martes, 23 de octubre de 2018

Carta a Emma (9) - Coda

Carta a Emma (9) - Coda

En mi anterior carta digo que a falta de unos pocos capítulos para terminar “El Paraíso en la otra esquina”, tres en el momento de redactarla, estaba casi todo el pescado vendido. Y no podía estar más equivocado. El último de la semi-novela protagonizada por Flora Tristán quizá sea el mejor. Al menos de su saga. Esto deberías leerlo, si aún te apetece aguantar mis digresiones, cuando acabes la novela, para no destripártela. Y es que pienso que lo que le ocurre es muy significativo de lo que es el personaje, de su talante. Dijiste que te habías casi rebelado cuando en un momento dado de la narración ella descarta la idea de asistir a un recital de Franz Liszt por juzgarlo un entretenimiento burgués inapropiado para alguien de sus ideas y aspiraciones, que te daba rabia que se negase a si mismo algo de placer y diversión, y pienso que es un reproche que cuadra con la idea que tengo de ti. Hay cosas que enriquecen el espíritu y es absurdo, y hasta contraproducente, negárselas a uno mismo, porque te impiden gozar en la medida que nos es posible en esta vida y crecer como personas. Pues bien, eso hace cuando llega a Burdeos en su gira, acudir a una audición ofrecida por Liszt, quiero decir, darse un poco de cuartelillo, ponerse de puntillas, y es ahí donde comienza el último acto de su historia, cargado de las contradicciones que acompañan al personaje a lo largo de toda su biografía. Tiene un desmayo en mitad del concierto y cuando despierta, varias horas después, está en un dormitorio que no es el suyo, sino uno mucho más lujoso que el que le espera en su hotelito de tercera. Un matrimonio al que conoce. de sansimonianos, como si se tratara de una burla del destino, a los que, para más inri, ha desairado meses antes, la rescatan en el teatro donde tiene lugar el recital y se hacen cargo de su cuidado de forma desinteresada. Ella había rechazado su ayuda en el pasado en razón de la pobre opinión que tiene de su movimiento y por constituir la pareja un típico ejemplo de hogar burgués. Y, sin embargo, van a ser los que la permitan tener una muerte hasta cierto punto dulce. Nadie rechaza unas sábanas de hilo limpias cuando hay fiebre. Le contratan enfermeras para que la cuiden, le traen tantos eminentísimos doctores como puede procurar el dinero, la atienden hasta en las más mínimas necesidades con devoción, y todo en razón del respeto que le profesan, aunque ya sepamos que no es correspondido. Cuando le preguntan si quiere que avisen a alguien para que este con ella durante su convalecencia, descarta enseguida la idea de ver a Aline y se decanta por su discípula Eléonore. Olympia ni siquiera llega a ser en ningún momento una alternativa. Ni el amor filial ni el amor carnal y/o espiritual, es su discípula y principal colaboradora a quien quiere ver en su lecho de muerte. Ni el amor ni la pasión, solo la causa le importa.

El pasaje de la agonía lo aprovecha Vargas Llosa para narrar una anécdota muy jugosa que Flora recuerda entre las nieblas de la fiebre, su encuentro con Karl Marx. Encontronazo más bien, digno de ambos temperamentos. Está en una imprenta de París supervisando la impresión de la primera edición de su libro “La Unión Obrera” cuando el filósofo irrumpe en el taller hecho una furia. ¿Cómo es que han postergado la impresión de la revista que edita para dar prioridad al panfleto de una advenediza con ínfulas literarias? Ella le llama gallo capón, por sus voces destempladas. El alega en un mal francés con excesivo acento alemán no entender el insulto. Ella le recomienda que acuda a un diccionario para adquirir cultura, y más o menos de esta forma tan bufa es como sucede el encuentro entre estos dos personajes con tanta relevancia histórica (vale, sí, uno de ellos prácticamente desconocido por ser mujer), que hubieran debido entenderse y convertirse en aliados, que estaban casi obligados a hacerlo. Ay, la soberbia. La humildad no es una condición sine quanon para convertirse en un verdadero revolucionario. Se trata en realidad de una cualidad que se convierte en estorbo.

