlo todo. Me parece un error estratégico, además de una canallada. Lo que distingue en mi opinión una obra correcta de una excelente, de un proyecto de obra maestra, si se quiere, aunque esa es una distinción que solo el tiempo otorga, es que en la segunda de las categorías el autor es capaz de desarrollar ternura, empatía, comprensión por todos sus personajes, incluyendo los eventuales villanos. Y eso es algo que Beigbeder parece negarle a Salinger. Y, como digo, es una canallada, porque de haber pecado, y tendríamos primero que discutirlo detalladamente, habría ido implícito en la falta la penitencia, una misantropía que fue a más con el correr de los años, una incapacidad para relacionarse con sus semejantes. Salinger acabaría recluyéndose en uno de esos bunkers que asaltara en la playa de Utah. Viendo la foto del autor que se incluye en la solapa del libro creo entender el por qué de su velada antipatía por J. D. El amigo Frédéric es un guaperas, un tipo acostumbrado a llevárselas de calle, como el mismo nos ejemplifica en un epílogo que aun no me explico, donde nos narra la forma en que se ligó a su última esposa, aquella vez en que sedujo a la diosa de la fiesta a la que asistía una noche de jarana. Beigbeder seguramente detesta a los perdedores, a quienes nos dieron calabazas por preferirle a él. Justificando a Oona, si es que alguien ha pedido tal cosa, yo no por lo menos, midiendo a Chaplin con Salinger con una regla que solo conviene al primero, parece querer empequeñecer su complejo de culpa por ser más atractivo y más interesante que el común de los mortales. Él se llevó a la ninfa de la bacanal, igual que Chaplin a la musa de Hollywood previo a la Segunda guerra Mundial, porque es ley de vida, y por cumplir las leyes, caminante díselo a la polis cuando allí llegues, yacemos, que diría Simónides. Bueno, yacemos en sentido figurado, que de un desamor nadie se muere, desgraciadamente, y lo que es yacer solo lo hacen él y Chaplin. Con la chica, me refiero.
https://www.youtube.com/watch?v=comtYS3eQwg
Beigdeber justifica su libro como el producto de una fascinación, la suya por Oona O’Neill, a la que Capote, su compañero de borracheras desde la pubertad hasta la senectud, definía de la siguiente manera: “Solo tiene un defecto: que es perfecta. Por lo demás es perfecta”. En la página 133 de la novela Beigdeber trata hacernos partícipes de esa fascinación, de convertirnos en cómplices, facilitando un enlace de internet a un documento audiovisual colgado en Youtube. Se trata de un casting realizado por Oona cuando aun soñaba con ser actriz. Luego se casaría con Chaplin, uno de los dueños fundadores de la United Artist, y con eso estaría servida de por vida en lo que a cine se refiere. Un pañuelo cubre la cabeza de Oona en la prueba de cámara. Está caracterizada como una mujer rusa. Trata de obtener un papel en “The girl from Leningrad”, una producción en la que iba a participar Greta Garbo, imagino que tratando de aprovechar la estela dejada por el éxito de Ninotchka, la obra maestra de Ernst Lubitsch. Beigbeder llena un párrafo entero con elogios a la belleza de Oona, a su desarmante timidez, a su divina gestualidad, a su aura de mujer adorable. Una pieza de caza mayor, digna de ser codiciada por un macho alfa como él. Los guaperas anegan de piropos el hábitat de sus presas para que sepamos que son suyas, que solo pueden ser cobradas por ellos. Si son algo más bastos hasta se mean en un arbusto. Y mientras releo el párrafo de marras y contemplo al mismo tiempo la prueba de casting, no puedo dejar de sorprenderme por lo mucho que se me recuerda Oona a su hija Geraldine. Mi sorpresa no debería ser tal, lo reconozco, ni por lo que nos dice la genética ni por circunstancia. Mi principal recuerdo de Geraldine, entiendo que el más impactante, el que me acabó calando, es su interpretación de Tonya Gromeko en “Doctor Zhivago”. ¡Claro, idiota, ella también iba caracterizada de rusa! Tardo un buen rato en asumir mi torpeza y dos días enteros en caer en la cuenta de que estamos ante un cambio de tornas. Geraldine Chaplin, Tonya Gromeko, es en “Doctor Zhivago” eso que se suele motejar en los vodeviles como “la otra”. Geraldine heredó de su madre todo el encanto de la mujer de peluche que parece en perpetuo peligro, que nos instiga a los hombres a abrir un hueco entre nuestros brazos para cobijarla. No, no es una cualidad que los productores de la película debieron pasar por alto, que recabaron por casualidad. Una opción anterior para el papel había sido Audrey Hepburn, la reina de la fragilidad hecha belleza. Y hay una escena, sublime como casi todo el metraje de la película, que justifica que la actriz que al final se quedara con el papel debiera ser poseedora de esta cualidad. Yuri Zhivago pasea nervioso por el jardín de Varykino. Arde en deseos de ver de nuevo a Lara Antipova, la mujer que le ha amputado el corazón para hacerse un broche. Advertimos en sus ojos el mono del drogadicto. Entonces, en un momento dado, se detiene para contemplar a su esposa Tonya. Está embarazada de su segundo hijo, de rodillas sobre el pequeño huerto que han improvisado junto a la casa, escarda la tierra con una azadilla. En ese mismo momento Yuri tiene una revelación. Se despide precipitadamente de Tonya y cabalga hasta el pueblo donde vive Lara. Allí le dice que han de dejar de ser amantes. “Nunca volveremos a vernos”, le dice y ella asiente con lágrimas en sus ojos mansos y dorados. “¿Me crees?”, le insiste, y ella le vuelve a mentir al asentir de nuevo. Luego, de regreso a Varykino es cuando es capturado por los partisanos. Ambas mujeres vivirán durante años pensando que han sido abandonadas por causa de la otra. Y, ¿cómo se justifica que Zhivago sea capaz de engañar a su mujer? A efectos de casting se justifica con Julie Christie, un ángel deslumbrante que rezo porque no llegue a ser descubierto por la mirada voraz de los Beigbeders de este mundo, aunque ya solo sea posible de forma retrospectiva. Pero hay más. Yuri y Tonya eran técnicamente hermanos. Yuri es el bastardo de un hombre muy poderoso, algo muy habitual en la Rusia de los zares, y es adoptado por el matrimonio Gromeko a la muerte de su madre, cuyo entierro abre la película. El amor entre ambos, tierno pero desapasionado, surge entre ambos de forma natural, casi de forma obligada, alentado y celebrado por sus propios padres. Amor sin pasión sexual, como el que Beigbeder cree que Salinger sintió por Oona. Nada de pétalos amarillos lloviendo en el plano fijo como en la escena en que Yuri y Lara son al fin conscientes de que se han enamorado. Como si al escena no la hubiera rodado David lean sino Renoir. Me refiero al padre, al pintor, no al cineasta. Como si la ternura no pesase en la balanza. La ternura por tus propios personajes o por la persona a la que amas. Vale, lo dejo, es una discusión que sé que tengo perdida desde el mismo momento en que la planteo. Ternura frente a pasión. Lo confieso, siempre he preferido que hubiera un guardián entre el centeno a una fiera tronchando las espigas, y quizá eso lo explique todo. Para empezar, lo poco que he yacido con hembra singular alguna. Bueno con la de cualquier especie.
Con Oona Castilla se cierra el círculo. La hija de Geraldine, actriz como ella, parece a bote pronto, al primer vistazo, la antítesis de sus dos antecesoras. Audaz y extrovertida, parece negar la timidez que cualquiera hubiera creído parte de su patrimonio genético. Será su herencia castellana que delata su apellido, imagino. Tiene propensión a sonreír, como su madre y su abuela, pero en su caso parece antes un arma ofensiva que defensiva, arma blanca para la corta distancia, carnívoro cuchillo que amenaza el corazón de quien la contempla mientras despliega su panoplia de seducción, que a juzgar por las muchas entrevistas que le llevo leídas, es casi siempre. A mí me tiene ganado hace tiempo. Ojalá me reclame como objeto de su propiedad algún día. Aunque sea en calidad de cachivache. No tengo dudas de que si volviese a la casilla de salida, como si la vida se tratase del juego de la oca, la rondaría con mi prosa, tal como hizo Salinger con su abuela, porque le sospecho también una enorme capacidad para ser musa. La descubrí en “Juego de Tronos” y aborrecí la serie durante varias temporadas al haberle concedido los productores el papel de novia en la boda sangrienta. Luego, tras tener que olvidarla, volví a enamorarme de ella en “Dates”, una serie británica en la que interpretaba a una prostituta en busca del amor, con los lógicos accidentes que tamaña incongruencia, por otra parte harto razonable, se adivinaba que iban a suponerle. Véanla es una pequeña joya. Episodios de apenas veinte minutos que brillan como el cristal esmerilado de una vidriera de colores. Enamorarse es esa sensación que experimenta quien cree atisbar el futuro y lo adivina feliz, lleno de posibilidades, pura arquitectura de castillos en el aire. Justo lo contrario al amor, que mira al pasado desde el hoy y solo contempla certezas y cimientos sólidos. Tendría tan pocas posibilidades con la Oona que es causa mis desvelos como las tuvo Salinger con la Oona que provocaba los suyos. A todo lo más que podría llegar es a que algún guaperas suplantase mi firma en alguna misiva de amor sucedánea. Y solo estoy dispuesto a verme suplantado por Cyrano de Bergerac “¿Cómo pudo generar en el set de rodaje la tensión sexual con Tom Hardy?”, le pregunta una reportera en una entrevista a propósito de la última serie que ha rodado: “Taboo”. Ella contesta partiéndose de su risa; “¿Que cómo se genera tensión sexual con Tom Hardy? ¿Pero tú lo has visto?”. Es desvergonzada y ocurrente, pura alegría contagiosa, belleza que lo mancha todo de hermosura. Confieso que hacía años que una mujer no me sacaba de mi taciturna forma de entender la vida. También que más que para alguien le cree una zona de cobijo entre unos brazos masculinos esta hecha para procurarlo ella. Demasiado pollo para tan poco arroz, me digo al pensar en ella y en mi como posible pareja, como le pasó a Salinger con la otra Oona. Pero hay algo que no entienden los Beigbeders de este mundo, que en el amor también hay honor en la derrota, si tras ver a la mujer que amas, corrijo, a la mujer de la que te has enamorado en brazos de otro eres capaz de preservar la ternura que te inspira. Algo que el amigo Frédéric nos hurta en las cartas que falsifica en su novela. La contraportada del libro lo confiesa son tapujos. En una de las críticas literarias que se extractan como reclamo para posibles compradores puede leerse: “[...] Lo mejor: cuando imagina las cartas desesperadas de Salinger a Oona, esas cartas que los herederos de Chaplin nunca han querido hacer públicas”. ¿Lo mejor? Lo abracadabrante más bien. Nada hay más personal que una carta, no digamos ya si se trata de una carta de amor, para remate de un autor consagrado, esto es, al que se le presume pericia al exponer sus propios sentimientos. Jugar a escribir las cartas de otro me parece un delito que debería estar tipificado en el código penal, como la suplantación de identidad o el falseamiento de documento público. Mientras esas cartas, las reales, no se hagan públicas, me negaré a creer en los acres reproches que el Salinger de pacotilla que se inventa Beigbeder le hace a la Oona.
“Oona y Salinger” al menos me ha servido para dos cosas, aparte de para pasar unos cuantos ratos de lectura muy gratos, vaya eso por delante, a pesar de los peros que he expuesto. En primer lugar para corregir dos errores que arrastraba hace tiempo. Uno de índole menor: No. Salinger no desembarcó en la playa de Omaha el Día D con un manuscrito de “El guardián entre el centeno” n la mochila. Tal vez llevase el germen de una idea cuando chapoteaba con sus botas sobre las olas teñidas de rojo. Una idea autodestructiva que la guerra le inoculó a lo largo de un año de pesadilla, tal como Leonardo Di Caprio inserta en “Inception” en la mente torturada y fértil para la desdicha de Marion Cotillard. El otro error era más grave. Siempre di por supuesto que tras la novela de Salinger, y lo digo en singular, porque no llegó a escribir ninguna otra, que se sepa, se escondía una historia de abusos a menores, tal vez de incesto. Es difícil acercarse a la relación entre Holden Caufield y su hermana con los ojos limpios. Más que una hermana parece una novia, y no ayuda ni la edad ni el parentesco. Esa desconfianza en Holden por los mayores, empezando por sus propios padres, le pareció a mi imaginación calenturienta indicio de algo maligno. Ese único deseo de proteger a la infancia del protagonista parecía la prueba definitiva. Que casi todas las heroínas de Salinger sean pelirrojas era como la prueba adicional aportada por el CSI. Y no, de lo que habla Salinger en sus obras, casi siempre a través de las voces infantiles de sus personajes, es de horrores aun más espantosos. Tanto que apenas pueden verbalizarse -el al menos no pudo y por eso quizás dejó de publicar- y solo pueden abordarse desde la inocencia absoluta.
El otro servicio que me ha procurado la novela es que me ha hecho caer en la cuenta de que existe un nexo de unión entre el mito Salinger y el mito Zhivago, aunque sea tortuoso y tan minúsculo como lo es el cuerpo menudo de Geraldine Chaplin. Voy a estar eternamente agradecido por esta revelación. Por cierto, Oona Castilla nació aquí cerquita, en Madrid. Me pregunto si conoce el museo del Prado. No seré un guaperas, pero en según que ocasiones puedo ser un perfecto intermediario entre el arte y al belleza. Venga, dejo descansar a Fleetwood Mac, que voy a acabar desgastando “Gipsy”. Ese solo de guitarra hacia el final. ¡Ay ese solo! Mientras escucho los acordes, escucha que ahora vienen, es cuando se inflama mi prosa. Momento de poner el punto final. En crescendo emocional, como los films de Cameron Crowe.
Posdata
Ayer tarde, justo antes de salir de la biblioteca pública, solicité en préstamo la biografía “Salinger” de David Shields y Shane Salerno (Editorial Seix-Barral, 2014). No he tenido que esperar mucho para enterarme. Lo leo en la página 24. Transcribo: “Salinger le contó a Will Burnett, su profesor de escritura en la Universidad de Columbia y redactor jefe de la revista Story, que el día D llevaba encima seis capítulos de El guardián entre el centeno, que necesitaba llevar encima aquellas páginas no solamente como amuleto para ayudarle a sobrevivir, sino como razón misma para sobrevivir”. Vamos, que tenía yo razón después de todo. La mejor anécdota de todo el asunto sobre Oona y Salinger y Beigbeder se la deja en el tintero. Y ni siquiera tendría que habérsela inventado, como hace prácticamente con el resto de su novela. Que a lo mejor se trata de eso, de que piensa que su inventiva corrige la realidad, que Ava Gardner habría sido más guapa si él la hubiera besado. O soy yo, que soy muy obtuso, que todo podría ser, o por el contrario es cierto que con su relato Beigbeder trata de inducirnos a creer que la génesis de la novela de Salinger es muy posterior al final de la guerra. Creo recordar que habla de un lapso de tiempo superior a la década entre ambas fechas.
Pero aun hay más… Espera que apago “Gipsy”, que no quiero que se me suavice el tono… Casi a renglón seguido, en la página 25 del libro, leo: “A Salinger lo asignaron al 12.º Regimiento de Infantería, Yo pensaba que él había desembarcado con su regimiento a las 10:30, casi cuatro horas después de la Hora H. Pero el texto oficial de la History of the Counter Intelligence Corps afirma que «el Cuarto Destacamento del CIC bajó con al 4.ª División de Infantería en su asalto a Playa Utah a las 6:45». Esto quiere decir que el destacamento del CIC de Salinger bajó a tierra aquella hora con el 8.º Regimiento, que hizo de punta de lanza del desembarco de la 4.ª División”. Y ahora espera, que no quiero dejarle toda la responsabilidad otra vez a mi memoria. Beigbeder escribe lo siguiente en el capítulo: “Por suerte, Jerry [Jerry es Jerome, la J de la primera inicial de Salinger. No te digo que encima el muy cabrito va y le tutea a lo largo de toda la novela] no estaba en primera línea. Tras cruzar el screen smoke (una cortina de fumígenos generada por el ejército estadounidense para esconder sus barcos), empezó a pasar por encima de los cuerpos de los primeros mártires, unos cadáveres ya abotargados entre dos olas. El secreto de un desembarco consiste en no desembarcar primero”. ¿Se puede ser más hijoputa? Vale que si eres francés es bastante más fácil, pero asombra tanto cuajo y tanta mala baba. Que diréis que a lo mejor es que no ha leído la antes referida biografía. Pues mucho lo dudo. Algo me dice que el párrafo que acabo de extractar se inspira en la siguiente impactante frase que también puede leerse en la biografía y que un marinero atribuye a un oficial de mando el día previo al del desembarco: “No os preocupéis si a los de la primera oleada os matan a todos. Nosotros nos limitaremos a pasar pro encima de vuestros cuerpos con más y más hombres”. No va y presume Fréderic de haberse documentado en profundidad, de haber visto incluso con hijo crítico “Conociendo a Forrester”, la película dirigida por Gus van Sant en la que Sean Conery encarna a un sosias de Salinger. “Muy buena elección de casting”, nos dice. “El actor escocés, alto y desgarbado, da muy bien físico de Jerry”, añade locuaz. Venga, pongo Gipsy otra vez y cuando llegue el solo de guitarra y se me inflame la prosa quemo la novela. Ah, no, espera, que tengo que devolverla a la biblioteca. Mecachis.
Retorno al Prado (16) - El Prado en el exilio (7) – El Camerino de Alabastro (1) - "El Festín de los dioses" de Giovanni Bellini
Retorno al Prado (16) - El Prado en el exilio (7) – El Camerino de Alabastro (1) - "El Festín de los dioses" de Giovanni Bellini
El Camerino de Alabastro es uno de esos topónimos que al escucharlos prenden en los oídos e inflaman la imaginación, antes incluso de saber de qué se trata, de recabar los primeros datos sobre su fantástica génesis y la razón de su existencia. Su crepitante denominación obedece a los relieves que decoraban sus paredes desde casi el mismo momento de su creación, de que se tomara la decisión de convertirla en un gabinete de arte. Esculturas de temas mitológicos realizadas por el escultor del renacimiento veneciano Antonio Lombardo y que hoy custodia en su práctica totalidad, hasta un total de 28, el Museo del Hermitage de San Petersburgo, aumentando más si cabe la sorprendente dispersión del conjunto de obras maestras del arte que adornaban la mítica estancia y que una vez formaron parte de un mismo todo que se suponía indivisible, frases de un mismo discurso artístico, moral y filosófico.
El germen del Camerino de Alabastro muy probablemente residiese en el deseo de Alfonso I de Este, duque de Ferrara, de emular a su hermana Isabel de Este, que había sabido dotar a la corte de Mantua de un notable contenido artístico. Tenía fama Alfonso I de ser un hombre tosco y violento, quizás por andar siempre liado en campañas militares, por ser aficionado a encerrarse en su taller para armar cachivaches y ser un experto metalúrgico, ducho en la construcción de cañones. Era el signo de los tiempos en la Italia de la época, donde el señor de cada reducto feudal, si no ambicionaba el dominio del vecino debía al menos prevenirse contra los deseos predatorios de éste, cuando no ambas cosas a la vez. Y la artillería era altamente disuasoria para los adversarios con malas intenciones. Tiziano le retrata cuando ya era uno de sus principales clientes, y lo hace marcando los rasgos psicológicos que acabamos de mencionar: Mirada fiera, con una mano en el pomo de la espada y la otra apoyada en la boca de una bombarda. Juan Antonio Gaya Nuño incluye el lienzo en su catálogo de “Pintura europea perdida por España”, donde indica que se trata de una obra datable hacia 1523-25; Que de su valía daba prueba el haber sido vista y admirada por Miguel Ángel hacia 1529, cuando visitó el ducado de Ferrera; Que el propio retratado se la regaló al emperador Carlos V utilizando como intermediario para la gestión al embajador Cobos, llegando a España en 1533. Consta su presencia en el Alcázar de Madrid al menos hasta 1686, por aparecer en los sucesivos inventarios de pinturas del palacio realizados ese año y 20 años antes. A partir de la última de las fechas se pierde su rastro documental. Gaya Nuño indica en la ficha dedicada al cuadro que volvió a reaparecer en 1927 en la colección de la Condesa de Dijón, momento en que es adquirido a su dueña por el Metropolitan Museum de Nueva York. Ya me estaba pensando seriamente incluirlo en esta serie de “El Prado en el exilio”. Parecía un buen candidato. Sin embargo, estudios realizados con posterioridad a la edición del libro de Gaya Nuño han establecido que el cuadro de Nueva York es una copia de un autor flamenco desconocido, no el original de Tiziano, que muy probablemente se perdiera en el incendio del Alcázar de Madrid ocurrido en 1634. El propio Gaya Nuño da la pista correcta para establecer la identidad del autor del cuadro neoyorquino al indicar que durante su estancia madrileña el original de Tiziano fue copiado por Rubens.
“Retrato de Alfonso I de Este” de Pedro Pablo Rubens
(copia de Tiziano Vecellio)
(Metropolitan Museum de Nueva York)
Isabel de Este contaba en su palacio ducal de Mantua, el Castillo San Giorgio, con un estudiolo, una estancia llena de tesoros artísticos. Un estudiolo era un espacio de acceso restringido, solo al alcance de unos pocos, pensado para favorecer la introspección y la meditación sobre los grandes temas al amparo de la soledad o de una compañía exigua pero selecta, al tiempo que ofrecía a esos pocos escogidos que podían franquear sus puertas y acceder al sancta sanctorum señorial una imagen intelectual del anfitrión, en este caso anfitriona. Gran mecenas de las artes, Isabel fue protectora, entre otros artistas, de Andrea Mantegna, Rafael Sanzio y Giulio Romano. Trato de incluir en su séquito al propio Leonardo da Vinci, al que encargo un retrato que nunca progresó más allá de un dibujo preparatorio, y que hoy puede admirarse en el Museo del Louvre. El elenco de autores que estaban representados en su estudiolo impresiona ya a media lista y apabulla cuando se completa. En el destacan el ya mencionado Andrea Mantegna, así como Perugino y Corregio. Boticelli y el elusivo Da Vinci fueron tentados también, pero su participación nunca llegó a materializarse.
Dibujo preparatorio para un retrato de Isabel de Este,
por Leonardo Da Vinci (Museo del Louvre)
Pero su hermana no solo sirvió a Alfonso como inspiración, también supuso un gran apoyo logístico, pues fueron muchas las sugerencias que recibió de ella y de los intelectuales que nutrían su séquito. Como Baltasar de Castiglione, a cuyo modelo de ciudadano, esbozado en su obra “El cortesano”, quería parecerse Alfonso I de Este. O Mario Equicola, auténtica alma mater del Camerino de Alabastro, su principal guionista, por así decir.
El Camerino de Alabastro era una de las estancias de la galería conocida como Vía Coperta, que en su traducción literal significa camino cubierto, y que unía la antigua fortaleza ferraresa de la familia Este, también conocida como Castillo de San Michelle, con un palacio adyacente, y que hoy constituye el Palazzo Municipale. La familia Este tuvo su origen en la ciudad de la que tomo prestado el nombre, situada al suroeste de Padua. Se asentó en Ferrara en el siglo XIII. En el siglo XV, los hermanos Lionello y Borso de Este, ambos duques de Ferrara en su momento, sucediendo el segundo al primero, dieron un gran esplendor a la corte ducal, ejerciendo el mecenazgo de algunos de los grandes pintores del momento, como Pietro de la Francesca y Rogier van der Weyden. Será el hijo y sucesor de Borso y el padre y predecesor de Alfonso, Hércules de Este, quien construya la Vía Coperta, para que conformen sus estancias privadas.
En puridad, el estudiolo que nos ocupa era en realidad el segundo camerino de alabastro, pues existía uno anterior, también decorado con obras de Antonio Lombardo. En la Vía Coperta Alfonso I de Este exhibía su abundante colección de arte, plagada de obras de cerámica, piezas arqueológicas, pinturas, y hasta ingenios científicos. Para el Camerino de Alabastro, Alfonso I de Este tenía pensado crear una serie de pinturas de tema mitológico en un intento de emular el arte de la pintura en la época clásica, esto es, en los tiempos de griegos y romanos. La elección de los temas se basó en dos vías distintas, aunque solapadas. Por un lado, textos de poetas clásicos, como Cátulo y Ovidio. Por otro, descripciones de pinturas clásicas realizadas por escritores contemporáneos de las obras artísticas, como es el caso de Filostrato El Viejo. Cómo no se tenía conocimiento de la existencia de obras pictóricas que hubiesen sobrevivido a los avatares del tiempo, el escaso conocimiento que se tenía entonces, y aun ahora, de la pintura grecorromana, estaba basada en las no muy abundantes descripciones literarias, generalmente poco concretas, de algunos autores clásicos. Son las conocidas como écfrasis. El duque tenía además intención de abrir el abanico de autores lo máximo posible en cuanto a nombres y escuelas diferentes aunque, como ya veremos, este deseo se vio finalmente truncado. Los pintores en un principio seleccionados fueron el veneciano Giovanni Bellini, el florentino Fray Bartolomeo, el romano Rafael Sanzio, el ferrarés Dosso Dossi, perteneciente a su propia corte, y Peregrino de san Daniele, todos ellos en la cumbre de sus respectivas carreras. Al primero ni siquiera hubo de hacerle encargo alguno, pues ya contaba en su colección con una obra suya que se ajustaba al proyecto expositivo pensado para el camerino: “El festín de los dioses”, una obra que suele fecharse en 1514, una de las últimas de su autor, y cuya narrativa se basaba en pasajes de los poemas “Fastos” y “Metamorfosis” de Ovidio. A Fray Bartolomeo le encargó una “Ofrenda a Venus”, que debía de basarse en la écfrasis “Imágenes”, de Filostrato el Viejo. A Rafael Sanzio le propuso una obra que ilustrase el triunfo de Baco en su campaña de conquista de la India. Finalmente, a Dosso Dossi y Peregrino de san Daniele les encargó sendas bacanales, esto es, fiestas dedicadas al dios Baco, personaje que constituía el eje de giro de todo el conjunto.
Ese era en líneas generales el plan inicial del proyecto pictórico para la decoración del Camerino de Alabastro en el momento de su concepción a principios de 1517. Pero el hombre propone y Dios dispone, incluso si uno es duque, esto es, el hombre más importante del burgo y la campiña adyacente. Apenas unos meses después de empezar a rodar todo el asunto, Fray Bartolomeo moría a la no muy excesiva edad de 45 años. Dejó al menos un dibujo preparatorio, que uno de sus discípulos trasladó al lienzo, aunque el resultado no fue del agrado del duque. Otro tanto ocurrió con Rafael Sanzio, que moría repentinamente en 1520, sin siquiera dejar vestigios de su trabajo en su caso, si es que llegó a comenzarlo.
Algo más de un año después de iniciarse, en 1518, Tiziano Vecellio irrumpe con fuerza en la ejecución del proyecto pictórico del Camerino de Alabastro que parecía haberse estancado. La razón es fácil de explicar. Ya había realizado trabajos para la familia Este, a satisfacción de sus clientes, y, además, se trataba de un alumno aventajado del propio Giovanni Bellini, cuyo grado de maestría y fama empezaban a superar a los de su maestro, a pesar de su juventud. Alfonso de Este acepta que Tiziano se haga cargo del cometido de Fra Bartolomeo y tan solo un año después recibe una “Ofrenda a Venus” cuyo alcance parece incluso superar las expectativas depositadas en el pintor al que sustituye. Así, tras la muerte de Rafael Sanzio se hace cargo también de su cometido, finalizando el tercer cuadro de la serie, titulado “Baco y Ariadna”, en 1522. Completamente dueño ya de la serie, en 1526 la completa con el mejor cuadro de toda ella: “La bacanal de los andrios”. No contento con esto retoca el cuadro de su maestro Giovanni Bellini para homogeneizar la obra dentro del conjunto e introducir algunos elementos que la expliquen mejor dentro del proyecto global.
Hay quien ve en “El festín de los dioses” una celebración de los segundos esponsales de Alfonso I de Este. Nada menos que con la celebérrima Lucrecia Borgia. Propuesta que vendría corroborada por los supuestos retratos de los dos contrayentes, que serían los dos personajes sentados en el suelo en el centro del grupo: el personaje con túnica verde caracterizado como el dios Poseidón -al que puede identificarse por tener junto a sí el tridente del rey de los océanos-, y que sería un retrato del propio Alfonso I de Este, así como la mujer situada a su izquierda, vestida con una túnica rosa, caracterizada como la diosa Perséfone -a la que puede identificarse por portar en su mano derecha una granada-, y que sería un retrato más o menos idealizado de Lucrecia Borgia.
“El festín de los dioses” (detalle: Alfonso de Este y Lucrecia Borgia) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
Si se observan los retratos identificados que aún se conservan de la hija del papa Alejandro VI, si puede apreciarse cierto parecido entre el personaje de Perséfone del festín y la idea que nos ha legado el arte acerca de cómo era el rostro de Lucrecia, en especial en la forma del óvalo facial y la geometría de la barbilla, muy redondeada, poco conspicua, con una atisbo de papada incluso. Así, la Lucrecia retratada por el pintor veneciano Bartolomeo Veneto en el óleo que se conserva en el Städel Museum de Frankfurt, tiene la misma barbilla que la mujer de rosa pintada por Bellini en su bacanal olímpica. Se trata de un retrato realmente atrevido, que hace honor a la fama literaria del personaje. Su atuendo marcaría tendencia en las pasarelas de la moda actuales, donde hacen furor las transparencias y los senos que emergen de las profundidades de la tela hasta la superficie de nuestra mirada indiscreta.
Posible Lucrecia Borgia de Bartolomeo Veneto (Städel Museum, Frankfurt)
“El festín de los dioses” de Giovanni Bellini ilustra un pasaje concreto del poema “Fastos” de Publio Ovidio Nasón, poeta romano del siglo I después de Cristo. La obra es un compendio de las distintas fiestas que el pueblo romano celebraba a lo largo del año, explicando de cada una de ellas su origen, razón de su nombre, significado y principales características, alternando esta información con documentación varia sobre otros temas: Historia de Roma, usos y costumbres, anecdotario mitológico y miscelánea de Astronomía, aunque sobre este último asunto andaba algo pez. Eso opina Bartolomé Segura Ramos, el traductor de la edición de la obra de la Editorial Gredos en la que me he apoyado. Y debe ser así porque dato que da Ovidio sobre la salida de un astro al firmamento nocturno, dato que desmiente el profesor Segura Ramos.
Ovidio tenía en mente escribir un libro para cada uno de los meses del año, pero su plan se frustró al ser desterrado en el año 8 después de Cristo por el emperador Octavio Augusto a los confines del imperio. Llevaba escritos seis libros, de enero a junio, cuando fue repudiado por el emperador por causas que han constituido desde entonces un gran misterio. Aunque es fácil entender que la desvergüenza del poeta, su estilo procaz y deslenguado, debía de serle ingrato a Augusto, un defensor a ultranza de la moral y la vida familiar. Se dice, aunque es una teoría novelera, que en la razón del destierro estuvo involucrada la hija del emperador, Julia la Mayor. Mujer lasciva de vida licenciosa, también acabaría siendo desterrada, en su caso a Pandataria, una minúscula isla del Mar Egeo cuya extensión apenas alcanza los 1,75 metros cuadrados. Allí vivía en condiciones espartanas -nada de vino, había ordenado su padre- y sin la posibilidad de ser visitada por nadie. ¿Qué había motivado el destierro de ambos? ¿Había llegado a intimar Ovidio con Julia? ¿Se mezclaban las cuestiones de alcoba con asuntos de política? ¿Conocía tal vez Ovidio secretos desvelados por Julia que debían de ser enterrados a toda costa? Dedicarse a la literatura no es precisamente la mejor garantía de aceptar mansamente el silencio. Más si se tiene fama de díscolo y lenguaraz. Pero, pensemos un poco, si de forma tan cruel podía llegar a comportarse Augusto con su propia hija, y todo por su extremo puritanismo, casi se entiende el destierro de Ovidio con solo leer sus textos, sin necesidad de acudir a explicaciones exóticas. Augusto había promulgado una ley específica en contra del adulterio, la Lex Iulia de adulteris coercendis, un delito, según esta ley, del que Ovidio era un ferviente defensor. Dos de sus primeras obras, “Amores” y “Arte de amar”, son en cierta medida manuales para cometerlo con el mejor de los provechos. Tiene guasa que Augusto pusiese a la Ley el nombre de su propia hija.
Recluido en la rústica Tomos, una ciudad de la costa del Mar Negro, la actual Costanza en Rumanía, Ovidio dejó de tener acceso a bibliotecas, que imagino fundamentales para sus obras, en especial para “Fastos”. Seis libros de la obra llevaba escritos cuando fue repudiado y ya no hubo más progresos. Nunca llegó a acometer el libro séptimo. Ninguna de las misivas con súplicas para el perdón hicieron melló en la férrea voluntad de Augusto. Su nieta, Julia la Menor, quien había heredado el “carácter” de su madre, sería la siguiente víctima de su celo moral. También ella tuvo que tomar rumbo a Pandataria. El haber sido relegado -que no desterrado, porque no se le llegaron a confiscar sus bienes, aunque su familia no pudiera seguirle- a una ciudad habitada, por mucho que fuera en la frontera de la civilización, con los bárbaros acechando al otro lado de las empalizadas, casi parece un castigo liviano si lo comparamos con el de ambas Julias. Allí Ovidio pudo seguir ejerciendo la escritura, eso sí, con tintes mucho menos alegres que sus obras precedentes. “Tristezas” y “Cartas desde el Mar Negro” serían sus principales obras en aquellos años, en las que exponía y reiteraba machaconamente sus penas de exiliado. Hasta escribió un tratado sobre los bárbaros que poblaban aquellos parajes, los getas. Y siguió porfiando para que le fuera conmutada la pena. Sin suerte. Tampoco el sucesor de Augusto, Tiberio, tuvo a bien perdonarlo. Añadiré un dato más, solo por el placer de alimentar la teoría de la conspiración en el lector y, quizá, inducirlo a leer sobre el tema: Tiberio había estado casado con Julia. Pero, seamos justos, este matrimonio le fue impuesto por su predecesor con el objetivo de unir a la familia -Tiberio era hijo de la esposa de Augusto, Livia, una harpía de manual, con la que se casó estando ella embarazada de un marido al que probablemente diera matarile-. El único amor de Tiberio fue su primera esposa: Vipsania. Que le obligaran a divorciarse de ella para casarse con la alegre Julia le convirtió a la larga en uno de los amargados egregios de la historia. Cualquiera que haya leído “Yo, Claudio”, de Robert Graves, o visto su adaptación televisiva, una de las perlas más brillantes en la historia de la BBC, lo sabe.
El pasaje de “Fastos” que nos interesa corresponde a un epígrafe del Libro I, es decir, del mes de enero, denominado “Víctimas”. En el Ovidio repasa diferentes tipos de animales que son sacrificados en fiestas, y tras varios ejemplos, explica por qué se sacrifica un asno en las festividades dedicadas en honor a Príapo, y por qué tal acción es del agrado del dios. El pasaje en cuestión es el que se extracta a continuación:
“[...] También se sacrifica un asnillo para el envarado guardián del campo; el motivo desde luego da pudor, pero con todo es apropiado al dios. Grecia celebraba las fiestas de Baco, el que lleva los pámpanos, que cada tres inviernos vuelven en la época acostumbrada. A las mismas vinieron también los dioses que adornan a Lieo, y quienquiera que no fuese ajeno a las chanzas: los Panes y los jóvenes Sátiros, proclives a Venus, y las diosas que habitan los ríos y los campos solitarios. Llegó también el viejo Sileno en su asno de lomo hundido y aquel colorado que espanta con su miembro a los pájaros asustadizos. Todos ellos hallaron un bosque adecuado para el dulce festín y se acomodaron en asientos, vestidos de muelle hierba. Líber repartía el vino, cada cual se había traído su corona, un arroyo suministraba abundante agua para mezclar. Presentes estaban las Náyades; unas, con el pelo suelto sin hacer uso del peine, otras, con el pelo arreglado por las manos y por el arte. Ésta sirve con la túnica recogida por encima de las pantorrillas, la otra con escote en el pecho por no haberse cosido los pliegues. Ésta deja fuera el hombro, aquélla lleva su vestido rozagante por las hierbas; ningún lazo embaraza sus tiernos pies. De un lado, las unas provocan amables volcanes en los sátiros, las otras en ti, el que llevas las sienes ceñidas de pino. A ti también, Sileno, de pasión inextinguible, te abrasan: tu lujuria es la que no te deja ser viejo. Por su parte el colorado Príapo, ornato y tutela de los jardines, de todas ellas, se había dejado cautivar por Lótida: ésta ansía, a ésta desea, por ella solo suspira y le hace señales con la cabeza y la requiere con signos. Las guapas son desdeñosas y la arrogancia acompaña a la belleza: después de reírse de él le lanza miradas de desprecio. Era de noche, y como el vino provoca el sueño, todos estaban echados en distintos lugares, vencidos por la modorra. Lotis, cansada como estaba de brincar, se echó a descansar muy lejos en el suelo herboso, debajo de las ramas de un arce. Se levanta su enamorado y conteniendo el aliento dirige sus pasos furtivos y silenciosos, caminando de puntillas. Cuando llegó al lecho apartado de la nívea ninfa, se cuida de que no suene el aliento mismo de su propia respiración. Y ya se balanceaba sobre sus pies en la hierba limítrofe, pero ella era presa de un sueño profundo. Experimenta el goce y quitándole la saya de las piernas, se encamina a lograr sus deseos por camino bienaventurado. He aquí que el asnillo, porteador de Sileno, se puso a lanzar intempestivos rebuznos de su ronca boca. La ninfa se levanta asustada y aparta a Príapo con las manos, y al huir despierta a todo el bosque. Y el dios, excesivamente preparado también con sus partes obscenas, era la risa de todos a la luz de la Luna. El causante del griterío pagó su castigo con la muerte, y ésta es la víctima grata para el dios del Helesponto [...]”.
Resolvamos las dudas que ofrece el texto:
El envarado guardián del campo es Príapo, dios menor que encarnaba la fertilidad de la naturaleza, su capacidad regeneradora, y que era protector de los animales de granja, incluyendo las abejas, así como de los productos de huerta. Cuando Ovidio dice envarado quiere decir empalmado. Tal cual. Príapo era nominalmente hijo de Dioniso y Afrodita. Ésta última habría cedido al acoso sentimental del dios del vino pero, despechada por haberse visto abandonada por él durante su expedición para la conquista de la India, le habría sido infiel con Adonis, su favorito, quien sería su verdadero padre según algunas versiones del mito. Recordemos que Venus era una mujer casada, concretamente con Vulcano, así que se habría tratado de una infidelidad dentro de otra, al modo de las muñecas rusas. Tras el retorno triunfal de Dioniso volvió en un principio con él, pero al poco tiempo le abandonó de nuevo, yendo a parir al hijo de ambos a Lampsaco. Hera, decepcionada con el comportamiento errático y caprichoso de su hija, la castigo con la ignominia de alumbrar un hijo monstruoso y grotesco. Siendo ella como era la más hermosa de las diosas, la personificación de la belleza y la elegancia, no se nos ocurre peor castigo. En efecto, Príapo nació con unos genitales desmesurados y con la particularidad de que su falo estaba siempre inhiesto. Por esa razón se denomina priapismo al mal que consiste en una perpetua erección, que quien la padece no es capaz de relajar. Tampoco es que Príapo lo procurara en exceso.
Leio es uno de los nombres de Príapo. Los dioses que adornan a Leio, aquí en su calidad de guardián del campo, serían aquellos relacionados con la naturaleza, ninfas, silenos y sátiros.
Ovidio utiliza el plural de Pan, Panes, y probablemente se refiera a los faunos, seres mitad hombres mitad machos cabríos, parecidos a los sátiros, porque Pan es un dios concreto no un tipo de divinidad. Fauno era un dios de la mitología local italiana, que se identificó con Pan dada la similitud física, aunque su importancia en la narrativa mitológica romana es mucho mayor que la de su equivalente griego en la helena.
Líber es otro nombre que a veces se da al dios Baco, es decir, a Dioniso. Era hijo de Zeus y de Semele, princesa de Tebas. Semele era hija del rey Cadmo y de Harmonía, a su vez hija de Zeus en algunas versiones del mito, habiendo heredado una singular belleza suponemos que de su madre, que captó la atención del rey del Olimpo. Así, a bote pronto, no recuerdo que Zeus tuviera amoríos con ninguna de sus hijas, pero parece ser que no tenía remilgos en saltarse una generación y procrear con sus nietas. El flirt de Zeus con la princesa tebana despertó los celos de Hera, cuyos cuernos ya sabemos que fueron la fuerza motriz de buena parte de la mitología grecorromana. Para vengarse de Semele -los castigos eran siempre para ellas y su descendencia, nunca para el verdadero culpable, esto es, su marido- se hizo pasar por una de las nodrizas de palacio, se le acercó zalamera y conciliadora y tras entablar conversación, más bien cotilleo, le hizo dudar de que el niño que llevaba en las entrañas fuera el hijo de un dios. Le incitó a exigir a Zeus pruebas de su carácter divino. Le dijo además, fingiendo picardía donde solo había mala baba, que fornicar con él cuando estaba en su manifestación divina, con todo su aparato, procuraba a la mujer mucho mayor placer que cuando estaba en su encarnación humana. Con el fin de poder eliminar las dudas de Semele y, de paso, satisfacer su curiosidad y apetito sexual, Zeus se le apareció en forma de rayos y relámpagos, todo esplendor y ardor carnal, pero con tal mala suerte o falta de cálculo que abrasó a la muchacha durante el coito, convirtiéndola en una bola incandescente de fuego que al apagarse se transformó en un montón de cenizas. Ante tal desastre y, con la intención de salvar de todo aquello lo máximo posible, extrajo del vientre de Semele aun humeante el feto de su hijo y lo prendió en uno de sus muslos para que se alimentase de su propia esencia. Hizo las veces de incubadora. Por eso la mitología se refiere en muchas ocasiones a Dioniso como el nacido dos veces. En el momento que juzgó pertinente el alumbramiento, cuando el feto estuvo ya completamente formado, lo desprendió de su cuerpo. Pero el miedo a Hera, y es comprensible que lo tuviera, le impidió atreverse a criarlo el mismo. Se lo confió a Hermes -Mercurio para los romanos-, otro de sus hijos, también presente en la foto del banquete de boda, para que lo condujese al legendario país de Nisa, situado en Caria, en la actual Turquía, y lo pusiese bajo la custodia de las ninfas que allí moraban, oculto a los ojos de Hera en una recóndita gruta, cuyas paredes estaban cubiertas de parras. Allí vivió Baco una infancia feliz en compañía solo de las ninfas, faunos y sátiros del bosque, que moldearon en él un carácter despreocupado y propenso a búsqueda siempre el lado lúdico de la vida. Un día recogió dos racimos de uvas de las paredes de la gruta, una con cada mano, y los exprimió apretando los puños, recogiendo el jugo que escurría entre sus dedos en una copa. Cuando bebió el zumo rojizo sintió una placentera embriaguez y como aumentaba su potencia divina. Tan feliz descubrimiento consideró que debía de ser compartido con los hombres. Y a esta empresa dedicó el resto de su existencia, recorriendo el mundo al frente de un ejército de ninfas, sátiros y faunos, siempre de juerga y en perpetuo avance, como una fuerza conquistadora imparable pero no beligerante.
“Júpiter y Semele” de Sebastiano Ricci (Galeria degli Uffizi, Florencia)
Las Náyades eran las ninfas relacionadas con el agua, como arroyos, ríos y lagos, en contraposición con otros tipos de diosas locales, como las Hamadríadas, que eran las ninfas de los bosques, o las Oréadas, que eran las ninfas de las montañas. En todo caso, nunca existió una clasificación medianamente aceptable de los tipos de ninfas mencionadas en la mitología. En este asunto todo el monte era orégano y las imprecisiones estaban a la orden del día.
El que lleva las sienes ceñidas de pino no es otro que el dios Pan. Se solía atribuir su paternidad a Hermes, que lo habría concebido junto con Dríope, la hija de un héroe tracio de nombre desconocido. Cuando su madre lo dio a luz, con patas de macho cabrío, cuernos y vello en la cara, es normal que se espantase y no quisiese saber nada de él. Sin embargo, Hermes estaba encantado con su retoño, y se lo llevó al Olimpo envuelto en pieles de liebres montaraces para mostrárselo al resto de los dioses mayores.
Pan compartía con los sátiros su afición al sexo, no tanto al vino. Se dedicaba incansable a perseguir a cuantas ninfas se cruzaban con él en la campiña. La mayor parte de las historias relacionadas con él se refieren a sus desengaños amorosos, porque tuvo escasa fortuna en esas lides. La historia más conocida a ese respecto es la que le une a la ninfa Siringue, una hemadríade, es decir, una ninfa de los bosques. Pan se enamoró de ella y también le fue esquiva, aunque en este caso no se trataba tanto de él como de las ideas que tenía la ninfa, que había hecho voto de castidad para vivir como una cazadora virgen, al modo de Artemis. Un día Pan la persiguió con denuedo hasta lograr acorralarla en la ribera del Ladón, un río del mítico territorio de la Arcadia. Viéndose acorralada la ninfa pidió socorro a la náyade local, que atendió su súplica y la transformó en un haz de cañas fluviales. La metamorfosis logró despistar a Pan, que se quedó silencioso en la orilla. En eso que el viento sopló filtrándose entre las cañas, causando un sonido muy agradable que emocionó a Pan y le inspiró la creación de un nuevo tipo de instrumento, la flauta de pan o siringa, que fabricó cortando las cañas en trozos de diferente longitud y uniéndolos entre sí.
Pan está asociado también con los pinos como divinidad que era de las colinas boscosas elevadas y se decía que le gustaba coronarse con guirnaldas de pino, de ahí la referencia de Ovidio. Un día se enamoró de la ninfa Pitis (que significa pino en griego), que también le fue esquiva. Tras perseguirla por una zona accidentada la muchacha acabó despeñándose por un barranco y convirtiéndose en el primer pino.
Lotis era una ninfa, probablemente una náyede, de filación desconocida, que fue sacada del total anonimato por Ovidio al mencionarla en dos de sus obras: “Metamorfosis” y “Fastos”. Su único papel dentro de la mitología es la de ser una fugitiva de los amores de Príapo, cuyo acoso sexual trata de eludir hasta las últimas consecuencias.
En la ausencia del padre verdadero, aunque tampoco es que veamos a Zeus cambiando pañales, Sileno se convirtió en una especie de padre adoptivo para Dioniso, en un tutor al menos.
El culto a Príapo había nacido en las orillas del Mar Negro, extendiéndose luego a toda Grecia. Él es, por tanto, el dios del Helesponto.
Resumiendo: El bueno de Príapo se había enamorado de la ninfa Lotis. La perseguía sin descanso tratando de hacerla suya, pero siempre era rechazado por ella. Un día, durante una fiesta que tenía reunidos a parte de la plana mayor del Olimpo, se aprovechó de la embriaguez del objeto de su deseo, que dormitaba tumbada en el suelo cuan larga era, con la cabeza apoyada en la base del tronco de un árbol, un arce nos dice Ovidio, para tratar de violarla. Refinamientos pocos en estas historias mitológicas. Dícese que el burro de Sileno, uno de los asistentes a la francachela, tuvo el don de la oportunidad, y lanzó un sonoro rebuzno en ese mismo momento, sobresaltando a Lotis, que se despertó de golpe, se hizo cargo instantáneamente de la situación y del peligro que se le avecinaba, se levantó del suelo y, tras propinar un sonoro sopapo a su agresor sexual, puso pies en polvorosa. El que más y el que menos del resto de la comandita, a la que podemos ver en el cuadro de Bellini, acabó por desperezarse de los sopores del vino a cuya ingesta llevaban dedicando toda la tarde, bien por el rebuzno del asno, bien con la cachetada en la mejilla de Príapo, dedicándose a partir de entonces todos ellos a hacer chanzas al burlador burlado. Desde entonces Príapo manifestó un odio atroz por los burros, razón por la cual le era grato que le fuesen sacrificados el día de su celebración. Lotis, por su parte, llegó un momento en que no pudo aguantar más el asedio de Príapo.
“El festín de los dioses” (detalle: Príapo acecha a Lotis) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
En algunos textos he leído que el cuadro de Bellini retrata directamente la festividad de Príapo. Pero con esta interpretación se incurre en una paradoja: El asno delator y el asno sacrificial serían el mismo, lo cual es un contradiós. Además, no creo yo que Sileno estuviera dispuesto a volver a casa caminando. Más bien diríamos, por tener más lógica, que la fiesta que se representa en el cuadro es en honor a algún otro dios del panteón romano y que, durante ella, tendría lugar el suceso de marras que procuraría, ya para posteriores fechas, una víctima propiciatoria en las festividades en honor a Príapo.
Por otro lado, como ya hemos dicho, hay quien ve en este cuadro una conmemoración de la boda de Alfonso I de Este y Lucrecia Borgia. Se trataría de algo así como de una fotografía de grupo con los invitados al banquete nupcial, todos ellos disfrazados de dioses. Éstos son fácilmente identificables en casi todos los casos, pues Bellini estuvo atento a la iconografía y deja detalles que permiten reconocerlos. En el centro, sentado en una fila intermedia hay un tipo que bebe absorto, con la mirada extraviada en el infinito, con dos detalles que permiten identificarle con Zeus -Júpiter para los romanos-: La corona de laurel que porta en su cabeza y, más claro aun, el águila que hay posada a su lado. Inicio el recorrido por él porque Zeus pasa por ser el padre de media humanidad y media divinidad, habiendo engendrado la mayoría de sus vástagos, para mayor proeza, con madres diferentes.
“El festín de los dioses” (detalle: Zeus junto al águila que lo simboliza) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
Sigamos. A la izquierda del grupo hay un niño que llena una jarra con vino valiéndose del chorro que surge de una barrica. Ya lo dice Ovidio: “Líber repartía el vino”. Lleva en la cabeza a modo de corona una guirnalda hecha con hojas de parra. Se trata de una representación infantil de Dioniso. Es el personaje capital en la serie pictórica del Camerino de Alabastro.
“El festín de los dioses” (detalle: Dioniso rellenando una jarra) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
El jefe de todos los sátiros, Sileno, es el personaje situado a la derecha del asno, con una mano descansando sobre el lomo del animal, que va a convertirse en uno de los protagonistas de la historia narrada por Bellini, es decir, por Ovidio.
“El festín de los dioses” (detalle: Sileno y su burro) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
También podemos ver a Hermes -Mercurio para los romanos-, sentado en primer plano, a la izquierda de la imagen, entre Dioniso, su medio hermano, y Zeus. Es claramente identificable gracias a tres atributos: sus sandalias y casco alados, así como la vara de oro, el caduceo, rematado en su extremo superior con dos serpientes, enroscadas cada una en torno a la otra.
“El festín de los dioses” (detalle: Hermes portando el caduceo) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
Hermes era hijo de Zeus y de Maya, una de las siete Pléyades. Las Pléyades eran las ninfas del cortejo de Artemis, todas ellas intrépidas cazadoras, que habían pronunciado un voto de castidad, como su líder. Hijas del titán Atlas y la ninfa marina Pléyone, todas ellas eran extremadamente hermosas, por lo que eran constantemente cortejadas por dioses, semidioses y hombres, no siempre haciendo éstos gala de sus mejores modales, lo que es un eufemismo de que algunas de ellas hubieron de sufrir violaciones para que pudieran gestar un linaje de héroes. La fuerza de su padre, bajo cuya protección estaban, supuso un freno a todo esto durante un tiempo, pero cuando fue condenado a sostener eternamente sobre sus hombros el mundo en el que vivimos, quedaron totalmente desprotegidas. El cazador Orión se enamoró de todas ellas, eso sí que es avaricia, un día que las vio paseando en compañía de su madre. Se inició en ese momento una caza humana incesante que se prolongó durante un lustro, hasta que las Pléyades, exhaustas por la constante huida, suplicaron a Zeus una solución. Éste se apiadó de ellas y las transformó en estrellas, situándolas dentro del firmamento nocturno en la constelación de Tauro. Las Pléyades son un cúmulo estelar, lo que los astrónomos denominan un paritorio de estrellas, una inmensa masa de gas y polvo estelar que al colapsar genera estrellas, extremadamente jóvenes y calientes y, por tanto, muy brillantes, de coloración azul. Está claro, Astronomía y Mitología están en esto de acuerdo, que las hermanas estaban destinadas a parir de forma torrencial a pesar de que hubieran optado por la virginidad. En un alarde de justicia poética por parte del destino, fue Artemis quien vengó su suerte dando muerte por accidente a Orión. La culpabilidad la hizo solicitar a su padre que enmendase su error de alguna manera, y Zeus que en algunas ocasiones no sabemos si es demasiado tonto o demasiado listo, arrojó también a Orión hacia el cielo nocturno, donde ahora proseguirá la caza humana hasta que el Universo recule en su expansión e inicie la contracción, camino del Big Crunch, con el que algunos cosmólogos vaticinan que acabará todo.
Cúmulo estelar de las Pléyades en la constelación de Tauro
El caso es que Zeus no se privó tampoco de “catar” a las Pléyades. Para que nos hagamos una idea, fornicó con tres de ellas, lo que nos da quizá un porcentaje representativo del número de mujeres del elenco mitológico que pasaron por su tálamo. Siguiendo la tradición, Maya parió a su hijo Hermes en un lugar apartado para escapar de la ira de Hera, en una gruta situada junto al monte Cilene, en la Arcadia. El niño dio muestras de una precocidad sin límites. Al poco de nacer escapó de la cuna para recorrer el mundo. Hablamos de horas no de días. A media mañana encontró una tortuga y se fabricó una lira con su caparazón, inventando de paso el instrumento. Por la noche de ese mismo día estaba en Pieria, el chico se movía deprisa, donde estaban situados los establos del Olimpo. Agarró cincuenta terneras por el rabo y las arrastro todo lo lejos que pudo. Apolo, el encargado de su cuidado, el vaquero celestial, salió en su busca y cuando encontró a su medio hermano este le mintió descaradamente fingiendo no tener nada que ver con el robo. Hubo de interceder el padre de ambos para que el díscolo dios niño reconociese al fin su culpa. Para hacerse perdonar por Apolo le regaló la lira, mostrándole primero cual era su uso entonando una canción mientras se acompañaba con unos acordes del instrumento. A cambio recibió el caduceo de oro, que desde entonces es su distintivo.
A Hermes se le considera la personificación del viento. Rápido y veloz, las distancias no significan nada para él. Hay quien entiende la leyenda de las novillas como una forma poética de referirse a la forma en que el viento a menudo pastorea las nubes y las conduce lejos. Aunque dotado de una enorme energía y elocuencia, sin embargo, vemos a Hermes en el cuadro de Bellini tan exangüe y mudo como el resto de sus compañeros de borrachera. Los efectos devastadores de los vapores etílicos.
Como ya hemos indicado antes, inmediatamente a la derecha Hermes se encuentra Proserpina -Perséfone en la mitología romana-, otra hija de Zeus, habida esta vez de la coyunda con una de sus hermanas: Deméter -Ceres en el “santoral” romano-, que es la señora situada a la derecha de Poseidón/Alfonso de Este, identificable por la diadema de espigas que adorna su pelo, como diosa suprema de la agricultura. Zeus tuvo un affaire con ella antes de casarse con su hermana común Hera. Zeus dio su consentimiento a que Proserpina fuese raptada por su hermano Hades, el dios del inframundo, que había quedado prendado de sus encantos nada más verla. Está claro que Cupido no daba abasto en el Olimpo y parece mentira que tuviese dardos suficientes para tanto flechazo. Deméter entró en depresión al perder a su hija y para consolarla Zeus hubo de arbitrar una solución salomónica que contentase a todas las partes, permitiendo que Proserpina viviese el otoño y el invierno con su tío y el resto del año con su madre en el mundo exterior. La leyenda es la forma en que los antiguos explicaban el ciclo vegetativo de las plantas y las cosechas.
“El festín de los dioses” (detalle: Proserpina con la granada en la mano) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
“El festín de los dioses” (detalle: Deméter con la guirnalda de espigas) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
La foto familiar se completa con Apolo, al que podemos identificar por la lira que agarra en su mano izquierda, tal vez la misma, ¿por qué no?, que le regalara su hermano Hermes. Apolo era hijo de Zeus y Leto, quien también hubo de peregrinar por media Hélade hasta encontrar un lugar protegido de la mirada de Hera. Lo encontró en la isla de Delos. En el parto tuvo gemelos, siendo Artemis, la hermana de Apolo, la primera en nacer. Tan intrépida y precoz fue que ayudó a su madre a tener a su hermano, razón por la cual se la consideraba la diosa protectora de las parturientas.
“El festín de los dioses” (detalle: Apolo agarrando una lira) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
En la fiesta que representa Bellini se han reunido buena parte de la plana mayor del Olimpo. Pero a la fiesta que alude Ovidio han sido invitados solo “[…] los dioses que adornan a Lieo, y quienquiera que no fuese ajeno a las chanzas: los Panes y los jóvenes Sátiros, proclives a Venus, y las diosas que habitan los ríos y los campos solitarios. Llegó también el viejo Sileno […]”. En otras palabras, es una fiesta para dioses menores, para divinidades de la naturaleza. En otro pasaje de “Fastos”, concretamente en los epígrafes “La fiesta del pan” y “Príapo y Vesta” del libro VI, correspondientes al 9 de junio, Ovidio narra otra anécdota en la que también están involucrados Príapo y el asno de Sileno, casi idéntica a la del intento de violación de la Lotis, pero con otra víctima, que en este caso es la diosa Hestia. Presentación, nudo y desenlace parecen calcados, como si Ovidio se hubiese plagiado a sí mismo:
“La fiesta del pan.- He aquí que cuelgan las hogazas de pan en asnillos adornados con coronas, y floridas guirnaldas y recubren las ásperas muelas de molino. Antes los granjeros cocían en los hornos solo espelta (y existe también el rito de la diosa de los Hornos). El fuego del propio hogar proporcionaba al pan que habían puesto bajo la ceniza y en el suelo caliente colocaban una teja partida. Desde entonces el panadero honra el hogar y a la dueña del hogar y a la borriquilla que hace girar las muelas de pómez.
Príapo y Vesta.- ¿Dejo pasar en silencio o cuento tu desgracia, rubicundo Príapo? Se trata de un cuento breve con mucha gracia. Cíbeles, la que lleva ceñida la frente con una corona de torres, invitó a su fiesta a los dioses eternos. Invitó también a los dioses y a las ninfas, deidades del campo. Aunque nadie lo había invitado, estuvo presente Sileno. Ni tenemos permiso para ello, y sería largo describir el banquete de los dioses. Pasaron la noche en vela con vino abundante: los unos deambulaban despreocupadamente por los valles del sombrío Ida; otros estaban echados, descansando el cuerpo en la hierba blanda. Éstos jugaban, aquéllos echaban un sueño; otros ponían lazos en los brazos y golpeaban tres veces el suelo verde con rápido pie. Vesta se tumbó y tranquilamente cogió un sueño plácido, tal como estaba, con la cabeza apoyada en la hierba. Más el rojizo guardián de los jardines requebraba a diosas y a ninfas, y de un lado a otro llevaba sus pies vagabundos. Vio también a Vesta; es dudoso si se creyó que era una ninfa o sabía que era Vesta, pero él desde luego afirmó que no lo sabía. Concibió una sucia esperanza y probó a cercársele furtivamente, e iba con cautelosos pasos y el corazón brincándole. Por casualidad el viejo Sileno había dejado el borriquillo en que había hecho el viaje a orillas de un río de suave murmullo. Iba a lanzarse el dios del largo Helesponto, cuando el asno rebuznó con intempestivo ruido. La diosa se levantó, asustada por la ronca voz; todo el grupo acudió volando; él escapó de las manos de los hostiles. Lámpsaco acostumbraba a sacrificar este animal a Príapo, diciendo: «Entrego a las llamas las entrañas del asno delator». Dicho animal lo adornas tú, diosa, con hogazas de pan a manera de collares en el cuello, en recuerdo del suceso. El trabajo termina; las muelas están vacías y sin ruido”.
Durante la fiesta de Vesta los molinos que muelen la harina dejaban de funcionar para dar descanso a los asnos, que ejercían de fuerza motriz en estos ingenios; animales honrados por la diosa al haber sido salvada por uno de ellos del acoso de Príapo. Suceso que se narra a continuación
La espelta (Triticum spelta) es una variedad de trigo.
Ovidio hace referencia a la que él llama la fiesta de los tontos en el Libro II de “Fastos”, organizada en honor de la diosa de los hornos. Cuenta Ovidio que los primitivos pobladores de Italia eran tan tontos que convirtieron en deidad al horno, diosa a la que rezaban para que no abrasase el pan que cocinaban dentro de ella. Cómo si griegos y romanos no hubieran convertido en dioses o diosas cosas aun más peregrinas.
Cibeles es la versión romana de la diosa Rea, la diosa tierra, madre de los titanes y, por tanto, abuela de los primeros dioses olímpicos: Zeus, Hera, Poseidón, Hades, Deméter y Hestia.
El monte Ida fue el lugar donde se crió Zeus.
Vesta es “versión” romana de la hermana de hermana mayor de Zeus, Hestia. Fue la primera en nacer y la última en ser regurgitada por Crono. Es la personificación de la diosa del hogar.
El rojizo guardián de los jardines es Príapo.
El dios del largo Helesponto es nuevamente Príapo.
Lampsaco, situada en el Helesponto, es la ciudad natal de Príapo, donde Afrodita le daría a luz. En esta polis se rendía especial culto al dios Príapo, al que se contentaba echando a las llamas las entrañas de un asno.
La historia es la misma que se narra en el Libro I de “fastos”, con tres variantes significativas: 1.- Entre los invitados están los principales dioses del Olimpo; 2.- El asno en vez de ser castigado, convirtiéndolo en elemento sacrificial, es agasajado, dándosele un día de asueto y coronándosele con guirnaldas de pan durante la festividad de la doncella salvada; 3.- La víctima es hermana de Zeus, no una ninfa anónima. Eso explica que, tras ser delatado Príapo por el asno, tal como cuenta Ovidio, “todo el grupo acudió volando; [pero] él escapó de las manos de los hostiles”. En otras palabras, se salvó por los pelos de ser linchado por los genitales. Aquí al grupo no le hizo gracia que se propasase con la dama.
Podría pensarse por los invitados que Bellini ha retratado esta fiesta organizada por Cibeles y no la organizada por Baco. A fin de cuentas, en el momento que nos muestra el cuadro aun no se ha descubierto el pastel y no sabemos si el grupo va a reírle la gracia a Príapo o va a intentar molerle a palos. Pero ocurre que Hestia, la víctima, no tenía forma antropomórfica en la mitología clásica. Como diosa del hogar se la representaba como un fuego, el que mantenía el calor en las casas. Por eso la mujer que dormita en el cuadro se suele identificar con Lotis. Probablemente la escena pintada por Bellini sea un híbrido de ambas historias. Además, Hestia era virgen. Había solicitado esta condición a Zeus y éste la había aceptado. Decían los griegos que el fuego es virgen porque no engendra nada, en todo caso lo consume.
Lo mollar es que los dioses se han reunido para liarla parda, para beber a base de bien, ya sea por invitación de Dioniso o de Cibeles. Además, el mal rollo de Príapo con los burros tendría múltiples causas. Si escarbamos en la abundante literatura de género mitológico encontraremos incluso más motivos. Cierta leyenda cuenta que en cierta ocasión Dioniso se encontró con un pantano infranqueable cuando iba de camino al oráculo de su padre Zeus en Dodonna para intentar curarse de un acceso de locura que le había provocado su madrastra Hera. Sin embargo, encontró una senda para franquearlo, que recorrió montado sobre un burro que encontró en las inmediaciones. Una vez curado de su mal en Dodonna, Dioniso agradeció al burro su ayuda concediéndole el don del habla. Parece ser que el animal no encontró mejor forma de usar su nuevo don que retando a Príapo a una contienda para ver quien la tenía más grande. Literalmente. Príapo resultó a la postre el mejor dotado, pero no se contentó con la simple victoria y mató al burro a golpes en castigo por su insolencia.
