"El rapto de Ganimedes" de Correggio (Kunsthistorisches Museum, Viena)
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La noche del 7 de enero de 1610 fue la primera vez que Galileo avistó los satélites de Júpiter a través de su telescopio. En realidad la primera vez que lo hizo un ser humano. Cuatro cuerpos celestes sin luz propia que orbitaban en torno al gigante gaseoso. No se estrujó mucho el cerebro a la hora de darles nombre. Le asignó un número a cada uno, de forma ordenada, en función de su cercanía al planeta. Será Simón Marius, un astrónomo alemán, años después, quien en su obra "El mensajero sideral" los bautizará con los nombres con los que hoy los conocemos, echando mano para ello del populoso plantel de amantes de Júpiter. Así, los cuatro satélites pasan a conocerse a partir de entonces como Ío, Europa, Ganímedes y Calisto. Sólo Calisto estaba más alejado de Júpiter que Ganímedes. Éste último era tan solo el número tres en la lista de Galileo. Sin embargo tiene dos cualidades que le hacían destacar del resto de sus hermanos: En primer lugar, es el satélite más grande, no solo del harén de Júpiter, sino también entre todos los que hay en el sistema solar; En segundo lugar, y quizá como explicación de lo anterior, es el único varón entre la pléyade de féminas que orbitan alrededor de Júpiter.
Tanto la serie de poesías de Tiziano como la de amores de Júpiter de Correggio contienen obras dedicadas a personajes mitológicos utilizados para nombrar los satélites galileanos. Por si alguien se lo pregunta, también Leda tiene su homónima en la cohorte celestial del planeta Júpiter, un pequeño satélite descubierto en 1974 por los astrónomos del observatorio de Monte Palomar. Pero no así Danae, que se vio relegada a la tarea con mucho menos brillo de bautizar los minúsculos pedruscos espaciales que componen el cinturón de asteroides, ese estéril anillo de rocas que orbita entre Marte y Júpiter.
Nos cuenta Ovidio en su poema las "Metamorfosis" que el día que Júpiter vio por primera vez al joven Ganímedes, un simple pastor troyano, aunque que linaje real, ardió de amor, como si el deseo fuera una hoguera que amenazara con consumirle y convertirle en pecho en cenizas. Jamás había visto un hombre tan hermoso, y estaba además en esa edad en que en la sociedad griega estaba considerado de buen gusto que los varones intimaran con individuos de su mismo sexo. Esto que digo es un eufemismo que da a entender que aun no era un hombre del todo. La relación de amantes entre un joven efebo y un hombre maduro, que además podía ser su mentor, eran algo habitual en la Grecia Clásica. Un ejemplo bien conocido, porque se nos relata en "El banquete" de Platón, es el de Sócrates y Alcibiades. Un ejemplo bien conocido, porque se nos relata en "El banquete" de Platón, es el de Sócrates y Alcibiades. En ese caso era el joven Alcibiades, el hombre joven, protegido de Pericles, quien se consumía por culpa de su pasión por el provecto Sócrates. Así que nada tenía de extraño, aunque hoy en día nos choque, que Júpiter se fijara en un mozo recién llegado a la pubertad, por más que la lista de amantes femeninas fuese autenticamente torrencial. El amor entre hombres se consideraba más espiritual que el habido entre un hombre y una mujer, que era de índole más carnal, más biología que sentimiento, según la opinión de las gentes en aquella época y latitud.
Hebe era la diosa de la Juventud para los romanos. Hija primogénita de Júpiter y Juno, se vio abocada a tener que encargarse de las tareas del hogar en el Monte del Olimpo. Eso sí, unas tares muy sui géneris, ya que consistían básicamente en atender a su hermano pequeño Ares, que imagino que sería lo que más guerra le daría, así como en preparar cada mañana el carruaje de caballos alados de cascos de bronce y áureas crines para su madre Juno y en estar atenta a que la copa de néctar de ambrosía de su padre estuviera siempre llena. Camarera, caballeriza mayor y babysitter, esos eran los quehaceres habituales de Hebe en el palacio de los dioses. Su tiempo libre lo ocupa en danzar con las Gracias y en cantar con las Musas al son de la lira de Apolo, así como en otros pasatiempos considerados propios de chicas en un imaginario colectivo tan machista con el de la sociedad de la antigua Roma o el de mi infancia en el tardo-franquismo. Una mañana, Júpiter aprovechó una distracción de su mujer y su hija para burlar la vigilancia de ésta y coger prestado el carruaje de aquella. Sabía muy bien a donde quería dirigirse: a los campos de Troya. Llevaba tiempo rondando por aquellos lares y cada vez que volvía a poner los ojos en Ganímedes después de haber estado un tiempo lejos de él el deseo colmaba su pecho y su mirada. Su paciencia tenía un límite. No estaba acostumbrado a verse privado de aquello de lo que se encaprichaba. Dejó el carro oculto en un banco de niebla que el mismo generó con su aliento y se apostó detrás de un arbusto para poder espiar sin ser visto. Esperó el momento propicio, aquel en que al rayar el alba un todavía somnoliento Ganímedes sacaba las ovejas del aprisco, y raptó al muchacho tras transformarse en un águila de enormes garras.