El remate final de la pieza es un verdadero broche de oro. Acabar en todo lo alto solo está al alcance de los grandes narradores. Una buena primera frase, como las que se le elogian a García Márquez, te incita a seguir leyendo, pero una gran frase final a lo que te incita es a recordar ya desde que cierras el libro, a regurgitarlo para volverlo a paladear en la boca, valga el símil vacuno. Alguien suplanta la personalidad de un conocido de Flora durante su agonía para poder acudir a su lecho de muerte junto con un cura. El matrimonio de sansimonianos le protesta al desconocido: Saben con absoluta certeza que ella está en contra de la religión, que de estar consciente no habría querido que la suministraran la extrema unción. El visitante alega que se trata de una disposición tomada en los últimos tiempos de la que él es conocedor. A regañadientes acceden. ¿Qué mal pueden hacer unos sortilegios de mago de feria, unos cuantos abracadabras? Todo el suceso es extraño. Sospechan que hay un engaño detrás de todo aquello pero lo dejan correr. Intuición que parece confirmarse cuando tras el deceso por la ciudad se extiende el bulo, al que ayudan a darle eco algunos periódicos, de que Madame, La Colère, en trance de pasar al otro mundo, ha preferido hacerlo a bien con Dios a pesar de haberse pasado la vida jactándose de su hostilidad a la religión. Todo parece obedecer a un intento de desacreditarla de forma póstuma, cuando ya no hay posibilidad de réplica. Cuando durante el entierro ven al supuesto estafador apartado del gentío llorando a lágrima viva se le acercan en busca de una explicación. Éste les confiesa que lo ha hecho por amor. No quería que ella, la persona que más había amado en su vida, muriese en pecado. ¿Qué quién es? Ella le conocía por un apodo. Cuando se dé la vuelta podrán reírse de él todo lo que quieran a sus espaldas, cuando ya no los vea, pero no antes. Ella le conocía como el Eunuco Divino. A eso lo llamo yo acabar a lo grande, en plan Beethoven, con la orquesta sonando a todo trapo, las sección de cuerda, las de viento, y los timbales subrayando el crescendo.

Es dudoso que Flora hubiera querido alguna vez a alguien aparte de a sí misma, dado el escaso respeto que le merecía su prójimo. Quizá ahí radique su elección de Eléonore como compañera en el último trecho del camino, en ser la única persona por la que siente un mínimo de admiración, mezclada con cierto atractivo sexual, me malicio yo. Sin embargo, queda claro el enorme cariño que supo despertar en tanta gente. Cariño desperdiciado en lo humano, aunque se convierta en munición literaria. Los numerosos pretendientes a los que rechazó, y la amante a la que apartó de sí, permiten mantener cierta tensión emocional, y hasta algo de lírica en algunos momentos, a lo largo del denso relato de sus peripecias como luchadora social. La mayor tragedia de Flora estriba en no haber sabido que hacer con todo ese caudal de afecto, esterilizada como estaba en lo afectivo por un desgraciado matrimonio, al que la ley y la religión le obligaban atarse de por vida. Haber elegido cualquier otro personaje de los muchos posibles para la declaración de amor en el lecho de muerte habría tenido menos sentido y bastante menos efecto dramático. Hacía falta un personaje que asumiese el rechazo de antemano. Se le puede perdonar la traición. Su amor es tanto que asume el presumible enfado de la amada desde el más allá, en el que él, no lo olvidemos, él si cree, ante un acto que sabe que está en las antípodas de las creencias y los deseos de su amada. Por ser patético y erróneo, hasta torpe, es precisamente por lo que su gesto inspira tanta ternura y resulta tan comprensible y perdonable. Además, hay coherencia en su acto, es consecuente con sus convicciones. Algo que no ocurre siempre con lo que hace Flora.

Si este hubiera sido el final del libro creo que habría sido un colofón perfecto, pero Vargas Llosa eligió para la vida de Gauguin los capítulos pares, y la longitud de la novela alcanza los dos patitos. Tras señalarnos la putrefacción física y moral completa a la que llega Guaguin explicándonos sus abusos con las niñas del colegio de religiosas. Ciego como está, vienen a verlo a su casa para poder contemplar su colección de postales pornográficas, que cuelgan de las paredes de su estudio. Ya no le tienen miedo porque por más que corra tras ellas su vista deficiente no le permite agarrarlas, todo lo más manosearlas sin recato y al tuntún, por así decir, poniendo la manos donde puede y rezando para que sea en una zona gozosa. Imagino que esta escena te indignará cuando la leas. No obstante, Vargas Llosa deja morir a su personaje de una forma dulce, casi con dignidad, a sorbitos, sin agonía. Poco a poco va perdiendo la consciencia, el sentido de sí mismo y su unidad. Yo me imagino que la muerte es algo así. No sé si mi simulacro cuando el ictus me sirve de confirmación, pero recuerdo la experiencia sin ninguna angustia. No había dolor ni miedo, solo un plácido diluirse en al nada estando plenamente enterado de lo que ocurría. Siempre he pensado que esa ausencia de sufrimiento, esa placentera despreocupación solo podía obedecer a que la avería afectó a lo que sea que procese las emociones en el cerebro. Al cacharrito que administra la ansiedad se le había fundido un fusible o aflojado un cable. Mi psiquiatra no me dijo que no fuera posible, aunque tampoco pareció muy interesada en mi teoría. ¿Ha de ser la muerte el final de toda historia? Cronológicamente sí, pero no desde el punto de vista dramático. Si fuera así todo relato de ficción debería acabar necesariamente con su protagonista “palmando”. Después de una muerte quedan aún capítulos por escribir. Sino ahí está la coda de la que yo estoy disfrutando para confirmarlo. Un poco larga quizá a mi parecer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario