viernes, 13 de octubre de 2017

¡Gloria a los almendros!




¡Gloria a los almendros!

El almendro, como el cerezo, florece de un día para otro, como en una explosión cuya onda expansiva no es sonora sino visual, un inmaculado blanco de contorno esférico que percute sobre la mirada y sublima nuestra sensibilidad, que hasta ese momento permanecía en suspenso desde el otoño. Florece y lo hace antes de que le salgan las hojas, acrecentando el factor sorpresa. Un día el árbol parece muerto tras el paso del invierno, todo lo más dormido, hibernando, y al siguiente es una bola que arde al blanco incandescente. Pero las flores apenas permanecen intactas el tiempo suficiente para que nos acostumbremos a su belleza. Sus pétalos comienzan a desprenderse casi desde el mismo instante en que se despliegan. Al observarlo desde la distancia, la copa del almendro que ha florecido unos días antes parece tremolar por la miríada de esquirlas de flor que se precipitan al vacío agitadas por la brisa, su contorno es un temblor que se difumina en el aire como una ventisca cargada de nieve. Es evidente que ha de existir un mecanismo que dispara esta floración en emboscada. Un grano de maíz estalla para convertirse en una palomita cuando el aceite en el que lo hemos bañado y lo recubre alcanza una determinada temperatura -Ay, ese cómico afán de explicar los misterios del mundo-. Del mismo modo, la copa de un cerezo debe disparar su floración cuando una determinada variable, por demás mensurable, climatológica o astronómica, adopta un determinado valor. Nunca he sabido con certeza cuál es esa incógnita que al ser despejada ubica en la derecha del signo de equivalencia la expresión matemática de la belleza, quizá la duración de la noche, como en otras especies vegetales, quizás la temperatura media del día. No lo he sabido nunca, pero he de reconocer que tengo mis sospechas.

Justo tras pasar la verja en la entrada sur de la Escuela de Montes, había un almendro, y yo siempre sabía qué mañana al ir a clase iba a encontrármelo cuajado de flores. Año tras año me recriminaba no haber hecho partícipe a nadie de mis sospechas el día anterior. Pero, claro, saber cuándo van a florecer los almendros tampoco es uno de esos súper poderes que te convierten en un héroe Marvel. Además, estamos hablando de una capacidad cuya efectividad abarca tan pocos días de todo el año, que más que poder parece debilidad o castigo, una gripe de 24 horas. Dígale usted a uno de sus compinches de facultad, a uno de esos tipos que solo piensan en impresionar a las compañeras de clase con su recién estrenada hombría, algo tan cursi como que mañana cuando vuelvan camino de las aulas van a encontrarse los almendros floridos y ya veremos qué cara le pone. Y si se equivoca, mejor que le pille a usted en un bunker en la cima de la colina, porque la rechifla puede ser fenomenal. Un día de demora en la predicción puede ser como una temporada en el infierno con vocación de eternidad, si acaso usted encaja mal las bromas. En realidad sé de lo que hablo, no conjeturo. Cierta vez, solo una, me fui de la lengua. Había una chica a la que quería impresionar con mi hipersensibilidad botánica. El caso es que al día siguiente nevó y el resultado fue que el resto de machos de la manada, hasta el más gañán, me dejó muy atrás en la carrera por el apareamiento. Ya no importó que justo tras derretirse la nieve el almendro tuviera a bien darme su aquiescencia. El mal ya estaba hecho. Sobre todo en mi raquítica autoestima. Cuando escampó le regalé a la chica una ramita florida como desagravio, como burdo intento de hacer ver que estaba por encima del cachondeo de mis rivales. La puse sobre su pupitre al inicio de la primera clase. En el mismo momento en que la vio le dije: “Verás como las flores del almendro huelen a miel”. La acercó a su nariz pecosa y, al comprobar mi apunte, y en ese mismo instante me convertí en su amigo más entrañable, en un aspirante a confidente, aunque ya nunca pude ser para ella un macho creíble.

Todo era más fácil en primaria, cuando la relación entre sexos era menos compleja, con muchísimas menos expectativas en juego. Entonces yo ya era capaz de predecir la lluvia. Horas antes de arreciar, porque solo podía anticipar las tormentas, sentía una sensación en las articulaciones que no llegaba a la categoría de dolor, que ni se le acercaba, que era casi placentera, además de inconfundible. No la podías confundir ni con las ganas de orinar, ni con el hambre, ni con la rabia de haber perdido un partidillo de fútbol. En el momento en que la sentía le decía a mis amigos: “Se va a poner a jarrear” mientras saltaba a la pata coja fingiendo que me acababan de amputar una pierna de rodilla para abajo, o ilustrando la advertencia con alguna otra broma autoparódica parecida -Reírse de uno mismo es un conocimiento que no adquieres sino que desaprendes según te haces más adulto y más serio y la sed de reconocimiento lo contamina todo-. Ellos, avisados de mi don -que todos asumíamos más propio de los personajes de los tebeos de la editorial Bruguera que de los de la Marvel, aunque sin problemas. ¿A quién a esas edades no le molaba ser Mortadelo disfrazado de Mariano Medina?-, se reían de mí patochada, y si acertaba, como tantas veces ocurría, me convertía por un día en el rey del recreo. Cuántos momentos de gloria en mi infancia no le deberé a mis chivatas articulaciones. Ahora ya no tiene gracia. Predigo los cambios bruscos de clima, el advenimiento de frentes fríos o cálidos, hasta cuatro días antes de su llegada, pero casi nunca le hago caso a los timbres corporales y abro la puerta. Soy el satisfecho propietario de un paraguas, también para las emociones. Además, a nadie le sorprende que a cierta edad uno acabe teniendo un barómetro en vez de esqueleto. A casi todos nos lo acaba instalando en alguna parte de la anatomía ese chapuzas a domicilio que es el paso del tiempo. No hay posibilidad de lucirse, que es a lo que en realidad se reduce todo, porque, seamos sinceros, ¿a quién que no haya sembrado en la era o venga de la peluquería le importa de verdad que llueva? Más bien puede ser un motivo de desdoro: “Hay que ver que pocho estás. Pareces un pastor con los huesos resabiados. Cuida esa artritis, viejo”, te dirán los compañeros de partida de mus del hogar del jubilado.

Al contrario que los almendros, los madroños tienen la deferencia de florecer en una época mucho menos problemática, en una que no da lugar a equívocos. En otoño. Todo lo más en invierno. En el arboreto de la escuela había un pequeño rodal cuya provisión de frutos esquilmábamos todos los años Susana, Enrique y yo. Fue una tradición en los primeros cursos de la carrera. El catedrático de Botánica nos había contado en clase una curiosa anécdota de Linneo, el padre de la taxonomía. El egregio naturalista había catado el fruto de un madroño que el mismo había arrancado de un arbusto, ignoro si en uno de sus viajes a la piel de toro, porque no me imagino madroños en su Suecia natal, y había exclamado: “No está mal del todo, aunque tampoco es que sea para convertirlo en la base de un banquete. Se deja comer. Uno por vez, si acaso, porque aquello de que hay que probarlo todo, pero no más”. Y por eso le puso al arbolillo el nombre científico de Arbutus unedo. Sus flores son carnosas, un tanto translúcidas, aovadas, de color blanco moteado de carmines y fucsias, como medusas diminutas, como chopitos antes de ser rebozados en harina y fritos. Cuando sus frutos maduran dice el tópico que fermentan y adquieren cierto contenido en alcohol. Comer en exceso puede provocar ebriedad. Enrique, al que le gustaban tanto que se comía también los que rescataban entre la hojarasca del suelo, hubo que velarle una o dos borracheras por sendos atracones otoñales.

Pero si había flor que me gustaba en aquel bosquecillo de hadas, era la de los arces. Tres especies de este género había entre la foresta: arces de Montpellier, de hojas trilobuladas, como los dígitos palmeados de una anátida; arces reales, de hojas anchas, parecidas a las del plátano de sombra, que tanto abunda en Madrid; y sicomoros, de hojas también enormes, pero de contornos festoneados. Todas ellas daban en otoño unas flores rusticas, para nada conspicuas, diría que recatadas, tímidas, de pétalos tan verdes que parecen sépalos, con algo de bozo y texturas tan textiles, que creo que eran los retales con los que Campanilla, la novieta de Peter Pan antes de la irrupción de la cursi Wendy, se confeccionaba sus minifaldas.

Pero son los almendros los que me ponen a prueba con su ejemplo. Hay un momento del año en que el aire, probablemente por el efecto del calor, se aligera lo suficiente como para que al rozar las mejillas transmita una sensación distinta a la del día precedente. De repente hay indicios de algo nuevo en la brisa. La densidad es distinta, la forma de fluir por el contorno del rostro, la temperatura que transmite a la piel del alma. No es un truco de magia, estoy convencido de que es mera fisiología botánica. Y cuando llega ese momento impreciso en que la primavera se despereza, cuando aun está completamente en entredicho, camuflada de invierno, esperanza más que certeza, serán solo los almendros los que se atrevan a recorrer al galope tendido el peligroso trecho entre la gelidez del sueño y la tibieza de la vida. Una vez leí que cuando la Wehrmacht alemana invadió Polonia, en el 39, con sus riadas de divisiones acorazadas, nada ni remotamente comparable en cuanto a poder militar pudo enfrentársele. El ejército polaco era de otro siglo, apto para enfrentarse en todo caso a los cosacos de antes de la Rusia prerrevolucionaria. En su desesperación la caballería polaca cargaba de forma suicida contra los tanques del general Guderian, tratando de herir con sus sables la insensible piel de acero del monstruo llegado del futuro. Siempre he creído que aquel hecho histórico, sea cierto o no, con la leyenda me vale para explicar esta historia, es una metáfora perfecta del florecer de los almendros. Una lección de coraje, de fe en la vida, en la victoria de los valientes, de quienes se atreven a cruzar el páramo para ganar la otra vertiente del angosto valle. Una carga que acabara en desastre por las heladas tardías o en una bella pero efímera victoria, en una estampa magnífica que se deshará al poco tiempo en una lluvia de sables o de pétalos, tal como en un festival romano. Supongo que esa es la actitud correcta, la forma que hay que vivir la vida, sin aspiraciones de acceder al instante de después en que se hace balance. Pero yo nunca me vi capaz de ser jinete, de seguir tan audaz ejemplo. No obstante, ese es mi don y mi carga, tengo asiento de primera fila para el glorioso espectáculo, para ver evolucionar a las brigadas de húsares sobre el campo de batalla. Solo me queda gritar a pleno pulmón: “¡Gloria a los almendros!”. Cómo les habría gustado a mis compinches de recreo este grito de guerra. Estoy seguro.



















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