Me temo que en este cuentecillo mitológico nos movemos en el escurridizo terreno de la agresión sexual, en la enojosa situación de tener que dilucidar si se debe o no calificar como tal. Si es que nos asaltan las ganas de hacer juicios morales. Que a mí casi que sí. Porque que el lance fuese a plena satisfacción de los dos principales implicados, incluso de los indirectamente afectados, no sé si diluye la culpa. Me refiero a una culpabilidad vista a ojos de terceros, esto es, en el juicio que podemos hacer del hecho quienes no nos vimos involucrados y somos solo meros espectadores, oyentes del poeta que declama la historia, ya sea Ovidio o algún otro autor griego o romano, porque lo que está claro es que Júpiter jamás sintió el más mínimo remordimiento por lo que había hecho y Ganímedes era solo un muchacho totalmente ignorante hasta entonces de lo que era el sexo. Es más, tras saciar su sed de carne joven con el pastorcillo frigio, Júpiter se llevó a Ganímedes consigo de vuelta al Olimpo, convirtiéndolo en su copero para poder tenerlo ya siempre cerca, a mano de sus caricias, en caso de que se le volviera a juntar el hambre. El padre del muchacho, que dicen las crónicas que lloraba desconsolado la ausencia de su primogénito desde la misma mañana del rapto, fue obsequiado por el raptor con dos yeguas blancas, tan veloces que eran capaces de galopar sobre las aguas, más por no tener que escuchar sus súplicas que por los remordimientos. Y el regalo surtió el efecto esperado: Las lágrimas se le secaron en los ojos y regaron de sonrisas sus labios. La niña Hebe se vio más libre de sus tareas y con más tiempo que poder dedicarle a bailar con sus amigas el chunda-chunda que tañía Apolo con su lira. Y en cuanto a Ganímedes, cada vez que su mirada se cruzaba con la del señor de los dioses había guiños, risas cómplices y palabras mudas entre ellos. Estaba siempre presto a llenar de ambrosía su copa y, cuando era requerido para ello, también su cama, sin que Juno llegara a percatarse nunca. Imagino que sería completamente ajena a que su esposo tocaba todos los palos, porque hace falta ser despistada, por no decir otra cosa, para no darse cuenta de las infidelidades de tu compañero cuando tiene el amante metida en casa. Mejor así, sobre todo para Ganímedes, porque la diosa madre no perdonaba ni una y sus castigos eran siempre en extremo severos. Así pues, todo resultó a plena satisfacción de todos los implicados. Hasta para Juno, que se pudo contentar con un ojos que no ven corazón que no siente.
No, no hay miedo en los ojos del Ganímedes que pinta Correggio. El muchacho se aferra al águila para no caerse, no para forcejear con ella y tratar de zafarse. No hay lucha, solo movimiento ascendente, subrayado por el gesto del perro pastor, que ladra y brinca como queriendo atrapar con sus fauces un talón del muchacho y así poder retenerlo consigo. Ciertamente el perro es el único que parece rebelarse contra lo que está aconteciendo. Tampoco Ganímedes está tan alto como para temer la caída. Si estirase las piernas que tiene ahora flexionadas quizás podría asentar las plantas de los pies sobre el tocón de árbol que hay en mitad de la escena. Es más, se diría que flexiona levemente las rodillas para facilitar el vuelo conjunto con Júpiter.
Todo está planeado para acentuar la sensación de verticalidad y movimiento ascendente: El propio formato alargado del cuadro, tipo poster, para entendernos; El brinco del perro pastor que conecta con su esfuerzo cielo y tierra; El tocón de árbol, que proporciona a Ganímedes un posible punto de apoyo. De resultas del esfuerzo tractor de las guarras del águila al intentar sujetar y elevar al muchacho la ropa de éste es estirada hacia arriba destapándole las nalgas. La imagen me recuerda a aquel antiquísimo anuncio del bronceador Coppertone que protagonizara una jovencísima Jodie Foster, que supongo que debió de ser algo así como un oasis para los pederastas en aquellos tiempos, los años 50 y 60, en que la sociedad había retornado a la inocencia y parecía haber olvidado incluso la existencia de esa desviación sexual. En la edad clásica el rapto de Ganímedes era un tema recurrente, habitualmente abordado por los artistas, por ser del gusto de una porción apreciable de su clientela. Tenía un carácter reivindicatico: Si hasta el jefe de los dioses santificaba el sexo entre varones, incluso el sexo con imberbes mozalbetes, quien podía reprochárselo entonces a quienes se deleitaban con cualquiera de ambas prácticas. En la Edad Media el mito fue eliminado de los asuntos habitualmente representados. La Iglesia tenía una opinión inequívocamente desfavorable sobre este embarazoso asunto. Pero en el Renacimiento volvió a ser frecuentado por los artistas, lo cual no sé si implica que la práctica volvió a aflorar a la luz desde el secretismo en que se había visto sumido duarente siglos o que surgieron nuevas lecturas del mito. En todo caso, al revival contribuyó el carácter netamente privado de los encargos de algunos mecenas como, por ejemplo, el de Felipe II a Tiziano o el de Federico I Gonzaga a Correggio. Estas obras que caminaban por la cuerda floja de la ética eran creadas para ser exhibidas en estudiolos con una acceso muy restringido. Las poesías de Felipe II eran solo para sus ojos.
"El rapto de Ganímedes" de Pedro Pablo Rubes (Palacio Schwarzenberg, Viena)
¿Cabe hacer un juicio moral a una obra de arte? Cuesta ser tajante en la respuesta. Los límites de lo admisible se difuminan por ser imposibles de cartografiar. Las fronteras, no solo las geográficas, se modifican con el paso de los siglos. Además, si no se anda con el suficiente tiento se corre el peligro de acabar como Luis I de Orleans, acuchillando una obra maestra de la pintura en el Palais Royal de París, o como los talibanes, dinamitando budas gigantes en las montañas de Afganistán. En un esfuerzo de reconciliación con el mito de Ganimedes se buscaron lecturas en clave cristiana. Así, se quiso ver en el águila una alusión al evangelista San Juan, apodado el águila de Patmos, y cuyo icono es precisamente un águila. También se quiso ver en el rapto del pastorcillo troyano una alegoría del tránsito del alma hacia el cielo, arrebatada por Dios a este mundo y en la que predomina el vértigo de los que son llamados a asu presencia. En una versión de la historia de Pedro Pablo Rubens que hoy día cuelga en el Palacio Schwarzenberg de Viena la lectura del mito es esta misma. Ya en el Olimpo, Ganímedes está cómodamente sentado sobre el hombro del águila, como si fuera el sofá de su casa. Hebe le tiende la copa de Júpiter, como si se estuviera escenificando un traspaso de poderes. Al fondo se ve un banquete. Los dioses siempre andaban de parranda por lo visto. El de copero era por tanto un puesto de responsabilidad. A pesar de la algarada del fondo, la escena tiene un cierto aire solemne, carente de drama o movimiento, elementos característicos de las composiciones de Rubens. Se ha propuesto la hipótesis de que la obra sea un homenaje encubierto a su hijo, muerto de forma prematura en 1611, poco antes de pintarse el cuadro, significando lo representado una alegoría del tránsito de su alma hacia los cielos.
Veinticinco años después de pintar este Ganimedes, probablemente para la corte de Viena, Rubens pintó una nueva versión del mito más acorde con la historia estándar. Formaba parte de la decoración, supervisada por Velázquez, de la Torre de la Parada en el Palacio del Pardo. En esta relectura de la historia se hace patente la violencia. El águila forcejea con el pastor y hasta un rayo ilumina los nimbos de tormenta que hay en el cielo tras los dos personajes. Ganimedes porta un carcaj, quizá por tratarse las habitaciones que adornaban dependencias destinadas a la práctica de la caza en los bosques de encinas que se extendían al norte de Madrid.
"El rapto de Ganimedes" de Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)
Más dramática y ácida aun es el punto de vista de Rembrandt. Ya no es un muchacho lo que rapta Júpiter sino un niño, prácticamente un bebé que llora desconsolado y hasta se orina como consecuencia del miedo. Es fácil ver la censura en el cuadro del holandés, que elimina cualquier coartada a la práctica de la pedrastia. El águila tiene ojos fieros llenos de violencia. También las nalgas de Ganímedes se desnudan por culpa del esfuerzo tractor de Júpiter, pero en este caso solo un enfermo podría ver un sesgo erótico en la escena, parece que nos dice Rembrandt, que quiere recordarnos la parte más tenebrosa del mito y mostrarla en toda su crudeza.
"El rapto de Ganimedes" de Rembrandt (Gemäldegalerie de Desde)
No es extraño que quienes abordaron la historia de Ganímedes procuraran ser poco explícitos, en imágenes e intenciones. En este territorio de lo ambiguo se mueve el soneto del poeta sevillano del Siglo de Oro Juan de Arguijo. No sabemos si sus versos esconden una exaltación del amor homosexual, que en nuestros tiempos ha adquirido un rango de normalidad, aunque en el suyo fuera considerado un crimen merecedor de la pena de muerte, o si vuelve a ser una parábola del tipo de la primera versión de Rubens de la historia. Así, durante el Barroco el mito de Ganímedes adquiere una connotación de resistencia ante la intolerancia. Resistencia que solo es posible fomentando esa ambigüedad de la que hablamos, ya que lo explícito podría ser demasiado expuesto y peligroso.
No temas, o bellísimo troyano,
viendo que arrebatado en nuevo vuelo
con corvas uñas te levanta al cielo
la feroz ave por el aire vano.
¿Nunca has oído el nombre soberano
del alto Olimpo, la piedad y el celo
de Júpiter, que da la pluvia al suelo
y arma con rayos la tonante mano;
A cuyas sacras aras humillado
gruesos toros ofrece el Teucro en Ida,
implorando remedio a sus querellas?
El mismo soy. No a l'águila eres dadoAl igual que "Leda y el cisne", "El Rapto de Ganímedes" fue un encargo de Federico II Gonzaga a Corregggio para la decoración del Palacio del Te, edificio situado extramuros de la ciudad de Mantua, formando parte de la serie "Los amores de Júpiter". Las cuatro obras que la componían eran las dos ya mencionadas, además de "Júpiter e Ío" y "Leda y el cisne". Todas fueron regaladas por el Duque de Mantua a su señor el emperador Carlos V. A partir de ahí los caminos se bifurcan y las trayectorias vitales de los cuadros divergen. Se sabe que el Ganímedes de Correggio formaba parte de la colección de Antonio Pérez, el secretario universal de Felipe II, y he aquí un primer misterio. ¿Heredó parte de la serie Anatonio Pérez y la otra parte Felipe II?¿Era mencionado Antonio Pérez en el testamento de Carlos V? ¿Las dos obras de la serie que llegaron a sus manos fueron un regalo del rey y no del emperador? Pero, ¿quién era Antonio Pérez?
en despojo; mi amor te trae. Olvida
tu amada Troya y sube a las estrellas.
Podemos decir que Antonio Pérez procedía de un linaje de secretarios. Su padre, Gonzalo Pérez, lo fue de Carlos V primero y después de su hijo Felipe II. La identidad de la madre de Antonio siempre fue un asunto enigmático. La vocación de Gonzalo siempre fue ser eclesiástico, y no pudo ordenarse hasta estar crecido Antonio. Sus contemporáneos especularon, y hoy día muchos historiadores creen en esta hipótesis, que Antonio Pérez era hijo natural del Ruy Gómez, Príncipe de Éboli, probablemente el mejor amigo que nunca tuvo Felipe II y algo así como el líder del ala liberal del gobierno de España, enfrentado siempre al III Duque de Alba, que podría ser considerado como el líder del ala conservadora. El partido liderado por Ruy Gómez, marido de la famosísima Ana de Mendoza, la divina tuerta -aunque se dice que el parche que cubría un ojo era en realidad un alarde de coquetería, para darse misterio y cubrir de paso un leve bizquera-, era propenso al pacto, a primar el negocio sobre los demás aspectos de un problema, mientras que el partido liderado por el Duque de Alba prefería dirimir en el campo de batalla todos los asuntos que amenazaban con enquistarse. Explicado así, de forma tan esquemática, tampoco tenemos tiempo para más, parece mucho fácil empatizar con el primer grupo. Pero mientras el duque era un hombre de una integridad y lealtad que no admitía discusión, Ruy Gómez y la gente bajo su tutela tendían a confundir sus propios intereses con los generales del reino, siendo fácil que primaran los primeros sobre los segundos la hora de tomar decisiones.
Antonio Pérez quedó bajo la tutela de Ruy Gómez una vez acabó su infancia, razón por la cual parece extraño que pudiera ser su hijo natural. Parece poco verosímil que el Príncipe de Éboli metiera en la casa conyugal un hijo habido fuera del matrimonio, en especial si había sido criado en sus primeros años por otra persona para evitar un escándalo que podía implicarle. El caso es que con ese padrinazgo Antonio Pérez prosperó en la corte de forma fulminante. Era tratado en casa de los Príncipes de Éboli como un hijo más y eso alimentó todo tipo de rumores, incluido un supuesto romance con la Princesa de Éboli. También era tratado con un enorme afecto y confianza por el rey, que lo acabó nombrando secretario universal, algo así como un primer ministro. De facto fue el primer valido de la dinastía de los Austrias. En su momento de mayor esplendor nadie tenía más poder en España que Antonio Pérez, aparte claro está de Felipe II, y en cierto modo ni siquiera él puesto que para que la información que requería el rey para poder tomar decisiones llegaba hasta él teniendo que pasar previamente por el tamiz de su secretario universal.
Hace algunos años encontré enterrado en mitad de una pila de libros de un anaquel de una librería un volumen que me llamó poderosamente la atención y que versaba precísamente sobre Antonio Pérez. Era algo así como una biografía heterodoxa del personaje. Editado en 2006 por JJB Editorial con el título "Antonio Pérez. ¿El hermanísimo?", su autor, José María Torres Pladellorens, lanzaba una sugerente hipótesis según la cual el secretario universal habría sido en realidad un hermano natural de Felipe II. Uno más, ya que se le conocen al menos dos más: Don Juan de Austria y Margarita de Parma. Estaba acostumbrado Felipe II a tener que vérselas con los bastardos de su padre, que fueron reconocidos sin excesivos problemas y tratados como integrantes de la familia real una vez muerta la esposa del emperador, Isabel de Portugal. Por eso se plantea el problema de explicar por qué no lo fue también Antonio Pérez, por qué surgieron dificultades en su caso. A eso responde José María Torres de forma hábil. A diferencia de sus otros dos hermanos ilegítimos, Antonio Pérez habría nacido de una relación adúltera estando aun viva la emperatriz Isabel. El emperador tenía a gala haberle sido siempre extremadamente fiel a su mujer, fidelidad que había convertido en una especie de blasón. Tanto Juan como Margarita eran hijos nacidos en plena viudedaz, por lo que no estaba dispuesto a reconocer aquel otro desliz que suponía una mancha en su honor y hacer añicos su blasón. Bastaba con hacer cuentas -fecha de nacimiento de Antonio Pérez, momento del deceso de Isabel de Portugal...- para demostrar la infidelidad a la añorada Isabel.
De ser cierta la hipótesis de José María Torres tendría quizás explicación que Antonio Pérez llegase a ser propietario de dos cuadros de Correggio tan significados que habían pertenecido a su padre. O bien los podría haber heredado o haber sido un regalo de su afectuoso hermano. Felipe II trataba a Antonio Pérez con la familiaridad y afectuosidad que dispensaba a todos los miembros de su familia. Tendría sentido también que le hubiera encumbrado al puesto de máxima responsabilidad y poder de su entramado político. ¿De quién te puedes fiar más que de tu propia sangre, de un hermano? Sin embargo, la generosidad del rey no se vio recompensada. El hermanísimo de Felipe, era un hombre muy capaz, inteligente, culto y sumamente ambicioso. Seguramente en algún momento del camino se extravió su buen juicio, se le subió el cargo a la cabeza, y llegó a pensar que podría incluso a suplir a su medio hermano en el tono. En un momento dado, en torno al año 1980 se produjo una curiosa situación: Los tres medio hermanos llegaron a conspirar los unos contra los otros. Don Juan de Austria se convirtió con el correr de los años en una auténtica mosca cojonera que solo sabía pedir una corona para su testa. Pidió ser rey de Argel, de Escocia, de Flandes, de algún dominio que le ofreció el papa tras su exitosa campaña de Lepanto y un largo etcétera. Antonio Pérez convenció a Felipe II de que Don Juan de Austria empezaba a aspirar también a la corona de España, es decir, a quitarle de en medio y que esa loca idea era alimentada por su secretario Juan de Escobedo. Ya no era que quisiera una porción de la tarta sino que la quería toda por entero. Era difícil rebatir a Antonio Pérez porque era muy persuasivo y porque su red de espías era la mejor informada y la más densa de Europa. Hay quien cree, los más, que jugaba a dos barajas fingiendo complicidad con sus dos hermanos por separado, pero tratando de enfrentarlos con sus intrigas para facilitar su propia llegada al poder supremo. Esta rocambolesca situación tuvo muy mal arreglo. Juan de Escobedo se personó en Madrid para pedir en nombre de su señor recursos para intentar la invasión de Inglaterra, quimérica empresa que según él reportaría la vuelta al redil del catolicismo de los herejes anglicanos, amén de la tan ansiada corona para su cabea por la vía del matrimonio con María Estuardo, reina de Escocia y prisionera de su prima la Isabel I de Inglaterra. Años llevaba carteándose con la cautiva y planeando su rescate como si fuera un paladín de cuento de hadas en el que la reina virgen le correspondía el papel del dragón carcelero de la inocente doncella de la historia. Don Juan de Austria era un tipo cargante pero había que quererle. Fue un cabeza de chorlito pero un héroe de manual, para algunos el más grande que haya tenido jamás Europa en toda su historia.
Aprovechando la estancia de Escobedo en Madrid por unos días, Felipe II dio luz verde a la propuesta de Antonio Pérez de quitarle de en medio. El asesinato fue ejecutado por la gente del secretario universal del rey. Poco después moriría también el propio Don Juan. La causa oficial fue una epidemia de peste, aunque corrieron rumores, que aun no han parado, de que fue envenenado por orden de su hermano. Por alguno de los dos. Quién sabe si de ambos.
Pronto Felipe II se arrepintió de su decisión, culpando a Antonio Pérez de haberle convencido de lo que no era cierto: La traición de don Juan de Austria. Lo destituyó de sud cargos en el gobierno y como éste se revolvió le acabó acusando de haber instigado el asesinato de Escobedo. A partir de ahí se organizó un auténtico guirigay con acusaciones cruzadas, juicios inquisitoriales y torturas. Antonio Pérez logró escapar de la prisión en la que fue recluido y marchar a Aragón, de donde era natural y sobre la que los tribunales de la corona castellana no tenían jurisdicción alguna. Sublevó el reino contra Felipe II y antes de que las huestes castellanas arrasaran a las aragonesas en el campo de batalla acabó huyendo a Francia. Durante su exilio los infundios y las indiscreciones -no todo las acusaciones que hizo tuvieron que ser necesariamente mentira, pero en el mejor de los casos reveló secretos de estado y cometió traición al estado- que propaló sobre su país y su rey pusieron la simiente, en un terreno fértil por el odio hacia lo español, de lo que se ha venido a denominar como Leyenda Negra.
La apasionante historia del asesinato de Escobedo me gustaría tratarla algún día en la serie Madrid Sub Rosa, pero lo que ahora importa es saber que parte de los bienes que atesoraba Antonio Pérez en España revertieron a la corona y que parte fue subastada. Según todas las fuentes, los dos Correggios de la serie que estaban en su poder fueron comprados por el escultor Pompeo Leoni, el mismo que adquiriese de los herederos de Leonardo su colección de manuscritos. Era un ávido y refinado coleccionista de arte. Pero en algún momento decidió deshacerse de parte de su colección. Eso explica la presencia de dos códices de Da Vinci en los fondos de la Biblioteca Nacional, que fueron vendidos a Juan de Espina, curioso personaje que ya fue mencionado en el post dedicado a la leyenda del Conde de Villamediana, y que los dos Correggios que pertenecieron a Antonio Pérez estén ahora en el Kunsthistorisches Museum de Viena, por haber sido vendidos en 1603 al embajador de Austria en España, el conde de Kevenhiller.
Todo parece bien explicado, sin embargo existe un segundo problema aun más difícil de resolver que el del paso de los dos Correggios por la colección de Antonio Pérez: La existencia de una copia en el Museo del Prado de Antonio Cajés, al igual que hay una de la Leda. Si la salida de España del cuadro se produjo en los inicios del reinado de Felipe III, y ya no pertenecía a las colecciones reales, ¿cómo se explica esa copia? ¿Se solicitó permiso para efectuarla a Pompeo Leoni o a su excelencia el embajador? Si fue así, ¿por qué no se hizo copias del resto de obras de la serie? Para mí algunas piezas del curriculum vitae de la obra no acaban de encajar del todo.
"El rapto de Ganimedes" de Eugenio Cajés.
Copia de un original de Correggio (Museo del Prado)
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