Según nos cuenta Ovidio en “Metamorfosis”, los dioses se apiadaron de Lotis al verla acosada por Príapo y la convirtieron en un árbol del loto, que tenía la particularidad de dar unos frutos que al ser ingeridos borraban la memoria de quien los consumía. Este árbol es identificado con diversas especies reales, entre ellas el almez (Celtis australis) y el lodoñero (Diospyros lotus). En uno de los pasajes de “La Odisea” de Homero el barco de Ulises arriba a la isla de los lotófagos. Tres de los hombres de su tripulación son enviados tierra adentro en busca de víveres. Los habitantes de la isla se alimentan solo de frutos del árbol del loto y viven en perpetua desmemoria y despreocupación, que contagian a los compañeros de Ulises. Mucho le cuesta a éste arrastrarlos de vuelta hasta el barco.
Todo en el cuadro de Bellini sugiere abandono de sus personajes al disfrute de la embriaguez del vino y el sexo. Poseidón desliza su mano hacia la entrepierna de Proserpina, aunque quizás no deba alarmarnos del todo, ya que en una lectura alternativa de la obra ya hemos dicho que se aproximan a su noche de bodas y bien está que anticipen algunos de sus goces. Deméter acaricia el pelo de Apolo. Solo Príapo se sobrepasa y va más allá de lo que le está en principio permitido, pero solo en la versión en que la joven agredida sexualmente es Hestia. En la “tolerable”, desliza la mano bajo la falta de Lotis aprovechando que está durmiendo la mona. Si se aproxima la mirada al cuadro, y quizás no lo recomiende en esta zona concreta del lienzo, se puede apreciar la recia erección de Príapo a través de su túnica. Solo Zeus aparece desemparejado, lo cual nos arranca una sonrisa irónica y un tanto incrédula. Quizá este especulando quien será su próxima “víctima”. Quizá es que ya las ha “catado” a todas y no le apetece repetir.
Una vez completó sus aportaciones al Camerino de Alabastro, Ticiano Vecellio modificó la obra de su maestro Giovanni Bellini para homogeneizarla con las suyas y dar al conjunto un mismo estilo. Las radiografías de Rayos X e infrarrojos realizadas en la National Gallery de Washington, actual propietaria del cuadro, han permitido reconstruir el aspecto que tenía antes de ser retocado por Dosso Dossi primero y, finalmente, por Tiziano. Sería aproximadamente el que se muestra en la siguiente imagen. Todo parece indicar que Dossi realizó una labor exhaustiva de roza de la vegetación que había puesto Bellini para abrir un gran trozo de cielo y añadir una montaña en la mitad superior del cuadro con una construcción en su cúspide. Parte de la vegetación perdida con la intervención de Dossi sería reintegrada por Tiziano, por lo que quizás, en puridad, habría que considerar que más que rectificar la labor de su maestro lo que hizo fue defenderla.
Reconstrucción del aspecto de “El festín de los dioses” de Giovanni Bellini antes de ser retocado por Dosso Dossi y Ticiano Vecellio
Por otro lado, los estudios realizados han demostrado que el propio Bellini realizó modificaciones a una primera versión de la obra. Parece ser que Alfonso de Este le habría llamado la atención sobre lo excesivamente recatadas que se mostraban las figuras femeninas, lo que iba en contra del espíritu de la obra de Ovidio y de los usos y costumbres en la época clásica que se trataba de rememorar. Ovidio lo deja bien claro en su texto, las ninfas están ahí, incluida por supuesto Lotis, para enardecer las bajas pasiones de los dioses masculinos invitados a la fiesta: “[…] De un lado, las unas provocan amables volcanes en los sátiros, las otras en ti, el que llevas las sienes ceñidas de pino [dios Pan]. A ti también, Sileno, de pasión inextinguible, te abrasan: tu lujuria es la que no te deja ser viejo […]”. Esa utilización sexual de las ninfas es no solo asumible sino que además es beneficiosa, porque es lo que mantiene joven y gallardo al padre adoptivo de Dioniso. Claro que Hestia es otro cantar, pero ya nos dice Ovidio que Príapo la confundió con otra, o eso alego en su defensa: “[…] es dudoso si se creyó que era una ninfa o sabía que era Vesta, pero él desde luego afirmó que no lo sabía […]”. Por lo tanto, a fin de seguir los deseos de su mecenas Alfonso I de este y de atenerse al espíritu de la letra, Bellini no tuvo más remedio que rectificar y hacer que proliferaran los escotes atrevidos. Incluso hizo desaparecer la tela en la parte alta de algunos vestidos. La única excepción es, curiosamente, Proserpina, que mantuvo su recato. El que la leyenda le niega a su trasunta Lucrecia Borgia.
“El festín de los dioses” (detalle: dos ninfas con escotes atrevidos) de Giovanni Bellini
(National Gallery de Washington)
La vida de los cuadros que integraron la decoración del Camerino de Alabastro fue extremadamente azarosa. Los cinco convivieron en la Vía Coperta hasta casi finales del siglo XVI. Hércules II de Este, hijo del matrimonio retratado en el cuadro de Bellini, supo jugar al ajedrez de la política en la Península Italiana y agrandar el ducado de Ferrara durante su mandato, haciendo de contrapeso entre Francia y España, aliándose con una u otra nación según las circunstancias, sin recato alguno a la hora de traicionar la palabra dada si resultaba beneficioso en un momento dado. Es con su hijo, Alfonso II de Este, nieto por tanto del primer Alfonso, con quien tiene lugar la inevitable decadencia del ducado, muy mermado en su poder por culpa de las tensiones con los Estados Pontificios. En 1598 trata de abdicar a favor de su primo César Borgia, pero el papado no acepta esta maniobra e invade militarmente Ferrara.
El hombre fuerte en Ferrara pasa a ser el cardenal Pietro Aldobrandini, verdadero detentador del poder en la sombra en el papado, junto a su primo Cinzio, también cardenal, durante el pontificado de Clemente VIII, quien a la sazón era tío de ambos. Todo quedaba en familia. Tras la ocupación militar las colecciones de arte del ducado pasan a ser propiedad de Pietro Aldobrandini, quien traslada la serie del Camerino de Alabastro hasta Roma, donde el cardenal lleva años reuniendo una fastuosa colección de pinturas, las más de las veces por simple adquisición, aunque también mediante el ejercicio del mecenazgo. Su avidez por la posesión de obras maestras le lleva a comprar la Galería Doria Pamphili y a construir una fastuosa villa a las afueras de la Ciudad Eterna donde poder exhibir tantas pinturas. La Villa Aldobrandini, también conocida como Villa Belvedere, se ubicaba en la ciudad de Frascati, dentro de la provincia de Roma.
En 1621 dos de los cuadros de Tiziano del Camerino de Alabastro, “Ofrenda a Venus” y “La bacanal de los andrios”, fueron donados por la familia Aldobrandini al cardenal Ludovico Ludovisi, otro sobrinísimo del papa de turno, en este caso Gregorio XV. El poder en Roma se dirimía entre familias, cada una de ellas con su ejército particular de cardenales, que se iban posicionando poco a poco en la curia de cara al siguiente cónclave. El otro Tiziano, “Baco y Ariadna”, así como el cuadro de Giovanni Bellini, permanecieron en la Villa Aldobrandini. En cuanto a la obra de Dosso Dossi, hace tiempo que se le perdió la pista. Probablemente no viajará nunca a Roma. No se tiene al menos constancia de su inclusión en el inventario de obras del Belvedere.
Villa Aldobrandini, en la ciudad de Frascati, cerca de Roma.
Los dos cuadros propiedad de la familia Ludovisi fueron regalados en 1637 a Felipe IV por Nicolo Ludovisi, como pago por el Principado del Piombino, un pequeño estado independiente italiano que comprendía las ciudades de Livorno y Grosseto en la región de la Toscana, y que hasta ese momento pertenecía a la Corona Española. El trueque permitió a Nícolo Ludovisi convertirse en príncipe y al rey de España incrementar su ya nutrida colección de Tizianos.
En cuanto al Tiziano restante y el Gionanni Bellini, permanecieron en el Belvedere hasta el advenimiento de la Época Napoleónica. La conmoción que supuso la llegada de las tropas del general corso a la Península Italiana a comienzos del siglo XIX obligó a muchos propietarios a vender las obras de arte a prisa y corriendo como modo de supervivencia. Los dos cuadros fueron adquiridos por los hermanos Camuccini, dos marchantes sin escrúpulos que aprovecharon la situación política adversa para amasar una fastuosa colección de arte. A partir de este momento las dos obras toman rumbos vitales divergentes. Ambas acabarán en Inglaterra, aunque siguiendo periplos distintos. Por su parte, y tras diversos avatares y numerosos cambios de mano, “El festín de los dioses” será adquirido al Duque de Northumberland por el magnate estadounidense Peter A. B. Widener, quien lo donará, junto al resto de su colección, a la National Gallery de Washington.
En la actualidad, es el Museo del Prado quien detenta la parte del león de los despojos del Camerino de Alabastro, además las dos obras menos castigadas por el paso del tiempo al haber tenido una vida menos complicada. Lo cabal hubiera sido no haber escindido la serie en dos grupos, en cuyo caso lo natural es que todas ellas hubieran acabado en Madrid, donde podrían ser vistas todas juntas. Al menos los tres Tizianos se habrían merecido este destino, una misma morada.
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